La contracepción no es sólo odio a la vida, así en general, sino odio a la existencia de un ser personal, de un «interlocutor perenne del amor divino»
Para apreciar en toda su magnitud este último extremo, hemos de dirigir nuestra mirada, siquiera durante unos instantes, hacia la sublimidad de la persona humana: un ser destinado a introducirse, por los siglos de los siglos, en la íntima efusión amorosa que constituye intrínsecamente a la propia Trinidad: «alguien delante de Dios y para siempre.»
Pues a ese «amigo potencial de Dios» le damos origen poniendo en juego, con un acto capaz de unir íntimamente a dos personas, los resortes de nuestra sexualidad. Es esa vida –participación natural de la Vida eterna del Absoluto, otorgada desde el preciso instante de la concepción para perdurar con sus características singulares y concretas durante el abismo sin fondo de toda la eternidad- la que tiene su origen en la unión conyugal fecunda. Y es esa vida –concreta, individual y eterna una mera posibilidad abstracta– la que negamos, radicalmente, con la contracepción. Es probable que las prácticas contraceptivas disminuyeran si se considerara atentamente cuanto acabo de sugerir. Porque, insisto: la contracepción no es sólo odio a la vida, así en general, sino odio a la existencia de un ser personal, de un «interlocutor perenne del amor divino». De ahí, obviamente, su ilicitud.
Y de ahí su necesaria incidencia sobre el amor de los esposos. Recordemos las palabras con las que Pieper caracterizaba el amor como corroboración en el ser, como aprobación del vivir. ¿Será posible que el amor conyugal, afirmación de la existencia, arraigue y se desarrolle junto a una decidida actitud «antiamorosa», de odio o repudio del ser y de la vida?
Podrá objetárseme que el destinatario del amor y el del supuesto odio no son la misma persona; que a quienes los esposos aman es al otro cónyuge, mientras que el destinatario de su presunto odio es la posible persona del hijo. Respondo en dos momentos. Antes que nada, me resulta difícil admitir que disposiciones tan radicalmente contrapuestas–la del amor y la del odio– convivan pacíficamente en una misma voluntad, sin que la primera quede necesariamente «contaminada» por la segunda.
Seria poner entre paréntesis una verdad metafísica, reiteradamente comprobada, y de una innegable trascendencia práctica: la de la unidad intimisima, compacta, de la persona humana. Pero es que, además, al examinar la cuestión con un punto de hondura, se advierte que tampoco es cierto que el destinatario de los dos movimientos opuestos de la voluntad sean en rigor personas distintas: cuando no se quiere al hijo futuro, se rechaza también, necesariamente, a la persona del cónyuge… y a la propia persona: si no de forma absoluta, al menos de manera parcial, pero eficaz. ¿Cómo podemos advertirlo?
Homicidio y suicidio «limitados»
Siguiendo y profundizando las sugerencias de Pieper, más de una vez he explicado que los tres momentos constitutivos de todo amor son: 1) La confirmación en el ser de la persona querida; 2) la búsqueda de su plenitud, y 3) la propia entrega. Quien ama no sólo desea que el objeto de sus amores viva, sino que pretende, en el mejor sentido de la expresión, que «viva bien», que alcance la perfección; y se pone por entero a su servicio para que el ser querido conquiste ese acabamiento perfectivo. La inicial aprobación no basta: no hay verdadero amor si no se busca eficazmente la plenitud de la persona querida mediante la entrega del propio ser.
El amor conyugal no es una excepción a estas reglas. También dentro de él la búsqueda del bien para el amado se articula en los tres momentos indisolubles de confirmación del ser querido, ansias de que logre su perfección y donación amorosa de la propia realidad, incluido el cuerpo y su capacidad , procreadora. Atendiendo a todo ello, advertiremos hasta qué punto cuando se obra contraceptivamente se lesiona el mutuo amor, al eliminar el bien más específico de la comunidad conyugal: el hijo.
Porque ¿acaso no es la persona del hijo el más radical valor que podemos desear para nuestro cónyuge? ¿No se dilata eminentemente el ser de los esposos, revistiéndose de una particular plenitud, cuando se entregan reciproca y amorosamente, en la concepción, esa prolongación de cada uno de ellos, que son los hijos? ¿No es un nuevo ser personal el bien de mayor calibre que podemos ofrendar a otra persona y, por decirlo así, ofrecer –para su propio perfeccionamiento– a nuestro mismo ser?
Pues la contracepción niega, drásticamente, esa múltiple posibilidad de perfeccionamiento. Rechaza, por tanto, de modo parcial, el propio ser –en cuanto éste tiende a la plenitud–, así como el ser del cónyuge. Y, desde este punto de vista, comete un homicidio y un suicidio, aunque incompletos. En un trabajo conjunto, G. Grisez, J. Boyle, J. Finnis y W. E. May lo expresan muy claramente: al ejercer la contracepción, los esposos, de común acuerdo, incurren en la grave falta del «suicidio limitado: deciden eliminar su propia vida, en el momento en que están a punto de transmitirla, cuando una nueva vida podría surgir».
¡Odio homicida hacia el hijo, odio homicida hacia el cónyuge, odio suicida hacia si mismo! ¿Va quedando claro por qué la contracepción tiene que lesionar forzosamente el amor entre los esposos? ¿O acaso pueden coexistir, en convivencia pacífica, el amor y el odio?
Voluntad y sentimientos
Llegados a este punto, quisiera dejar claro que en ningún momento he pretendido herir los sentimientos de quienes, por una causa o por otra, practican la contracepción. He procurado dirigirme a su inteligencia para mover su voluntad. Por eso, al hablar de amor y odio, es a la voluntad a la que directa y exclusivamente estoy apelando, ya que sólo los actos voluntarios, libres, son significativos éticamente: sólo ellos determinan el bien o el mal.
Lejos de mí, por tanto, sostener que quienes practican la contracepción estén desprovistos de motivos para no desear la venida al mundo de un nuevo hijo. Lejos de mí pretender que esas razones carezcan de peso específico y se reduzcan, simplemente, a la comodidad, al egoísmo o a la búsqueda del bienestar. Lejos de mí, también, imaginar que si las circunstancias cambiaran, la prole seguiría sin ser gozosamente acogida. Y lejos de mí, sobre todo, suponer una especie de inquina emocional, de sentimiento agresivo, contra el hijo no deseado.
Insisto: estoy hablando a la inteligencia. Utilizo, por tanto, las palabras en su acepción más propia. Y, en su significado más estrictamente humano, amor es el movimiento de la voluntad que quiere el bien para otro, y odio es el impulso contrario -¡también de la voluntad! que lleva a querer su mal. Y como el bien fundamental es el ser, sin el que ningún otro bien resulta posible, amar es corroborar en el ser, y odiar, en sentido estricto, es excluir de la existencia a la persona no grata: con la voluntad y con los hechos.
Consecuencia: amor y odio son independientes de los sentimientos, y a veces incluso se contraponen a ellos. El amor y el odio, en cuanto actos de la voluntad, se manifiestan primordialmente en intenciones, decisiones y acción. Y como los esposos contraceptivos deciden impedir la instauración en el ser de la posible prole, y como la impiden de hecho mediante el ejercicio activo de los distintos procedimientos de contracepción, lo que los mueve es, en correcto castellano, odio a la nueva vida… incompatible con un auténtico amor conyugal. ¡Todo ello, repito, con independencia de sus sentimientos!