La misión de los apóstoles continúa con la Institución de la Sucesión Apostólica hasta nuestros días
Con la expresión sucesión apostólica se indica en teología que los Apóstoles no constituyen en la historia de la Iglesia una figura o institución aislada, propia de la primera época del cristianismo, sino que, por voluntad de Cristo, estaban destinados a tener sucesores: los obispos, sucesores de los Apóstoles y el Romano Pontífice, sucesor de S. Pedro.
Precisando más el concepto, podemos añadir lo siguiente. Hay en los Apóstoles algo único e irrepetible: el haber convivido con Cristo durante su vida terrena y haber sido testigos de su Resurrección -o al menos esto último, como en S. Pablo-, y haber sido constituidos, por consiguiente, en primer eslabón que, contando con una especialísima asistencia del Espíritu Santo, transmite la Revelación a la comunidad cristiana.
Nada impide, en cambio, que la misión confiada a los Apóstoles pueda ser transmitida a otras personas que les sucedan; más aún, en esa misión está implícita su transmisión. Esas personas, obviamente, no serán Apóstoles, en el sentido preciso que el término tiene en el Nuevo Testamento, sino sucesores de los Apóstoles. Al hablar de sucesión apostólica se alude a la pervivencia del poder de predicar y de administrar los sacramentos y del poder disciplinar dentro de la Iglesia, pero no a la pervivencia de los Apóstoles en cuanto tales.
La idea de sucesión apostólica implica, pues, en primer lugar, la pervivencia de una misión. Pero indica algo más: que esa misión pervive a través de una transmisión realizada de persona a persona, de modo que cabe trazar una línea histórica que une a la Iglesia actual con la apostólica.
La Iglesia es por eso apostólica no sólo porque en ella pervive la doctrina y la praxis de los Apóstoles, sino por una apostolicidad de sucesión, es decir, porque se ha dado -como consecuencia de la voluntad fundacional de Cristo y de la asistencia del Espíritu Santo- una ininterrumpida sucesión de pastores y maestros. El tema de la sucesión apostólica se relaciona así muy estrechamente con el del sacramento del Orden y con el de la estructura sacramental de la Iglesia.
La sucesión apostólica se puede desglosar en dos partes: la apostolicidad o envío por Cristo de los Apóstoles; y la sucesión de los Apóstoles o sucesión apostólica propiamente dicha.
El envío de los Apóstoles. Desarrollemos nuestro estudio a modo de glosa de un logion fundamental: «como me ha enviado el Padre, así os envío yo a vosotros» (lo 20,21), que sitúa a Cristo en el centro del enviar, con la certeza de una simetría -«como»- en sus dos polos. La afirmación de Cristo como mandante es expresada en los escritos neotestamentarios con el verbo griego apostollein o su sinónimo pompein.
En los Evangelios sinópticos el apostollein evoca el envío de Cristo por el Padre y el que Cristo hace de sus propios ministros. Del conjunto orgánico surgen fuertes asimilaciones: «El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió» (Mt 10,40; cfr. Le 10,16; y, en otro contexto, Le 9,48).
El Evangelio de S. Juan abunda en las mismas ideas, alternando pempo y apostello. Cristo es enviado (3,17,34; 4,34; 5,36-38; 6,57; 7,18,33; 8,26: etc.) y mandante (17,18; 21,20) en continuidad perfecta con el Padre (13,16,20), cuya presencia (8,29: «el que me envió, está conmigo») y mensaje (7,16: «mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me envió») se dan en el mismo lugar. El mismo esquema se encuentra idéntico fuera de los Evangelios (Cristo enviado: Act 3,20; 26,36; 1 lo 4,9,14; Cristo mandante: Act 22,21; 26,17; 1 Cor 1,17; Rom 10,15), con la adición de un detalle muy significativo: no sólo Cristo, enviado del Padre, manda a los suyos; éstos, a su vez, enviados por Cristo, mandan nuevos representantes suyos: el conjunto de los Apóstoles a judas y Silas; a Pedro y a Juan; a Pablo y a Bernabé; por su parte, S. Pablo manda a Timoteo, Tito, Eraston, Tíquico, etc. Un detalle nos detiene de intentar ya una síntesis: el término Apóstol es claro, pero a la vez tiene en el N. T. una cierta indeterminación. Por una parte se restringe a los Doce o a quienes (cfr. Act 1,21-26), habiendo convivido con Cristo y siendo testigos de su Resurrección, son mandados a evangelizar el mundo entero. Sin embargo, se aplica también, e indiscutiblemente, a S. Pablo, que no convivió con el Señor. Por otra parte, entre los Doce y S. Pablo y otros (Silvano, Andrónico, Apolo) a quienes en el N. T. se les llama apóstoles, hay evidentemente gradación.
En la raíz de todo se encuentra el Apóstol por antonomasia que es Cristo, único enviado del Padre, exclusivo mensajero de la salud. En dependencia de Él sus enviados son Apóstoles en sentido fuerte, los ministros llamados a dar cuerpo a la acción apostólica de Cristo: todos ellos, y sólo ellos. Nada extraño tiene, por tanto, que el apostolado trascendente de Cristo se difracte en participaciones aparentemente dispersas (los Doce, S. Pablo) que, en realidad, son complementarias, como son complementarias las palabras de la Biblia, en que cristaliza la única Palabra del Padre. Cristo recurre a los Apóstoles por exigencias de su misión universal en el marco de la Encarnación, a fin de extender su palabra y su acción salvífica hasta el fin de los tiempos.
En relación a la sucesión de los Apóstoles, hay que decir que mientras el Apóstol Cristo es inmortal, sus Apóstoles, a los que envía en su nombre, son caducos. De ahí la necesidad de sus sucesores: Cristo no admite sucesión; los Apóstoles sí. Y así lo afirma el texto bíblico.
Los autores protestantes lo niegan y argumentan al respecto diciendo que la palabra sucesión (diadojé) no aparece en el N. T. Por lo que se refiere al vocablo es cierto, pues figura tan sólo en el libro de los Hechos (7,45 y 24,27) y en contextos que nada tienen que ver con nuestro tema preciso. Pero de la ausencia de la palabra no se deduce la de la idea. Más aún, es lógico que la palabra no aparezca en libros como los del N. T. que nos hablan de los Apóstoles en pleno servicio activo: si los hagiógrafos querían referirse al tema, es lógico que lo hicieran con otros registros, y así de hecho sucede. Reseñamos unos textos fundamentales.
El primero lo hallamos en 2 Tim 2,2, que desde el punto de vista literario sigue el modelo que antes llamábamos testamentario. Persuadido de la inminencia de la muerte, dicta el Apóstol a su discípulo Timoteo una serie de disposiciones preciosas que remedan el estilo de los testamentos sucesorios a que nos tienen acostumbrados los autores helenos. «Tú, pues, hijo mío, le dice, ten buen cuidado, confiado en la gracia de Cristo Jesús; y lo que de mi oíste ante muchos testigos, encomiéndalo a hombres fieles, capaces de enseñar a otros». El párrafo es completísimo: se destaca la serie continua de personajes alineados en cadena; se menciona el depósito doctrinal objeto de herencia; se habla del ritmo de transmisión vertido en la clásica modulación de tipo «recepción-tradición» y el todo se completa con la alusión a la capacidad de los candidatos.
pero esta sucesión si esta perdida con los papas que acabaron con tanta gente en la edad media , la inquisición etc de verdad fueron sucesores de cristo por Dios hay que ser sensato y reconocer que esta iglesia que se atribuye esto no dice la verdad