No es la primera vez que una fecha importante la paso lejos de casa. De hecho, durante los 22 años que duró mi carrera arbitral, sobre todo en la etapa en que pertenecí a la FIFA, practicamente jamás tuve acceso a fiestas, bodas, quince años o cualquier tipo de reventón ya que, al ser generalmente en fin de semana, había que dormir temprano ya que al día siguiente tendría lugar algún encuentro de fútbol.
Incluso ya casado y con mis tres hijos dando guerra en el planeta, con frecuencia falté a sus cumpleaños o fiesta de fin de cursos por andar en eventos internacionales fruto de esa hermosa actividad.
Ahora me toca estar a miles de kilómetros de casa y evocar con nostalgia a mi Padre, fallecido hace apenas unos cuantos meses.
Recuerdo como si fuera ayer el Mundial de 1970 a celebrarse en México y que Don Arturo nos regaló, a mi hermano Eduardo y a mí una serie de diez boletos para presenciar todos los juegos en el estadio Azteca en la localidad de hasta mero arriba.
Gracias a ello pudimos presenciar el juego inaugural entre el cuadro tricolor y la Unión Soviética, así como el llamado “partido del siglo” entre Alemania e Italia y estar viviendo muy de cerca esa Copa del Mundo.
Resulta que el día de la Gran Final, nos dirigimos alegres y vocingleros al “Coloso de Santa Úrsula” para ver a Brasil en contra de los italianos. Mi papá y mi tío Felo, para variar, no llevaban boleto pero, nos aseguraba, “no habría ningún problema”.
El caso es que los minutos pasaban y no había forma de conseguir el ansiado ticket de entrada y obviamente, nuestra angustia aumentaba.
De pronto, nos topamos con dos tipos que también se habían lanzado a la aventura y tenían dos boletos pero necesitaban otro tanto igual. Mi “jefe” se acercó y les preguntó cual era el problema. Los muchachos le dijeron que tenían dos entradas pero requerían otro par a lo que les propuso echar un “volado” y el que ganara, se quedaría con los cuatro boletos.
Se revoleó la moneda y el suspenso casi paraliza nuestro corazón de chavitos pues mi progenitor estaba jugándose a la suerte, ¡nuestros boletos!.
Dios se apiadó de nosotros y el peso cayó del lado que nos convenía para poder ingresar al inmueble para, de esa manera, disfrutar el recital del cuadro amazónico liderado por Edson Arantes Do Nascimento, el gran “Pelé”.
Esta anécdota pinta de cuerpo entero a ese personaje que era mi papá. Hoy me permito compartir con ustedes esta ambivalencia de sentimientos: La inmensa alegría que me regaló durante 53 años y la profunda tristeza de su ausencia lacerante.
Desde Sudáfrica envío un gran abrazo a todos los Padres y les suplico a quienes todavía lo tengan, que lo cuiden mucho.