El fundamentalista no comprende la diversidad de conductas, ni la actuación responsable. Su obsesión por mantener el fundamento, que presuntamente sostiene la vida del hombre, le lleva a despreciar y a tratar vejatoriamente aquello que es más valioso en la vida humana: la libertad.
Por Rafael Gómez Pérez
En todo fundamentalismo, entendido en el sentido negativo que nos describió la nota anterior, hallamos invariablemente este carácter totalitario: la verdad de los principios, y su aplicación práctica, son inseparables. La modernidad trajo consigo la conquista de la libertad individual. El fanatismo es, sin duda, un retroceso.
No hay sociedad sin un núcleo estable de creencias
La discusión actual sobre el fundamentalismo envuelve antes que nada, como suele ser corriente, una cuestión semántica. Es esa siempre curiosa moda de las palabras la que de pronto ha hecho que llamara la atención una cuestión tan antigua como el hombre, casi una constante cultural: la dificultad para admitir al «distinto». Es cierto que la evolución política de un país como Irán ha servido de ejemplo concreto. Pero existían y siguen existiendo, con independencia de Irán, países fundamentalistas y no eran ni siquiera mencionados como tales. Piénsese, por ejemplo, en la suerte que correría el sacerdote católico que desarrollase su ministerio en países como Arabia, Sudán y otros.
Hay que despejar enseguida, dentro de esa cuestión semántica, lo más trivial. Fundamentalismo se emplea ahora, aunque el término sea relativamente antiguo, para designar lo que antes era denominado integrismo. Vamos a considerar sinónimos, en todos los matices, fundamentalismo e integrismo.
Fundamentalismo o integrismo es, a la vez, una actitud y una ideología. No es una religión, ni de derecho ni de hecho. No es una religión, de derecho, si por religión se entiende la relación real del hombre con un Ser Superior, creador del universo y del hombre. Si la religión es algo principalmente de Dios, Dios no puede ser fundamentalista. Dios es el Fundamento por antonomasia, el Origen sin origen. Dios no tiene necesidad de exigir, en la práctica, el fanatismo. El fanatismo es creación humana.
El fundamentalismo-integrismo es una ideología, es decir, una utilización de ideas o creencias para fines políticos, aunque no necesariamente político-partidistas. Y, como ideología, es también una actitud. O mejor, entre las ideologías, su naturaleza es más activista, más visceral que la media. Existen ideologías por así decir de ideas; y existen ideologías de ideas, creencias, actitudes, mitos, ideologías globales, «totalitarias». El fundamentalismo-integrismo pertenece a esa clase.
¿En qué consiste? En no admitir, intelectual y prácticamente, la limitación humana. O, lo que es lo mismo, en no reconocer la libertad. Se trata de lo siguiente: los principios tienen un estatuto global, entero, neto. Si se piensa que esos principios están en Dios, no pueden ser limitados. Pero a continuación se traslada esa ilimitación a la organización de la vida personal y social. Se defiende lo imposible: que los principios cuyo estatuto es el de ser verdad en sí se cumplan inexorablemente en la práctica, siendo la práctica la conducta de miles, millones de personas.
El fundamentalista-integrista no puede admitir que lo que es en sí pueda no ser «para todos». Por eso el diferente ha de ser reducido, eliminado. El caso de Salman Rusdhie es emblemático. Se juzga que el escritor ha insultado los principios, la fe coránica, y como la fe coránica no puede no ser, el escritor ha de ser reducido. En este caso eliminado. Suprimido de hecho el cerebro y la vida del escritor se piensa que la ofensa queda suprimida.
Esquema antiguo
Este modo de proceder socialmente —porque el fenómeno es interesante en cuanto tiene trascendencia social— no hay que verlo como una aberración reciente o como algo que, en estos tiempos, le hubiera «salido» al islamismo y a otras formas religiosas. El esquema de la «reducción del disidente» es el «natural», en el sentido de inmediato en la mayor parte de las sociedades que han existido y que han contado con un cierto nivel de integración.
Se entiende por «nivel de integración» la alta frecuencia de intercambios sociales motivados generalmente por los siguientes factores principales: asentamiento territorial, sociedad poco extensa, clara jerarquía en el mando. En efecto, en los pueblos nómadas, que casi siempre están organizados en pequeños núcleos independientes, existe una especie de «tolerancia natural» dada, en gran parte, por el aislamiento. No es extraño que estos pueblos, como por ejemplo, los nuers estudiados por Evans-Pritchard, apenas tengan formas políticas de control. Era una sociedad en cierto modo acéfala. En cambio, cuando existe un asentamiento fijo en el territorio, el tipo de contacto se repite y es efectivo cualquier control. Con tal de que se trate de sociedades poco extensas. La idea que se entiende en la Edad Media según la cual «el aire de la ciudad hace libre» quería decir muchas cosas, y una de ellas muy clara: la ciudad permitía un cierto anonimato o, de cualquier modo, un escapar al rígido control que se da en los pequeños núcleos rurales.
Una de las formas de control en los núcleos territoriales es la salvaguardia exterior de lo fundamental de las creencias. La creencia, en cuanto que incluye una cosmovisión y, derivada a veces de ella, unas normas morales (que son a su vez el fundamento de las normas jurídicas), ha de ser defendida frente a quien la ponga en duda o la ataque. Toda sociedad antigua era, en mayor o menor medida, fundamentalista en el sentido que lo es hoy Irán. De tal modo los principios de la creencia se identifican con las reglas de la organización social, que la postura de increencia o de desviación (herejía), si tenía repercusión social, era, antes que nada, un atentado contra el orden y la seguridad jurídicos. No es indiferente, en este sentido, el dato de que tanto en el siglo V —con Teodosio— como en el siglo XIII —por parte de varios reyes en Europa—, saliese del poder civil la decisión de considerar la herejía religiosa un delito condenable con la muerte. Y, como se sabe, las llamadas guerras de religión, en los siglos XVI-XVII, son antes que nada guerras políticas (intereses de poder, económicos, etc.), aunque no se excluyera la defensa de las creencias religiosas.
Hubo a lo largo de todo el mundo antiguo períodos incluso muy largos de tolerancia. Así, en España, en el sur, bajo la dominación árabe, las etapas de persecución religiosa fueron breves. Lo mismo cabe decir de la tolerancia en la corte de los reyes de Castilla, Fernando III el Santo y su hijo Alfonso X el Sabio. Y ha quedado como proverbial, aunque quizá también mitificada, la coexistencia pacífica de población cristiana, musulmana y judía en Toledo. Estos períodos de tolerancia eran posibles en muchos casos como respeto a la decisión personal del rey o del califa.
Política, religión y libertad
La supresión de las condiciones generales de posibilidad del fundamentalismo fue un largo y atormentado proceso. Por un lado, hubo que distinguir —o hubo que actualizar la distinción— entre lo político, para lo temporal, y lo religioso, para lo temporal y lo eterno. No tiene nada de extraño que esa distinción pasara por la defensa de la tolerancia religiosa que, de hecho, fue posible cuando la división religiosa había atravesado la fase infecunda del enfrentamiento. La alternativa al enfrentamiento fue la tolerancia, por la mayoría, de la disidencia minoritaria. Esa tolerancia tuvo muchos grados; y si, por ejemplo, en España el disidente religioso seguía siendo un «raro» todavía a mitad del siglo XIX, en el Reino Unido, por esas mismas fechas, ser católico equivalía a no poder aspirar a la plenitud de los derechos de ciudadanía.
Faltaría aún tiempo para que la tolerancia, en lugar de ser un resultado de la extensión de la increencia o de la indiferencia, fuese una meditada decisión y consecuencia del reconocimiento de la primacía de la libertad. Pero a su vez esa primacía de la libertad personal —la libertad religiosa en este caso— era más clara cuando se habían separado los dominios de lo político y de lo religioso.
La libertad como creencia
Según una interpretación corriente, la desaparición del fundamentalismo en Occidente es una consecuencia del proceso de secularización con lo que esto implica de falta de «eficacia» de la religión en el ámbito propiamente social. Esta es una posición que deriva directamente de los libertinos del XVII y de algunas corrientes de la Ilustración del XVIII, pero no es ni la única ni la principal interpretación de un fenómeno mucho más complejo.
Esa complejidad significa, para empezar, que ese factor mencionado, la extensión de la increencia, existió, pero no como algo único ni determinante. Ese factor, junto con otros, actuó sobre la constante cultural de que ninguna sociedad puede subsistir sin un núcleo de creencias relativamente estables. Cualquier estudio, tanto histórico como de antropología cultural, llega a ese resultado, que es algo pacífico. Una dimensión importante de lo que se llama «cultura» de un pueblo es ese núcleo de creencias que unifica, aglutina y confiere un sentido a la mayoría de las actividades. Ese núcleo de creencias existe siempre y siempre tienen un sentido religioso, sean cuales sean las evoluciones posteriores. De hecho, la incredulidad es siempre una derivación.
No hay sociedad sin un núcleo estable de creencias. Pues bien, en Occidente, a partir precisamente del final de la Edad Media y del Renacimiento se va difundiendo la creencia general de la primacía de la libertad personal por encima de las instituciones. Ese aire se respira ya en los teólogos españoles del siglo XVI —véase el caso de Francisco de Vitoria cuando tiene que estudiar la complicada cuestión de los derechos de los indios americanos— y, a partir del XVII, tiene dos derivaciones: una de sabor católico y otra de tendencia protestante. Más tarde, en el XVIII se acentúa una tercera, primero deísta —Diderot, Voltaire— y luego decididamente atea. Pero esa complicación, que implicaba un grave enfrentamiento entre quienes, en el fondo, estaban defendiendo lo mismo, tarda siglos en resolverse.
Puede decirse que el fondo de la cuestión estaba en la órbita de lo cristiano —«el sábado para el hombre y no el hombre para el sábado» (Marcos 2, 27)—, pero los desarrollos, muy tormentosos, impedían verlo con claridad. Por ejemplo, lo traumático de la Revolución Francesa —que, no se olvide, en su origen cuenta con el decidido apoyo de numerosos clérigos— establece, a lo largo del XIX —época dorada del integrismo y del puritanismo católico—, una oposición visceral entre «espiritualismo» y «revolución». Sólo hacia finales de ese siglo, sobre todo con el pontificado de León XIII, tiene lugar una reconciliación entre la práctica cristiana y los conceptos «modernos»: libertad individual, democracia, derechos humanos.
De este modo la sociedad se iba articulando alrededor de una nueva creencia que, en el fondo, es religiosa: la preeminencia de la libertad personal, de la libertad de la conciencia por encima de cualquier institución política. Se reconoce habitualmente que el Concilio Vaticano II fue la puesta de largo de ese reconocimiento, pero la realidad era vivida en algunos países, sobre todo en los que existía pluralismo de confesiones religiosas, desde mucho antes.
Una vez que la libertad de la persona o sus derechos nativos e inalienables se propagan como creencias, el fundamentalismo carece de base. Hay que notar que la libertad como creencia no significa que no pueda haber una verdad sobre Dios, la creación del mundo y del hombre y otras cuestiones análogas; implica que esas verdades han de ser conquistadas por el ejercicio de la libertad, no impuestas. No es lícito imponer la verdad a la libertad. La verdad ha de ser abrazada en libertad.
La matizada distinción entre «libertad de conciencia» y «libertad de las conciencias», cuya propagación se debe a León XIII, es muy clara: no libertad de conciencia, en el sentido de que el hombre, a su capricho, puede «crear» a Dios; sí libertad de las conciencias, en el sentido de que ni la existencia de Dios -que es la realidad originaria, el Origen sin origen— les puede ser impuesta. Es claro que existe una visión más genérica de la «libertad de conciencia» en la que se afirma simplemente que la religión es cosa de cada uno, lo cual es cierto, pero no está matizado.
Defender la propia postura
La diferencia entre libertad de conciencia y libertad de las conciencias tiene que ver con otra distinción, muy antigua, que está ya en San Agustín y que modernamente recogió Juan XXIII: la que media entre el error y el «errante». El error es una objetiva desviación de la verdad, pero el «errante» puede estar en el error de buena fe. Y, en cualquier caso, el rechazo del error no tiene por qué traducirse en un rechazo social del «errante».
Si se adopta esta sencilla pero nuclear visión, en la sociedad no cabe ni la indiferencia ni el fundamentalismo. No cabria la indiferencia —la indiferencia como «creencia articuladora» de la vida social—, puesto que la verdad se considera un bien al que aspirar, un bien que conquistar y que difundir. Hay ejemplos actuales de esa actitud: así, la conservación de la naturaleza y la defensa del medio ambiente forman hoy parte de la creencia articuladora de la vida social; por eso no es indiferente el error sobre este tema. No es indiferente que sea o no verdad que se está dañando gravemente la capa de ozono. La verdad sobre este asunto es, a todos los efectos, esencial. Lo cual no quiere decir que se pueda imponer coactivamente una determinada política en ese sentido (aunque, todo hay que decirlo, poco falta ya para eso).
En resumen: en buena teoría política, no cabe el fundamentalismo porque lo primero es la libertad. No cabe la indiferencia porque lo primero es la libertad que va hacia la verdad. En definitiva: cabe la defensa de la propia postura en la misma medida en que se reconoce el derecho del otro a defender la suya. Este «debate» no significa sólo que la libertad tiene dimensiones plurales.
Aporías del antifundamentalismo
Se despacha fácilmente como fundamentalismo la aplicación política de una creencia religiosa, sin libertades reconocidas para los diferentes o disidentes, para las minorías. Pero a veces la situación puede invertirse, es decir, cuando los fundamentalistas son reprimidos y silenciados. Un caso emblemático de esto fue y es la represión del fundamentalismo en Argelia. En nombre de la democracia fue anulada una elección que había seguido los métodos democráticos. La defensa de esa posición oficial del Gobierno argelino —que no encontró críticas en el mundo occidental— se basaba sustancialmente en esto: no se puede tolerar a quienes, de ocupar el Poder, acabarían con cualquier tolerancia. Más brevemente aún: es preciso y legítimo ser intolerante con el intolerante.
Nadie considerará esto fundamentalismo, pero es claro que el esquema de fondo es el mismo de siempre: una creencia, la de la supremacía de la libertad y la tolerancia, puede ser defendida, incluso con la violencia, contra quienes pretendan suprimirla. Sucede, sin embargo, que la diferencia es esencial: la diferencia es la libertad. El fundamentalista no considera esencial la libertad del otro; el no fundamentalista considera que la libertad del otro es del mismo nivel que la propia. Y que, en cualquier caso, sólo puede admitirse el método de la libertad, es decir, el método que, empleado, deja siempre a salvo la libertad.
De todos modos, en la intolerancia hacia los intolerantes se debería utilizar más las armas de la persuasión que las de la violencia o, al menos, las armas de la persuasión no deberían ser tan fácilmente abandonadas. El método propio de la tolerancia es la persuasión, no la coacción.
Final para católicos
Hoy no se puede decir que el mayor peligro en los ambientes de la Iglesia, en la sensibilidad comúnmente extendida, sea el del fundamentalismo o el integrismo. Ocurre más bien algo muy diverso, o quizá parecido pero por otro extremo: una especie de iconoclastia maquillada con diferentes tipos de máscaras, según la retórica posmoderna; en este caso posmoderna sin saberlo. Pero si existiera en algún sitio alguna tentación fundamentalista debería quedar desautorizada por la doctrina y la práctica reciente de la Iglesia y muy en concreto por la enseñanza de Juan Pablo II. En la encíclica Centesimus agnus se refiere de forma explícita al tema. Es más, gran parte del capítulo quinto está dedicado a mostrar el error tanto de equiparar democracia a agnosticismo y relativismo como el de querer defender la verdad suprimiendo la libertad. Hay que citar el párrafo más claro: «La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo, o fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad» (n.° 46).
Si la visión general que lleva al fundamentalismo es el pensamiento de que la verdad no puede no ser y que, por tanto, es un mal permitir que otros no la reconozcan, la visión cristiana pone, junto a la verdad, el modo de la libertad. La verdad impuesta se convierte en falsedad al no reconocer que la libertad pertenece a la estructura esencial, a la dotación del hombre.
Otro modo de llegar a la misma conclusión es la advertencia de la insuprimible imperfección —es decir, el no acabamiento— de la actividad humana en lo político como, en general, en cualquier otro ámbito. De la permanencia en la imperfección no se sigue que haya que abandonar el deseo de la perfección, pero sí se sigue que nadie puede decir que la ha conseguido ni, mucho menos, que, al haberla conseguido, está legitimado para imponerla a los demás. En lugar de la mentalidad fundamentalista, nada mejor que aquel pensamiento de Pascal inspirado en San Agustín: «No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberle encontrado; otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos.» Pero es siempre cuestión de libre búsqueda porque, como afirma el mismo Pascal: «La conducta de Dios, que dispone todo con dulzura, consiste en implantar la religión en el espíritu por razones y en el corazón por la gracia. Pero querer implantarla en el espíritu y en el corazón por la fuerza no es implantar la religión, sino el terror, terrorem potius quam religiones.» Si se meditan despacio esas palabras, que recogen el espíritu del Evangelio, se verá cómo el fundamentalismo ataca directamente no ya la libertad del hombre, sino la misma verdad de la fe; porque hace pasar por religión el terror. Y nada hay más odioso que asociar a Dios —que es Amor (1 Juan 2, 16)— al Terror.
Una cosa, sin embargo, hay que añadir, para terminar estas notas: ¿hasta qué punto no es una provocación para el fundamentalismo la extendida «creencia» en núcleos fundamentalmente intelectuales —no en el pueblo— de que es preciso desterrar las creencias religiosas como aglutinadoras de la vida social y sustituirlas por una moral relativista y por una religión «civil» que, en definitiva, se resuelven en una religión «estatal»? En una cultura como la occidental en la que ya, por fortuna, ha entrado la insuprimibilidad ética de las libertades no hay cosa mejor que cultivar al mismo tiempo el sentido de la religión. Al fin y al cabo haber sido hechos a imagen y semejanza de Dios quiere decir haber sido hechos libres, a semejanza de la completa libertad de Dios.
Publicado en el nº 11 de la revista Atlántida