Entrevista al exponente de la Curia romana
ROMA, viernes, 19 marzo 2010 (ZENIT.org).- "El celibato sacerdotal es un tesoro para toda la Iglesia", explica el cardenal Julián Herranz, quien trabaja en la Curia romana desde 1960, donde ha estado al servicio de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En los últimos años como Presidente del Consejo Pontificio para los Textos legislativos y Miembro de las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, Obispos y Evangelización. Es Doctor en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Roma y Doctor en Medicina.
En su libro "En las afueras de Jericó", que ha tenido cinco ediciones, evoca con riqueza de datos y experiencias personales los años del Concilio y del sucesivo y actual periodo de aplicación. Reproducimos la segunda parte de una entrevista realizada por la revista de cuestiones pastorales de actualidad TemesD´Avui.org en la que el cardenal afronta algunas situaciones relativas al sacerdocio.
–En Europa, y en otros países o regiones, parece que estamos pasando lo que algunos llaman un invierno de vocaciones sacerdotales. ¿Cómo ve la recuperación?
–Julián Herranz: Para precisar la situación puede ser útil una gráfica expresión italiana: "a macchia di leopardo". Las manchas en la piel del leopardo sirven para describir fenómenos diferenciados en la geografía de un país o de una región. Eso es lo que sucede en este tema. En Europa, algunos países han sufrido un auténtico invierno de persecución religiosa y de deshumanización de la sociedad bajo el marxismo, y ahora gozan con una espléndida primavera de jóvenes que sienten la llamada de Cristo al sacerdocio. En otras naciones -como Polonia-, incluso bajo esa persecución surgían abundantes vocaciones sacerdotales.
Como mencionaba antes a propósito de la fragilidad del hombre ante el placer, la sociedad del bienestar en otros países europeos o americanos, con más comodidades, hace más difícil también la decisión de seguir a Jesús, como le pasó al joven rico que rechazó la invitación a darse del todo. Aún así Cristo atrae y el Espíritu Santo suscita deseos de entrega total a Dios, de paternidad espiritual, de evangelización para llevar la luz del Resucitado al mundo, de vivir no para ser servidos, sino para servir a todos. En países o diócesis antes con mucho clero -como en España- después de un descenso notable, se observa ahora una mejora en calidad y en cantidad de vocaciones. Así ha sucedido, por ejemplo, en mi diócesis de origen, Córdoba. Durante el vendaval de la llamada crisis post-conciliar, se sufrió el abandono de muchos sacerdotes y la falta de vocaciones. El seminario permaneció cerrado durante doce años. Ahora, gracias a Dios, todo ha cambiado: hay tres seminarios -mayor, menor y misionero- con 54 seminaristas mayores y 40 menores; en los últimos seis años han sido ordenados 41 sacerdotes y 120 de los 284 sacerdotes de la diócesis tienen menos de cuarenta años. Casos semejantes he conocido personalmente en Italia y Francia, y los está empezando a haber en otras naciones europeas.
En un mismo país puede haber diócesis con seminarios bastante florecientes y otras en situación precaria. Influyen circunstancias muy variadas. A veces, haber conservado y enriquecido teológicamente la religiosidad popular facilita el seguimiento cordial del Señor; un índice de natalidad mayor crea un ambiente propicio a la entrega para toda la vida. Se da también el fenómeno de jóvenes con vocación al sacerdocio que buscan para su formación seminarios que les merecen confianza y que no necesariamente coinciden con el lugar de su residencia. En todo caso, parece vital colocar la tarea de la formación humana y cristiana como una prioridad permanente de primer nivel: las escuelas, los colegios y asociaciones, las universidades y de modo muy particular los seminarios. Benedicto XVI está insistiendo en la emergencia educativa. Conozco obispos que se enfrentan hoy con la tarea de reconstruir el seminario diocesano -no sólo el edificio- y de seguir de cerca al equipo formador, porque se había procedido durante años con una hermenéutica de ruptura. Cuesta hacerlo, sin duda, pero al fin y al cabo es la tarea formativa de Jesús con los Doce.
–¿Podría ayudar a superar la escasez de sacerdotes, donde más se sufre, la supresión de la ley del celibato sacerdotal, o más bien la solución hay que buscarla en una revitalización espiritual de las comunidades cristianas?
–Julián Herranz: El celibato sacerdotal -que como la virginidad consagrada y en general el celibato apostólico se remonta a los primeros siglos de la Iglesia- no es simple consecuencia de una ley eclesiástica, sino que obedece a profundas razones teológicas de conveniencia que el Concilio Vaticano II resumió así: "Los presbíteros, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y excelente, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo" (Decr. Presbyterorum Ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias Orientales el celibato se exige sólo a los obispos. Pero pienso que la experiencia de lugares donde los candidatos al presbiterado son elegidos también entre quienes no han recibido de Dios el don del celibato, muestra que la supresión de esa venerable disciplina canónica en la Iglesia latina no sería una válida solución para la escasez de sacerdotes. La gracia del celibato apostólico y concretamente del celibato sacerdotal es un tesoro para toda la Iglesia: un tesoro de adoración a Dios y, en el caso de los sacerdotes, de configuración a Cristo.
Como usted mismo sugiere, existe una creciente conciencia en las comunidades cristianas de que llenar los seminarios es responsabilidad de todos los fieles -pienso especialmente en los padres y educadores cristianos-, no sólo de los obispos y sacerdotes, y forma parte del deber bautismal de participar activamente en la misión de la Iglesia. Jesús nos ha dejado esta intención -primeramente para nuestras oraciones- de manera muy explícita: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad pues al Señor de la mies que envíe obreros a su mies" (Mateo, cap. 9, 37-38).
–El "año sacerdotal" declarado para toda la Iglesia conlleva una llamada de Benedicto XVI a la santidad de los sacerdotes. ¿Es tan importante esta llamada en el contexto actual? ¿Obedece -aunque se trate de un porcentaje muy reducido de clérigos- a los escándalos morales de sacerdotes que tanto eco ha tenido en los medios?
–Julián Herranz: Todo lo que se diga sobre la importancia de la santidad de los sacerdotes será poco. Prefiero hacerme eco de voces mucho más autorizadas que la mía. La Epístola a Diogneto del siglo II dice que "lo que el alma es en el cuerpo, esto son los cristianos en el mundo"; la misión de los discípulos de Jesús es ser luz y sal del mundo; Cristo eligió a doce con la función de ayudar a todos los demás. Los obispos y sus necesarios colaboradores -los presbíteros- tienen una responsabilidad especial. De su vida santa depende en buena parte la marcha de la Iglesia. En el Decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II se dice: "La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)" (n.12). Y con respecto a la responsabilidad de los obispos se recuerda: "tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos, y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes: tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su presbiterio" (n. 7).
El 21 de diciembre de 2009 Benedicto XVI nos decía a los Cardenales y demás Superiores de la Curia romana, refiriéndose precisamente al significado del "año sacerdotal" en el contexto de la nueva Evangelización: "Como sacerdotes estamos a disposición de todos: de quienes conocen a Dios de cerca y de aquellos para quienes Él es el Desconocido. Todos nosotros debemos conocerlo cada vez más y debemos buscarlo continuamente para llegar a ser verdaderos amigos de Dios. En definitiva, ¿cómo podríamos llegar a conocer a Dios si no es a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal es ser amigos de Cristo (cf. Jn 15, 15), amigos de Dios, por cuya mediación también otras personas puedan encontrar la cercanía a Dios".
–En alguna de sus conferencias ha hablado del "redescubrimiento" del sacramento de la Reconciliación. ¿Hasta qué punto ve importante esta necesidad?
–Julián Herranz: Hasta el punto de que siendo este sacramento, como lo son para la sangre las arterias en el cuerpo, canal privilegiado para la vida de la gracia en el alma, la "obturación" o abandono del sacramento de la Penitencia o Reconciliación produciría infarto o necrosis en el tejido espiritual de la persona, e incluso de enteras comunidades cristianas, porque se perdería paulatinamente el sentido del pecado, la necesidad del perdón y el gozo de la paz y alegría del alma reconciliada.
Precisamente en el discurso al que acabo de referirme, Benedicto XVI afrontaba esta necesidad profundamente humana: "Si el hombre no está reconciliado con Dios, entrará en discordia también con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser distinto de lo que es y, por lo tanto, tampoco está reconciliado con el prójimo. Además, de la reconciliación forma parte la capacidad de reconocer la culpa y pedir perdón, a Dios y a los demás. Y, por último, pertenece al proceso de la reconciliación la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo por una culpa y a dejarse transformar". Y añadía el Papa: "En nuestro mundo actual debemos redescubrir el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación. El hecho de que este sacramento en buena parte haya desaparecido de las costumbres existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de veracidad respecto a nosotros mismos y a Dios; una pérdida que pone en peligro nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad de paz".
En muchos casos -como Juan Pablo II recordó en su Motu proprio La misericordia de Dios-, basta con que el sacerdote esté disponible, en todo momento y también con un horario amplio y conocido en la parroquia y otros lugares de culto público, para que poco a poco vuelvan a recibir de modo personal este sacramento muchos más cristianos. Como es lógico, hay también que rezar y hacer todo lo posible para que desaparezcan donde se den los abusos en las absoluciones colectivas, que hacen un gran daño y no dan verdadera paz y alegría a las conciencias. Cuando se practica con frecuencia la confesión sacramental, empieza a haber dirección espiritual, más deseos de santidad, más paz en las familias y justicia en la sociedad, más vocaciones sacerdotales.
Es bien sabido que debo muchísimo a San Josemaría Escrivá. Ha sido un gran apóstol de la confesión sacramental, que presentaba en sus catequesis europeas y americanas como el "sacramento de la alegría". Decía por ejemplo en Chile, con el estilo directo y familiar que lo caracterizaba: "iA confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. […]. iEl Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. iQue vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. iNo hagáis que sea inútil mi venida a Chile!".
–¿Qué diría a quienes no valoran suficientemente las normas de la Iglesia, por ejemplo en materias litúrgicas, o muestran falta de comunión eclesial reprobando ciertos nombramientos episcopales u otras decisiones de la Santa Sede?
–Julián Herranz: Como usted dice, en algunos lugares se ha debilitado mucho la comunión eclesial o se ha entendido como un vago sentimiento afectuoso. En la práctica, se ha olvidado que Jesús nos dejó esta maravillosa familia de hijos de Dios que es la Iglesia con dos características fundamentales íntimamente unidas: como comunidad de fe, de esperanza y de caridad, y a la vez -lo recuerda el Concilio Vaticano II en la Cost. Lumen Gentium, 8-, como un organismo visible, una sociedad jerárquicamente constituida. Con ese fin instituyó el grupo de los doce Apóstoles, de los que son sucesores los obispos en comunión con el Papa, sucesor de Pedro, todos con una misión precisa de amor, que es la de enseñar, santificar y gobernar a los demás miembros de la Iglesia. Así lo dice Jesús a Pedro por tres veces después de la Resurrección: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: -Pastorea mis ovejas" (Juan cap. 21, 15-23; cfr. Mateo, cap. 16-19). Y el mismo poder confirió al Colegio de los Apóstoles presididos por Pedro (Mateo, cap. 28, 16-20).
Ha habido, y en parte sigue habiendo todavía en algunos ámbitos eclesiásticos y de la sociedad civil, una crisis de obediencia y a veces también de autoridad. Pienso que en esta crisis han influido sobre todo dos factores diferentes, pero en algún caso superpuestos. En los países del llamado Occidente, la influencia de una creciente filosofía libertaria (no digo liberal) fruto en buena parte de aquel cocktail ideológico de Marx, Freud y Marcuse en que degeneró la "revolución del 68". En el ámbito eclesiástico influyó la interpretación "de ruptura" -rechazo del Magisterio precedente- del Vaticano II, tanto en el ámbito teológico (reducción socio-política de la misión de la Iglesia, interpretación democrática del concepto y estructuras de la Iglesia Pueblo de Dios, etc.), como en el ámbito litúrgico (experimentalismo anárquico y desacralizador, en nombre de la llamada abusivamente "reforma litúrgica querida por el Concilio"), y aún más vistosamente en el ámbito disciplinar y canónico (laicización del estilo de vida de los clérigos, desprecio de las normas de prudencia ascética y de piedad sacerdotal, defecciones…). Gracias a Dios ese vendaval en buena parte pasó. Se ha llegado a un periodo de serenidad de alma y de lucidez magisterial que refuerza la comunión.
Con respecto a los nombramientos episcopales puedo asegurar -porque soy miembro de la Congregación para los Obispos- que todos se hacen en base al legítimo ejercicio de la suprema potestad del Romano Pontífice y con el máximo respeto de las normas del Código de Derecho canónico, promulgado en aplicación del Concilio Vaticano II después de una triple consulta a los obispos de todo el mundo. Normas que prevén, para cada nombramiento por parte del Santo Padre, un largo proceso de estudio y de consultación -a obispos, sacerdotes y laicos- sobre las necesidades pastorales de cada diócesis, la selección de los candidatos, y la valoración de sus respectivas cualidades personales y pastorales.
Quizá todos hemos de pedir más a Dios la gracia de desear y procurar imitar más a Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, como dice san Pablo a los filipenses. Pedir también que la autoridad se ejerza siempre como servicio, como un "officium amoris", en palabras de san Agustín. Todo eso es posible sólo en un clima de auténtica caridad, de amistad íntima con Cristo en el Evangelio y en la Eucaristía -en el Pan y en la Palabra-, de tener como centro absoluto de la propia vida la Santa Misa, de conocimiento y respeto a las normas litúrgicas y canónicas, de fraternidad y de purificación, de preocupación efectiva por los más necesitados.
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