En el sentido literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos
De un modo u otro, los cristianos han reconocido y rogado a muchos santos a través de la historia. Al principio se trataba de un acto mas bien espontáneo de la comunidad cristiana local, mientras que hoy en día se presenta para los católicos como un largo y dificultoso proceso, conducido por funcionarios del Vaticano y regido por normas y procedimientos legales.
En el sentido literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos. A lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han compilado numerosas listas de sus santos y mártires. Muchos de esos nombres se han perdido para la historia. La obra más completa que existe sobre los santos, la Biblioteca Sanctorum, abarca actualmente dieciocho volúmenes y menciona a más de diez mil santos con sus vidas y milagros.
A continuación haremos un relato muy breve del desarrollo del sistema de canonización.
Todas las etapas de la historia han recibido santos con un carisma particular. Cada santo tiene el suyo propio y puede observarse, por los acontecimientos de la época y el estadio de la cristiandad de cada tiempo, una especie de semejanza entre el tipo de santidad que surge en un período con el período mismo que se está viviendo, algo así como lo que ocurre con las costumbres o con la forma de pensar de cada época.
Así, frente a las persecuciones encarnizadas que sufrieron los primeros cristianos, encontramos con gran frecuencia que la santidad iba unida al martirio. Desde el principio mismo se consideraba «santos» a todos los creyentes bautizados, en sentido lato. En un sentido particular, siempre han existido personas sobresalientes, que llevaron la virtud y la coherencia a mayores niveles que el resto de los creyentes. A finales del siglo primero, estando la tierra regada de sangre de mártires, el concepto de santidad estaba fuertemente asociado al martirio.
Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados, torturados o deportados a las minas imperiales perecieron. A algunos se les negó el martirio a pesar de haber hecho confesión pública de su fe. Aunque sobrevivieron, esos «confesores», como se les llamó, eran reverenciados por su público testimonio de la fe y por su disposición a morir por ella.
Pero con la entronización de Constantino como primer emperador cristiano, a principios del siglo IV, la Iglesia entró en una nueva era de relaciones pacíficas con el Estado romano y por lo tanto, la etapa de martirio casi exclusivo tocó a su fin, comenzando a surgir nuevos modelos de santidad. Entre aquéllos, el predominante fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los llamados anacoretas) y monjes que iniciaban una nueva forma de imitar a Cristo. Así, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad de sus vidas no menos que con su muerte.
Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos incluyeron también a misioneros y a obispos, a monarcas cristianos que mostraron extraordinaria solicitud para con sus súbditos, y a los apologetas célebres tanto por su defensa intelectual de la fe como por su ascetismo personal. En la Edad Media, la lista se amplió mucho con nombres de fundadores de órdenes religiosas, tanto hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y obediencia se insertaban en la tradición espiritual de los primitivos ascetas del desierto.
Los santos en el instante de su muerte renacen a la vida eterna. En ese aspecto, los cristianos son los únicos en cuanto al dies natalis que conmemoran a sus héroes no el día de su natalicio sino el día de su muerte y renacimiento.
El principal lugar de culto de los santos eran sus tumbas. Después de su muerte, los creyentes recogían sus restos, los guardaban en recipientes sellados y los depositaban en catacumbas o en otras tumbas secretas. Más tarde, en el aniversario de la muerte-renacimiento del santo, los amigos y familiares celebraban una reunión litúrgica en torno a los restos.
La creencia se funda en que el espíritu del santo, aunque se halla en el cielo, está de un modo especial presente en sus despojos, dado que el cuerpo y el alma son esposos sólo temporalmente separados. Por dondequiera que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se encontraban y se entremezclaban de una manera enteramente novedosa para las sociedades occidentales.
A medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose en lugares de peregrinación – y de grandes fiestas -, se construían iglesias sobre ellas para albergar las reliquias y asegurar una celebración más digna de los santos patronos de la localidad.
En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a la leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un asunto de gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero se comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos celestiales podía sufrir eventuales desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las autoridades de la Iglesia de que los santos invocados por la gente eran realmente santos?
Los mártires no presentaban ningún problema. Su autenticidad como santos se basaba en el hecho de que la comunidad había presenciado su muerte ejemplar. Se creía que el martirio era algo más que un acto de valentía humana. Morir por Cristo requería apoyo sobrenatural. Se creía que sólo el poder de Cristo conseguía, obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento final. Incluso los pecados que el santo hubiera cometido quedaban borrados por el martirio siendo éste lo más elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso. El martirio constituía, en suma, el sacrificio perfecto e implicaba la consecuencia de la perfección espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer la santidad de los mártires y otra hacer lo propio con los que no lo eran. ¿Cómo podía saber la Iglesia si alguien que no había sufrido martirio había perseverado en al fe hasta el final de su vida?
El interrogante se planteó por primera vez, según parece, en relación con los confesores. Como los mártires, los confesores eran reverenciados incluso cuando se hallaban en prisión. Otros cristianos acudían, a veces con gran riesgo para ellos mismos, a socorrerlos. Después se otorgaba a menudo a los supervivientes, como hemos visto, privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero desgraciadamente no todos los confesores mantenían intacta su virtud después del sufrimiento recibido, perdiendo por ejemplo la humildad, o la misma fe.
Con frecuencia se trataba a los ascetas, mucho antes de morir, con la misma deferencia que solía concederse a los mártires. Del mismo modo que éstos se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas se purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual.
En una palabra, eran considerados, como los confesores, «santos vivientes», y las historias de sus vidas comenzaron a surgir.
Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber que el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación. ¿Podían estar seguros de que un «santo viviente» había muerto en perfecta amistad con Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?
Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros. Aparte de su reputación personal de santidad, los confesores y los ascetas eran juzgados dignos de culto por el número de milagros que obraban póstumamente pro intermedio de sus tumbas o de sus reliquias. San Agustín tuvo gran influencia al defender la idea de que los milagros eran señales del poder de Dios y pruebas de la santidad de aquéllos en cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada tras el descubrimiento, en 415, de los restos de san Esteban en Tierra Santa y su posterior dispersión entre varios santuarios occidentales. Los milagros no tardaron en producirse, y San Agustín, deseoso de reafirmar en la fe a los creyentes, tomó nota de ellos.
En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos que finalmente serían codificados en el procedimiento formal que sigue la Iglesia para la canonización. A los santos se los identificaba como tales en función de
1) su reputación entre la gente, sobre todo la del martirio,
2) las historias y leyendas en que se habían transformado sus vidas, como ejemplos de virtud heroica y
3) la reputación de obrar milagros, en especial aquellos que se producían póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias.
Aunque no todas las historias se aceptaban sin crítica, habrían de pasar varios siglos más hasta que la Iglesia insistiera en que tales elementos fuesen verificados mediante una investigación sobre la vida y muerte de los santos. Mientras tanto, éstos continuaban siendo objeto de culto, no de investigación. Para la santidad bastaba con que el fallecido fuera recordado, venerado y, ante todo, invocado.
Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió en progresión geométrica. A medida que la fe se difundió entre los godos y los francos y, luego, entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos de Europa oriental, los cristianos recién convertidos exigían el reconocimiento de sus propios santos y mártires, que a menudo eran los mismos misioneros a quienes ellos habían dado muerte por predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su vez la veneración de reliquias entre los recién bautizados, a fin de fortalecer su fe y prevenirlos de la recaída en la adoración de los antiguos ídolos. Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba los abusos, tales como venta o falsificación de las mismas. Desde el siglo VIII, los papas ordenaron que los restos de los mártires romanos fuesen retirados de las catacumbas y colocados en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores profanaciones y descuidos.
No es sorprendente, por tanto, que la historia de la canonización, tal como entendemos ahora este proceso, comenzara con la necesidad de establecer una supervisión de las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez asegurado tal control, los obispos empezaron, con un proceso gradual, a encarar el problema de la convalidación del culto de nuevos santos.
P. Canon Macken