Sumario
1. Amar para creer: creer para amar
2. El Dios que viene a rehacer la comunión
3. La presencia permanente y eficaz de Dios entre los hombres
4. La transparencia de una experiencia de Dios: Dios uno y trino
5. Creer implica convertirse al amor
Notas.
1. AMAR PARA CREER: CREER PARA AMAR ATEISMO/ZUBIRI
"Llegará seguramente la hora en que el hombre, en su íntimo y radical fracaso, despierte como de un sueño, encontrándose en Dios y cayendo en la cuenta de que su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios. Entonces se encontrará religado a El, no precisamente para huir del mundo, de los demás y de sí mismo, sino al revés, para poder aguantar y sostenerse en el ser. Es que Dios no se manifiesta primariamente como negación, sino como fundamentación, como lo que hace posible existir… El hombre no encuentra a Dios primariamente en la dialéctica de las necesidades y de las indigencias. El hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser y de su vida. Lo demás es tener un triste concepto de Dios." (·Zubiri-X, El hombre y Dios, Madrid, 1984, p. 344).
1.1. EL DESPERTAR DE UN SUEÑO
Hay momentos en que, si nos atrevemos a ser absolutamente sinceros, los mismos creyentes podemos tener la sensación de que hablar de Dios a finales del siglo XX resulta anacrónico, "pasado". Cuando la ciencia ya lo ha investigado todo –aunque no haya resuelto todavía los misterios de todo–, ¿podemos seguir hablando de una extraña realidad extracósmica que nadie ha visto jamás y cuya existencia no es posible comprobar? ¿Podemos dejar de aferrarnos a un mundo que cada día ofrece nuevas posibilidades para refugiarnos en un Dios huidizo del cual nadie puede garantizar que aporte algo positivo a aquellos que afirman creer en él? Empeñarse en seguir hablando de Dios, ¿no es sencillamente querer mantener una reliquia de un pasado que ya no es nuestro? Además, creer o no creer en Dios, ¿establece alguna diferencia en la vida de los seres humanos?
Sin embargo, seguramente también hay momentos en los que vislumbramos con suficiente claridad que prescindir totalmente de Dios significaría cortar drásticamente con algo importante para nuestro propio sentido y el sentido del mundo. Podemos caer en la cuenta de que creer en Dios no es simplemente admitir la existencia de un extraño ser extracósmico incontrolable –al estilo de un superOVNI–, cuya negación no afectaría mucho nuestra existencia.
¿Abocados a la fatuidad? Cuando me pregunto si he de creer en Dios intuyo que se trata de admitir o no un principio último de inteligibilidad, de sentido y de valor de todo, incluída la propia vida, como clave de comprensión y de valoración de lo que yo soy y hago y de todo aquello que me rodea. Creer en Dios significa, en definitiva, confesar que no puedo convencerme de que todo lo que acontece, lo que yo vivo, lo que conozco y amo sea solamente un resultado accidental del "azar o la necesidad". Significa no poder resignarme a que todo sea sólo "una historia estúpida –o fatal– contada por un idiota". Significa postular, desde la exigencia íntima de mi valoración y percepción de las cosas, que existe una última y global razón de ser y de valor y que todo no puede reducirse a un amasijo de cosas y acontecimientos fortuitos y, en definitiva, insignificantes. Intuyo que negar a Dios sería abocarme al absurdo, a la fatuidad o a la fatalidad, a lo radicalmente ininteligible. Es verdad que existen muchas cosas ininteliglibles para mí y aparentemente absurdas: pero creer en Dios es afirmar que no puedo resignarme a considerarlas radicalmente absurdas en sí mismas. Entre tantos enigmas y sufrimientos, existen demasiadas cosas buenas y bellas en este mundo como para condenarlo todo a las tinieblas de lo inconsistente y caótico.
¿O es que tal vez puedo atreverme a defender –con los positivistas de todos los tiempos– que no existe más realidad y más verdad que la que yo puedo ver y tocar? ¿Y quien puede asegurar la validez del principio idealista que afirma que la mente humana es la medida adecuada de toda realidad? ¿No puede existir ninguna realidad más allá de lo que yo puedo ver y tocar? ¿Acaso no tengo la obligación de sospechar que la profundidad y grandeza de la realidad es más de lo que yo puedo abarcar inmediatamente?
La fe en Dios surge de la capacidad de apertura a una última profundidad y consistencia de la verdad y del bien, más allá de lo que yo capto inmediatamente. Por el contrario, como decía Ortega y Gasset, la actitud irreligiosa "es falta de respeto hacia lo que hay encima de nosotros, y a nuestro lado, y más abajo"1. O, como decía tan profundamente Maurici Serrahima:
"La aceptación de una Causa y de un Origen misteriosos resulta para mí más razonable y me satisface más que la admisión de una misteriosa ausencia de causa y de origen, o que la afirmación, igualmente misteriosa, de una necesaria e insuperable ignorancia de toda causa y de todo origen… Viene a ser lo que afirmaba mi inolvidable amigo E. Mounier: "El Absurdo es absurdo". Para decirlo con palabras de otro gran amigo mío, J.M. Capdevila, me siento inclinado a preferir los Misterios de Luz a los Misterios de Tinieblas. Por tanto, es la misma razón, y no sólo la Fe, la que, en el momento de decidir sobre el fundamento de la Realidad, me lleva a admitir una misteriosa pero positiva Existencia absoluta, y rechazar un vacío caótico que sería, en definitiva, igualmente misterioso."2
En el fondo, creer significa amar. Amar tanto el mundo y las cosas, que resulta imposible declararlas fútiles y absurdas. Amar tanto la razón, que resulta imposible declararla fatalmente frustrante y frustrada. Amar tanto a los hombres, que resulta imposible admitir que sólo sean un juguete fugaz del azar inconsistente.
1.2. ENCARADOS HACIA LA TINIEBLA LUMINOSA
Si la opción de creer (cuando me pregunto por el sentido último del mundo y de mi propia existencia) me resulta la opción más razonable,sin embargo esto implica que he de tomar conciencia de que he de hablar de aquel último Principio, que llamamos Dios, con una gran cautela.
Hemos de ser conscientes de que este Dios es algo más postulado que realmente conocido. Lo reconocemos como el Necesario, como el Incognoscible en el fondo de todo aquello que conocemos, como la Verdad incomprensible que sustenta las verdades que comprendemos, como el Bien fundamental que sustenta los bienes que disfrutamos…
Afirmar a Dios es afirmarlo como aquello que no podemos explicar, como aquello que es absolutamente primero y gratuito. Dios como última o suprema explicación de todo, no se explica a partir de nada más: todo lo fundamenta sin que él mismo haya de ser fundamentado por nada… Por eso creer en Dios es abrirse y entregarse al Misterio fontal de todo; es saberse acogido en este Misterio de gratuidad, que no puede ser propiamente conocido, explicado, demostrado o probado a partir de nada, a pesar de ser postulado, supuesto y dado a partir de todo.
Santo Tomás lo dijo con una formulación perfecta: "Tenemos el supremo conocimiento de Dios cuando lo reconocemos como el Incognoscible, es decir, cuando reconocemos que lo que Dios es en sí mismo sobrepasa todo aquello que nosotros podemos conocer de él."3
Dios siempre ha de ser acogido como "Misterio": no aquel misterio de ininteligibilidad radical representado por el Absurdo, el Azar o la fatal Necesidad. Es un Misterio de Luz o, según la expresión de los antiguos, "Tiniebla Luminosa":
"No es que es Misterio supere nuestra inteligencia: es que la ilumina. No es que la inteligencia no encuentre nada que conocer; es que se escabulle de sus esfuerzos, como si resbalara sobre una superficie plana y brillante.
El Misterio es aquello que no procede de nosotros y que no podemos abarcar; y sin embargo es aquello que nos hace vivir. No es una barrera que se impone al impulso de nuestro intelecto fijándole un límite, sino una atmósfera vivificante hacia la cual se siente transportado y en la que encuentra, sin que pueda agotarlo, un aire siempre puro.
Su oscuridad no es la de la noche que ciega y no deja ver, sino que proviene de la limitación de nuestra capacidad para ver. Una limitación que va reduciéndose a medida que vamos penetrando en la Luz." 4
1.3. "NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO": DIOS Y LOS ÍDOLOS
Dios no es, pues, objeto de un conocimiento como el que podemos tener de las cosas que están a nuestro alcance en este mundo. Por eso decimos que "creemos" en Dios: Dios es objeto de fe.
Si llegamos a perder el sentido del misterio de Dios, entonces entramos en un terreno peligroso. Si cedemos a la pretensión de manipular el Misterio de Dios, de aprisionarlo en nuestros conceptos y esquemas –o peor todavía, en nuestros raquíticos intereses–, el Dios real y verdadero se escabullirá de nuestras manos. Si empezamos a querer comprenderlo, imaginarlo, construirlo según la medida de nuestra mente o de nuestro deseo, entonces, sin darnos cuenta, no encontraremos con "un ídolo" entre las manos, un Dios deformado, hecho a la medida humana.
No son ídolos solamente las figuras grotescas de piedra o madera que se fabricaban los llamados hombres primitivos; pueden ser ídolos también muchas construcciones teológicas y religiosas manipuladas por personas muy cultivadas y piadosas. Mucha gente que se cree muy religiosa quizás sólo es idólatra de su Dios, del Dios que ellos mismos se han hecho –o que otros les han vendido– a partir de prejuicios, gustos o intereses.
Lo peor de esta idolatría es que puede tener gravísimas consecuencias, ya que gente muy piadosa en nombre de su Dios, es decir, de su ídolo, puede realizar y justificar grandes perversidades:
"La palabra Dios es la más vilipendiada de las palabras humanas. Ninguna está tan manchada ni tan dilacerada. Las generaciones humanas han descargado el peso de su vida sobre esta palabra y la han destrozado. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas: las generaciones humanas, con sus disensiones religiosas, han matado y se han dejado matar por esta palabra, que lleva sobre sí sus huellas y su sangre. Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra Dios." (Martin Buber, Eclipse de Dios)
Resulta que Dios, que tendría que ser principio de inteligibilidad y de sentido, puede ser fácilmente manipulado y desfigurado en principio de destrucción y de muerte. Por ello lo decisivo no es preguntar si uno cree o no cree en Dios, sino en qué Dios hemos de creer. Por algo la Biblia después de mandar ante todo amar a Dios sobre todas las cosas, mandaba seguidamente no tomar el nombre de Dios en vano ni hacerse imágenes de Dios. No respetar el Misterio de Dios, manipularlo para hacer de Dios el garante o defensor de nuestro intereses inconfesables, puede llegar a ser un juego muy peligroso.
Se ha abusado tanto de Dios en la historia religiosa de la humanidad que quizás no nos debería extrañar que hoy muchos se nieguen a creer en Dios: en su nombre se han cometido demasiados crímenes y perversidades.
1.4. HABLAR DE DIOS COMO EL SE NOS MANIFIESTA
Y con todo, es necesario salir a la búsqueda del Dios auténtico precisamente para exorcizar de una vez los falsos ídolos, las divinidades manipuladas por los intereses de los hombres. Son los falsos absolutos los que esclavizan. Sólo nos encontramos verdaderamente liberados cuando nos reconocemos en referencia a aquel último fundamento de sentido y valor del que hablábamos anteriormente. Es verdad que por su hondura, por su luz cegadora, no podemos contemplarlo fijamente tal como es; pero podemos intentar ver cómo su resplandor ilumina las realidades que están a nuestro alcance.
En definitiva, conocemos de Dios aquello que de él se manifiesta en las realidades o acontecimientos de nuestro mundo; o, diciéndolo en un lenguaje más clásico, conocemos de Dios lo que él nos ha revelado de sí mismo.
Cuando hablo de revelación de Dios, no pensemos de ninguna manera en una aparición, en un anciano de barba blanca que viene a soltarnos una parrafada teológica (como dicen que a veces hace la Virgen con los que creen tener revelaciones). Según nuestra tradición cristiana, Dios se nos revela en el mismo ser del mundo y en la realidad de las cosas, en los acontecimientos de la historia, y de una manera particular en Jesús de Nazaret, un hombre en el que sus seguidores reconocieron una presencia muy singular del mismo Dios.
1.4.1. Dios creador y sustentador de todo
La revelación fundamental de Dios se nos ofrece cuando lo reconocemos como el "creador" y sustentador de absolutamente todo cuanto existe o puede existir. Sin embargo, es necesario que precisemos qué queremos decir cuando hablamos de Dios creador. Actualmente se proponen diversas hipótesis científicas sobre el origen del universo, y algunos piensan que estas hipótesis sustituyen la idea de Dios creador. No es así. Los científicos intentan determinar los procesos y causas físicas que intervinieron en la formación del universo; pero Dios creador no es una causa física, aunque se tratara de la primera; está en otro nivel: lo postulamos como la razón última de ser y de sentido de todas las causas físicas que la ciencia pueda llegar a descubrir.
Como decía el filósofo L. Wittgenstein, creer es comprender que los hechos de este mundo no lo son todo y que –en el supuesto de que la ciencia hubiera llegado a conclusiones definitivas sobre todas las cuestiones que se plantea a su nivel– las preguntas más importantes sobre el sentido y la razón de ser última de todo permanecerían todavía por responder.
El famoso relato bíblico de la creación del mundo en siete días es claramente un relato de forma mítica, lo que no quiere decir que no nos revele verdades muy profundas. En una forma imaginativa, a propósito para ser comprendida por los pueblos de pastores a los que se dirigía, aquel relato indica que absolutamente todo tiene la última razón de ser en Dios, que el mundo es bueno en su totalidad (excluyendo los sistemas dualistas que afirmaban un doble principio, el del Bien y el del Mal); que el mundo no es algo totalmente caótico o errático, sino algo básicamente orientado hacia una finalidad.
1.4.2. La imagen y semejanza de Dios
Si lo observamos atentamente, el relato bíblico de la creación, más que una cosmogonía, pretende ser una antropología: más que explicar la génesis del mundo quiere explicar cuál es la situación del hombre en el mundo. Según este relato el hombre no es –como pretendían algunas teorías de los antiguos– un fragmento de la misma sustancia divina caída accidentalmente y degradada por el contacto con la materia. El hombre es un ser querido –amado– por Dios como "alguien" distinto de sí mismo, pero con capacidad de establecer una relación con él. Este es el sentido de las bellas expresiones que nos dicen que Dios creó al hombre "a su imagen" e infundió en él su mismo aliento. Toda la forma del relato es mítica y simbólica, pero maravillosamente expresiva y sugerente. Dios hace al hombre a su imagen, libre y responsable de su propia existencia, en el uso de todas las cosas de este mundo que le están sometidas.
Dios es creador no porque le haya parecido bien que hubieran "cosas", no sabemos por qué motivo: es creador porque ha deseado que existieran "hombres y mujeres"5, a su imagen, capaces de entrar en comunión y en relación con él.
La creación no es solamente una obra de el poder de un Dios que quiere lucirse haciendo cosas maravillosas; es la obra de amor de un Dios que decide hacer un "otro" que sí mismo, para iniciar con él una historia de amor. La palabra creadora es una palabra amorosa que nos revela ya algo del Dios Amor y que reclama fundamentalmente una respuesta amorosa de la criatura hecha tan gratuitamente y tan impensablemente a su imagen.
1.4.3. Un Dios extrañamente comprometido con los hombres
Sin embargo, puede parecer como si a Dios se le hubieran torcido sus proyectos. Si damos un vistazo a la historia de la humanidad, podremos verla como una extraña mezcla de grandes realizaciones y de catástrofes inexplicables, de acciones maravillosas de la historia humana y de crímenes y aberraciones inconcebibles.
La misma historia bíblica recoge esta realidad desde las primeras páginas: pensemos en el relato –también con forma mítica– de la tentación y caída en el paraíso, o en los relatos del homicidio de Caín, del diluvio y en tantos testimonios de maldad o desgracia que llenan la Biblia. Incluso en ocasiones hay gente que se extraña de que la Biblia relate tantas historias aberrantes y escandalosas. Sin embargo la Biblia, precisamente a través de estas historias, parece querer constatar sobre todo una cosa: Dios ama este mundo y a estos hombres tan contrahechos, tan perversos a veces, tan degradados. Los ama, los acompaña, los desafía, los estimula, les promete una vida mejor y se compromete con ellos para que puedan conseguirla.
Diríamos que, aunque los hombres lo decepcionan constantemente, Dios tiene fe en los hombres: entre los múltiples atributos y características de la imagen bíblica de Dios –que lo presentan bajo aspectos muy diversos e incluso aparentemente contradictorios– al final sobresalen siempre dos rasgos que lo explican todo: misericordia et fidelitas.
Dios es amor capaz de compadecerse y amar incluso al que es indigno de ello; y Dios es amor fiel, incondicional, indestructible. ¿No es ésta la clave para interpretar las historias –tan diversas y tan semejantes– de Noé, de Abraham, de Jacob y sus hijos, de Moisés y el pueblo errante, de los Jueces, de los profetas…? Dios respeta la libertad de los hombres: el amor no se puede imponer, sólo se puede ofrecer. Y los hombres van a la suya: diríamos que sólo le dan a Dios decepciones. Pero Dios permanece firme: no pierde la ilusión ni rechaza el compromiso con su pueblo. ¡Qué Dios tan extraño, como perdido entre su omnipotencia creadora y la impotencia del amor!
2. EL DIOS QUE VIENE A REHACER LA COMUNIÓN
La tradición cristiana todavía nos da una visión más extraña de Dios: Dios, que es aquel primer Principio creador y sustentador de absolutamente todo lo que existe en el mundo, pero que por eso mismo no es nada de este mundo, se hace presente de una manera particular en este mundo y entre nosotros.
2.1. DIOS ENTRE NOSOTROS
Según la tradición cristiana, un día, en tiempos del emperador Tiberio, apareció en la remota Galilea un hombre singular llamado Jesús. Su figura podía parecerse a la de uno de los antiguos profetas que hablaban de parte de Dios reconviniendo a los hombres por sus pecados y exhortándolos a convertirse; pero su mensaje tenía un tono diferente.
Jesús decía, en nombre de Dios, que había llegado la hora de una nueva época; que con él comenzaba "el Reino de Dios", una nueva forma de vida humana basada en el reconocimiento de Dios como Padre de todos. Decía que lo que este Dios Padre quería ante todo no era el cumplimiento minucioso de las complicadas prácticas rituales y legales el propugnaba el judaísmo tradicional, sino la realización de una fraternidad efectiva en el amor entre todos los hombres hijos del mismo Dios.
Decía que Dios es Padre acogedor de todos, que ama no sólo a los justos según el sistema legal, sino también, y todavía más, a los pecadores y desgraciados. Decía que hay más gozo en el cielo por un pecador que se acoge a la bondad del Padre, que por noventa nueve justos que creen no necesitar arrepentirse. Y lo explicaba hablando de un padre a quien un hijo, abandonando la casa, había despilfarrado toda la herencia en tierras lejanas: el padre siempre esperaba su regreso, y cuando finalmente volvió lo celebró con gran gozo y un gran banquete, porque había recuperado un hijo que amaba mucho. El gozo de Dios, decía Jesús, es "recuperar lo que se le había perdido", como el gozo del pastor es recuperar la oveja perdida. Y lo que a Dios se le había perdido eran los hombres dispersos tras mil fruslerías y peleándose y destrozándose entre ellos, mientras olvidaban que eran hijos del Dios Padre bueno y que el verdadero gozo de sus vidas sólo podía encontrarse viviendo en la bella casa familiar, en fraternidad con los hermanos.
2.2 "MI PADRE Y VUESTRO PADRE"
Todavía hay algo más: Jesús no predicaba esto al estilo de los antiguos profetas, transmitiendo un mensaje de parte de un Dios lejano.
El, que enseñaba que Dios es nuestro Padre, se dirige a Dios como a su Padre llamándole "Abba", palabra familiar que en arameo denota una intimidad muy peculiar. Sus seguidores estaban escandalizados: nadie se había atrevido jamás a dirigirse al Señor de Israel con semejante confianza. Jesús se presenta como Hijo enviado por Dios, su Padre, y llega a decir que "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar". Actúa en nombre de Dios, como presencia del mismo Dios entre los hombres: su gozo es el mismo gozo de Dios por recuperar lo que se le había perdido; y por eso se presenta acogiendo, en nombre de Dios y con la bondad de Dios, a los pecadores, las prostitutas, los descarriados, los marginados y excluídos de la piadosa sociedad de los judíos. Defendía con palabras y obras que es más importante atender a un hermano necesitado que santificar el día festivo.
Los maestros de Israel estaban enfurecidos: aquel profeta se presentaba transgrediendo, en nombre de Dios, todos los valores de la Ley y de la antigua religión. Pero el pueblo lo aclamaba fervorosamente, porque nunca se había visto a nadie que hablara tan bien y con tanta fuerza de la bondad de Dios.
Aquel profeta, reconocido como Emmanuel, –"Dios con nosotros"–, rompía todos los esquemas humanos sobre un Dios lejano, dominador y justiciero, para revelar al verdadero Dios viviente con rostro de Dios Padre, manifestado en las actitudes básicas de acogida, de perdón, de solidaridad, de amor gratuito, fiel, incondicional.
No es extraño que las autoridades religiosas desearan eliminarlo. Pero mientras tanto sus discípulos habían llegado a la íntima convicción de que aquel maestro no era solamente un profeta más en la serie de hombres inspirados que habían hablado en nombre de Dios. Era la presencia de Dios mismo en forma humana. Era el "Hijo de Dios", "el Enviado", "el Señor", "la Palabra" de Dios Padre: por él Dios mismo se había hecho presente entre los hombres. Uno de los autores del Nuevo Testamento lo diría de forma más precisa: "En él habitaba la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9). Es así como Jesús, no sólo anunciaba el nuevo Reino de Dios, sino que lo hacía ya presente y efectivo con su ser y su actuar.
La muerte violenta de Jesús en manos de sus enemigos provocó un momento de crisis en la fe incipiente de los discípulos. Una crisis que se superó cuando, al cabo de pocos días, experimentaron de forma indudable que Jesús se les hacía presente para testimoniarles que había vencido a la muerte; a pesar de haber realmente muerto, él vivía y no los abandonaría, sino que continuaría presente y actuante entre ellos de una nueva forma.
Los discípulos quedaron confirmados así definitivamente en la maravillosa experiencia que habían tenido conviviendo con Jesús. Ahora sí que no podían dudar: Jesús era Hijo de Dios, enviado de Dios, resucitado por la acción de Dios, su Padre.
El recuerdo de aquella experiencia daba nueva vida a los discípulos. Uno de ellos rememoraba lo que Jesús había sido para ellos: "El que me ve a mi, ve al Padre". "El Padre es más que yo", pero "Yo y el padre somos una misma realidad". "Yo sólo hago lo que veo hacer al Padre". "Mis palabras no son mías, sino del Padre que me ha enviado". "En la casa de mi Padre hay muchas estancias: me voy al Padre a prepararos un lugar junto a él". "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"…
Los discípulos se percataban de que convivir con Jesús había sido una experiencia insospechada: en él, Dios mismo se había hecho presente y actuante en forma humana. A través de él había descubierto de una manera nueva cómo amaba Dios a los hombres. Por eso sin dudarlo: declararon a Jesús Cristo, Dios y Señor, viviente, sentado para siempre, con el poder de Dios, a la derecha del Padre.
3. LA PRESENCIA PERMANENTE Y EFICAZ DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES
La experiencia de los discípulos no acabó aquí. Jesús les había prometido que, cuando él faltara, les enviaría, de parte del Padre, su Fuerza, su Espíritu, que no les dejaría solos ni huérfanos, que les iría enseñando lo que todavía no habían podido entender.
El significado de esta promesa lo comprendieron cuando, después de algún tiempo, estando todavía invadidos por el miedo y la inseguridad, experimentaron, incluso con signos visibles, una fuerza extraordinaria de Dios para salir a predicar lo que Jesús había sido y significado, y para constituirse en grupo que quería vivir según los principios de aquel Reino de Dios y de aquella fraternidad que Jesús había anunciado.
3.1. EL ESPÍRITU, SEÑOR Y DADOR DE VIDA
La fuerza del Espíritu de Dios que Jesús había prometido se dejaba sentir cada vez más con efectos extraordinarios: muchos, no sólo judíos sino también paganos, se sentían impulsados a creer en Jesús y a vivir según su enseñanza: compartían lo que tenían con los más pobres, se ayudaban en sus necesidades y vivían una autenticidad de vida desconocida hasta entonces. El grupo de los seguidores de Jesús aumentaba a pesar de las persecuciones.
Entonces los discípulos finalmente tomaron plena conciencia de algo que había estado realmente presente desde el principio: Jesús no había sido un profeta, por así decirlo, esporádico, que se presentó para comunicar la voluntad de Dios en un momento determinado, para dar una nueva "ley" o para interpretar el sentido de la ley antigua. Jesús había venido para inaugurar una nueva era en las relaciones de los hombres con Dios, una era que se podría caracterizar como "la era del Espíritu". Ante todo, Jesús había sido el portador del Espíritu al mundo, el portador de una presencia nueva de Dios entre los hombres, mucho más íntima y eficaz que la antigua presencia a través de la Ley y los profetas.
El "verdadero don" de Dios
El evangelista Juan lo resume magníficamente al final del prólogo de su evangelio: "La Ley fue dada por Moisés, pero el verdadero don nos ha llegado con Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca: su Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre, es quien nos lo ha revelado" (Jn 1,17 18). La Ley era un conjunto de prescripciones que venían de parte de Dios, pero no era el verdadero don de Dios. El "verdadero don de Dios" (literalmente, "el don y la verdad") es el Espíritu Santo, autodonación de Dios a los hombres, por la cual ya no se nos manda, como desde fuera, qué hemos de hacer, sino que la vida y la fuerza de Dios se interioriza en nosotros, constituye nuestra vida y fuerza, y así nos transforma.
De esta forma nos revela Jesús quien es Dios para nosotros: a Dios nadie lo podrá ver jamás en este mundo, pero sabemos que Dios es Aquel que se nos quiere comunicar, que quiere darse ofreciéndonos "el don verdadero" de la verdadera comunión de vida con él. Ser cristiano, según esto, no es solamente creer en Dios e intentar cumplir los mandamientos: es, más radicalmente, vivir del Espíritu de Jesús, dejarse conducir por él.
Esto lo reconocieron los discípulos a partir de la propia experiencia del Espíritu y reflexionando sobre lo que el mismo Jesús les había dicho. Recordaban cómo en la presentación pública de Jesús, en su bautismo, mientras el Padre declaraba que Jesús era su Hijo amado, el espíritu bajaba sobre él bajo el símbolo de una paloma: era una manera plástica y bella de decir que se presentaba como el hijo de Dios Padre, poseído por el Espíritu y portador del Espíritu; (era además una bella manera de sugerir cómo en el bautismo de cada cristiano, éste es declarado también hijo de Dios y portador de su Espíritu).
Los discípulos recordaban también como, en un momento de exaltación sobre su misión, Jesús les había dicho: "El que tenga sed que venga a mí y beba: brotarán de su interior ríos de agua viva". El evangelista añade: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él"(Jn 7,39). Y recordaban también cómo Jesús había dicho a un discípulo de buena fe que necesitaba nacer de nuevo; y como el discípulo no podía entender la manera de hacerlo, Jesús le replicó: "Nadie puede entrar en el Reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu: de la carne nace carne, del Espíritu nace Espíritu" (Jn 3,5). Era una manera de decir que la vida natural es una vida recibida de los padres biológicos; pero que es necesario entrar en una nueva vida superior que es don y efecto de la acción del Espíritu de Dios simbolizada en el bautismo de agua.
Y recordaban todavía los discípulos, que el primer día que se les presentó resucitado, se despidió infundiendo el aliento sobre ellos y diciéndoles: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22): un gesto con el que visualmente quería mostrar que, aunque él se iba, les dejaba la fuerza del Espíritu. Otro evangelista coloca como las últimas palabras de Jesús: "Id a todos los pueblos y hacedlos discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,18).
De este mandamiento surgirá la Iglesia, que congrega a todos los que son hijos de un mismo Dios, bautizados en esta triple invocación de Dios.
El Espíritu, fuerza del mismo Dios en el hombre
El apóstol Pablo, que no había conocido personalmente a Jesús, había comprendido a partir de la experiencia de su conversión que la vida cristiana es un crecimiento de la vida del Espíritu en nosotros. El, que había experimentado muy dolorosamente que era imposible para el hombre cumplir la Ley antigua, declara que el Evangelio, en cambio, es "fuerza de Dios capaz de salvar a todo el que confía en él" (Rm 1,16). Y esto es así porque el Evangelio es "la ley del Espíritu que da vida en Jesucristo y es capaz de liberar del pecado y de la muerte". Vivir el Evangelio es:
"vivir, no siguiendo cualquier deseo terrenal, sino siguiendo el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros; mientras que si alguno no posee el Espíritu de Cristo, éste no sería cristiano… Si habita en vosotros el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, también, gracias a su Espíritu el que resucitó a Jesús de entre los muertos, dará vida a vuestros cuerpos mortales" (Rm 8,2ss).
Esta es la nueva fuerza del Espíritu que el cristiano recibe en el bautismo: lo hace capaz de superar los deseos terrenales y le da una nueva vida que no estará sometida a la muerte. "Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8,14).
"En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo… para que liberara a los que vivían bajo la Ley y recibieran la condición de hijos: y la garantía de que somos hijos, es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos hace gritar ¡Abba, Padre!. Y así ya no somos esclavos, sino hijos, y, por tanto, herederos por obra de Dios" (Gál 4,4ss).
Desde la convicción profunda de que Dios se nos ha dado gratuitamente y totalmente en el don del Espíritu, nosotros podemos tener plena confianza en él. Creer en Dios no es ya sentirnos con temor esclavos de un amo caprichoso y riguroso; es sentirnos hijos de un Padre que nos ama incondicionalmente, como aquel padre del hijo pródigo del evangelio. Por eso, añadirá Pablo, el Espíritu nos hace libres, movidos no por el miedo a la Ley o al castigo, sino movidos por la propia decisión interior del Espíritu que actúa en nosotros:
"Habéis sido llamados a la libertad; eso sí, esta libertad no quiere decir una excusa para abandonaros a cualquier deseo egoísta, sino que consiste en la disponibilidad para serviros por amor –es decir, por propio impulso interior– los unos a los otros, ya que toda la Ley se cumple en un solo precepto: ama a los demás como a tí mismo… Comportaos de acuerdo con el Espíritu y ya no querréis satisfacer vuestros deseos egoístas" (Gál 13ss).
En definitiva, vivir en el Espíritu es, por la fueza de Dios y más allá de nuestras fuerzas, ser capaces de amar como él ama. El Dios cristiano se revela así como el Dios que es esecialmente amor; que por amor se nos da a través de Jesucristo por el Espíritu, haciéndonos participar de su mismo impulso de amor para quererlo y querernos.
3.2 CREER EN DIOS, PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO
La experiencia de Jesús de Nazaret y la experiencia del Espíritu prometido por Jesús aportaron una nueva revelación de Dios, una nueva manera de ver la realidad de Dios y su relación con los hombres. Verdaderamente, como decía San Pablo, los hombres que se habían sentido esclavos bajo oscuros poderes divinos descubrían que podían sentirse hijos libres del Dios Padre revelado por Jesús y comunicado vivencialmente por el Espíritu; los que se destrozaban mutuamente como enemigos movidos por sus intereses egoístas descubrían el gozo nuevo de vivir como hermanos dispuestos a compartirlo todo en sencilla fraternidad. Los seguidores de Jesús descubrían que la fe en Dios era una experiencia humanizante y liberadora. Esto explica por qué el cristianismo se expandió tan rápidamente, y sin medios extraordinarios, desde el pequeño núcleo de Palestina a todo el mundo mediterráneo.
Esta nueva experiencia de un Dios de fraternidad y liberación se manifestaba en las oraciones y expresiones de fe de aquellos primeros cristianos. Muy pronto aparece como forma inmutable para finalizar la oración la invocación a Dios Padre "por Jesucristo, en el Espíritu Santo", o bien la expresión de alabanza "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". Muy pronto también los cristianos comenzaron a sintetizar su fe en Credos de estructura ternaria básicamente invariable. "Creemos en Dios, Padre todopoderoso, creador…; y en Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado…; y en el Espíritu Santo que actúa en la Iglesia…" Pueden variar ligeramente las expresiones, pero la afirmación de la triple realidad divina que era objeto de fe desde el bautismo permanece inmutable.
De esta manera las comunidades viven de la fe en la salvación que viene de Dios Padre, promulgada y presente a través de su Hijo Jesús y realizada permanentemente por la fuerza del Espíritu ofrecido a los creyentes en el bautismo.
Es evidente que la confesión en la triple realidad de Dios no implica de ninguna manera una confesión triteísta: gente que provenía del estricto monoteísmo judaico jamás hubiera pensado en renunciar a la afirmación del único Dios Señor del cielo y de la tierra. Pero era inevitable que pronto hubiera personas que preguntaran cómo se compaginaba la afirmación del Dios único con la afirmación de su triple manifestación, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El pagano Celso, filósofo hostil al cristianismo, escribía hacia el año 170 que los cristianos serían respetables "si no adoraran más que al Dios único; pero adoran también desmesuradamente a este hombre (Jesús) que vivió hace poco, y pretenden que no es contrario a Dios adorar así a un servidor suyo".
La cuestión estaba planteada: ¿cómo es posible profesar la fe en un Dios único y confesar a la vez tres realidades divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es así como comienza a formularse una teología trinitaria.
4. LA TRANSPARENCIA DE UNA EXPERIENCIA DE DIOS: DIOS UNO Y TRINO
Quisiera comenzar remarcando una cosa: la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo proviene de una experiencia que es anterior a la explicación de cómo un sólo Dios puede ser Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es decir, la fe precede a la explicación, a la teología.
4.1. LA EXTRAÑA TRINIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS
La doctrina trinitaria no surgirá como resultado de una especulación teológica de algunas mentes penetrantes sobre lo que puede ser Dios en sí mismo, sino que será el resultado de una necesidad de formular y explicar, en la medida de lo posible, la experiencia de Dios que habían tenido aquellos que reconocieron la presencia de Dios mismo en Jesús de Nazaret y creyeron que Dios mismo actuaba entre los hombres con la acción de su Espíritu.
Será precisamente la capacidad de perseverar en la fidelidad a esta experiencia originaria lo que determinará la aceptación o el rechazo de determinadas expresiones teológicas posteriores. Serán aceptadas las fórmulas que sean coherentes con aquella experiencia y se rechazarán las que aparecen incapaces de preservarla.
Como ya hemos remarcado, los cristianos viven de la convicción que en "la encarnación" del Hijo y en la "gracia" o efusión del Espíritu han tenido una singular experiencia de Dios mismo. Jesús y el Espíritu no son para ellos mediaciones extrínsecas de Dios, a través de las que Dios se comunicaría a los hombres como lo había hecho, por ejemplo, a través de la Ley o los profetas: son Dios mismo que, para salvar a los hombres, se les comunica desde el seno de su divinidad. Se trata de acoger una original propuesta salvífica de Dios, que se presenta queriendo hacerse presente y actuante entre los hombres por medio de Jesús y por su Espíritu.
Esto lleva a tener que pensar a Dios de una manera nueva: Dios no es "el trascendente", el Ser remoto, inaccesible, cerrado sobre sí mismo en eterna soledad. Por la experiencia de la comunicación de Dios en Jesús y en el Espíritu se levanta una puntita del velo que esconde la realidad inefable de la divinidad y vislumbramos que Dios ha de ser más bien Aquel que tiene su gozo y su plentitud en comunicarse, en darse, en vivir y amar como quiere, con soberana libertad: previamente a la creación y a la acción temporal en el mundo, Dios es esencialmente y eternamente vida y comunión de vida en el intercambio inefable de los tres que llamamos Padre, Hijo y Espíritu. Puesto que Dios es en sí mismo, eternamente y esencialmente comunión y comunicación de vida, podrá comunicársenos, haciéndonos participar, por el Hijo y por el Espíritu, de su propia vida eterna.
4.2. ALGUNAS CONCEPCIONES DEMASIADO SIMPLES
1. Resultaba tentador querer resolver la cuestión trinitaria de una manera simple y lógica. Por ejemplo, algunos querían resolver todo el problema diciendo que Padre, Hijo y Espíritu eran sólo tres nombres o, como mucho, tres modos o formas de manifestación del único Dios indiviso e indivisible. Se trataba de una interpretación nominalista: la realidad de Dios es única e indivisa, pero podemos aplicarle tres nombres según las circunstancias. De este modo se salvaría la estricta unicidad de Dios y también la tradición de referirnos a él con una triple denominación. 6 (Temo que la mayoría de cristianos actuales más bien piensan inconscientemente la Trinidad de esta manera nominalista…)
Pronto se vio que esta solución resultaba inaceptable, sencillamente porque despojaba de sentido prácticamente todo el Nuevo Testamento, además de ser incompatible con la experiencia cristiana originaria. En efecto, si Padre, Hijo y Espíritu solamente son tres nombres –o tres manifestaciones– de una misma e idéntica realidad, ¿qué sentido tiene decir que el Padre ha enviado al Hijo, o que el Padre y el Hijo envían al Espíritu, o que el Hijo nos lleva al Padre…? El Nuevo Testamento supone con toda claridad una distinción real entre estas realidades. La experiencia de los primeros cristianos había reconocido en Jesús algo divino procedente de Dios Padre, enviado del Padre, pero, por esto mismo distinto de él. Y lo mismo podría decirse del Espíritu.
2. Otro intento simplista de hacer compatible la afirmación de un único Dios con el uso tradicional de las tres denominaciones divinas recibió el nombre de subordinacionismo: se afirmaba que sólo el Padre podía considerarse Dios en un sentido propio y estricto. El Hijo y el Espíritu serían realidades inferiores a Dios, seres intermediarios entre Dios y el hombre y, como decía Arrio, el más famoso defensor de esta interpretación, en definitiva pertenecientes al ámbito de lo temporal y creado, no al ámbito propiamente eterno y divino. Esta propuesta fue rechazada –a lo largo de largas disputas– porque tampoco expresaba adecuadamente la experiencia originaria de Jesús y del Espíritu.
En efecto, los primeros seguidores de Jesús llegaron, sobre todo a partir de su resurrección, a la íntima convicción de que Jesús era alguien venido de Dios mismo, presencia del Dios eterno entre nosotros, autodonación de Dios a los hombres. Era una experiencia que cristalizó en expresiones como:
"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3,16); o bien: "Jesucristo, que era de condición divina, no se mantuvo celosamente en su igualdad con Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres; se abajó a ser tenido por un hombre cualquiera, obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz…" (Fil 2,6ss);
"Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo único, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para que liberara a los que vivíamos bajo la Ley y recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4ss).
La experiencia cristiana había sido que algo de Dios mismo, del mismo seno de Dios, había entrado en nuestra historia actuando en ella. Precisamente por esto la presencia del Hijo y del Espíritu tenía una nueva fuerza salvadora. El autor del prólogo del cuarto evangelio lo expresa ya con una fórmula de amplios horizontes:
"En el principio existía la Palabra: la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros: y nosotros hemos visto su gloria: la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…" (Jn 1,1ss)
Reducir el Hijo y el Espíritu al ámbito de criaturas intermediarias –por muy elevadas que fueran– no sólo contradecía estos textos, sino también el sentido profundo de la salvación que estos textos suponen.
¿Podemos afirmar todavía, como había creído la tradición, que somos salvados porque Dios mismo se ha encarnado y ha entrado en nuestra historia transformándola? ¿Alguien que no fuera el Hijo de Dios, Dios de Dios, nos podría permitir llamar a Dios "Padre"? ¿Quién fuera del Espíritu de Dios nos puede hacer participar en una comunión inefable en la que se realiza nuestra salvación?
Si el Hijo y el Espíritu son inferiores a Dios, tendríamos que decir que no ha existido verdadera comunicación de Dios; desaparece la especificidad de la experiencia cristiana y nos quedamos, al igual que en el Antiguo Testamento, en una relación con un Dios lejano e inasequible, a través de unos intermediarios que no irían mucho más allá que Moisés o los profetas.
4.3. LA COMUNIÓN EN EL MISMO CORAZÓN DE DIOS
La experiencia de Dios que los primeros cristianos realizaron en Jesús y en el Espíritu nos obliga a modificar las anticipaciones que nosotros haríamos sobre el ser de Dios. Nosotros tendemos a objetivar a Dios considerándolo un "objeto supremo", supracósmico, sustancia suprema, autosuficiente, eterna, simple, inmutable, impasible. Si no vamos con cuidado quizás, sin darnos cuenta, llegaríamos a pensar a Dios como una "cosa" suprema, estática, inerte, estéril… a costa de tanta simplicidad e impasibilidad.
El cristianismo, en cambio, a partir de la experiencia de Jesús y del Espíritu, nos lleva a pensar a Dios dentro de un sistema simbólico en el que Dios es Padre, principio de vida, de comunicación, de amor, que eternamente se expresa y se da al que es Hijo, término eterno de comunicación de la propia vida, en una comunión que se consuma en el Espíritu Santo, vida increada y divina, amor y don que se ofrecen mutuamente el Padre y el Hijo. Los tres constituyen en autoimplicación esencial, eterna e inseparable, la plenitud de ser del Dios único.
Los teólogos intentarán elaborar este sistema simbólico básico: hablarán de una naturaleza o esencia en tres personas, de la manera de concebir las relaciones intratinitarias "ad intra" y "ad extra", etc. Los conceptos y el lenguaje humano resultan siempre insuficientes, (como lo es todo sistema simbólico), pero necesarios para preservar la realidad de la comunicación de Dios que se encuentra en el origen del cristianismo.
La terminología de la teología trinitaria, con toda su limitación, nos permite intuir algo muy importante sobre Dios. En Dios existe cierto dinamismo interno y eterno de comunión perfecta, que hace que Dios sea uno y múltiple simultánemente, unidad y comunidad. Así vislumbramos que Dios, más que ser o sustancia, es Fecundidad eterna, Principio de vida.
Dios es ciertamente uno, pero con una unidad vital, en la que la vida divina se comunica a partir de su Fuente (Padre) al Hijo (con una comunicación tan plena y total que el Hijo tiene efectivamente todo lo que tiene el Padre) y es poseída gozosamente por uno y otro en el Espíritu, que es gozo, fruto y encuentro entre los dos.
Así Dios se nos presenta simultáneamente como uno y como comunión: unidad de comunión vital perfecta, en la que cada uno posee todo lo que el otro tiene; en la que cada uno se afirma, no al margen del otro, sino por donación del otro, porque la esencia de Dios es comunicarse, darse, entregarse, amar… y siendo así es como Dios es el Dios viviente por toda la eternidad.
El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (n.254) dice, con una bella frase de una antigua confesión, que "Dios es único, pero no solitario". Un Dios solitario sería un Dios muy triste. ¿Cómo podríamos imaginar a Dios viviendo en soledad eterna e inactiva durante toda la eternidad previamente a la creación del mundo? ¿Cuál puede ser su actividad propia, esencial, necesaria, a parte de su libre acción creadora? No podemos pensar que Dios sólo se comunica con nuestro mundo: eso haría a Dios dependiente de la creación para poder subsistir como Dios viviente. No. Dios no puede ser un eterno solitario que busca en nuestro mundo una salida a su aburrida soledad… La experiencia de Cristo y del Espíritu nos han ayudado a entrever que Dios es eterna comunión.
4.4. DIOS QUIERE LA COMUNIÓN EN EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES
El Dios comunión no sólo resulta más plausible que el rígido Absoluto de las filosofías, sino que es el único Dios que el hombre puede realmente tolerar. Como ya veía Sartre, el Absoluto aplastaría al hombre, no le dejaría espacio vital. La simbólica trinitaria del Dios de vida y amor atenua la dureza insoportable del Ser Necesario y Absoluto, que todo lo sometería a la ciega necesidad de la fatalidad. El Dios cristiano no es el Absoluto incondicionado, sino el eternamente autocondicionado a la vida, al amor, al bien, a la comunión: esta es la aportación de la simbólica de la Trinidad. Dios, siendo esencialmente comunión, hace surgir la creación como el lugar de expansión de la comunión trinitaria original, colocando al hombre como ser a imagen del mismo Dios Trinidad, hecho para la comunión.
La simbólica trinitaria nos muestra que al principio de todo no existe el Uno exluyente, sino la Comunión; no el Ser, sino el Bien; no la Fatalidad o la Arbitrariedad, sino el Amor; no existe al principio el Poder, sino la Igualdad radical en distinción real. El Dios a cuya imagen hemos sido creados es un Dios que se realiza eternamente en un entramado de relaciones "interpersonales", que se sustentan en la alteridad sin antagonismo, que se fundamentan en la afirmación y acogida del otro sin posesión o dominación.
La filosofía occidental a menudo ha considerado a la persona humana como el ser que se afirma frente al otro que le condiciona y limita. Por eso algunos afirman que la categoría de persona no es aplicable a Dios (Fichte). Pero la consideración de la comunión trinitaria nos puede ayudar a descubrir que el otro no es necesariamente como el muro que me limita o el obstáculo que me estorba, sino la apertura que me posibilita, me acoge y enriquece, o bien como el espejo en el que reconozco mi propia imagen, con la constatación de que su realización es verdaderamente la mía, y la mía es al mismo tiempo la suya.
La persona es el ser de la comunión, en y para la comunión: una comunión que es perfecta y total en Dios, y que esperamos que se realice plenamente en nosotros cuando el mismo Dios nos llame a participar plenamente de su propia vida. La persona humana, creada a imagen del Dios Trinidad, es invitada a vivir a semejanza de la Trinidad. Se ha de realizar, no en la afirmación de sí misma contra los otros, sino en la relación y en la comunión más perfecta posible con los demás –a pesar de los límites que imponen la temporalidad y la materialidad–, convencida de que el ser, el bien y el gozo del otro son verdaderamente su propio ser y bien.
4.5. LA TRINIDAD, ¿PROGRAMA SOCIAL?
Intentando responder a la inhumanidad del comunismo, los eslavófilos proclamaban hace años: "Nuestro programa social es la Trinidad". Quizás la Trinidad no es exactamente un programa social, pero sí que se encuentran en ella las bases más sólidas para defender un nuevo concepto de hombre y de sociedad. La teología trinitaria reciente ha puesto en relieve la relación que existe entre la doctrina trinitaria y el Reino de Dios, "así en la tierra como en el cielo"7. El Reino es la nueva época en la que se reconoce la paternidad efectiva de Dios sobre todos nosotros en la efectiva y práctica vivencia de la fraternidad, tal como Jesús nos enseñó, y por la fuerza del Espíritu. Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no es afirmar un dogma teórico, un incomprensible rompecabezas. Es reconocer que:
"el misterio de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva completamente nueva: que el fondo del ser es comunión… Si podemos superar todas las crisis que nos llevarían a desesperar de la aventura humana es porque, gracias a la revelación de este misterio, nos sabemos amados". 8
De esta nueva perspectiva tendría que vivir la Iglesia, que tendría que ser toda comunión y promotora de comunión a imagen de la Trinidad. Este valor, el de la primacía de la comunión, debería ser la aportación específica que el cristianismo, por todos los medios posibles, tendría que hacer realidad en nuestro mundo tan destrozado por la violencia. Si no aportamos ésto, somos sal insípida y luz que no alumbra.
No se trata solamente de honrar a la trinidad con fórmulas dogmáticas que preserven la ortodoxia perfecta de lo que afirmamos de Dios, sino, sobre todo, de imitar a Jesús, llevados por su Espíritu, estableciendo entre los hombres unas relaciones que hagan de la sociedad una imagen verdadera de la comunión trinitaria. En definitiva, esto sería realizar aquello que fue el último deseo de Jesús en la víspera de su muerte:
"Que todos sean uno; como tú Padre lo eres en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros, y así el mundo creerá que tú me has enviado" (Jn 17,21-22).
En definitiva, creer en Dios es entregarse a la fuerza de Dios que quiere realizar efectivamente la comunión entre todos los hombres, sus hijos. Creer en Dios no es afirmar la existencia de un extraño ser extracósmico: es comprometerse para la comunión.
5. CREER IMPLICA CONVERTIRSE AL AMOR
Una religiosa que esta consumiendo su vida y su corazón en el servicio de los pobres de uno de esos barrios malditos –hacinamiento, insalubridad, paro, droga…– me decía hace poco angustiada: "No he sido capaz de hablar de las bienaventuranzas a los mozalbetes de la escuela del barrio. Decirles a esos desgraciados que los pobres son bienaventurados me parecía no sólo algo que ellos no pueden aceptar, sino algo que les ha de sonar a burla y sarcasmo". La buena mujer denotaba una sensibilidad que uno quisiera mas frecuente en ambientes eclesiales. Las bienaventuranzas –y todo el evangelio– no se pueden predicar indiferentemente desde cualquier parte, ni tampoco de la misma manera y con el mismo sentido a cualquier persona en cualquier situación.
Jesús predicó las bienaventuranzas desde una situación bien concreta: la del que "siendo rico, se hizo pobre por nosotros"; la del que "se humilló tomando forma de siervo"… Y no las predicó en el mismo sentido a todos: para los ricos tenían que sonar al trallazo que recogió San Lucas cuando escribió: "¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación!". Para los pobres tenia que ser aquella confortadora palabra de esperanza que recogió el mismo Lucas en aquella escena inaugural de Nazaret: "He sido enviado a dar una buena noticia a los pobres".
5.1 ¿DESDE DÓNDE SE DIVISA A DIOS?
1. ¿Dios avalador de los egoísmos?
No se puede creer igualmente en Dios (¡o quizá no se puede creer en el mismo Dios!) desde cualquier situación: es que no desde todas las situaciones se puede hablar igualmente del sentido de la vida. Ahí están los aprovechados, los poderosos, los ricos, los que se han propuesto como ideal de vida el gozar de lo que logran arrebatar a los demás. De estos dice San Pablo sin tapujos que "su Dios es su vientre", es decir, lo que permita colmar su insaciable voracidad de poseer, de poder y de placer, a costa de quien sea. In God we trust: "En Dios confiamos", han escrito sobre su moneda los adoradores del dólar: Dios seria el que me permite conservar y aumentar la situación adquirida frente a los azares de la fortuna o los embates de los demás hombres, presumiblemente tan ávidos como yo mismo. Aquí Dios no puede ser otra cosa que el garante y soporte de los egoísmos particulares, y por eso hay tantos dioses –ídolos– como individuos egoístas.
2. Dios esperanza de los pobres
En la otra cara del mundo están los desvalidos, los desheredados, los desposeídos, los que no pueden constatar ya que su vida tenga ningún sentido, bien porque un accidente de su suerte –enfermedad, disminución física o mental, hostilidad ambiental– parece haberles cerrado los caminos, bien porque otros les hayan arrebatado no sólo lo que hacen, sino aun el derecho a ser. También estos buscarán a Dios como principio de sentido: pero su Dios ya no será el apoyo para conservar lo que tienen –porque no tienen nada que valga la pena conservar–, sino la fuerza y la esperanza que les hace descubrir un sentido en su vida, aun con las limitaciones que no pueden superar, o que les impele a conquistar lo que sin justicia ni razón les ha sido arrebatado.
Todos buscan en Dios protección y salvación; pero para unos la salvación está en conservar y aumentar lo que ya tienen, mientras que para otros estará en vivir sin lo que no pueden tener y en luchar por alcanzar lo que pueden y debieran tener.
No es cosa de demagogia fácil: se trata de fidelidad a Dios mismo tal como se nos ha manifestado en la tradición judeocristiana. En esta tradición, Dios no es un remedio Objeto Abstracto (Ser Supremo, Absoluto, Necesario…) ni tampoco un Dios de cosas (de los astros, de fuerzas naturales o fenómenos atmosféricos, o de la fertilidad de los campos…). Esos eran los dioses de los babilonios y los baales cananeos. El Dios de Israel fue desde el comienzo un Dios de personas: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El Dios que se preocupa de los hombres en su situación concreta, y que por eso puede ser reconocido por ellos desde su situación concreta, en la que se presenta como garantía de valor y de sentido de sus vidas o, en el lenguaje bíblico, como "promesa" de bendición y protección. Es el Dios que oye los gemidos de su pueblo, aplastado por la dura esclavitud de Egipto, y le incita y le ayuda para liberarse de ella.
3. Un Dios verdaderamente de todos
La sensibilidad moderna toma en este punto una postura decidida: o Dios es justo, es decir, ama a todos los hombres y se preocupa por igual de todos ellos, o, en caso contrario, no hay lugar para Dios. Un Dios injusto aparece como inadmisible. Pensar que yo puedo estar embelesado en mi capilla dando gracias a la divina Providencia, porque me ha aliviado mi mal de muelas o porque ha hecho que no me faltara nada, y pensar que la misma Providencia no se preocupa para nada de los niños esqueléticos que se consumen de hambre en el Zaire o de los campesinos que son llevados a la muerte por los intereses de unos pocos en El Salvador, es algo simplemente inadmisible.
Si hay Dios, Dios ha de querer que todos los hombres puedan vivir una vida digna de hombres; si esto no es así, es que algo se ha interferido con la voluntad de Dios, o es que no hay Dios. Como es sabido, buena parte del ateísmo moderno proviene de elegir esta última alternativa. Los creyentes, en cambio, hemos de defender que las injusticias, desigualdades, opresiones y abusos entre los hombres son algo que no es ni puede ser querido por Dios: son algo que quizás en cierta parte pueda ser achacado a las limitaciones mismas de la condición del ser finito, pero, sobre todo, a la voluntad del hombre contra Dios, que por eso mismo es una voluntad "pecadora".
La sensibilidad moderna, como digo, percibe esto muy lúcidamente: pero no se trata de algo nuevo. En la Biblia lo tenemos afirmado de manera insuperable: "reconocer a Yahvé", identificarlo como Dios verdadero y autentico al lado de los dioses falsos o ídolos, es comprobar que él hace justicia, mientras que los ídolos están al servicio de los intereses particulares de sus devotos. El liberó al pueblo de la esclavitud de Egipto; el protege en todo momento al huérfano, a la viuda, al desvalido, al extranjero, que eran los posibles sujetos de opresión en aquel tipo de sociedad.
— El que experimenta el mal y la injusticia podrá creer en Dios si puede reconocer que este mal e injusticia no son queridos por Dios.
— Difícilmente reconocerá esto si constata que el mal y la injusticia vienen inferidos y fomentados por los que dicen creer en Dios.
— Por el contrario, podrá ser inducido a creer si constata que la fe en Dios es fuerza eficaz para la lucha contra los males e injusticias que se dan entre los hombres.
Creer en Dios será entonces creer en una interpelación y una exigencia verdaderamente absolutas de justicia entre los hombres.
5.2 CREER ES CONVERTIRSE
En suma, "creer desde" es siempre un "convertirse desde". Para el que vive en la experiencia del mal y de la injusticia, creer será conver tirse, desde la desesperación o la apatía opiácea, a la responsabilidad activa en favor de la justicia, que surge y se afirma garantizada con una promesa que, por ser divina, ha de ser indefectible. Para los que viven autosatisfechos a costa de los demás en un orden injusto, creer en Dios será convertirse, desde su satisfacción, a una efectiva justicia y solidaridad que sólo se dará con renuncias efectivas y dolorosas.
En definitiva, quizás sólo se trata de cumplir aquello de San Juan:
"En esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo le conozco, pero no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está con él" (1 Jn 2,4).
Creer en Dios, reconocerle como tal, es guardar sus mandamientos, cada uno desde su situación: y su mandamiento no es otro que amar como él ama, y en esto está toda justicia.
Vives-Josep CRISTIANISME 75
NOTAS
1. Obras, I, Madrid, 1969, 31.
2. El Fet de Creure, Barcelona, 1967, 27.
3. De Potentia, 7, 5, 14.
4. Y. de Motcheuil, Problèmes de vie spirituelle, 186.
5. El relato de la creación de la mujer del costado del primer hombre es también una maravillosa expresión mítica tanto de la igualdad básica entre hombre y mujer "es hueso de mis huesos y carne de mi carne" , como de la necesidad de la comunión "no es bueno que el hombre esté solo" .
6. Históricamente esta postura se llamada "modalismo", porque hablaba de tres "modos" de manifestación divina sin admitir ninguna triple "realidad".
7. Consultar, por ejemplo: J. Moltmann, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca, 1985; L. Boff, La trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid, 1987; K. Pikaza, Trinidad y Comunidad Cristiana, Salamanca, 1990; A. González, La Trinidad y la liberación, San Salvador, 1994.
8. H. de Lubac, La Fe cristiana, Madrid, 1970, 13.
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