ASCENSIÓN
SAGRADA ESCRITURA
1. El hecho. La Iglesia católica confiesa como dogma de fe que Jesucristo subió a los cielos con el alma y la carne y está sentado a la diestra del Padre con su carne según el modo natural de existir (cfr. Denz.Sch. 12 ss.; 44; 72; 125; 150; 167; 189; 502; 681; 791; 801; 852; 1338 y 1636). Esta confesión de la Iglesia se basa en la S. E., según la cual Jesús, 40 días después de Pascua, y tras haberse aparecido a los discípulos en diversas ocasiones y comido con ellos, «los llevó hasta cerca de Betania y levantando sus manos les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo» (Le 24, 5051) «y una nube le sustrajo a sus ojos. Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista en Él, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando \\’al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros a las alturas, vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Act 1, 911).
2. Los testimonios del Nuevo Testamento. Pueden clasificarse en tres grupos: a) Textos que describen el hecho visible e histórico: En este grupo se incluyen los tres textos clásicos de Me 16, 19; Le 24, 5052, y Act 1, 114, de los que nos ocuparemos más adelante; b) Textos que contienen un enunciado genérico sobre la A.: Afirman explícitamente que Jesús ha ascendido al cielo pero sin precisar el hecho visible ni las circunstancias. Entre ellos pueden incluirse Eph 4, 10; 1 Tim 3, 16; Heb 8; Act 2, 33; 5, 30; 1 Pet 3, 22; c) Textos que no mencionan explícitamente la A., pero se refieren a ella implícitamente: He aquí una lista lo más completa posible. De S. Pablo: 1 Thes 1, 10; 4, 16; 2 Thes 1, 7; 1 Cor 4, 5; 2 Cor 4, 14; 5, 110; Rom 8, 34; Philp 2, 911; 3, 2021Col 1, 1820; 2, 1015; 3, 14; Eph 1, 3.10.20; 2, 6; 6, 9; 1 Tim 1, 4; 2 Tim 2, 812; 4, 1.8.18; Tit 2, 13. De las epístolas católicas: 1 Pet 1, 3; 1, 21; 4, 13; 5, 1.4; Iac 5, 7; 1 lo 2, 1.28; 3, 2. De los Hechos de los Apóstoles: Act 7, 55; 3, 20; 9, 3.17. De S. Juan: lo 3, 13; 6, 63; 7, 39; 12, 23; 12, 3233; 13, 1; 16, 14; 17, 5.
3. Dos aspectos del misterio. Según el relato de S. Lucas, Cristo subió a los cielos 40 días después de Pascua, mientras que de los textos de S. Juan y S. Pablo parecería desprenderse que subió junto al Padre el mismo día de la Resurrección (v.). En realidad no hay contradicción, pues, como dice P. Benoit (v. bibl.), «estos dos hechos conciernen ciertamente al mismo y único misterio de la exaltación gloriosa del Señor, pero considerándolo desde dos puntos de vista diferentes y complementarios». Es decir, en el misterio de la exaltación de Cristo podemos distinguir dos aspectos: el hecho histórico, ocurrido en el tiempo y en el espacio (la A. visible a los cielos 40 días después de Pascua), que es expresión de otro acontecimiento que tuvo lugar desde el momento de la Resurrección. Pablo y Juan insisten en esta realidad básica, mientras que Lucas nos habla del hecho histórico en que culmina. En suma cabe «distinguir dos momentos y dos modos en el misterio de la A.: a) una exaltación celeste, invisible pero real, por la que Cristo resucitado subió junto a su Padre, desde el día de la Resurrección; b) una manifestación visible que Él se dignó dar de tal exaltación y que acompañó a su última partida en el monte de los Olivos» (Benoit).
4. La Ascensión como hecho visible. A lo largo de los siglos no han faltado, sin embargo, autores que han pretendido negar el hecho de la A. como hecho visible realmente ocurrido, bien negándolo en absoluto, bien interpretándolo como mera expresión simbólica de una realidad exclusivamente espiritual (es decir, se habría dado una exaltación de Cristo, pero los Apóstoles no habrían presenciado ninguna A. sino que habrían compuesto esos relatos para expresar o simbolizar la exaltación espiritual, única según estos autores realmente ocurrida). Como decíamos, la fe católica afirma ambas realidades, que están íntimamente ligadas. Cristo podría, ciertamente, no habernos dado el testimonio visible de su A., pero de hecho quiso hacerlo, de forma que nos constara más claramente la historicidad de su Resurrección y exaltación. Vamos a continuación a trazar una breve historia de las negaciones de la A., para responder luego a sus argumentos, mostrando como los textos de la S. E. afirman el hecho histórico de la A. visible de una manera que no deja lugar a dudas.
a.) Historia de las negaciones críticas. De la negación por parte de los judíos deja constancia S. Justino en el Diálogo con Trifón, 108 (PG 6, 725728). De las objeciones de los. paganos se encuentran ecos en las obras de S. Justino (la Apología, 21: PG 6, 360361), Tertuliano (Apologeticum, 21: PL 1, 460), Orígenes (Contra Celso, 3, 22 ss.: PG 11, 943 ss.) y S. Agustín (Sermo 242: PL 38, 1140).
La negación moderna de la A., unida a la de la Resurrección, tuvo su origen a fines del s. xviii en Francia y Alemania. Voltaire (v.) en 1762 publicó el Testamento de J. Meslier, y G. E. Lessing (v.) en 1778 terminó de publicar los Fragmentos de H. S. Reimarus (v.). Con estas obras se lanzó la teoría del fraude intencionado de los discípulos, influidos dicen por los relatos de ascensiones de otras literaturas, tanto paganas como veterotestamentarias. La teoría del fraude prosperó algo y en ella tienen su raíz casi todas las teorías posteriores que atacan la autenticidad histórica de la A. Del fraude intencionado se pasó a la llamada explicación natural del misterio, de H. E. G. Paulus, que, con ligeras variantes, sostuvo también F. Schleiermacher (v.). Para estos autores, la A. se redujo a una simple separación de Jesús y sus discípulos, que éstos interpretaron como a. espiritual al cielo y las generaciones sucesivas como a. corporal. El paso siguiente consiste en explicar la A. como un mito creado por la piedad de la primitiva comunidad (v. MITO II; DESMITOLOGIZACIóN); C. Hase, en 1829, fue el creador de esta teoría, que D. F. Strauss desarrolló ampliamente y que ha tenido influencia hasta nuestros días. La han sostenido, entre otros, la Escuela protestante de Tubinga (v.), E. Renan (v.), M. Goguel y R. Bultmann (v.). «Ante todo, los apóstoles sólo habrían percibido de modo estrictamente espiritual el triunfo de Jesús. Lo que resucitaba era su fe, dice Goguel, y sus experiencias místicas les hicieron concluir que el espíritu del Maestro muerto había alcanzado el mundo divino… Éste sería, a grandes rasgos, el origen de la fe en la A. según numerosos críticos, de Strauss a Bultmann» (A. Brunot, o. c. en bibl., 828).
Otro grupo de críticas se han lanzado contra la autenticidad literaria y textual de los relatos de la A. La polémica se centra sobre algunos textos, sobre la fecha de composición de los Hechos y sobre los 40 días que separan Resurrección y A. según el relato de Act 1, 112, de los que nada se dice en Le 24, 50 ss. La frase «Kai aneféreto eis ton uranón» (Lc 24, 51) se omite en algunos manuscritos antiguos, de lo que se pasa a decir que es una interpolación posterior. En este sentido se pronunciaron C. Tischendorf, D. Ploij y A. Harnack (v.) entre otros. También se ha tildado de interpolación posterior a Act 1, 314, por parte de M. Soroff, F. Spitta y A. Gercke. Harnack se opuso con fuerza a _esta teoría de la interpolación afirmando la unidad textual y literaria de toda la obra, cuyo autor es, sin duda, Lucas y cuya composición debe remontarse hasta el a. 63; para él, en S. Lucas confluyen 3 tradiciones: una auténtica y dos más de origen posterior, la última de las cuales dio origen al relato de la A.
b) Autenticidad de los textos. El primer punto que, para responder a esas objeciones, debemos dejar establecido es la autenticidad es decir, su real pertenencia a los libros inspirados de los textos que nos narran la Ascensión.
Mc 16, 19. La principal objeción se apoya en la opinión de que el final de este Evangelio, a partir de Mc 16, 8, no se debe a la pluma de S. Marcos (v.), sino que es obra de otro autor. Pero, aparte de que esa opinión es muy discutible, «todo el mundo conviene en que él final es muy antiguo, y no existe razón alguna para negar que data de los mismos tiempos apostólicos» (Lagrange). Figura en casi todos los más importantes códices griegos mayúsculos; en los de la Vetus latina, excepto el k; en los de la Vulgata; en los de las versiones siriacas; en los de la bohaírica, gótica y en el códice armenio de Etschmiadzin; en citas y alusiones de los apologistas del s. ti, como S. Ireneo (Adversus haereses, 3, 10: PG 7, 879), Taciano (Diatessaron, cfr. A. Ciasca, Tatiani Evangeliorum Harmonia Arabice, Roma 1888, 209) y S. justino (la Apología, 45: PG 6, 396397).
Lc 24, 5152. El texto nos ha llegado a través de una doble recensión o tradición de copistas que, con la crítica, podemos calificar de oriental y occidental. Esta última omite a veces la frase Kai aneféreto eis ton uranón (y «era llevado al cielo)»: manuscritos unciales D y sinaítico; versión sirosinaítica; manuscritos de la Vetus latina a, b, d, e, f f y 1, y una obra de S. Agustín (cfr. Epístola ad Catholicos, 10, 26: PL 43, 409). La autenticidad queda clara por los manuscritos unciales B, A, C, L, X y un sinaítico; versiones siriacas curetoniana, peschitha y harcleana; los manuscritos de la Vetus latina c, f, q y r, la Vulgata; y varias obras de S. Agustín (cfr. De Consensu Evangelistarum, 3, 83: PL 34, 1214; y Sermo 242, 4: PL 38, 1140). Haciendo un detenido estudio del texto y sus variantes en las fuentes, se ve que la frase más que añadida en la recensión oriental, fue suprimida en la occidental (cfr. Larrañaga, o. c. en bibl., I, 154180).
Act 1, 2. La palabra anelémfze (arrebatado a lo alto) se omite en algunos manuscritos y versiones de la Vetus latina, pero en cambio está presente en todos los manuscritos y versiones griegas, en bastantes de la Vetus latina, en.todos los códices de la Vulgata y en todas las versiones siriacas y coptas. Larrañaga (ib., I, 180210) concluye que la omisión tiene todos los caracteres de una excepción que afecta a un \\’sector mínimo de los copistas de procedencia exclusivamente latina, ,y que, por tanto, hay que pronunciarse por la autenticidad.
Act 1, 9. También se han omitido en algún texto las expresiones ayton blepónton, «a la vista de ellos», y apó ton ofzalmon ayton, «a sus ojos», pero son tan escasos y ofrecen tantas reservas que la autenticidad no sufre lo más mínimo (cfr. Larrañaga, ib., 210213). Con respecto a la entera perícopa de Act 1, 114, la autenticidad del texto viene garantizada por todos los criterios externos (crítica textual), ya que está presente en todos los códices de manuscritos y versiones, tanto en cuanto a su sustancia como casi a los accidentes últimos del relato. Pero cabe apoyar estos criterios externos con criterios internos (crítica literaria): El vocabulario y el estilo son los de S. Lucas; la lista de los Apóstoles, en su tercer grupo, coincide en el orden con la del Evangelio de Lucas y difiere de las de Matea y Marcos, idénticas entre sí; hay notable paralelismo de idea y expresión entre esta perícopa y Le 24, 4453. Todo esto confirma más la autenticidad.
c) Historicidad de los relatos. La autenticidad de los textos no ofrece dudas: los arg~mentos incluso estrictamente científicos son tales, que la opinión contraria no puede ser sostenida en modo alguno. Ahora bien, aun siendo auténticos es decir, perteneciendo a los libros sagrados tal y como fueron compuestos en la época apostólica, ¿lo que nos narran corresponde a lo realmente ocurrido? Llegamos así al segundo tipo de objeciones, que es, como veíamos, el que domina en la crítica reciente de tipo racionalista. Esos autores hablan de una evolución de la tradición (paulina, sinóptica y libro de los Hechos) en virtud de la cual se habría pasado de la afirmación de una mera exaltación espiritual a su expresión en un hecho visible. Argumentan sobre todo diciendo que en Act se habla de 40 días, que, en cambio, no se mencionan en Lc.
Pero todo ello no sólo se opone a la fe sino que carece de toda base exegética. Larrañaga (o. c., II, 19283), después de un detenido estudio, concluye lo siguiente: 1) La primera tradición apostólica, y en especial la catequesis de Pedro y Pablo, alude con frecuencia al misterio. 2) De los cuatro evangelistas, dos, y probablemente tres, hablan del misterio (cfr. Le 24, 4453; Act 1, 114; lo 6, 62; 20, 17; Me 16, 1420). 3) El estudio comparativo del doble relato de S. Lucas, a través de paralelismos y variantes de idea y expresión, hace ver que el segundo relato no es más que una simple variación más desarrollada del primero. 4) Con respecto a la localización, la fórmula de Le 24, 50: eos pros Bezanían (hacia Betania) no pone el término del camino precisamente en Betania, sino en aquel punto del monte de los Olivos donde se toma el camino para ir a ella, y se armoniza fácilmente con la indicación de Act 1, 12, que pone la A. sobre el Olivete. 5) El periodo mismo de los 40 días. está contenido implícitamente en Act 10, 41; 13, 31; 1 Cor 15, 59; y en los relatos de la Resurrección de Mt, Me y lo; por otra parte, las fórmulas empleadas en Le 24, 44, permiten entrever la yuxtaposición de hechos separados entre sí por el espacio de 40 días. 6) Por fin, el sentido del número 40 está lejos de ser meramente simbólico en la S. E.; en el A. T., es perfectamente histórico, aunque alguna vez redondo o aproximado; en el N. T. se emplea sólo dos veces tratándose de días (el ayuno de Jesús en el desierto y la A.); el sentido histórico del número 40 parece, en este caso, preciso y matemático, dado el método de las indicaciones cronológicas en S. Lucas.
El valor histórico de los relatos evangélicos sobre la A. es, en resumen, algo que no sólo nos lo garantiza la fe, sino que lo confirma la investigación exegéticocrítica. Cristo resucitado tiene un cuerpo real, ciertamente glorificado y transformado por el Espíritu, pero verdadero y en su sustancia última el mismo que nació de la Virgen María, fue clavado en la Cruz y depositado en el sepulcro. Y es ese cuerpo el que, ante los ojos de los Apóstoles, se elevó hacia los cielos.
5. La exaltación y glorificación de Cristo. La elevación contemplada por los Apóstoles es el signo de una exaltación y glorificación más profundas. Los símbolos de fe al referirse al misterio de la A. suelen usar la fórmula «subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre». «Estar sentado advierte el Catecismo romano no significa aquí una situación o figura del cuerpo sino que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria que (Cristo) recibió del Padre» (p. I, c. 7, n. 3). En otras palabras, con una metáfora tomada de los usos de las cortes antiguas y que en parte continúa en nuestros días se indica «la incorporación definitiva de la naturaleza humana de Cristo a la gloria oculta de la vida divina» (Schmaus). La A., en ese sentido, significa no sólo la conclusión del tiempo durante el cual Cristo se manifestaba de manera visible a sus discípulos, retirándose de nuestra vista hasta el día en que volverá con todo su poder y majestad (v. PARusfA), sino, especialmente, la plena glorificación de Cristo.
La exaltación de Cristo en la A. hay, pues, que verla a la luz de la unidad del misterio pascual. La A. hace definitiva la victoria de Cristo sobre la muerte conseguida en la Resurrección (v.), es la plenitud de la Resurrección. Pero tiene su comienzo en la misma Cruz. La glorificación de Cristo comienza con la muerte de cruz (lo 3, 14 ss.; 12, 2333; Mt 6, 62), ya que en ella, en la Cruz, se realiza el sacrificio supremo y definitivo y tiene lugar el triunfo absoluto sobre el pecado y la muerte. La Resurrección, la A., el envío del Espíritu Santo son fruto de la Cruz. A este respecto es particularmente revelador el himno de la epístola de S. Pablo a los Filipenses en el que se muestra la glorificación de Cristo enraizada en su humillación: «se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Philp 2, 711).
Conviene precisar, finalmente, que cuando hablamos de los cielos o del cielo (v.) no nos referimos tanto a un lugar cuanto a un estado: a ese estado de plenitud de glorificación al que venimos refiriéndonos. Ciertamente Cristo tiene cuerpo real, pero glorificado y, por tanto, con unas cualidades diversas de los cuerpos sometidos a nuestra experiencia. Plantear por eso la cuestión de dónde está el cuerpo de Cristo es plantear una pregunta a la que no estamos en condiciones de dar una respuesta acabada. Los escolásticos intentaron poner en relación la verdad de la A. con sus conocimientos cosmológicos; sus reflexiones tienen a veces un cierto interés, pero se debe subrayar que este dogma, tal y como es enseñado en la S. E. y la Tradición, es totalmente independiente de cualquier concepción física del mundo.
Digamos, finalmente, que si bien la A. indica que Cristo ha retirado su presencia visible, no por ello se ha alejado de nosotros. Más aún la A. implica que Cristo posee la plenitud del poder santificador. Cristo es el nuevo Adán (cfr. Rom 5, 18) y todo suceso de su vida modifica la condición de nuestra propia vida desde lo más profundo de nuestro ser. La Humanidad de Cristo es causa ejemplar de nuestra salvación (cfr. Eph 2, 46) y, por tanto, la exaltación de la Humanidad de Cristo ha de reflejarse de alguna manera en la salvación de los hombres. «Os conviene que yo me vaya» (lo 16, 7), dijo el Señor a sus discípulos refiriéndose al primer fruto salvífico de la A.: la misión del Espíritu Santo (v.). Pero además de la recepción del Espíritu, la A. de Jesús nos proporciona otros frutos de orden escatológico: Cristo es el precursor que nos arrastra al cielo (cfr. Col 3, 34); es más, en Cristo ya estamos en el cielo (cfr. Eph 2, 6). S. Tomás de Aquino (v.) explica que la A. es causa de nuestra salvación de dos modos: por parte nuestra, en cuanto que el hecho sensible, del que concedió a los discípulos ser testigos, nos despierta la fe, la esperanza y el amor; y por parte de Cristo, en cuanto que nos prepara el camino del cielo, intercede por nosotros con su sacerdocio eterno y, sentado a la diestra de Dios, nos envía sus dones y especialmente el Espíritu Santo (Sum. Th., 3 q57 a6).
6. Conclusión. La unidad entre los dos aspectos estudiados, histórico y celeste, queda reflejada de un modo singular en una página del primitivo cristianismo, que transcribimos a modo de resumen, y que constituye un valioso testimonio de lo que ha sido siempre el sentir de la Iglesia con respecto al misterio de la A.: «Durante el tiempo que transcurre entre la Resurrección y la subida a los cielos cuidó la Providencia divina de los suyos, énseñándoles y revelándose a su mirada y a su corazón: tenían que saber que nuestro Señor Jesucristo, hecho verdaderamente hombre, el que padeció y murió, también había resucitado realmente de entre los muertos. Los bienaventurados Apóstoles y los discípulos, que estaban consternados por la muerte de Cristo y que dudaban de su Resurrección, quedaron firmemente fortalecidos al ver la verdad y se alegraron, en vez de apenarse, cuando Cristo subió a los cielos Y de hecho los discípulos tenían numerosos motivos para regocijarse al ver que la naturaleza humana del Señor tomaba posesión de su sitio sobre todas las criaturas del cielo… su morada estaba junto al Padre eterno y participaba de la gloria del trono de aquel con cuya esencia estaba unida la naturaleza humana por medio del Hijo. La A. de Cristo significa a la vez nuestro encumbramiento; nuestro cuerpo puede esperar ser llamado allí donde la `gloria de la Cabeza\\’ le ha precedido… No sólo se nos ha asegurado en este día la posesión del Paraíso, sino que ya hemos subido con Cristo a las alturas del Cielo. De mucho más valor es lo que se nos ha concedido por la inefable gracia del Señor que lo que perdimos por envidia del diablo. Aquella naturaleza que el enemigo expulsó de la felicidad de su mirada primera ha sido incorporada por el Hijo de Dios a sí y puesta a la diestra del Padre, con quien vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios por toda la eternidad» (S. León Magno, v., Sermo 73, 4: PL 54, 396). Y el Catecismo romano de S. Pío V dice: «Todos los demás misterios (o verdades de la fe cristiana) se refieren a la Ascensión como a su fin; y en ésta se contienen la perfección sy el cumplimiento de todas las cosas; porque así como todos los misterios de nuestra religión tienen su origen en la encarnación del Señor, así en la Ascensión se concluye el tiempo de su vida terrena» (p. 1, c. 7, n. 4).
J.REVUELTA SOMALO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991