Es urgente tener claro el lugar que legítimamente corresponde a todo ser humano frente a las posibilidades que ofrece la biotecnología. El destino de la humanidad vendrá fuertemente determinado por la respuesta a la pregunta de si el embrión humano merece ser tratado como una cosa o como un ser humano
DURANTE SIGLOS, tanto el pensamiento secular como las creencias religiosas han partido, más o menos conscientemente, de una concreta visión del ser humano y de su naturaleza. En el marco de esta concepción, se presuponía, entre otras cosas, que determinados elementos o procesos vitales y esenciales para nosotros, como el modo y el momento en el que comienza nuestra vida, el tiempo que permanecemos en ella, nuestro sexo o nuestra constitución genética, dependían de causas y factores que escapaban a nuestra voluntad y también —y esto es lo más importante— a las voluntades ajenas.
De este modo, nuestra “dimensión temporal” y nuestra “dimensión espacial o corporal” o, lo que es lo mismo, cuándo comenzamos a existir en el tiempo y cómo es nuestra constitución genética, no eran, en ningún caso, el resultado de la decisión de otra u otras personas.
Esta realidad es una garantía de nuestra libertad. De hecho, la aleatoriedad y el azar que determinan el momento en el que surge nuestro ser en el tiempo y, asimismo, que deciden nuestra corporalidad, son la mejor garantía de que nuestra más esencial libertad es respetada.
Esto significa, en última instancia, que, a diferencia de lo que ocurre con las cosas, los seres humanos somos personas, lo que exige no ser tratados como un “producto”, ni ser diseñados, tanto en lo temporal como en lo corporal, por una voluntad ajena. Sólo así se reconoce nuestro valor incondicionado. Esto es, en definitiva, lo que significa la dignidad humana.
En el pensamiento clásico, aunque en un contexto distinto, esta realidad se expresaba afirmando que el ser humano es enteramente él mismo, y ello es lo propio de la eminencia o dignidad de su ser. Mientras que el mundo material y el resto de los seres vivos son dominables por el hombre, el ser humano es, y debe continuar siendo, enteramente dueño de sí. Nadie puede decidir por él cuándo vendrá al mundo, cuándo morirá, ni cómo será físicamente. De ese modo, se puede afirmar que la persona es incomunicable e irreductible a cualquier otro ser.
Esta realidad, hasta hace poco aceptada, más o menos conscientemente, se ha puesto en tela de juicio a raíz de la aplicación de las nuevas biotecnologías al ser humano. Hoy, los factores o procesos vitales esenciales a los que me vengo refiriendo, pueden ser ya predeterminados. De ese modo, nuestra “dimensión temporal”, el inicio y desarrollo de nuestra trayectoria vital en el tiempo, puede ser decidida y fijada por una voluntad ajena. Asimismo, nuestra “dimensión espacial o corporal”, nuestro sexo y características genéticas, ya pueden ser también predeterminados.
Nos podemos hacer, entre Otras, las siguientes preguntas: ¿cuándo y cómo comenzó este proceso?, ¿qué significado tiene para la persona?, ¿qué cabe esperar del futuro para la naturaleza humana?
El origen del cambio
Con respecto a la primera pregunta, resulta fácil de comprender que en el origen de todos estos cambios radicales se encuentran las técnicas de reproducción artificial o fecundación in vitro. Los seres humanos ya no somos necesariamente concebidos, sino que también podemos ser producidos, tal y como sucede con los objetos.
Estas nuevas tecnologías posibilitan que una voluntad ajena, en este caso la del médico o biólogo, determine el comienzo mismo de nuestra existencia temporal, lo que podríamos denominar el “punto cero” de nuestra vida. Además, la posibilidad de congelar embriones humanos, y de mantenerlos suspendidos en el tiempo, incide aún más profundamente en nuestra “dimensión temporal”. De hecho, en España existen miles de embriones humanos (algunos apuntan que hasta doscientos mil) cuya trayectoria vital está quebrada y rota en el tiempo. La libertad radical a la que antes me refería, consistente en el respeto a la aleatoriedad y el azar que determinan el momento en el que surge nuestro ser en el tiempo, se nos es negada.
En el caso de la congelación, se podría afirmar que, de alguna manera, se nos roba nuestra biografía. Cuando alguien me congela y suspende mi proceso vital, me está quitando algo que me pertenece intrínsecamente, en virtud de mi naturaleza y de mi dignidad, mi presente y mi futuro.
Todo ello, en última instancia, significa que se ha roto la simetría y reciprocidad que debe regir toda relación entre los seres humanos. Unos miembros de la especie han llegado dominar a otros en relación a elementos y factores esenciales y vitales, negándoles, de ese modo, su dignidad.
Pero, en la actualidad, ya es posible no sólo intervenir en la “dimensión temporal” sino también decidir sobre la misma “dimensión espacial o corporal”. Podemos elegir aquella que más responde a determinadas expectativas o deseos. De hecho, la confluencia actual entre las nuevas tecnologías reproductivas y el avance genético posibilita la realización del denominado “diagnóstico preimplantatorio”.
Este puede ser entendido como una modalidad de “control de calidad” a través del cual se determina la calidad genética de un embrión. De esa manera se puede predecir, con mayor o menor probabilidad, si en el futuro seremos un individuo sano y sin problemas, o si, por el contrario, existen probabilidades de que tengamos defectos de origen genético. En el segundo caso, es muy probable que nuestro destino sea la muerte.
Sin debate en España
El diagnóstico preimplantatorio, empleado en muchos procesos de fecundación in vitro, supone que, de nuevo, una decisión ajena decide sobre la continuidad de nuestro desarrollo vital y, además, sobre nuestra “dimensión espacial o corporal”. Sólo podremos continuar viviendo en el caso de que nuestra constitución genética se adapte a determinados criterios de calidad.
Por ello, con esta elección genética surge, de nuevo, una relación asimétrica, una especie de peculiar dominio. En virtud del mismo, alguien decide sobre qué caracteres genéticos son los más adecuados para nuestra vida y, en el caso de que no los tengamos, determina dar por finalizada nuestra trayectoria vital.
En España el diagnóstico preimplantatorio se realiza al amparo de la Ley de técnicas de reproducción asistida de 1988. Lo llamativo es que, a pesar de la gran carga eugenésica y abortiva que conlleva, ni tan siquiera ha sido objeto de debate público. No es así, sin embargo, en el ámbito internacional.
De hecho, el año pasado el Comité Internacional de Bioética de la UNESCO presentó un borrador de Declaración sobre las implicaciones éticas y jurídicas del diagnóstico preimplantatorio. El debate fue tan encontrado, que hizo fracasar el proyecto. Fueron precisamente las Asociaciones de minusválidos y personas con problemas genéticos los que presentaron una postura más enfrentada a la posible admisión de estas prácticas.
El futuro nos sitúa ante nuevas expectativas de intervenir, más profundamente aún, en elementos y procesos vitales esenciales para el ser humano. Se plantea así, por ejemplo, la posibilidad de realizar intervenciones eugenésicas perfeccionadoras e, incluso, de influir activamente en la configuración de nuestra dotación genética.
Estas últimas manipulaciones pueden tener como finalidad eliminar una enfermedad genética o alterar la dotación genética por otra que se considere mejor o más deseable. Tales modificaciones, efectuadas a nivel germinal, afectarían a la totalidad de nuestra dotación genética. Se transmitirían a todas nuestras células e, incluso, a nuestra descendencia. También se plantea, como es bien conocido, la posibilidad de crear seres humanos clónicos, bien con fines experimentales y de obtención de tejidos, o bien con fines reproductivos.
En definitiva, lo que hasta ahora nos era dado y se entendía como fruto de la voluntad de Dios o del azar, es ya un ámbito en el que los demás pueden intervenir. De hecho, pueden tomar decisiones definitivas e irrevocables para nuestra vida. Ello, como he señalado al principio, supone, en general, la negación de la dimensión más esencial de nuestra libertad.
En realidad, cuando un individuo toma por otro una determinación irreversible que afecta a su “dimensión temporal” o a su “dimensión corporal” se niega el primer presupuesto de la justicia: la igualdad y paridad ontológica entre los seres humanos. Ya no hay relación de simetría sino de dominio, de propiedad. El ser humano dominado recibe el trato no de persona sino de cosa. Con ello, en definitiva, se niega su más esencial dignidad.
El futuro
Mi última pregunta era ¿qué cabe esperar del futuro para la naturaleza humana? La respuesta depende de nosotros mismos. Por ello, considero que en la actualidad nos es imprescindible llegar a comprender el verdadero sentido de lo que está ocurriendo. Y, sobre todo, entender que la naturaleza humana posee unas exigencias que son insoslayables, que el ser humano nunca puede ser reducido a la condición de objeto, dominable y determinable. Que su vida tiene un valor inconmensurable y sagrado.
Sin embargo, estamos inmersos en un proceso tan vertiginoso, y en el que se mezcla tal cúmulo de intereses, que existe el gran peligro de falta de perspectiva y de reflexión. Nos limitamos a debatir cuestiones muy concretas como por ejemplo la clonación, cuando en realidad necesitamos centrarnos en la totalidad del proceso.
Por ello, es urgente que, en primer lugar, tengamos claro el lugar que legítimamente corresponde a todo ser humano, sin exclusión, frente a las posibilidades que ofrece la biotecnología. Considero que, en buena medida, el destino de la humanidad vendrá fuertemente determinado por la respuesta a la pregunta de si el embrión humano merece ser tratado como una cosa o como un ser humano.
Lo que estamos debatiendo es, en suma, la misma noción de naturaleza humana y el significado de su dignidad intrínseca. De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá, en gran medida, el futuro de nuestra naturaleza.
Por Ángela Aparici
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