Todo lo material, todos los bienes del mundo son nada. Es reconocer lo que somos, descubrirlo, lo que nos hace grandes
El perfeccionismo es un arma de doble filo. Hacer las cosas bien produce satisfacción, pero intentar hacerlo todo bien puede acabar con nosotros. Recuerdo el lema de algunas camisetas: Dios existe, pero no eres tú: Relájate. Podemos quedar atrapados por la búsqueda constante de la perfección: intentar que todo salga bien, que todo esté en su sitio, ordenado; controlar lo que hacemos y hacen los demás; que nada desentone en nuestra vida y en la casa; ser el más responsable del trabajo, aquel, aquella a quien todos acuden. Tener un cuerpo cien, la sonrisa profiden constante, …
Hacer lo que dice el guion, ser sal de todos los platos, arreglar el mundo es estupendo, pero no somos los únicos, hay que relajarse. Copio lo siguiente: El trastorno anancástico de la personalidad se caracteriza por una preocupación patológica por el perfeccionismo y el orden. Las personas con este trastorno suelen ser extremadamente exigentes consigo mismas y con los demás, mostrando patrones de conducta rígidos e inflexibles. Esta obsesión por la perfección puede afectar significativamente su vida personal y laboral, generando dificultades en las relaciones interpersonales y en la toma de decisiones.
Me llama la atención lo que le sucede al joven del Evangelio de hoy: «Jesús le contestó… Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. Él replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico». Era un perfecto cumplidor, ¡lo hacía todo!, ¡una máquina! Y en vez de ser feliz, se marcha triste.
Creo que muy pocos estamos en condiciones de hacerlo todo tan bien como el chaval del Evangelio. Pero resulta que no le valió para ser feliz, entonces ¿cómo ser feliz? ¿La felicidad no está en la perfección, en alcanzar todas las metas, en que todo vaya bien? No olvidemos que a este joven le llamamos el Joven rico, tenía muchas posesiones. El dinero, desgraciadamente, es sinónimo de felicidad. Pero, como hemos visto, no es así.
Las cosas de fuera: logros, riquezas, estima y prestigio, no llenan el corazón del hombre. Todo lo material, todos los bienes del mundo son nada. Es reconocer lo que somos, descubrirlo, lo que nos hace grandes. No valemos por lo que hacemos, sino por lo que somos, hijos amados de Dios. Descubrir el amor gratuito de Dios, que Dios me ama como soy, no porque hago las cosas bien, sino por la vida que hay en mí, donada por Él. Ver que ese amor es incondicional, que me acompañará siempre. Que el valor de mi vida no depende de mí, ni de lo que los demás opinen, ni de lo mucho que me esfuerce, es el seguro de mi felicidad.
Ponemos el acento en el hacer y nos olvidamos del ser. Además, como enseñaba la Filosofía, es el obrar quien sigue al ser. Es la naturaleza la que determina nuestras operaciones. Ser consciente de lo que soy, es lo que me da alas, me eleva. Puedo hacer grandes cosas, como amar a lo grande, porque «el amor de Dios ha sido derramado en mi corazón por el Espíritu Santo», como enseña san Pablo. Intuir algo de lo mucho que Dios me quiere transforma nuestras vidas.
Puedo ser una máquina en mi trabajo, estar forrado, tener mucho poder de influencia, tenerlo todo en orden y, a la vez, tener el corazón inquieto, aturdido, confundido, sin paz.
Quizá, el Joven rico estaba deslumbrado por sus bienes y logros, por su presunta bondad. Estaba satisfecho consigo mismo. Al mirar a Jesús y llamarle bueno, se estaba mirando a él mismo. No logró ver el rostro de Dios. No se fijó en esa mirada de amor infinito. Estaba tan pagado de sí que se consideraba merecedor de la vida eterna, esta equivocación también nos puede alcanzar a nosotros.
Un gran ejercicio sería intentar ver los muchos regalos que Dios nos da todos los días. Al examinar la conciencia, no deberíamos quedarnos en lo que hemos hecho bien o mal solamente, sino profundizar en lo que Dios ha hecho en nosotros ese día. Todo lo bueno nos ha venido de Él.
Decía Benedicto XVI a los jóvenes en Colonia: «Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía. Solo él da plenitud de vida a la humanidad». Más que cumplir hay que amar, hacer las cosas por el bien de los demás. Buscar agradar a Dios y, cuando fallamos, volver a cogernos de su mano y recomenzar. El cumplimiento puede ser una forma oculta de cumplir y mentir, de buscarnos a nosotros.
Juan Luis Selma
almudi.org