La fragilidad de la paz

Alcanzar la paz quiere decir trabajar desde la humildad, la actitud que me ayuda a aceptar la levedad de mi ser, y a alegrarme de ser frágil y quebradizo.

Vivimos en una época que algunos autores describen como de extrema fragilidad, como si todo lo que se ha construido estos últimos años se pudiera romper en cualquier momento. Sólo depende de que alguno de los conflictos abiertos se nos vaya un poco de las manos y estalle de una u otra manera. Hay un magma de acontecimientos, una encrucijada de situaciones que nos hacen caer en la cuenta, una vez más, de que la realidad no es estática —como quizá nosotros quisiéramos—, y que todo el movimiento que se genera alrededor, el progreso técnico, científico y económico no lo podemos dominar, y tampoco se puede evitar el miedo de los ciudadanos a que todo tambalee y se puedan hundir los esfuerzos por vivir con mayores cotes de bienestar para todo el mundo.

En la actualidad, el valor que más sufre este temblor es la paz. Todo el mundo, o casi todo el mundo, como dice la «Carta de la paz, dirigida a la ONU», desea la paz. Si hiciéramos una encuesta, seguramente el valor más unánimemente votado sería el de la paz. Pero, por otra parte, existe la sensación de que, a pesar de que es lo más deseado, no sabemos valorar y apreciar suficientemente lo que significa vivir en paz. La deseamos, pero, al mismo tiempo no dedicamos los esfuerzos y los recursos necesarios para consolidar la paz y que ésta se entienda realmente en todo el mundo. Habitualmente aquello que más apreciamos, lo cuidamos, lo trabajamos y hacemos lo que sea necesario para conservarlo, pero con la paz no obramos así; nos dormimos y no velamos para que se afirme y se extienda por todo el planeta.

Quién sabe si no es precisamente la fragilidad de la paz lo que nos lleva a apreciarla tanto. Y cuando descubrimos el riesgo de un posible rompimiento, es cuando todos nos movilizamos y gritamos con fuerza para mantenerla. Otros, precisamente porque valoran su fragilidad, quieren protegerla de manera desmesurada, como si creyeran que nunca tendrá suficiente consistencia en sí misma para sostenerse, y caen en la tentación de fabricarle búnkeres defensivos. Piensan que la paz se debe proteger con medidas políticas y económicas que permitan tener los ejércitos más sofisticados, que hagan cerrar los países sobre sí mismos y establecer unas fronteras seguras e inviolables, medidas que aseguren el bienestar cueste lo que cueste y al precio que haga falta. Creen que cuanto más fuertes seamos en todos los ámbitos posibles, más seguros estaremos y mejor protegeremos algo tan preciado y frágil como es la paz.

¡Qué contradicciones tan grandes, todo por no querer asumir y aceptar nuestra fragilidad! Porque el miedo nos lleva a buscar medidas de defensa exageradas, que nos hacen caer en el error de querer defendernos de todos aquellos que se nos acercan, aunque lo hagan en tono de amistad. Fruto del enclaustramiento y encasillamiento en nuestras posturas, consideramos que esto es una ingerencia contra nuestro individualismo o nuestra civilización. Se habla de «choque de civilizaciones», porque olvidamos algo tan elemental como lo que la «Carta de la paz» denomina «fraternidad existencial», argumento que podría convertir este posible choque en encuentro de civilizaciones.

Pero la defensa, como se dice en el argot deportivo, nos lleva siempre a tener un buen ataque, y nos protegemos atacando a los demás. Ver enemigos por todas partes es caer en la tentación del dominio, que nos conduce a utilizar la estrategia de las creencias religiosas e ideológicas. Olvidamos que todos somos capaces de hacer el mal; los demás se hacen dignos de nuestra furia santa e ignoramos la viga de nuestro ojo, o que todos tenemos derecho a vivir nuestra vida según lo que pensamos, y entonces nos lanzamos contra aquellos que no aceptan nuestra manera de pensar y vivir, y por más inocentes que sean, se convierten en culpables porque no son de los nuestros.

Nuestra limitación, el miedo a la fragilidad, nos hacen buscar apoyos para poder caminar y vivir. Buscamos unas barandillas que nos ayuden a ir más seguros. Pero si no consideramos suficientemente seguros el amor, la amistad, el aprecio cordial o lo solidaridad, entonces necesitamos otra barandilla, y nos apoyamos en el «contraísmo», es decir, en la actitud de vivir enfrentado con alguien, de ir contra los demás para encontrar así nuestro equilibrio. Un náufrago necesita encontrar algo para agarrarse, incluso en parte debe hundirlo para poder subir él y salir fuera del agua. Si es necesario, nos apoyaremos en la persona, el pueblo o la nación que tengamos al lado —o lejos de nosotros—, porque aunque él se hunda nosotros podremos sobrevivir y mantener nuestra civilización hegemónica. La paz pide que yo revise el hecho de mi hundimiento, del tipo que sea, no que quiera sobrevivir y mantener mi bienestar a costa de todo y de todos.

Alcanzar la paz quiere decir trabajar desde la humildad, la actitud que me ayuda a aceptar la levedad de mi ser, y a alegrarme de ser frágil y quebradizo. Y si la paz es un valor muy querido, su fragilidad nos debe mostrar la importancia de dedicar tiempo y esfuerzos a preparar los fundamentos que la mantengan en el espacio y en el tiempo, a pesar de todos los acontecimientos que se puedan ir produciendo a lo largo de la historia.

La sociedad debe cultivar el ejercicio de la paz en todos los ámbitos de la vida social, de tal manera que llegue a ser uno de los ejes vertebradores de las actuaciones de los diferentes grupos y organizaciones. Hay que entusiasmar a las personas por la paz. Trabajemos por la paz, no porque tengamos un enemigo común, sino porque el espectáculo social que ofrecen las personas, las familias, los pueblos y el mundo cuando viven en armonía, es lo que nos entusiasma a vivir y a consolidar la paz.

El autor es economista y rector de la Universitas Albertiana de Barcelona.

http://www.universitasalbertiana.org

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