El auténtico arrepentimiento trae consigo la obligación de reparar los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado injustamente.Cualquier injusticia trae consigo la obligación de restituir, es decir, de reparar los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado injustamente. El auténtico arrepentimiento de los pecados contra el séptimo mandamiento debe incluir siempre la intención de restituir tan pronto sea posible (aquí y ahora si se puede) todos los efectos causados por nuestra injusticia.Si faltara en quien se confiesa de robo este propósito, no podría recibir de modo válido el sacramento de la penitencia. Si el pecado ha sido mortal y el ladrón o estafador muere sin haber hecho ningún intento para restituir aun pudiendo hacerlo, muere en estado de pecado mortal. Ha malbaratado su felicidad eterna cambiándola por ilícitos beneficios económicos.¿Y también los pequeños hurtos? Incluso ellos: los pecados veniales de injusticia no pueden perdonarse si no se restituye o no se hace el propósito sincero de restituir. Quien muere con pequeños hurtos o fraudes sin reparar, comprobará que el precio de sus bribonerías le costará en el Purgatorio mucho más caro que lo obtenido con sus injustas ganancias. Y será bueno mencionar de pasada que los pequeños hurtos pueden constituir un pecado mortal si se da una serie continuada de ellos en un breve lapso de tiempo, de modo que su total sea considerable. Un lechero que diariamente ponga un poco de agua a la leche que vende será reo de pecado mortal cuando el importe total alcance a ser materia de consideración.Existen algunos principios fundamentales que regulan las obligaciones de la restitución. El primero de ellos es que la restitución debe hacerse a la persona a quien se robó, o a sus herederos si ya está muerta. Y, en el caso de que sea imposible localizar al afectado -por ejemplo, si se roban neumáticos de coches en una gran ciudad-, se aplica otro principio: la restitución deberá hacerse entonces dando los beneficios ilícitos como limosna, a los pobres, a la iglesia, a las misiones o a cualquier labor de beneficencia.No es imprescindible que el que restituye dé a conocer su fechoría y arruine con ello su reputación; puede restituir anónimamente, por correo, por medio de un tercero o por cualquier otro método que proteja su buen nombre. Tampoco se exige que una persona se prive a sí misma o a su familia de los medios para atender las necesidades ordinarias de la vida para lograr esa restitución. Sería una actitud deplorable gastar en lujos o caprichos sin hacer la restitución, comprando, por ejemplo, una televisión o un perfume francés. Pero esto tampoco quiere decir que estemos obligados a vivir a pan y agua, y a dormir a la intemperie hasta que hayamos restituido.El siguiente principio es que debe devolverse lo mismo que se robó, si esto es posible. Debe devolverse también cualquier otra ganancia natural que hubiera resultado de ese objeto robado; los huevos, por ejemplo, si lo que se robó fue una gallina. Solamente cuando ese objeto ya no exista o esté estropeado sin posible reparación, puede hacerse la restitución entregando su valor en metálico.Con lo ya expuesto hasta aquí podemos tener una idea de lo complicadas que, a veces, pueden resultar las cuestiones de la justicia. Por eso, no debe sorprendernos que incluso el sacerdote tenga que consultar con especialistas, o repasar sus libros de teología en estas materias, cuando se le hagan planteamientos al respecto.¿Por qué es pródigo el hijo en la parábola?En cierta ocasión pregunté por qué se le daba el adjetivo de “pródigo” a ese hijo al que se refiere Jesucristo en la hermosísima parábola que San Lucas recogió en su Evangelio. Me contestaron que se le llamaba así porque el hijo se había arrepentido y había vuelto a la casa de su padre. Entonces, pregunté, ¿por qué no se le llama el hijo contrito o arrepentido? Y es que se le dice pródigo por haber gastado el dinero paterno de modo vano, derrochándolo; es decir, por haber caído en el vicio de la prodigalidad.El décimo mandamiento se refiere a la actitud interior hacia los bienes materiales, así como el séptimo mandamiento hace referencia más bien al hecho externo y objetivo. Dios nos pide en el último de sus preceptos que nuestro corazón esté libre de cualquier atadura a lo material, pues sólo así podemos amarlo a Él con la plenitud que nos pide. Dios creó las maravillas de este mundo para que nos ayuden a conseguir la propia perfección humana y espiritual, no para que nos la impidan.Ejercitando la virtud llamada liberalidad vivimos el décimo mandamiento. Esta virtud está situada entre dos extremos viciosos, por un lado la avaricia (amor desordenado a lo material), y por otro la prodigalidad, que como dijimos es el despilfarro, la ostentación y gasto en lo superfluo. A su vez, la avaricia puede adoptar las modalidades de codicia (deseo de acumular más, y más, y más...), y la tacañería (no hacer los gastos razonables, o hacerlos a regañadientes).Muy posiblemente las esposas pondrían a sus maridos en esta última clasificación. A los maridos, en cambio, les parecería que sus esposas incumplen el décimo mandamiento por gastar irracionalmente, sin cuidado ni medida: “la esposa pródiga”. Lo cierto es que todos debemos vivir desprendidos, ser “pobres de espíritu”, pues las advertencias de Jesús son muy claras: “no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24); “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el reino de los cielos” (Lc. 18, 25).Quizá nos ayude a tener una mejor conceptualización de este precepto recordar enseñanzas de Juan Pablo II y de la Tradición de la Iglesia. En su Encíclica Sollicitudo rei socialis (num. 42), el Papa nos presenta dos postulados para nuestra reflexión:- “Los bienes de este mundo están originalmente destinados a todos. El derecho a la propiedad es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio”.- “Sobre cada bien particular grava una hipoteca social, es decir, posee como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes”.El pródigo no tiene en cuenta que, respecto de Dios, no es dueño de su fortuna, sino el administrador; y que, aun en el supuesto de haber cumplido todos sus deberes de caridad y justicia, no puede proceder a su antojo con lo que tiene, sino que debe atender al destino primordial de los bienes terrenos. Y los bienes terrenos son, en su origen, para todos los hombres.Por eso ya desde la antigüedad, los Santos Padres enseñaron que “lo que a ti te sobra, pertenece a otro”. Dios ha dispuesto, en su Sabiduría infinita, que el progreso humano haga posible en cada época que todo hombre tenga, a partir del trabajo y la explotación del universo físico, lo necesario para una vida digna. Pero el acaparamiento excesivo, lo superfluo, y el dispendio tienen siempre razón de injusticia: “el pan que tú guardas pertenece al hambriento. Los vestidos que tienes en tu cofre, al desnudo. El calzado que se pudre en tu casa, al descalzo. El dinero que atesoras, al necesitado” (San Basilio, Homilía sexta, PG 31, 277).
bueno esto en realidad es necesario para la vida y para nuestro aprendizaje
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