BEATO SEBASTIÁN DE APARICIO
(1502-1600)
El beato Sebastián, religioso profeso franciscano, fue humilde campesino en España y después obrero y empresario en México, creador de caminos y de medios de trasporte, las carretas, generoso benefactor de los pobres. Se hizo fraile cuando ya tenía más de 70 años, y durante el resto de su vida fue un hermano humilde e infatigable. Murió en Puebla, donde es muy venerado.
En los albores del siglo XVI, el 20 de enero de 1502, nace en La Gudiña, Orense, el tercer hijo de Juan Aparicio y Teresa Prado. En aquel hogar campesino se recibe con alborozo la llegada de un varón, después de las dos niñas. Ya en la casa había un hombre más para el trabajo. En la iglesia parroquial de San Martín, con el bautismo, recibe el recién nacido el nombre de Sebastián.
Los primeros años del pequeño son como los de un niño cualquiera. En una familia labradora, por tierras de La Gudiña, no podía ser de otro modo. Con emoción, escucharon los felices padres, Juan y Teresa, las primeras palabras balbucientes de su hijo. Ellos protegieron sus torpes pasos iniciales y lo levantaron amorosos en sus primeras caídas. De ellos aprendía el niño las oraciones que jamás olvidaría. Sebastián era el embeleso de toda la familia.
Teresa estaba siempre preocupada de su pequeño. Cuando salía al campo en la sementera, Sebastián, bajo la mirada cariñosa y solícita de su madre, jugueteaba al sol sobre una manta tendida en el suelo, mientras el viejo arado romano removía la tierra fecunda. Ya mayorcito correteaba Sebastián entre las ovejas, espantaba a las cabras o perseguía a las alborotadoras gallinas. Era ya «todo un hombre» a sus diez años, llevando hacia el prado de hierba jugosa «as vaquiñas marelas» que rumian su mansedumbre por los senderos. También jugaba y tiraba piedras a los pájaros como los otros muchachos, y corría hacia la iglesia cuando tocaban las campanas y se cansaba de estar formalito durante el rezo del rosario.
Para los campesinos de entonces la escuela era un lujo desconocido. Eran muy pocos los que entendían de letras. Por eso Sebastián, no es extraño, tampoco supo leer ni escribir. Aprendía de memoria las enseñanzas de sus padres, que le contaban la historia sagrada y le hacían repetir el Credo, los Mandamientos, el Padrenuestro o el Avemaría. De ellos aprendió también a temer, amar y servir a Dios, nuestro Padre. Era lo mejor que ellos sabían, las enseñanzas de su propia fe, que los felices padres, Juan y Teresa, enseñaban a su pequeño con sus palabras y con el ejemplo de su vida.
Aprendió también pronto Sebastián a uncir las vacas al carro, segar la hierba, formando con ella los típicos «palleiros» gallegos, rozar el monte, cortando el tojo para cama del ganado, arreglar una azada o afilar las hoces, podar o hacer un injerto. Con unos maestros como sus padres, tuvo Sebastián buena escuela para adiestrarse en su oficio de labrador.
Al amor de «a lareira», el hogar inolvidable e imprescindible para el campesino gallego, donde siempre espera la olla del sabroso caldo, de ellos aprendía también Sebastián las lecciones de honradez y trabajo, el ejemplo de una vida cristiana, el rezo del Rosario a la Virgen, que jamás olvidaría. En las frías y largas noches del invierno había más tiempo para aprender esas inolvidables lecciones. Era una continua sementera en aquel corazoncito inocente que daría abundante fruto en un otoño todavía lejano.
Al igual que todos los muchachos de su edad, en los sufridos jumentos que pastan tranquilos en la pradera, haría sus primeras piruetas practicando la equitación. Más de una vez daría, sin duda, con su cuerpo en tierra; y tendría que dolerse de las contusiones recibidas. Era imperdonable que un muchacho campesino no supiese cabalgar, aunque el aprendizaje fuese en ocasiones doloroso. Sebastián, entre bromas y veras, iba aprendiendo poco a poco lo que sería fundamental en su vida.
No todo en la casa de los Aparicio era tranquilidad. Había también la preocupación constante de una incierta cosecha; la zozobra por si se lograrían los cabritos o el ternerillo, que con impaciencia se esperaban; o si el valor de los frutos de la cosecha en la feria vecina sería suficiente.
Por si fuera poco, un día el dolor conmueve lo más íntimo de aquel hogar campesino. Sebastián está enfermo. La peste bubónica ha hecho presa en su cuerpo adolescente. A sus pocos años no tiene Sebastián esperanza de vida. Está herido de muerte. Para evitar el contagio hay que alejar al enfermo del poblado y dejarlo en la soledad del campo. En una especie de choza solitaria en el monte es abandonado Sebastián a su propia suerte. Que Dios vele por él.
Es duro, sobre todo para una madre, tener que tomar esta medida. Teresa tiene que hacerlo. Son las exigencias sanitarias de aquella época. No hay otro remedio que aceptarlas, por dolorosas que sean. Con lágrimas y suspiros deja entre aquellas paredes destartaladas a su Sebastián, quemado por la fiebre y mordido por el dolor. En una yacija de paja queda descansando su cuerpo.
Todos los días, para que no se muera de hambre, le lleva su madre desde el hogar el queso que ella elabora con maestría y mino, un trozo de pan de centeno, leche espumosa y nutritiva, un poco de agua. El silencio y la soledad del pequeño enfermo es acompañado por el canto de algún pájaro, el chirriar de los carros cargados de hierba, el aullido de los lobos en las noches interminables, que sobrecogen de espanto su corazón, y la constante protección de Dios, que oye los ruegos del pequeño y la incesante oración de su madre.
Un día no responde Sebastián a su llamada. El corazón de Teresa late con violencia. Parece que la garganta se le anuda. Por un momento cruza su mente la idea de algo irreparable. Y entra decidida en la pobre estancia. Sebastián está inconsciente por la calentura. La madre, con la pesadumbre de su dolor y la amargura de sus pensamientos, tiene por fin que alejarse. En su mente no hay lugar para otra idea: tal vez mañana cuando vuelva…
La puerta de la casucha donde yace Sebastián ha quedado entreabierta. Un lobo de los que merodean por las escabrosidades montañosas de La Gudiña se acerca sigiloso en el silencio de la noche. El olor de la carne febricitante e infecta lo atrae de manera irresistible. Entra en la estancia. Olfatea con ansiedad su presa, y clava certeramente sus dientes vigorosos en el tumor maligno. Su lengua golosa se entretiene en lamer la herida purulenta. El animal se marcha satisfecho.
Al recordar Sebastián por la mañana lo que a veces le parece habrá sido una pesadilla, ha desaparecido la fiebre. Sebastián está curado. ¿Milagro? Providencia de Dios para con el pequeño.
A la mañana siguiente, alegría y sorpresa de la madre, cuando ve de nuevo a su hijo. En el cuerpo todavía maltrecho de Sebastián ha desaparecido la fiebre y el peligro de contagio. Entre asustada y feliz oye lo que su hijo le cuenta y regresa gozosa con el pequeño al hogar donde todos se felicitan.
Sebastián ha empezado a ejercitarse en el trabajo. Su quehacer de labrador, bajo las enseñanzas de sus padres, se va aumentando cada día. Ya sabe ordeñar las vacas, atender al ganado y conocer las ordinarias dolencias de los animales. Ara con la yunta de vacas y carga el carro con la hierba jugosa que él mismo siega. Sabe levantar con piedras un cierre de una finca, o reparar las ruedas chirriantes del carro, que saltan torpes sobre los pedruscos del estrecho camino. Para ser labrador no hay sólo que conocer el campo y los animales; hay que ser veterinario y herrero, carpintero y albañil.
Una tradición oral que llega hasta nuestros días recuerda que Sebastián estuvo de jornalero en una casa solariega de la vecina parroquia de Fumaces. Allí era más abundante el ganado caballar y vacuno. Atendiendo solícito a su cuidado crecía la experiencia de Sebastián, que le sería tan necesaria.
Los años mozos de Sebastián adquieren reciedumbre en el yunque del trabajo. En el hogar paterno aprende la honradez cada día y la obediencia amorosa a los mandamientos santos de Dios Nuestro Padre, que se graban profundamente en el corazón del joven, que ya sabe desde entonces que Dios es su mejor amigo.
Emigrante por tierras de España
En el corazón de todo gallego hay siempre un afán de aventura. La emigración es su cauce y la «morriña», su inseparable compañera. Sebastián también siente en su pecho joven la voz de esta llamada. Hay que abrirse nuevos caminos y buscar la manera de ganar algún dinero, para mejorar la situación económica de sus padres y hermanas. Muchas veces lo ha pensado. Ir a la siega a Castilla le atrae. Pero más le fascina la ilusión de la joven América, ignota y lejana, donde las riquezas nunca se agotan con la fantasía.
Como tantos otros jóvenes vigorosos, hacia sus veinte años, rompe Sebastián los lazos del afecto que le ligan al hogar y «a terriña». Las Portillas de la Canda y del Padornelo ya quedan a sus espaldas. Pasa por las zamoranas tierras de Sanabria, con el embrujo de su lago misterioso. Atraviesa «la tierra del pan». Cruza el Duero, dejando a su margen derecha la amurallada y señorial Zamora. Y por «las tierras del vino» llega Sebastián a Salamanca.
No le atrae el señuelo de la vida estudiantil ni los afanes de la ciencia. Ignora entonces Sebastián hasta las primeras letras y ni siquiera sabe escribir su nombre. Él busca trabajo al que está hecho. Quiere ganarse con honradez el pan de cada día, sin perder nunca de vista los consejos paternos: «Vive como verdadero hijo de Dios; que seas trabajador y honrado». Para eso tiene Sebastián unos brazos vigorosos y una juventud pujante, que no conoce la fatiga. Y cuenta con su voluntad, que es incansable.
El primer trabajo que encuentra es en casa de una viuda joven, acaudalada y noble. Allí se coloca como criado. El espíritu servicial y trabajador del joven gallego, su diligencia en cumplir con el deber, lo apacible de su carácter complaciente, la melosidad inconfundible de su acento gallego y la buena planta del muchacho, ganan el corazón de su señora. Se enamora perdidamente de Sebastián. Ni sus miradas ardientes o sus palabras amorosas, ni sus argucias femeninas, pudieron vencer la integridad de Sebastián. El respetuoso afecto que le tenía a su ama no se abrasaba en fuego de pasión ni desenfreno que pudiera mancillar la limpidez de su alma. Supo ser hombre de temple. Vencer la pasión con la entereza. La fe que aprendió de sus padres y su conciencia rectamente formada, a cuyo dictamen se atenía caballerosamente, fue su mejor consejera. La huida de aquella situación difícil y comprometida fue su triunfo.
Nuevamente Sebastián emprende viaje. Emigrante por los caminos de España busca, con la honradez y el trabajo, el propio sustento y ayudar a los suyos. Honrado y trabajador, como sus padres le querían, sabe encauzar rectamente su juventud por la senda del bien. En la oración pide al Señor fortaleza para ser dueño de sus actos y no juguete inconstante de ardientes pasiones. Sebastián es todo un carácter. Todo un hombre.
Extremadura, la tierra de los Conquistadores, da un nuevo temple a su recio espíritu. En Zafra encuentra colocación al servicio de Pedro de Figueroa, pariente cercano del Duque de Feria. La atención de los animales y el transportar con ellos los paños desde un batán de su amo, eran su quehacer de cada día. Sebastián se hacía querer por su docilidad, trabajo y buenos modos.
Era, además, naturalmente, uno de esos jóvenes con «garra» para «el ligue», que fácilmente entusiasmaba a las jóvenes enamoradizas. Una de las hijas de su amo estaba «coladita» por él. Las sonrisas, los agasajos y regalillos frecuentes, las mil disculpas de hacérsele la encontradiza con pretextos insignificantes, eran otras tantas señales del amor que por él sentía. Un día la joven prepara con todo esmero y sigilo unos hojaldres para ofrecérselos a Sebastián. Cuando el mozo está acomodando los animales, al terminar la faena del día, se presenta ante él con la disculpa y el obsequio. Nuestro joven gallego, que no quiere entender tanta delicadeza, o que ve demasiado claro lo que aquello significa, dice que no está acostumbrado a tantas finuras. Sin más tira los hojaldres en el pesebre más cercano, donde los jumentos comían con avidez el último pienso de aquel día. Despechada la joven por este modo de proceder, y encendida por la cólera y la vergüenza, no pudo por menos de decir: «Qué cierto es, Sebastián, que no se hizo la miel para la boca de asnos como tú». Y se marchó airada.
Tal vez el incidente animó a Sebastián a dejar este trabajo y marcharse hacia otras tierras. América era una idea que no le abandonaba.
Con su atillo al hombro se encamina hacia Sanlúcar de Barrameda. No sabía él que en Guadalcanal tendría que detenerse más de lo que hubiera querido. Unas fiebres malignas han hecho presa en su vigorosa salud. Tiene que guardar cama. Largos fueron aquellos días y muchas las mermas de sus ahorros. Recuperada la salud, prosigue su ruta.
Sanlúcar de Barrameda era la salida obligada para las tierras del Nuevo Continente. Allí fue Sebastián buscando trabajo y la oportunidad de poder embarcarse. Un amo lo recibe a su servicio. En las faenas del campo, que tan bien conoce, va pasando los días. Pero el salario es escaso. Así no le era posible realizar sus deseos: enviar algún dinero para sus hermanas y emprender viaje a América. Nuevamente a buscar trabajo. Otro acaudalado labrador lo recibe a su servicio. Siete años sirvió Sebastián en la nueva casa. Las cosechas parecían multiplicarse desde que Sebastián se hizo cargo de la hacienda. Trabajaba y sabía trabajar. Era un regalo para la vista ver unas viñas tan cuidadas y unos campos de mieses tan bien atendidos. Otra vez y siempre se hace realidad que el trabajo es un tesoro para los hombres.
La penuria económica de Sebastián se fue recobrando. El amo sabía corresponder a la fidelidad y al trabajo del honrado gallego aumentándole el salario y dejándole, como una participación en beneficios, la explotación de unas tierras a su favor. Las pocas exigencias de su vida y el espíritu de ahorro de que estaba animado, hacen que Sebastián pueda ver cumplidos sus deseos. Sus hermanas han recibido ya la dote que Sebastián les había enviado para su matrimonio.
Como hombre tiene también Sebastián sus dificultades. Hay dos mujeres que intentan cambiar el rumbo de su vida. Un hombre trabajador y honrado como él nunca sería mal partido. Supo Sebastián mantenerse firme en la nobleza de sus pensamientos. Y ante la facilidad que le brindaban al pecado y la incitación descarada que le hacían, recordó que el hombre es más hombre cuanto más domina sus instintos. Su dignidad de cristiano está por encima de toda clase de bajezas. En la oración y en el apartarse de las ocasiones con valentía logra la victoria.
El puerto de Sanlúcar de Barrameda era hervidero de gentes que iban o llegaban del Nuevo Mundo. Las noticias de los grandes tesoros, de las cosas más incomprensibles y de las aventuras más fantásticas eran conversación obligada que marcaba el ambiente propio de aquel puerto. Todos se sentían conquistadores o encomenderos. También Sebastián se dejó llevar algunas veces por la fantasía. Y cuando sus ahorros se lo permiten empieza a preparar su pasaje. El amo quiere retenerlo consigo. Le ofrece doblar el sueldo que le daba. Pero Sebastián ya lo ha decidido. Se marchará a Méjico. Todavía le queda algún dinerillo para hacer allí frente a sus primeras necesidades. Empezaba a ser realidad en Sanlúcar de Barrameda el proyecto que Sebastián acariciaba en su mente desde los años ya lejanos en que abandona su hogar en La Gudiña.
La ilusión se llama América (1533)
La ilusión de América abrasó el corazón de millares de españoles. Aventureros, soldados, mercaderes, labradores, misioneros… salían frecuentemente del puerto de Sanlúcar de Barrameda. Las naves, en meses de navegación, zozobra y molestias, surcaban constantemente los mares. Los Reyes de España daban normas, no siempre atendidas, para encauzar provechosamente esa riada humana. Tuvieron que limitar y condicionar esas emigraciones para que España no se despoblase.
A la Nueva España que nacía más allá de la mar océana tienen que ir hombres ciertamente dispuestos a ganarse la vida; pero sin perjuicio del florecimiento de aquellas regiones y de sus habitantes. A todos los que partían se les ofrecen tierras, exención de impuestos, y otros beneficios; pero a la vez se les exige la inversión de una décima parte de todos sus ingresos en edificios, plantaciones, mejoras que les inviten a permanecer en aquellas tierras y que no puedan llevarse, si se marchan, pues quedarían en «ornato de aquella república y aprovechamiento de otros vecinos… sería causa del acrescentamiento de dicha población», como se dice en la Real Cédula de 16 de febrero de 1533, en defensa de los indios y de los intereses de aquellas tierras. Por la «Casa de la Contratación» tenían que pasar todos los emigrantes para América.
No pierdo la ilusión de poder encontrar algún dato que dé a conocer algo relacionado con el viaje de Sebastián al Nuevo Mundo. Sólo se sabe que en 1533 se hizo a la mar como un emigrante cualquiera.
Las incidencias del viaje no nos son conocidas. Serían, sin duda, las normales en aquellas travesías, incómodas e interminables. Tres meses de navegación había que tenerlos como seguros. Los biógrafos más antiguos se complacen en recordar que Aparicio era el pasajero cumplidor ejemplar de todos sus deberes a bordo. Si Sebastián era un emigrante de tantos, bien a las claras aparece que no cualquier emigrante era como Sebastián.
El 21 de abril de 1519, Viernes Santo, desembarca Hernán Cortés en Méjico y funda la ciudad «Villa Rica de la Vera Cruz». Vincula en un solo nombre la riqueza de las nuevas tierras y la fe religiosa del Conquistador, que recordaba así tan solemne fecha. Veracruz sería el puerto principal de la Nueva España al que arribarían pléyades gloriosas de misioneros, legiones de soldados, mercaderes, emigrantes y aventureros. En aquel puerto desembarcaría también, un día hoy desconocido, de 1533, como un emigrante más, Sebastián de Aparicio. Tal vez sería en el verano, si tenemos en cuenta lo que dice Fr. Toribio de Benavente en 1540: «Luego que desembarcan, que es de mayo hasta septiembre» cuando vienen de Castilla.
Uno de los principales historiadores de Méjico, el P. Cuevas, describe la llegada al puerto de Vera Cruz de «toda aquella eterogénea turba de inmigrantes». Todos llegan «mareados, lánguidos, destrozados, después de tres meses de navegación».
La inactividad obligada en los días siguientes al desembarco, la humedad del clima y el calor, las ansias de proseguir las aventuras hacia lo desconocido y de llegar a la misma antigua capital azteca, Méjico, o las noticias que a Veracruz llegan de una nueva ciudad fundada precisamente para los emigrantes, hacen que muy pronto Sebastián dirija sus pasos hacia Puebla de los Angeles.
Era fundador de esta ciudad Fr. Toribio de Benavente o Motolinía, como lo llamaban los naturales de aquellas tierras, admirados por su pobreza. Uno de los famosos franciscanos llamados «Los Doce Apóstoles de Méjico». El 16 de abril de 1531 comenzaba el trazado de la nueva población, dirigido por el infatigable Motolinía. Él había dicho allí la primera misa con que se inician los trabajos de explanación del terreno.
Los franciscanos habían sido los patrocinadores de esta idea. A su instancia, la Audiencia Real autoriza su edificación. La finalidad que se busca con ella es solucionar el grave problema de los emigrantes que llegaban a la Nueva España. Unos estaban a la espera de tener indios a su servicio como encomenderos, y nada hacían en espera de lucrarse sobradamente. Otros, con vagabundear de un sitio a otro, querían ocultar su pereza o el fracaso de su viaje. Muchos que hubiesen querido «hacer la América» sin dar golpe, andaban arrastrando las lacras de una vida ociosa, sin estabilidad ni ilusiones honradas. De ellos decía Fr. Toribio de Benavente, en carta al Emperador Carlos V con fecha de 2 de enero de 1555: «Mucha gente que hay ociosa, cuyo oficio es pensar y hacer mal» que emigrase a otras tierras donde pudieran hacer algo de provecho.
Para todos estos emigrantes necesitados, para que hiciesen «algo de provecho» querían aquellos benditos franciscanos se estableciese la nueva ciudad, Puebla de los Angeles, entre Veracruz y Méjico, en un lugar sano y fértil. Allí tendrían un hogar, trabajo abundante y remunerador con el laboreo de las tierras dadas a su servicio, y una vida ordenada como en cualquier ciudad de España. Allí podrían vivir cristianamente y ser ejemplo a los indios que se convertían a la fe y para los que quisieran convertirse y dejar su vida nómada y errante por las montañas y espesuras.
Estos eran los propósitos de los fundadores de Puebla. Y en verdad que quedaron cumplidos. Las cuarenta familias que allí se establecieron, como sucede en nuestros días en los poblados nuevos de colonización, tenían unas calles bien trazadas y unas casas acogedoras, campos de labor y medios de vida. Así tiene origen la actual Puebla de los Angeles en 1531.
En los años inmediatos a su fundación, en 1533, llega Sebastián de Aparicio a la ciudad de Puebla. Al no ser muchos todavía sus moradores, le fue fácil encontrar terreno para su cultivo. Era Sebastián uno de los hombres más a propósito para los fines que se había fundado la ciudad. Un cristiano viejo, ferviente, sincero, y por eso trabajador y honrado. Sería sin duda un puntal excelente en aquella obra colonizadora y evangelizadora que hacían los misioneros franciscanos. Sabía conjugar admirablemente su piedad auténtica, el sentido religioso de su vida y el trabajo honrado. Era verdad lo que el mismo Sebastián diría en los últimos años de su vida: «Siempre he trabajado por el amor de Dios». Fue un auténtico misionero seglar.
Sin duda le tocó pasar momentos difíciles. La misma Puebla pasó por horas de incertidumbre, ante el peligro de no poder subsistir como ciudad. Su fundador, Fr. Toribio de Benavente, nos dice que «estuvo esta ciudad tan desfavorecida, que estuvo para despoblarse, y ahora ha vuelto en sí y es la mejor ciudad que hay en toda la Nueva España después de Méjico». Esto lo escribe en 1540. También para esta fecha tenía nuestro Sebastián la satisfacción de ver cómo se afianzaba la ciudad y su vida en ella iba contribuyendo a que prosperase.
Las faenas del campo entretienen su actividad durante los primeros años. Pero un hombre práctico como él, tenía otras iniciativas que le espoleaban constantemente. Pensaba en la mejora de su posición económica, en ayudar a los indios, en crear otras actividades que le fuesen beneficiosas y con las que poder ayudar a otros. Veía un gran campo abierto a su iniciativa que no podía dejar sin provecho. Dos años después, en 1535, empezaría a poner en práctica sus nuevas y revolucionarias ideas.
Al paso de su carreta ya en Puebla (1535)
Entre los animales importados de España y que, aclimatados a aquellas tierras, habían proliferado abundantemente, figuraba el ganado caballar y vacuno. De tal forma habían llegado a multiplicarse que, en muchos sitios, entre ellos Puebla, era ya ganado cimarrón, salvaje, el que antes había sido doméstico. Los naturales no los utilizaban en su servicio. La libertad y la abundancia de pastos influían notablemente en su multiplicación. Si alguna vez se sacrificaba alguna vaca era para aprovecharle la piel solamente, dejando su cuerpo en el campo, pasto de alimañas y aves de rapiña.
Sebastián había contemplado muchas veces cómo los inquietos novillos correteaban por aquellas planicies o laderas sin que nadie se lo impidiese y sin que se les buscase utilidad alguna. Y pensó servirse de ellos para el campo. Había que ir en su busca. Era interesante ver al valeroso y forzudo gallego perseguir y acorralar a los animales hasta llegar a apresarlos, logrando después domar su bravura domesticándolos. Sebastián iniciaba en Méjico una nueva forma de trabajo.
Por entonces ya debió hacerse familiar la figura de Sebastián de Aparicio, jinete en su caballo, recorriendo sus milpas en promesa de cosecha abundante. Se le vio persiguiendo a los vigorosos novillos para lanzarles al galope el lazo que frenara su agilidad y bravura. Era, como alguien ha dicho, la floración primera del «charro mejicano», su prototipo, cuya estampa vigorosa y simpática todavía perdura.
Pero el campo requería medios para el transporte de las cosechas, de la leña que se traía del monte. No podía hacerse todo a hombros de los indios. Por Puebla pasaban constantemente las recuas interminables, de las que también formaban parte los indios, llevando a Méjico las mercancías desembarcadas en Veracruz. Para evitar el trabajo agotador de los nativos y buscando una manera más cómoda de transporte y con mayores beneficios, piensa Sebastián en las carretas tiradas por vacas tranquilas que recorren las quebradas tierras de su Gudiña natal en la inolvidable Galicia.
Se pone al habla con otro emigrante, gallego sin duda, carpintero de oficio, y forma con él una pequeña sociedad. Algún tiempo después la primera carreta que rueda por tierras mejicanas lanza al aire el alegre chirrido de sus ejes. «Si a mí me gusta que suenen», podía decir satisfecho. Era cosa admirable y nunca vista para los naturales de aquella tierra.
El camino de Méjico a Veracruz, abierto en 1522, no estaba previsto para el tráfico rodado que entonces allí se desconocía. Hay que adaptarlo a la nueva necesidad. Sebastián no se arredra. Solicita permiso de la Audiencia Real y pone manos a la obra. Él mismo es ingeniero y contratista, peón y maestro que enseña a los que vienen buscando trabajo. Cuando está en condiciones, empiezan sus carretas a transportar mercancías desde el puerto a la capital. Se organiza el primer transporte rodado en tierras de Méjico, y quizá de toda América. Lleva en sus carretas el avituallamiento para las naos que parten hacia España, y como retorno, igual que en nuestros días, las mercancías que habían llegado a puerto. En 1540, Fr. Toribio de Benavente diría con alborozo que en Puebla había muchas carretas como en España transportando trigo, maíz, leña… «y las que vienen del puerto traen mercaderías y a la vuelta llevan bastimentos y provisiones para los navíos».
El emigrante Aparicio es el primer transportista de Méjico. Bien lo recuerdan ufanos los mejicanos de nuestros días.
No le fue mal con su feliz ocurrencia al trabajador emigrante. Su honradez a carta cabal y la fidelidad con que cumple los compromisos le hacen merecedor de la confianza que en él depositan sus clientes, cada vez más numerosos. Para poder atenderlos no le queda otra solución que aumentar sus carretas. El negocio iba ciertamente «sobre ruedas».
La ampliación de su industria de transporte y tal vez la perspectiva de nuevas posibilidades, hacia 1542, le animan a trasladarse a la misma capital del Virreinato. Su biógrafo, Sánchez Parejo, puntualiza que antes de poner en práctica esta decisión «apartó la compañía que tenía hecha». Deshizo la sociedad con su amigo el carpintero.
Sin duda que Sebastián de Aparicio tiene que estar incluido en el número de aquellos españoles de quienes Fr. Toribio de Benavente escribiría al Emperador Carlos V, en 2 de enero de 1555: «Acá hay muchos labradores y oficiales y otros muchos que por su industria y sudor tienen qué comer».
Hacia Zacatecas
Son pocos los datos que hoy se poseen de las andanzas del emigrante gallego en su nuevo destino. Se pueden, no obstante, deducir fácilmente. Por aquellos años, «el Real y Minas de Ntra. Sra. de los Remedios», en tierras de Zacatecas, crecía en importancia y nombradía por sus ricos yacimientos mineros, principalmente de plata. El transporte del precioso metal hasta la capital azteca, a lomos de jumentos, era por demás difícil y arriesgado. La falta de caminos y los frecuentes ataques de los chichimecas feroces, que se defendían de los conquistadores, hacían más arriesgada la aventura. Esto mismo debió ilusionar a Sebastián. Le hizo recordar sus primeros tiempos de Veracruz a Puebla, y decide ponerse de lleno a la obra. Letona resume toda su actuación diciendo que se propuso abrir el camino hacia Zacatecas y que logró su intento. Las carretas de Sebastián comienzan a circular por la nueva ruta. Fue «el mayor y mejor comercio del Reino».
El trazado del camino a Zacatecas no fue ciertamente nada fácil. Muchos dirían que era una temeridad su intento. Sebastián, con una «cuerda osadía» y «con infinito trabajo», logra su propósito. Las ingentes dificultades de la arriesgada empresa se vencen con aquel su modo de ser «humilde, constante, sufrido, alegre». Carga sobre sus hombros y su economía la responsabilidad de la obra. Siempre estaba en los sitios más difíciles por la dureza del trabajo o por la peligrosidad del mismo. El peligro no provenía solamente del complicado trazado y realización del camino. Era la tenaz oposición de los chichimecas no sólo a los conquistadores, sino también a los pioneros del progreso.
Sebastián había sabido granjearse el afecto de los indios. Y no los temía. Siempre los atendía con prodigalidad en lo que necesitasen. Entre el ganado de sus carretas nunca faltaba un novillo domado que regalarles, o abundancia de maíz o frijoles que ofrecerles. Los aceptaba también a trabajar bajo sus órdenes y enseñanza, pagándoles religiosamente. Cuidaba con afecto a quienes le servían. Cuando era necesario sabía interceder por los indios ante otros amos menos solícitos y arreglar las disensiones que entre ellos surgiesen.
Para los chichimecas, la presencia y el nombre de Sebastián era más que suficiente garantía de paz y honradez, de trato fraterno y de preocupación solícita. Los chichimecas amaban a Sebastián. Por eso lo ayudaron grandemente en las obras que realizaba. El camino de Zacatecas supo también del trabajo de los mismos indios a quienes pagaba con caritativa justicia. Así ponía en práctica las disposiciones de los monarcas españoles para el trato de los indios. Ellos también tenían para Sebastián detalles constantes de agradecimiento: «Le traían frutos y otros regalillos, mostrándose deseosos de quererle servir y agradar».
En las carretas de Sebastián empezó a llegar un día a Méjico la plata que se extraía de las minas de Zacatecas. Muchas veces hizo rendición de sus mercancías en la Casa de la Moneda, fundada en Méjico en 1535. Y otras tantas veces se comprobó la honradez del carretero y la seguridad de poner en sus manos tan codicioso tesoro.
En uno de estos viajes llega Sebastián a Méjico desde Santa María de Zacatecas con su valiosa carga. En la Plaza Mayor, como en cualquier mercado de nuestros días, los puestos de venta extienden sus mercancías sobre el suelo. Un cacharrero tiene expuesta su frágil mercancía esperando a los clientes. Las chirriantes melodías de los ejes de las carretas anuncian la llegaba de Sebastián. Los bueyes, de andar cansino, no ven obstáculo alguno en los puestos de la plaza. Y una de las carretas aplasta con su peso las vasijas de barro. Es una verdadera cacharrería la que se arma. Los gritos y denuestos del vendedor no hacen mella en el paso tranquilo de los bueyes. Aparicio, que iba en la última carreta, no se ha enterado del percance ocurrido. Al advertirlo trata de arreglar aquel desaguisado y pagar al irritado vendedor los destrozos ocasionados en sus mercancías. Pero éste no se aviene a razones. Gritos, insultos y amenazas se suceden sin fin. Con la espada en la mano desafía a Sebastián a que, si es hombre, mida con él sus fuerzas. Al no valer otras razones, muy tranquilo, Sebastián desenvaina también su espada. Y con repugnancia se apresta al singular combate. Muy poco necesita Aparicio para dar pronto en tierra con el bravucón e irritable cacharrero. Pocas eran sus fuerzas y argucias para quien estaba acostumbrado a domar furiosos novillos. Rápidamente le ha puesto Sebastián la rodilla sobre el pecho. Con el pomo de su espada le hace unos breves ademanes en el rostro. ¿Quieres más todavía?, parece decirle. Acobardado, sobre el mismo polvo de su derrota y temiendo no sería fácil desentenderse de tan vigoroso contrincante, le pide que, por amor de Dios, le perdone. No quiere oír otra cosa. Se incorpora Sebastián, ayuda a levantarse al abatido cacharrero, le tiende su mano en señal de amistad y le dice bondadoso: «De buen mediador te has valido». Cuando muchos años después Aparicio recordaba este hecho, decía también que no había sentido el menor enojo por las injurias que le habían dirigido. Y que lo único que le disgustaba era haberle podido causar el menor daño a su enemigo.
Sebastián gozaba del merecido prestigio que su honradez sin tacha y su hombría de bien le granjeaban entre los españoles y los nativos. Para él todos eran igualmente hijos de Dios: hermanos a quienes había que ayudar siempre.
Por la plaza de Méjico iba en ocasión en que el alguacil llevaba preso a un pobre hombre. Debía tres mil pesos y no podía pagarlos. Pregunta Sebastián el porqué de la detención de aquel hombre, a quien conocía. El alguacil le indica el motivo, pero no se aviene a las palabras de Sebastián, que le ruega lo deje en libertad, que él le pagará la deuda. El alguacil no quiere oír razones y no accede a sus deseos. Providencialmente, acierta a pasar por allí el juez. Sebastián le pide clemencia y se ofrece a pagar la deuda de los tres mil pesos. El juez, que conoce su honradez, se fía de su palabra y ordena la libertad del preso. Poco después éste pagaba su deuda con el dinero que Sebastián le proporciona. Nunca Sebastián quiso recobrarlo. Se lo regaló para que atendiese a su mujer y a sus hijos.
Sebastián no conocía el ocio. Muchos eran sus trabajos; muchas fueron también sus ganancias. «Aparicio, el Rico» le llamaban, no sin motivo. De sus riquezas participaban siempre los indios y los necesitados. Hacerse el encontradizo con Sebastián, cuando iba con sus carretas, era cómodo medio de transporte. Siempre tenía sitio para el caminante de aquellas rutas solitarias y peligrosas. Y nunca faltaba un trozo de pan de maíz con que obsequiarlo. El auto stop no ha sido invento de nuestros días.
Fue mucho lo que trabajó Sebastián en aquellos diez años. Los inconvenientes de la edad, que no se detiene, el desahogo de su posición económica y la nostalgia de una vida más tranquila y sosegada mueven al primer transportista mejicano a vender sus carretas. Dejará el transporte para volver de nuevo a la agricultura. Es en 1552 cuando vende su cuadrilla de carros. No fue mal negocio aquella venta.
Con el dinero que dicha venta le proporciona compra una hermosa heredad a una legua de distancia de la ciudad de Méjico. Está situada entre Tlalnepantla y Atzcapotzalco. Para el cultivo de tan gran heredad necesitaba ganado abundante. A tal fin compra una hacienda ganadera en Chapultepec, a una media legua de distancia de Méjico. Otra vez se hace labrador el que fuera transportista famoso.
Pronto las tierras de Sebastián pregonan el diligente cuidado de su dueño. Al adquirirlas ha cumplido las disposiciones dadas por los Reyes de España. Todos los españoles que llegaban a aquellas tierras tenían que invertir obligatoriamente una parte de sus ganancias en edificios, plantaciones, mejoras de los cultivos, etc. Algo que los obligase a permanecer allí con más estabilidad y fijeza, evitando así una movilidad excesiva. Y en caso de que se decidieran a marcharse, quedasen las tierras cultivadas en beneficio de la Nueva España.
Para estar más cerca de sus tierras y de sus ganados y mejor atenderlos, Sebastián abandona la ciudad. Establece su vivienda en Tlalnepantla por algunos años, la que todavía se conservaba después de su muerte.
El hogar de Aparicio era la casa de todos. «Refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, posada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los miserables indios», dice su biógrafo Sánchez Parejo. Proporcionaba las semillas, los aperos de labranza, las parejas de bueyes, el dinero para atender a toda clase de necesidades. Enseñaba a trabajar las tierras y a hacer las siembras en el momento oportuno. Jamás acudió a los tribunales en defensa de sus intereses conculcados, ni reclamó sus derechos preteridos. Perdonó muchas veces a las viudas las deudas contraídas por sus esposos.
Era el consejero sensato y prudente, al que todos acudían confiados. El mejor vecino de todos los contornos. Enemigo de chismorreos y maledicencias. Amigo de sembrar la paz entre todos. Los indios a él acudían con una confianza sin límites. El era su mediador cuando querían librarse de injustas opresiones de amos desaprensivos. «Tened, por Dios, lástima de estos pobres -decía-, que son antojadizos y no tienen más voluntad de servir que conforme los tratáis». Les daba trabajo en sus tierras, o procuraba que otros se lo proporcionasen. Siempre tenía la palabra sincera de la comprensión que necesitaban. Sebastián era su maestro en el cultivo del campo. Les enseñaba a preparar las sementeras y a segar las mieses; a trillar el trigo y aventar la paja; a seleccionar semillas o buscar el mejor mercado para vender sus productos. También para ellos había siempre en casa de Aparicio el dinero necesario para las horas de escasez, sin los inconvenientes de la usura y sin el sonrojo de pedirlo como de limosna. Sus préstamos eran, con frecuencia, donación graciosa.
Su palabra era la mejor garantía en cualquiera de los muchos problemas que nunca faltan en la convivencia de cada día. Es respetado, querido y a veces envidiado. La maledicencia llegó también a querer salpicarlo en ocasiones. Su conducta clara y transparente fue su mejor defensa.
Pronto en el trabajo y siempre infatigable. Su vestido sencillo era como el de cualquier mejicano. Sabía, no obstante, vestir con distinción en ocasiones señaladas. Se conocía la austeridad monacal de su vida. Frugal comida, unos panes de maíz, llamados tortillas, mojados en un poco de «chile», típica salsa de pimientos, como cualquiera de los mejicanos nativos. Los domingos y en las fiestas añadía un poco de carne cocida con sal. Para el sueño no conocía la cama. Tenía suficiente con una manta tendida en el suelo, o con un «petate» sobre el que recostaba su fatigado cuerpo. A veces pasaba la noche montado en su caballo recorriendo su heredad para protegerla de los animales nocivos. Más de una vez lo vieron dormido sobre la caballería, apoyado en la lanza que descansaba en el suelo.
Los domingos eran días de descanso. Cumplidos sus deberes religiosos, se entretenía con los amigos jugando con gran maestría a la barra. No le gustaba la bebida. En su presencia nadie profería chocarrerías o blasfemias. Todos los días rezaba el Rosario en casa, siguiendo la piadosa costumbre de su hogar paterno. Con frecuencia invocaba la protección de Santiago Apóstol, cuyo sepulcro se venera en su Galicia inolvidable y de quien era sumamente devoto.
Su vida de trabajo no era consecuencia de un egoísmo desmedido, sino fruto de su íntimo convencimiento del deber que todo hombre tiene de trabajar y de hacer productivas las cualidades que Dios otorga. Cuanto mayor era el fruto de su trabajo, más abundante era su caridad sincera para todos los que por amor a Dios le pedían ayuda. «En todo el tiempo que fue señor de carros y labranza no ganó cosa mal ganada, ni que le remordiese la conciencia a la restitución», recuerda el biógrafo Sánchez Parejo.
La forma de vida seguida por Aparicio fue constante; lo mismo cuando años después, a sus cincuenta y cinco de edad, se trasladó a vivir a Atzcapotzalco. La buena fama y prestigio de su nombre le acompañan. No faltó quien se alegrase de su venida contando participar de sus bienes. Un hidalgo del país, más rico en pretensiones de nobleza que en abundancia de bienes de fortuna, pensó que el honrado labrador no sería mal partido para su hija. De esta forma volverían a unirse la nobleza del linaje con los bienes que escaseaban. Trató de granjearse la amistad del hacendado y hacendoso gallego. Un día lo invita a pasar por su casa una tarde cualquiera. Quiere tratar con él un asunto que podría interesarle. Sebastián acepta. Es atendido con amabilidad estudiada. Como al acaso recae la conversación en lo que allí interesa. Le proponen a Sebastián casarse con la hija, joven y agraciada, del hidalgo caballero. Decía no encontrar mejores manos que las de Sebastián para confiarle su orgullo de padre. Un poco aturdido por la inesperada propuesta, y sin perder la serenidad, declina la proposición que le hacen; pero a la vez pregunta por la dote que querían para la joven. Seiscientos pesos, le responde el padre, entre esperanzado y reticente. «Pues esos mismos le doy yo para regalo de la joven -añade Sebastián-. Vayan a recogerlos a mi casa». Y cortó la conversación. Las pretensiones del hidalgo no alcanzaron cuanto querían.
Los matrimonios de Sebastián (1562ss)
No fueron muchos los años que vivió Aparicio en Atzcapotzalco. La abundancia de ganado que tiene en Chapultepec le mueve a marcharse a vivir en aquella heredad.
Los achaques de sus muchos años, la grave enfermedad de que se vio acometido, las súplicas insistentes de los amigos, le habían hecho pensar muchas veces en la conveniencia que para él sería contraer matrimonio. Así evitaba la soledad de su casa y podía tener siempre quien le atendiese. Para Sebastián estas razones no eran suficientemente fuertes como para hacerle desistir de su decidido propósito de permanecer soltero. Sobre todas estas conveniencias humanas él prefería la guarda de su virginidad. Esta era la única razón por la que no se había casado. No dejan, sin embargo, de pesar mucho las razones de quienes le aconsejan el matrimonio. En alguna de sus enfermedades había tenido que ser llevado a casa de un amigo para poder atenderlo. El peso de los años no tardaría en dejarse sentir. No puede continuar solo.
Sebastián piensa en todo esto. Y, sobre todo, acude a la oración, pidiéndole al Señor que le ilumine en tan decisivo momento. Sería el más importante de su vida. Pone también diligencia humana consultando a su confesor para que le oriente. Hay una circunstancia, providencial sin duda, que le hace comprender que Dios quiere de él que contraiga matrimonio. Un amigo de Aparicio tiene una hija casadera. Podía ser una solución para Sebastián y un buen partido para la joven, lo que al padre le interesaba. Y le propone la idea. Todo está decidido. A sus sesenta años, en 1562, en la iglesia franciscana del convento de Tacuba, Sebastián Aparicio contrae matrimonio.
Es un padre cariñoso y amante para con la joven esposa. Ella está de acuerdo con su esposo en la proposición que le hace: los dos continuarán siendo vírgenes por amor de Dios. Para la joven esposa no faltaban ni el lecho blando y abrigado, ni las atenciones constantes. Sebastián se desvivía por ella. Él continúa su misma vida de privaciones y de trabajos. Su lecho sigue siendo el suelo y su comida tan frugal como siempre. Reza con su esposa el Rosario todos los días. Así le es más fácil vencer las sugerencias de la carne y las tentaciones del demonio, que quiere apartarlo de su decidido empeño.
La vida de continencia de Sebastián llega a conocimiento de sus suegros. Tal vez piensen que al no tener descendencia se les cierran sus esperanzas de una abundante herencia previsible, y quizá no a plazo largo dada su edad. Y esto no les agrada. Suponen que esa actitud del anciano esposo pueda ser debida a falta de amor, o por una impotencia, consecuencia de sus muchos años. Tratan por eso de amenazarle de entablar un proceso para que sea declarada judicialmente la nulidad de aquel matrimonio.
En este medio tiempo la joven esposa ha caído enferma. Su dolencia se agrava con rapidez y fallece todavía en el primer año de su matrimonio. En la misma iglesia donde fue la boda se celebraron con solemnidad los funerales y el entierro. Sebastián hace entrega a los padres de su difunta esposa de los 2.000 pesos que le había asignado como dote. Sólo encuentra consuelo para su dolor en la oración incesante.
La dolorosa circunstancia que le oprime le decide a cambiar nuevamente de domicilio. Otra vez se encamina a Atzcapotzalco. Tiene bastante trabajo en su heredad, aparte de la constante atención al ganado.
A los dos años del fallecimiento de su esposa decide casarse nuevamente. Los consejos insistentes de los amigos y las sugerencias de otro conocido suyo que le presenta a su hija para que la proteja con su nombre y dinero deciden a Sebastián a contraer un segundo matrimonio. María Esteban comparte con el anciano Aparicio el gran secreto de su vida virgen y lo acepta. Será para él como una hija cariñosa con su padre. También ahora la incomprensión, la chismorrería y las palabras injuriosas contra el Santo viejo no cesan. Sebastián sabe callar y ofrecer al Señor su renuncia.
Postrado en cama por grave dolencia, hace testamento, en el que deja por heredera a su esposa, si le sobrevive. El enfermo empieza a recuperarse. Su constitución robusta vence la enfermedad. Algún tiempo después, Sebastián sigue su vida ordinaria de trabajos y austeridades.
Un día ha salido a recorrer los campos. Su joven esposa espera la llegada de Sebastián cogiendo fruta en un árbol. Se desgaja una rama y María Esteban cae al suelo, quedando malherida. Cuando Sebastián llega a casa se encuentra con el doloroso espectáculo. No son suficientes los cuidados médicos para que pueda evitarse su fallecimiento. Sebastián de Aparicio queda viudo por segunda vez. Fueron apenas ocho meses los que había durado este último matrimonio. En la iglesia de los dominicos de Atzcapotzalco se celebran con solemnidad los funerales. A los padres de María Esteban les entrega los 2.000 pesos de la dote y el ajuar que le había pertenecido.
Años más tarde, al referirse a sus dos esposas, diría de ellas Sebastián que «había criado dos palomitas para el cielo blancas como la leche».
Hacia la vida religiosa
Otra vez Sebastián había quedado libre de los compromisos de su matrimonio. La muerte de su segunda esposa ha avivado en su corazón las ansias de soledad y retiro. Solamente en la oración encontraba alivio a su pena. Sus grandes posesiones, que tanto envidiaban otros, sólo servían para aumentar el vacío de su corazón.
La enfermedad hace presa en su cuerpo robusto. Aparicio está desahuciado. Diligente, hace testamento de todos sus bienes en favor del pobre convento de dominicos de Atzcapotzalco, para él tan lleno de recuerdos. Dejaba también a aquellos religiosos de administradores para que una parte del capital la empleasen en favor de los indios mejicanos, sus amigos de siempre. Aquel testamento no pudo cumplirse. Sebastián se recupera de su enfermedad y vuelve a sus antiguos trabajos y austeridades.
De día en día se va propalando el rumor de que «Aparicio el Rico» quiere retirarse a un convento. Su manera de vestir mucho más sencilla, las horas largas que pasa en la iglesia, la ilusión que se le nota cada vez menor por sus tierras y ganados, las frecuentes visitas al cercano convento franciscano de Tlalnepantla, son suficientes para acrecentar los rumores. En esta ocasión no iban, ciertamente, desorientados.
No faltaron los consejos previsores de los amigos que ponderaban las dificultades de la vida religiosa para un hombre de su edad y posición. Eran también necesarios en la sociedad hombres tan caritativos como él era. Ni faltó tampoco el ataque de un toro enfurecido, que con dificultad logra vencer Sebastián y en el que él veía una estratagema del demonio para disuadirlo. Hasta su mismo confesor daba evasivas y largas a sus deseos. Pensaba que por sus muchos años no tenía edad para comenzar una nueva forma de vida.
Sebastián había pedido al Señor que le iluminase y ya había tomado la decisión. Por amor de Dios daría sus bienes a los pobres e ingresaría en un pobre convento franciscano. Así se lo manifiesta un día a su confesor: «Padre, yo estoy con ánimo de dejar mi hacienda a los pobres e irme a un convento a servir a Dios lo poco que me resta de vida para recobrar de este modo algo de lo mucho que he perdido».
Cuando Aparicio tomaba una resolución era hombre tesonero para ponerla por obra. Pide a su confesor le oriente y autorice para realizar sus deseos.
Hubo frailes que se oponían a su admisión. Solamente porque era muy viejo. Y no podría con las austeridades que señala la Regla. Ellos mismos serían más tarde testigos de lo infundado de sus temores.
El convento de las clarisas de Méjico está en los primeros años de su fundación. Grandes problemas se le presentaban. La pobreza de medios materiales no era uno de los menores. Ante la insistencia de Sebastián le sugiere el confesor que sería del agrado de Dios que las ayudase con sus bienes. «Padre, delo por hecho -respondió Sebastián-; mas de mi persona ¿qué he de hacer después?» Esto era, en verdad, su preocupación. Lo que en verdad le interesaba. Entrar en un convento a sus años no parecía consejo prudente. Por eso su confesor le indica que, como prueba, podría quedarse en el convento de clarisas como donado, atendiendo la iglesia, la portería, haciendo los recados que las religiosas necesitasen. Para Sebastián era inspiración del cielo la orientación de su confesor. Sin dudarlo, puso manos a la obra.
El 20 de diciembre de 1573 firmaba el notario la cesión que Sebastián hacía de sus fincas en favor de las pobres clarisas. Tendrían un valor sobre los 20.000 pesos. Por consejo precavido del confesor deja otros mil a su disposición por si llegase a necesitarlos. Aunque, como Aparicio decía: «Si no perseverase en mi nueva vida, no importa; volvería a trabajar de nuevo, pues Dios me ha dado buena salud para ello».
Sebastián inaugura un camino inexplorado en su vida al servicio de las pobres clarisas. En Méjico se comenta la noticia. El antiguo carretero de Zacatecas es ahora criado en un convento de monjas de clausura. La sencillez de Sebastián le hacía ver el cambio como lo más natural, algo sin importancia. Ahora servía a Dios sirviendo a sus almas escogidas.
Conocedor de la dureza de otros trabajos, comenzó por someterse a la monotonía del quehacer diario. No es duro, pero cansa y obliga. Tocar las campanas, barrer, limpiar el polvo, hacer recados, ayudar a misa… Esto último era, sin duda, lo que más le costaba. Los latines no se habían hecho para su cabeza. No eran pequeños sus apuros al tener que responder al sacerdote «la mitad en mal romance y la otra mitad en peor latín», como dice su biógrafo. Pero eso le importaba poco. «Entiéndame Dios, que es a quien deseo agradar; que lo demás importa poco decirlo en latín o en romance», había respondido en una ocasión siendo ya el fraile de las carretas.
Los meses van pasando en su nuevo oficio y Sebastián pide con más insistencia vestir el hábito de hermano lego franciscano. Su constancia, serenidad y el fervor de su alegría en cumplir sus menesteres favorecen el logro de sus deseos.
Fray Sebastián de Aparicio
El donado de las clarisas daba señales ciertas de vocación. Aquella su caridad, sumisión y desprendimiento de todo abogaban en su favor. Así lo entendieron los superiores franciscanos. El 9 de junio de 1574 vestía Sebastián el hábito franciscano, como novicio, en el convento de San Francisco, de Méjico. «Siendo de edad de setenta años, poco más o menos», se dirá en el libro correspondiente. Exactamente tenía setenta y dos años y casi cinco meses.
La nueva forma de vida la abrazó Fr. Sebastián de Aparicio con decisión y entereza. Cierto que bien las necesitaba. A las dificultades propias de la vida religiosa se unían sus muchos años en contraste con la juventud de los otros novicios y con sus bromas, a veces molestas. Por si fuera poco, las horribles tentaciones del demonio, que llegaba a presentársele en formas diversas, apenas le dejaban tranquilo. Se permitía, incluso, maltratarlo con palabras y golpes que acardenalaban su cuerpo. Eran frecuentes las noches que pasaba sin poder descansar, en continua lucha contra el demonio. Su pobre celda se convertía en campo de batalla. Una purificación más por la que Dios hacía pasar a su fiel siervo.
Si alguna vez el desaliento quiso abrir brecha en su espíritu, en la oración sencilla e ingenua y en el rezo del Rosario, el hombre de fe sincera y filial devoción a la Virgen encontraba la tranquilidad de su alma. El mismo San Francisco, el Seráfico Padre, se presentó a consolarlo varias veces y prometerle total victoria.
Entre luchas constantes triunfa con la gracia su voluntad decidida. El 13 de junio de 1575 podía hacer su profesión pronunciando emocionado aquellas añoradas palabras: «Yo, Fray Sebastián de Aparicio, hago voto y prometo a Dios vivir en obediencia, sin cosa alguna propia y en castidad, vivir el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo guardando la Regla de los frailes menores… ». Como no sabe escribir ni firmar, el acta de su profesión religiosa, y en su nombre, es firmada por Fr. Alfonso Peinado.
Su primer destino fue, a los pocos días, el convento de Santiago, de Tecali, a seis leguas de Puebla de los Angeles. Buen comienzo bajo la protección de Santiago Apóstol. Le recordaba aquella inmortal Compostela, en su Galicia natal, donde se venera el sepulcro del Santo Apóstol, a quien Fr. Sebastián invocaba diariamente. Con la bendición del Superior se puso en marcha, y a pie hizo el camino desde Méjico hacia su nuevo convento.
Cocinero, sacristán, hortelano, portero…, a todo atendía y a todos servía Fr. Aparicio con amor, sencillez y una alegría envidiable; siempre seguro de que «se servirá Dios de lo que con buena voluntad hiciéremos». Y en buena voluntad nadie le ganaba. Trabajo y oración fue su vida. Siempre el Rosario entre sus robustos dedos, si el quehacer no se lo impedía. Fue una constante de su vida religiosa, como lo había sido de seglar.
Cerca de un año tan sólo estuvo Fr. Sebastián en el convento de Santiago, de Tecali. En el gran convento de Puebla de los Ángeles hacía falta un limosnero. La comunidad la formaban un centenar de religiosos con los estudiantes de filosofía y teología y los enfermos que se recogían en aquella enfermería o venían de las misiones para recuperarse de sus dolencias. Allí va destinado Fr. Aparicio. Sus muchos años no le habían quitado el vigor y la energía para poder llevar las carretas y recoger la limosna.
Los moradores de la ciudad de Puebla, por la que tanto trabajó Sebastián, volvían a tener entre ellos al transportista acaudalado, que fue a establecerse en el mismo Méjico y ahora era un fraile franciscano, humilde limosnero del querido convento.
Fr. Sebastián, limosnero en Puebla
Los misioneros franciscanos son los infatigables apóstoles de Méjico. Siempre en primera fila. Siempre defensores y al servicio de los indios mejicanos. Les enseñaban el catecismo, a leer y escribir, formas diversas de trabajos manuales, a cultivar la tierra… Saben llenar de ilusión otra vez su vida de pueblo vencido. Y como «no hay arte ninguna que no tengan habilidad para aprenderla y usarla», dirá de ellos Fr. Bernardino de Sahagún, van estableciendo así las bases de la nueva sociedad que empieza. Los frailes, como recompensa de su trabajo, para poder vivir, no tienen más que las limosnas que las gentes les ofrecen agradecidas. Siguen el consejo de San Francisco: «Acudir a la mesa del Señor pidiendo limosna». Y esto precisamente como fruto de su trabajo.
Era mucho lo que se necesitaba para mantener a los religiosos que vivían en el convento de Puebla de los Angeles. En medio de sus penalidades y privaciones nunca les faltó la ayuda de Dios. De su pobreza daban también los frailes a los que a la puerta del convento llamaban pidiendo ayuda. Siempre será verdad que lo poco compartido con caridad siempre es mucho.
Fr. Sebastián comienza su oficio de limosnero. Puebla de los Angeles y los pueblos de su contorno se familiarizan con la presencia del bendito fraile. «Ya viene Aparicio», decían las gentes gozosas comunicándose su presencia. Siguiendo a sus biógrafos podía quedar delineada su imagen con estos rasgos: Era un fraile venerable por su ancianidad. Su rostro agradable y atractivo derramaba simpatía. El hábito, pobre y zurcido. A sus espaldas un sombrero de paja con el que nunca se protegía de las inclemencias del tiempo. Al hombro, una pequeña bota de vino, «su compañera». En sus manos robustas la aguijada para conducir los bueyes y el inseparable Rosario. Y los pies «hechos una criba de llagas, corriendo sangre». Las tierras del Valle de Atrisco, Malacatepec, del Valle de San Pablo de Acatzingo, Tepeaca, Guetxotzingo, San Felipe, Tlascala… se alegraban con esta su presencia bendita y lo recibían como regalo del cielo. Se había hecho para todos familiar el saludo del fraile de las carretas: «Guárdeos Dios, hermanos, ¿hay qué dar, por Dios, a San Francisco?» Y las limosnas de trigo, maíz, leña… llenaban las carretas de Fr. Aparicio.
Nunca fue inoportuno cuando pedía. Aconsejaba a los otros limosneros: «No pidáis a los pobres, que harto hacen los miserables en sustentarse en su pobreza». Por eso, los mismos pobres a él acudían buscando ayuda. Y si sabían pedirla por amor de Dios, todo estaba logrado. Hasta su misma ropa les entregaba. Y cuando el superior, Fr. Pedro de Castañeda, le preguntaba sobre ello, la respuesta de Fr. Sebastián era rápida: «Más que me dé cien azotes, que no tengo de dejar de dar lo que me piden por amor de Dios».
La noche le sorprendía muchas veces con sus carretas por los caminos intransitables. Desuncía los bueyes y les buscaba en las proximidades pasto jugoso donde no pudieran hacer daño en las fincas vecinas. Después de una larga oración se acostaba en el suelo, debajo de la carreta. Así contemplaba el cielo a satisfacción y agradecía a Dios tanta misericordia.
Siempre tenía en sus labios palabras de consuelo. Los que con él se encontraban por los caminos lo consideraban como una suerte grande. Serían después testigos y pregoneros de su caridad y sencillez, verdaderamente franciscanas. «Hagamos lo que tenemos de obligación, lo demás no importa nada», le había dicho a un religioso. En esa frase parece condensarse toda su vida. Más elocuente en su sencillez fue esta respuesta a otro religioso que le decía que con aquella «facha» con que llegaba de camino provocaba la hilaridad de todos: «Ríanse de mí o no se rían; sirva yo a Dios, que es lo que importa, que lo demás no me importa un clavo». No se encontrarían palabras más exactas que mejor retratasen la riqueza de su espíritu. Era un hombre consecuente con su fe sincera. No entendía de teologías complicadas. Las ciencias de los hombres para él eran de interés muy escaso. Sabía, eso sí, amar a Dios. Y sólo eso le basta.
Cuando regresaba al convento con sus carros cargados, no necesitaba celda donde retirarse a descansar. En el mismo corral, debajo de una carreta, era feliz tumbado en el suelo. No quería dormir bajo cubierto. Quería que al abrir los ojos, al despertarse, nada le impidiese ver el cielo y bendecir cada vez a Dios por su bondad amorosa. No todos comprendían esta su manera de proceder. La consideraban fruto de su formación tan escasa o de la cortedad de su mente. Pero el mismo Sebastián dejó confundido al P. Guardián que algo de esto pensaba cuando en los últimos días de su vida le dice estas palabras: «Piensa, P. Guardián, que el dormir yo en el campo y fuera de techado es por mi gusto; no, sino porque este bellaco gusanillo del cuerpo padezca, porque si no hacemos penitencia no iremos al cielo». Y esto, añadía, porque «era amigo de Dios y moriría por él mil muertes». Era el amor toda la teología que Fr. Sebastián Aparicio sabía y practicaba.
Fray Sebastián en la vida religiosa y de comunidad
Dos debilidades tenía Fr. Sebastián que eran a todos notorias: los coristas y los novillos.
Los religiosos jóvenes destinados al rezo en el coro desde que profesan hasta que se ordenan sacerdotes, en las órdenes religiosas se denominan «coristas». Se preparan en la oración y el estudio para el presbiterado. En plena juventud, ofrecida a Dios con alegría, entre los dieciséis y los veinticuatro años, ordinariamente, son los niños de la comunidad. Fray Aparicio era para ellos el «abuelo» cariñoso que los comprende y los anima con sus palabras y su ejemplo. Era feliz entre ellos. Y los coristas esperaban ilusionados la venida del bendito limosnero. Eran sus «novillejos», como él gustaba de llamarlos. Siempre se acordaba de traerles de sus correrías frutas o golosinas que le daban para su propio regalo. Con estos «cariñitos» no faltaban el consejo oportuno o la advertencia amorosa.
Si con el nombre de «novillejos» designaba sonriente Fr. Aparicio a sus religiosos estudiantes cuando les hablaba, con la denominación de «coristillas» solía referirse a sus novillos. La afectividad de su alma seráfica se vuelca a raudales en esos diminutivos, que gozosamente permutaba en su empleo preciso. También para sus «coristillas» tenía Fr. Aparicio guardadas en su manga mazorcas de maíz apetitoso o las hojas de verdura codiciada. Con su lengua áspera sabían aquellos «coristillas» buscar en la manga del bendito fraile lo que tanto les apetecía. Y lamían agradecidos el hábito y sus pies descalzos. Páginas inéditas de auténticas Florecillas franciscanas que hermosean las tierras de Méjico.
Un día los estudiantes rodeaban a Fr. Sebastián. Tal vez les hablaba de la muerte, que por sus muchos años ya veía cercana. Uno de los estudiantes, con seriedad afectada, le interrumpe para decirle que cómo se le ocurre hablar si ya efectivamente está muerto de puro viejo, y por eso tenían que enterrarlo. No hizo falta nada más para que uno trajera unas parihuelas. Colocaron en ellas al bendito viejo y se organiza un cortejo fúnebre por el claustro del convento. Los pausados sones del Miserere se oían impresionantes. Estás muerto, Fr. Sebastián, le decían, y vamos a enterrarte. Y allá iban serios nuestros estudiantes con el beato sobre las parihuelas. El P. Guardián oye desde su celda el canto del Miserere y se extraña. ¿Qué pasa?, se pregunta. Sale presuroso al claustro a ver qué ocurre y se encuentra con el fúnebre cortejo. «¿Qué es eso, Fr. Sebastián?», dice entre asustado y enérgico. Al oír la voz del Superior, rompe Fray Aparicio su silencio con estas palabras: «Nada, P. Guardián, que me decían los novillejos éstos que yo estaba muerto y que tenían que enterrarme, y yo pensé que si ellos lo decían sería verdad». No hubo duelo en aquel entierro. La comitiva se deshizo prontamente. Unos y otros celebraron de distinto modo la ocurrencia de los estudiantes y la ingenuidad de Fr. Sebastián de Aparicio.
Con sus «coristillas» o novillos tenía también Fr. Sebastián sus bromas. Les había escogido nombres con que designarlos: a uno Gachupín, que era como el jefe de la «manada»; a otro, Blanquillo, a un tercero Aceituno. Conocían al bendito viejo y se le acercaban cariñosos y zalameros. Fr. Sebastián les hablaba como si le entendieran y les inculcaba a estos «coristillas» las cualidades necesarias a su vida animal. Entre ellas, claro está, el que fueran dóciles para el trabajo y que no hiciesen daño a nadie. Que las palabras del sencillo franciscano eran obedecidas por los animales habrá ocasión de recordarlo.
Lo único que a Fr. Aparicio le desagradaba en su vida andante de carretero, buscando limosnas para sus hermanos, era no poder participar todos los días con los otros religiosos en los actos de culto. Cuando se aproximaban las fechas de Pascua o en otras solemnidades del calendario, dejaba tranquilamente en el monte sus ganados y se venía al convento. Era para él un regalo asistir a la misa mayor y comulgar en tan santos días. El Superior le preguntó una vez que cómo había abandonado la hacienda en el monte, con peligro de que los ladrones se la llevaran. «Allá queda mi Padre San Francisco -respondió Fr. Sebastián-, cuya hacienda es ésa; él la guardará, y yo os aseguro que no faltará nada». No en vano se había preocupado el santo lego de decirle así al Seráfico Padre: «Padre San Francisco, vuestra hacienda es ésta; mirad por ella mientras voy a oír misa y encomendarme a Dios». Y nunca le faltó nada. No podía decir lo mismo cuando dejaba al cuidado de los animales a un indiecito que en ocasiones le ayudaba con las carretas. San Francisco cumplía mejor los encargos que Fr. Sebastián le hacía. Por eso se marchaba confiado y tranquilo a oír misa. Todo quedaba en buenas manos.
Con su limosna regresaba Fr. Aparicio desde Tlaxcala hacia Puebla. El eje de una de las carretas se ha partido. El fraile carretero no puede descargar cuanto lleva y ponerse a componerla. Pero sí puede invocar a San Francisco. Prosigue su marcha decidido hacia el convento. La carreta, con el eje roto, va rodando normalmente. En el convento esperan a Fr. Sebastián para que fuese con urgencia a recoger otra limosna. Ante la dificultad que Fr. Sebastián expone, el Superior ha debido decirle que se las arregle lo mejor que pueda y que cuanto antes se ponga en camino. Fr. Sebastián, que quiere ser diligente en cumplir la obediencia, invoca de nuevo a San Francisco y sin vacilar emprende otra vez el camino. Alguien que ha visto que la carreta está imposible para rodar lo más mínimo sin que se caiga la rueda, le pregunta admirado: «Pero P. Aparicio, ¿qué es esto?» Fr. Sebastián, con la sonrisa más ingenua iluminando su rostro curtido, responde con sencillez: «¿Qué va a ser?, que mi Padre San Francisco va teniendo la rueda para que no se salga el eje».
No dejaba, sin embargo, Fr. Sebastián de poner la diligencia necesaria en la solución de sus problemas. Hacía de su parte lo que podía. Como en aquella ocasión en que está a punto de salírsele una rueda y caérsele la carga de leña que en el carro traía. Se quita el manto, desunce los bueyes, se coloca debajo del carro y a sus 95 años pone su hombro vigoroso sosteniendo la carga, mientras hábilmente ajusta la rueda. Puede ya seguir su camino. El testigo que refiere el hecho, un labrador, conocía por experiencia que ni cuatro hombres podrían haberlo realizado.
Los discípulos piden un día al Señor que les enseñe a orar. Y Cristo Jesús enseña a los suyos el Padrenuestro. Es la oración perfecta, repetida incesantemente en todas las lenguas de los hombres. Todos, en verdad, llamamos a Dios nuestro Padre. Cuando Francisco de Asís en su Regla manda rezar a los frailes, pone en labios de todos sus hijos no obligados al rezo de las Horas Canónicas la recitación a lo largo de cada día de setenta y seis veces el Padrenuestro. Es la oración del Señor.
Fr. Sebastián de Aparicio, al profesar a sus 73 años la vida franciscana, ya estaba acostumbrado a rezar el Padrenuestro. Con el Avemaría lo repetía muchas veces en sus jornadas llenas de trabajos y preocupaciones. Para él no era monótona y cansada esta oración. El amor la hacía siempre nueva y distinta. La que espontáneamente venía a sus labios. Puede por eso llamarse a Fr. Sebastián el santo del Padrenuestro. Es ésta la oración de los sencillos de corazón. De los que dicen que no saben rezar. De aquellos a los que nada se les ocurre cuando tienen que ponerse a hablar con Dios nuestro Padre. Fr. Sebastián la repetía con fe y la vivía ilusionado. El mismo Señor se complacía en manifestarle la inagotable riqueza de sus palabras.
La vida entera de Fr. Aparicio se resume en la respuesta que el bendito lego franciscano da a las preguntas de otro religioso: «Lo que yo hago es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro». Una forma actual y práctica de repetir: «Hágase tu voluntad». Sólo «no perdiendo a Dios de vista» podía Fr. Aparicio haber vivido su vida de fe sincera. Pues «si no fuera así, ¿quién había de pasar la vida que yo paso? A Él le ofrezco los trabajos ordinarios de cada día, y a mi Padre San Francisco, por quienes los hago; ellos me lo reciban en descuento de mis pecados para que con eso me salve». La respuesta de Fr. Sebastián no puede superarse.
Para el hombre inmerso en los mil quehaceres de cada día, para el que por la fe sabe que está aquí de paso, que la vida es un peregrinar hacia Dios, recordando a San Pablo, es un consuelo ver el ejemplo del bendito emigrante que supo siempre cumplir la voluntad de Dios, porque siempre fueron buenos amigos. Una fórmula sencilla de vivir el Evangelio. Ejemplo que sigue siendo actual todavía. El biógrafo Sánchez Parejo resume toda la vida de Fr. Sebastián en esta frase: «Toda su confianza y cuidado estaba puesto en sólo Dios; Él era su compañía, su comida, su bebida, su techo y amparo, y como dijo su Padre San Francisco, "y todas sus cosas"». En la vida de Fr. Aparicio, Dios siempre estaba presente. Era centro de toda su actividad humana. Y esa presencia la hacía más asequible a su manera de ser, de hombre sencillo y sin estudios, con el pensamiento frecuente del Dios humanado, Cristo Jesús, nuestro Señor. Era base de su vida penitente y austera. La imagen del Señor Crucificado era el mejor de los razonamientos que pudiera ofrecérsele. Y con el recuerdo de la Pasión, la Eucaristía. El Santísimo Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo permanente en nuestros sagrarios le hacían revivir el sacrificio de Cristo en la santa misa, a la que no siempre le era posible asistir. Sabía que el mismo Señor continuaba inmolándose en el sagrario y eso le era suficiente. Contemplar el sagrario, ver una imagen de Cristo en la cruz era su mejor libro de meditación.
Y como un medio para esta presencia continua de Dios en su vida era la devoción a la Virgen. Desde que en el hogar paterno aprendió el rezo del Rosario, lo tuvo siempre como devoción favorita. Ya se ha dicho que la aguijada para conducir sus bueyes y el Rosario de Nuestra Señora no faltaban nunca en sus manos. En el pensamiento y en el corazón de Fray Aparicio, cuando domaba los novillos o abría el camino de Zacatecas, cuando cuidaba en las noches sus mieses o recogía las limosnas con sus carretas, estaba siempre Dios a la vista.
Una docena de bueyes solía tener el bendito limosnero del convento de Puebla. Los necesitaba para tirar de sus carretas. Causaba admiración lo sumisos que todos estaban a su voz de mando o a su insinuación más leve. Los mismos jóvenes estudiantes franciscanos se entretenían llevándole forraje a Fr. Sebastián para que lo distribuyera entre el ganado. Todos los bueyes, por turno, iban recibiendo el bocado apetitoso de su mano, sin que, llevados de su instinto, tratasen de arrebatárselo unos a los otros, y si esto ocurría, a la voz de su boyero se retiraban tranquilos.
Imposible fuera que un hombre solo, anciano y achacoso como Fr. Sebastián, pudiera dominar los bueyes con aquella facilidad suma. Los llamaba para uncirlos al carro y venían sin resistencia. Cuando a las noches los dejaba en libertad, antes de ponerse el fraile en oración y de echarse a descansar debajo de su carreta tenía siempre unas palabras afectuosas para sus «coristillas»: que fueran a tal sitio determinado, que no entrasen en los sembrados, que no pelearan entre ellos… Al que era como el capitán de la boyada le encargaba los vigilase para que cumplieran sus recomendaciones y para que a la mañana siguiente estuviesen a tiempo para empezar el trabajo. No faltaba ningún buey a la hora precisa. Los dueños de las heredades nunca pudieron decir que los bueyes de Fr. Sebastián hubieran estropeado su labranza.
Aquella buena mujer, bienhechora constante del bendito limosnero del convento franciscano, ha visto con asombro que los bueyes de Fr. Sebastián pastaban en sus milpas. «P. Aparicio -le dice acongojada-, que sus bueyes me estropean el sembrado». «No se preocupe, hermana -le responde-, mis bueyes no hacen daño». Obedientes a la voz de Fr. Sebastián que los llama, se retiran de los maizales. Ni una mazorca había sido arrancada por el apetito insaciable del ganado. Ni una sola planta había sido partida por la pisada de los bueyes. Era verdad lo que de ellos decía el fraile de las carretas.
Estaba atareado Fr. Sebastián en el acarreo de la piedra necesaria para la cerca del convento de Puebla de los Angeles. Uno de los bueyes no podía seguir trabajando por su fatiga. Fr. Aparicio lo deja en libertad. Pero no puede interrumpir el trabajo para no perder aquel día. No lejos ha visto una vaca, de las que se crían en el monte, que pasta tranquila con su ternerillo. Se le aproxima Fr. Sebastián, le echa al cuello su cordón y, sin la menor resistencia, el animal le sigue. La pone bajo el yugo y el animal, con toda mansedumbre, ayuda en su trabajo al fraile carretero. El ternerillo, con incesantes mugidos, protestaba al verse privado de su madre. Fr. Aparicio le ordena que la espere allí mismo y que cese en sus lamentos. No se oyó un nuevo mugido. Era ya el quinto viaje a eso del mediodía. Fr. Sebastián le da permiso para que se acerque a mamar en las ubres repletas de la madre. Y le obedece al momento. A la tarde, cuando terminó el trabajo, el becerrillo y su madre retozaban nuevamente en libertad. El fraile de las carretas ya no los necesitaba.
Cuando le hacía falta algún buey lo pedía de limosna. Solamente quería los que menos necesitaban sus dueños porque no estaban hechos a someterse al yugo o por su demasiada bravura. Fr. Aparicio se quitaba su cordón, se lo ponía al pescuezo del buey; era entonces ya fácil uncirlo a las carretas del bendito fraile. Cuando la gente veía estas cosas y elogiaba su santidad y vida penitente, respondía Fr. Sebastián que era San Francisco quien lo amansaba porque tenía falta de sus servicios.
No solamente le obedecían a él en persona; incluso cuando se les mandaba algo en su nombre sabían aceptar con docilidad las órdenes que se les daban. Sin poder andar mucho por las molestias de su hernia, no le era fácil recoger su ganado, y encarga a unos niños pequeños que se lo traigan. La madre de uno de ellos le hizo ver a Fr. Sebastián que los niños eran muy pequeños -el mayor no llegaría a los siete años- para que pudieran traer los bueyes. No importa, le respondió, los bueyes les harán caso. A la voz de los pequeños, «que os llama Fr. Aparicio», vinieron todos sin la menor resistencia.
En el camino de Atrisco a Puebla había hecho un alto con sus carretas cargadas de trigo. Sin advertirlo, se han parado cerca de unos grandes hormigueros. Ni que decir tiene que las hormigas sí advirtieron pronto la abundancia del grano. Trabajaron tan afanosamente que cuando Fr. Sebastián se da cuenta ya la carga estaba muy disminuida. Se entretenían afanosas e incansables las hormigas llevándose aquella abundancia de provisiones. Se oye de pronto la voz de Fr. Sebastián: «De San Francisco es el trigo que habéis hurtado, mirad lo que hacéis». A la mañana siguiente, cuando Fr. Aparicio va a comenzar su marcha, la carga de trigo estaba completa. Ni un solo grano había desaparecido.
«Duermo donde puedo», había respondido Fray Sebastián a cierto religioso. Si sus carretas pudieran hablarnos habrían dicho que todos los caminos y en cualquiera de las cuatro estaciones del año eran lecho adecuado para que el bendito fraile que las conduce pudiera descansar en la noche. Dios velaba su sueño.
Fueron muchas las veces que las lluvias lo sorprendieron en su descanso nocturno. Cuando Fr. Sebastián se levantaba del suelo quedaba enjuta la marca del espacio que había ocupado su cuerpo. El no se había mojado lo más mínimo. Como ni siquiera se había humedecido el grano de las carretas apenas tapado y que había encomendado a Dios mismo. Y como el agua, la misma nieve no le molestaba, no cubría con su gélida blancura el lugar que ocupaba Fr. Sebastián con sus carretas. No estaba Fr. Sebastián a la intemperie. Su fe lo protegía constantemente.
«Ando tan cansado y afligido de mis enfermedades -le decía a otro religioso en los últimos años-, que ya me traen apurado». Menos mal que todo se lo tenía ofrecido al Señor, pues «si no fuera por su amor es imposible tolerarlo». Por eso el Señor, en recompensa, le protegía visiblemente de las inclemencias del tiempo, o mandaba a sus ángeles que lo ayudaran en un vado difícil. Hasta el mismo Apóstol Santiago, de quien era tan devoto, se presentó a proteger al fraile gallego y su carreta, arrastrada por las aguas. Para el hombre de fe sincera y profunda, que siempre acepta la voluntad de Dios, a quien sinceramente ama, y la busca en todo el quehacer de su vida, todo es posible. Dios nunca falla ni deja a la intemperie, sin su protección, a quien le busca constantemente. Tiene más solicitud por nosotros que por las flores del campo que Él viste de hermosura. Si una madre no se olvida de su hijo, Dios no puede nunca olvidarnos. La vida de Fr. Sebastián es un mensaje continuo de esa Divina Providencia que nos ama y protege.
Las limosnas que venían en sus carretas eran primeramente compartidas por los pobres que le salían al encuentro. Así, Fr. Aparicio era limosnero de Dios para sus hermanos los necesitados. Y cuando le pedían el favor de sus oraciones, que los encomendase a Dios, el mismo Señor, por Fr. Sebastián, resucitaba a un niño atropellado por una carreta desbocada, curaba a un enfermo que se moría sin remedio, hacía feliz un alumbramiento cuando peligraba la vida hasta de la misma madre. Nadie quedaba sin la protección que Fr. Sebastián pudiera ofrecer a todo el que por amor a Dios se lo pedía.
Según la máxima del «mínimo y dulce Francisco de Asís», tanto es el hombre cuanto es en la presencia de Dios y nada más. El buen o mal concepto, la opinión que de uno se tenga, no pueden dar lugar a que la propia estima se adueñe del humano corazón. Sería engañarse a uno mismo. El bendito fraile de las carretas era fiel cumplidor de esta doctrina. Prefería ser olvidado por todos. Que nadie lo tuviera en consideración. Ni siquiera para que le ofreciesen una silla. Él solía, por eso, sentarse en el suelo. Tenía una frase para explicar este modo de proceder tan suyo: «Mejor está la tierra sobre la tierra».
Dios honró a su siervo con algunas gracias extraordinarias: visiones de la Santísima Virgen, Santiago, San Francisco, San Diego… Los éxtasis en que en ocasiones se le vio elevado en el aire, pudieron ser conocidos en parte por las declaraciones de algunos testigos que se asombraron ante estas maravillosas señales. Fr. Sebastián «no pierde a Dios de vista» en su vida. Es su mejor y más viejo amigo. Y Dios ensalza al hombre sencillo que por su amor quiere vivir en el olvido de todos. Y que con la renuncia que hizo de su ser en aras del amor a Dios ponía en práctica el consejo del gran San Buenaventura: «Ama ser ignorado y tenido en nada. Es más provechoso que ser alabado por los hombres».
Última enfermedad y muerte de Fr. Sebastián (1600)
El 20 de enero de 1600 había cumplido Fray Sebastián de Aparicio noventa y ocho años. Pero, sin duda, ni siquiera se detuvo a precisar los años de su existencia. Al verlo trabajar incansable nadie podía suponerse su edad. A él tampoco parecía importarle. Inasequible al desaliento, proseguía su vida penitente y trabajadora, más lleno de Dios, a quien «no perdía de vista». Aquella fecha aniversario la pasó Fr. Sebastián trabajando con sus carretas con la misma ilusión que en sus años mozos, cuando él las introdujo en aquellas mismas tierras mejicanas.
Las molestias de su hernia iban, no obstante, en aumento. Difícilmente podía contenerla. Sus fuerzas decrecían. Su voluntad, siempre vigorosa, trataba de sobreponerse a la fatiga y a los dolores. Pero ya todo era inútil. De día en día desmejoraba sensiblemente.
Del monte de Tlaxcala venía Fr. Sebastián de Aparicio con un carro de leña. Era por la tarde del domingo 20 de febrero de 1600. En el camino se había sentido indispuesto. Fuertes dolores, acompañados de náuseas y vómitos, le habían acometido con insistencia. La hernia se le estrangulaba. Llega al convento desfallecido. No puede más. Al primer religioso que ve le encarga que avise a Fr. Juan de San Buenaventura, que lo espera en la puerta de la huerta. Allí, sobre el suelo donde acostumbraba, se acostó por última vez mirando al cielo el fraile de las carretas.
Fr. Juan de San Buenaventura es otro fraile, también de Galicia, con quien Fr. Sebastián, por eso sin duda, tiene más confianza. Le pide que en un comal -una especie de tapadera de barro sin asa- le traiga unos salvados calientes para aplicar a la hernia. El remedio esta vez no sería suficiente.
El P. Guardián, al enterarse de lo que ocurre, dispone el traslado inmediato a la enfermería, y el médico le ordenaría: tiene que guardar cama. Eran los primeros y los últimos días que Fray Aparicio ocupaba una celda y descansaba en un lecho. Fueron cinco jornadas fatigosas entre zozobras y esperanzas. Los vómitos no desaparecen. No puede comulgar por viático. Fr. Sebastián manifiesta sus deseos de que le traigan el Santísimo a su celda para adorarlo, al menos, por última vez. Sería un gran consuelo para su espíritu. Ha pedido también, por favor, le permitan postrarse en el suelo. Desde allí adora, ensimismado, el Cuerpo Sagrado de Cristo, que recibe espiritualmente. Y en el suelo, «tierra sobre tierra», recibe fervoroso el sacramento de la Santa Unción.
En aquellas últimas horas de su vida el Padre Guardián le presenta un crucifijo, exhortándole a un acto de dolor de sus culpas. «¿Ahora habíamos de aguardar a eso? Muchos días ha que somos amigos viejos», responde Fr. Aparicio. ¿Quién podía dar mejor y más sabia respuesta? «Gracias a Dios -dijo a otro religioso que lo animaba-, no tengo cosa que me dé pena y el demonio no tiene que ver en mí, que ya está vencido y se ha ido para quien es. Todo lo veo en paz. El Señor sea bendito». Ahora el demonio, como él mismo había afirmado, le importa menos que un mosquito.
Día 25 de febrero de 1600. Era hacia las siete de la tarde. Fray Sebastián, postrado en tierra, como otro San Francisco, con lucidez admirable, se prepara a recibir la visita de la hermana muerte. Su vida se extingue por momentos. Los religiosos de la comunidad se han reunido en su celda, sin que nadie los avise. Han comenzado a cantar «El Credo». El rostro del enfermo se ilumina. Al repetirlo por segunda vez y llegar al «se encarnó de María la Virgen», «Jesús», dice Fr. Sebastián. Y en los brazos de Fr. Juan de San Buenaventura, que lo sostenía, entrega su alma en las manos amorosas de Dios nuestro Padre. Fray Aparicio lo había amado locamente hasta su último suspiro. Los dos amigos viejos se han encontrado para siempre. Fr. Sebastián de Aparicio, el emigrante español, supo abrirse en Méjico su camino, que le llevó a la Patria definitiva. Su emigración había terminado.
Las gentes no se cansaban de contemplar los despojos mortales del fraile de las carretas. Había un no sé qué inexplicable en aquel cuerpo flexible y sonrosado. Varias veces tuvieron los frailes que amortajar el cadáver porque otras tantas su hábito desaparecía. Todos querían llevarse un trozo como reliquia. El aroma que se sintió en su celda a su fallecimiento seguía percibiéndose a su alrededor y en las cosas que estuvieron en contacto suyo.
El martes 29 de febrero se le pudo, por fin, dar sepultura en la iglesia de San Francisco. Sobre aquellos santos despojos fue cayendo la cal viva y la tierra que lo abrazaba amorosa. «Tierra sobre tierra», como él había dicho. En Puebla de los Angeles no se había visto un entierro tan concurrido. Las curaciones milagrosas de los últimos días eran rúbrica divina para aquella vida más sobrenatural que humana. Abierto el proceso de su beatificación, hasta 968 milagros llegan a figurar en las actas, con toda la documentación correspondiente, y los 568 testigos que declaran no dejan lugar a dudas sobre algo tan evidente. Desde entonces son incontables los que cada día ponen por mediador en sus plegarias al humilde limosnero del convento franciscano de Puebla, a Fr. Sebastián de Aparicio, el fraile de las carretas. Fue beatificado por el papa Pío VI el 17 de mayo de 1789.
[Gaspar Calvo Moralejo, O.F.M., Emigrante… hay camino: Sebastián de Aparicio. Madrid, España Misionera, 1973, 140 pp.]
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