Descubre el significado cristiano del domingo y su importancia en la vida de todos los fieles.
Por Carlos Soler
En el Evangelio leemos el encuentro con Cristo que tuvieron muchos de sus contemporáneos. Fueron experiencias únicas, en las que obraba el poder de las acciones y palabras de Cristo. Quién fue curado, quién perdonado, quién poderosamente invitado por aquel «sígueme». Todos escucharon un mensaje y todos recibieron un poder de salvación. Algunas de estas experiencias fueron inducidas, como el primer encuentro de Natanael con Jesús, a invitación de Felipe (1).
Una cuestión existencialmente importante es la siguiente: ahora, a dos mil años de distancia, ¿podemos nosotros tener una experiencia similar?, ¿podemos tener un encuentro con Cristo, como aquellos? La fe responde que sí: que la Iglesia es —en su palabra y en sus sacramentos— el lugar del encuentro con Cristo resucitado. Porque en la Palabra y en los sacramentos de la Iglesia es Cristo quien actúa. Al respecto tiene un lugar preeminente la celebración del domingo, día por excelencia en que la comunidad eclesial escucha la Palabra y celebra los sacramentos (2).
El concilio habla temáticamente del domingo en el número 106 de la Constitución Sacrosanctum concilium: “La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pe., 1,3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico” (3).
El concilio Vaticano II ha sido aplicado por Pablo VI y, sobre todo, por Juan Pablo II. Numerosos documentos papales son desarrollo y aplicación de textos conciliares concretos (4). En esta línea, la Carta apostólica Dies Domini, de 31 de mayo de 1998, ha de ser considerada como un desarrollo de la doctrina conciliar sobre el domingo, y leída a su luz.
En estas páginas vamos a reflexionar sobre el papel clave que tiene el domingo para una correcta experiencia Cristiana, es decir, para un encuentro con Cristo. Lo haremos bajo la guía del concilio y del documento de 1998.
1. El séptimo día en el primer relato de la Creación
Todos conocemos el relato de la creación en el Génesis, los seis días en que Dios creó el mundo. Sabemos que es un relato poético, que utiliza un lenguaje mitológico para expresar una realidad, una verdad fundamental: que Dios creó el mundo al principio. Son muchas y muy importantes las realidades que se afirman mediante ese lenguaje del primer capítulo del Génesis (5). Sabemos también que el séptimo día "descansó".
Pero posiblemente a muchos se les pueda pasar por alto un detalle sobre este séptimo día: a saber, que Dios "lo bendijo y lo santificó". ¿Qué quiere decir esto?, ¿por qué hay un día particularmente bendito y santificado? En cierto sentido todos los días son santos, porque todos son de Dios y para Dios, cada segundo encierra una eterna referencia a Dios. Pero hay un día especialmente santo, sagrado: bendito y santificado. Esto quiere decir que es un día particularmente dedicado a Dios, un día en el que nos tenemos que acordar especialmente del Señor, un día que tenemos que vivir con una particular referencia a Él.
Pero, ¿por qué?, ¿por qué Dios dispuso este día? Sin duda ninguna, porque los hombres lo necesitamos. Dios no establece cosas arbitrariamente, no se saca nada de la manga, no "inventa" nada. Por lo tanto, si ha establecido este día, no es "porque sí", sino porque hay una radical necesidad humana de él. Lo que necesitamos es recordar especialmente a Dios ese día, tenerle particularmente presente. ¿Por qué? Porque si no lo hiciéramos correríamos el riesgo de olvidarnos poco a poco de Él. Y esto es lo peor que le puede pasar a un hombre: olvidarse de Dios. Si nos olvidamos de Dios toda nuestra vida queda oscurecida; lo que da sentido a todo, lo que todo lo ilumina y lo llena de alegría y de vida, desaparece. Desaparecido Dios de nuestro horizonte sólo queda, al fin, el vértigo de la nada.
Este carácter de "bendito" y "santificado" es lo que da su sentido al día séptimo como día de descanso. Efectivamente, este día Dios descansó. Este antropomorfismo del descanso de Dios refleja que los hombres necesitamos descansar periódicamente. Pero este descanso no tiene su sentido en sí mismo. Es un descanso que existe para la santificación y la bendición, para el especial recuerdo y presencia de Dios en ese día. No es mera vacación: es fiesta, que quiere decir mucho más, como veremos más adelante.
Así pues, es altamente significativo que en la primera página de la Escritura se hable de un día sagrado. Nada más crear al hombre y al mundo, en el exordio mismo de la existencia creada, Dios pone un día sagrado. Por lo tanto, el domingo no es algo secundario: "se basa (…) en la profundidad del designio de Dios" (6); es "expresión específica e irrenunciable" (7) de la relación del hombre y del mundo con Dios. Está en la entraña misma del ser. El día sagrado es el centro de los días, y pone de relieve que el sentido de la creación y del mundo, el sentido de los otros seis días, es Dios.
Si el hombre fue creado el día sexto, resulta que su primer día en el mundo fue precisamente el día séptimo, el día bendito. Esto pone de relieve otro elemento de gran trascendencia: lo primero es la alabanza de Dios, todo lo demás está presidido por esta alabanza. Así pues, el día sagrado no se agota en sí mismo, sino que extiende su irradiación sobre todos los otros días. Santificando el día séptimo santificamos los demás días. El hombre y el mundo existen para el culto; nada más grande podemos hacer que adorar a Dios. "Mientras yo viva he de cantar a mi Dios", dice el poeta (8); sí, cantaré a mi Dios, le alabaré, le bendeciré, le daré gracias. Y en esta alabanza sabré captar toda la belleza del mundo y de mí mismo, de mi entera existencia: captaré el ser como bueno y como bello, el mundo como mi hogar, porque captaré el amor de Dios que lo envuelve todo. Alabando a Dios me haré consciente de que todo es don suyo y festejaré la vida. Pues bien, repitamos: para esta alabanza cotidiana, para esta felicidad cotidiana, necesitamos un día dedicado especialmente a la alabanza y a la felicidad.
2. Por qué el séptimo día no es intercambiable con cualquier otro
Esta centralidad del día séptimo se pone de relieve también en el hecho de que sea el último: el día séptimo es el broche de los días, y por tanto señala su culminación, su fin: todos los días están para ser "benditos y santificados". El mundo y el hombre, repitamos, encuentran su sentido en el culto de Dios.
Ahora podríamos plantear una cuestión interlocutoria, que nos servirá para poner de relieve algunas dimensiones del día séptimo ocultas hasta este momento. La cuestión sería la siguiente: muy bien, necesitamos recordar periódicamente a Dios, so pena de olvidarnos de Él y perecer de angustia en la nada. Pero, ¿por qué precisamente un día de cada siete, y no una hora de cada tres? ¿por qué el séptimo y no el segundo?, ¿por qué no cada nueve, o cada cinco?, en definitiva ¿por qué no cada uno cuando quiera?, ¿por qué todos a la vez?
La respuesta a todas estas preguntas está en está última pregunta: precisamente, porque todos a la vez. Necesitamos festejar a Dios todos juntos, no cada uno por su cuenta, como si los demás no existieran o como si el hombre no fuera un ser esencialmente relacional. Hace falta que alabe a Dios no sólo cada persona singular, sino la comunidad, la entera familia de los hombres. También en cuanto comunidad necesitamos el día sagrado.
Esto exige que se fije un tempus concreto. Y es lo que hace Dios: establecer un tempus concreto. Pero no se trata de una mera necesidad práctica (hay que ponerse de acuerdo), sino que nos lleva al centro mismo de nuestra relación con Dios, como intentaré explicar. No cabe duda de que Dios podía haberlo puesto en cada octavo día, o en cada sexto; tampoco cabe duda de que este ritmo septenario tiene que ver con los ciclos lunares de 28 días: cuatro semanas exactas. Pero lo importante es que aquí está la apelación siempre necesaria a la autoridad de Dios. Es Dios el Creador, no nosotros; sólo Dios es Dios. Los demás procedemos del amor infinito de Dios y a él volvemos, estamos llamados a volver. Y esto tenemos que reconocerlo de algún modo. Tenemos que reconocerlo si no queremos caer de nuevo en ese abismal olvido del que hablábamos antes. Y el mejor modo de reconocerlo es decirle a Dios lo mismo que cualquier amante le dice a su amado: lo que Tú quieras, Dios mío.
En este sentido, la fijación del día séptimo por Dios cumple el mismo papel que el mandato que Dios dio a nuestros primeros padres: darnos la oportunidad de reconocer que sólo Él es Dios (frente a lo cual Satanás opone el "seréis como dioses"), que nosotros somos criaturas suyas y ovejas de su rebaño. Por eso, despreciar el día séptimo es un modo de rebelarse contra Dios que está especialmente cercano a la rebelión originaria (a las dos rebeliones originarias, deberíamos decir: la de Satán y la de nuestros primeros padres). El día séptimo nos hace reconocer la verdad central sobre nosotros mismos: que no nos hemos dado el ser, que, como decíamos, procedemos radicalmente del amor de Dios y al amor de Dios estamos llamados a volver.
Celebrando el día séptimo somos, pues, fieles a Dios y fieles a nosotros mismos. Si cada ser, y en particular el hombre, debe ser fiel a sí mismo (sé tú mismo), resulta que nunca soy más fiel a mí mismo que cuando estoy de rodillas delante de Dios en el día séptimo; nunca como entonces estoy más centrado en la verdad primera sobre mí mismo.
En conclusión: el día séptimo no es ni mucho menos una banalidad: está en el centro mismo de nuestro ser.
Su significado antropológico y teológico es inmenso. Por tanto, si queremos ser creyentes, si queremos seguir siéndolo toda nuestra vida, no podemos prescindir de él. Si nos olvidáramos del día séptimo acabaríamos poco a poco dejando de ser cristianos (9), lo cual se ve lamentablemente confirmado por la práctica, por la experiencia. Si valoramos nuestra fe, nuestro ser creyentes, necesitamos valorar el día séptimo. Hay una incoherencia intrínseca en la expresión "cristiano no practicante", puesto que el cristianismo no es un mensaje doctrinal con el que se pueda estar de acuerdo en la teoría pero no en la praxis de nuestras vidas (esto sería un cristiano no practicante), sino una Vida, la Vida de Cristo hecha vida nuestra. Esta incoherencia teórica del concepto se refleja en que, en el terreno de los hechos, quien deja de practicar va dejando poco a poco de ser cristiano: ¿cómo ha perdido la fe más de uno? un domingo no fue a Misa, al siguiente tampoco… y han pasado diez años.
3. El paso del sábado al domingo
En el párrafo anterior hemos dado un salto, pasando a hablar explícitamente en términos cristianos. Pero ciñámonos por el momento a la Revelación del Antiguo Testamento. Según esta revelación, el día santo es el sábado (10), que es el día séptimo. Además de establecerlo así el relato de la creación, Dios refuerza el sábado en la Alianza del Sinaí, como día de fiesta que es una señal de la Alianza y de la fidelidad del pueblo a Dios. Una multitud de prescripciones vienen a precisar el modo cómo el pueblo debe consagrar este día al Señor. Se establece por menudo todo lo que puede y no puede hacerse en sábado. A las muchas prescripciones de la Escritura se añade una multitud proveniente de las enseñanzas de los rabinos. Esto llevará a un casuismo absurdo y a una vivencia formalista y muchas veces hipócrita del sábado, como se ve en el Evangelio; pero al mismo tiempo pone de relieve la profunda conciencia que Israel tenía de la importancia del sábado.
Entre los cristianos el día sagrado pasó a ser el día primero de la semana: el domingo, "dies dominica", de "dominus", "Señor", "día del Señor". Esto es así porque el domingo es el día de la resurrección del Señor. El día en que Cristo ha resucitado es todavía mucho más importante, mucho más significativo teológica y antropológicamente, tiene todavía mucha más fuerza, que el sábado. Y esto aunque el sábado se estableciese en el mismísimo "momento" de la creación, lo cual, a su vez, queda recogido en la primera página de la Escritura.
La resurrección tiene un poder recentrador. La resurrección es más importante que la mismísima creación; de hecho la creación fue ya hecha con vistas a la encarnación y a la resurrección del Señor. Todo lo que se decía al principio sobre el día séptimo —el día que necesitamos para no olvidarnos de Dios, el día que realiza el significado cultual de todo el tiempo, del mundo y del hombre, y todo lo que viene después— se traslada ahora al domingo. El traslado del sábado al domingo no es ni mucho menos una cosa meramente fáctica, fruto de una costumbre casual o —peor todavía— de una decisión arbitraria de la Iglesia.
4. Historia del precepto dominical
Unas palabras sobre la misa dominical: ¿cómo vamos a celebrar los cristianos nuestro día sagrado? Indudablemente, con la Eucaristía, la santa Misa. Precisamente en la Misa se hace presente Jesucristo sobre el altar, y se hace presente Jesucristo entregado y resucitado por nosotros: se hace presente el sacrificio de Cristo y su triunfo sobre la muerte, la obra de nuestra redención.
La Misa del domingo no es sólo un mandamiento de la Iglesia, ni mucho menos un mandamiento arbitrario, o una pura convención. Desde los primeros momentos los cristianos sintieron la necesidad de reunirse el día primero de la semana (o sea, el domingo) para celebrar la "fracción del pan", la "cena del Señor". Y desde entonces, a lo largo de todos los siglos y en todos los lugares han sentido que esa reunión los constituía y los identificaba como cristianos. Conscientes de esta necesidad, algunos mártires han dado su sangre precisamente por celebrar la Eucaristía dominical (11).
Esta costumbre universal, esta costumbre-necesidad, fue recogida luego como una norma en el derecho de la Iglesia, pero no una norma cualquiera, sino una norma que refleja y recoge la conciencia universal de los cristianos desde el principio. La Misa del domingo no es algo convencional, no es algo prescindible: es irrenunciable.
Siguiendo los números 46 y 47 de la carta Dies Domini podemos establecer los principales testimonios de la costumbre y el precepto de asistir a Misa los domingos.
Ya hacia el año 150 San Justino recuerda esta costumbre y describe la Misa, en su primera Apología. La Didascalia de los Apóstoles, del siglo tercero, dice: “Dejad todo en el día del Señor y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?”. Andando el tiempo, “ante la tibieza o negligencia de algunos, (la Iglesia) ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506)” (12). El Código de 1917 recoge por primera vez esta norma en una ley universal, en sus cánones 1247 y 1248. Lo mismo hace el Código actual en su canon 1247. El Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992, dice en su número 2181: “Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave”.
5. Apuntes sobre el contenido de la Misa
La necesidad de la Misa el domingo viene fortalecida si consideramos su contenido. Los tres momentos principales de la Misa son la Palabra, la consagración y la comunión. En las lecturas escuchamos la Palabra de Dios. Palabra que no está muerta por haber sido escrita hace miles de años, sino palabra que Dios me dirige a mí ahora, Palabra siempre viva, que nos convoca a la Eucaristía. La Palabra de Dios congrega a la comunidad y hace de nosotros un pueblo, una iglesia que puede celebrar la Eucaristía. Es voz de Dios, llamada de Dios. Por eso toda lectura termina proclamando que lo leído es "Palabra de Dios", "Palabra del Señor".
La consagración tiene lugar en el seno de una larga oración de acción de gracias, la "plegaria eucarística" (precisamente eso quiere decir eucaristía: acción de gracias: en la Misa y en el domingo le damos a Dios, en Cristo, la acción de gracias que festeja su don inefable, que festeja la vida y el mundo). La consagración es el corazón de la Misa. En la consagración Cristo se hace presente, y se hacen presente su muerte y resurrección por nosotros: el acontecimiento central de la Historia y del cosmos. A cualquiera de nosotros nos habría gustado asistir a la muerte de Jesús y ser testigo del resucitado, acompañarle en la cruz junto con María, san Juan y las santas mujeres, estar con los apóstoles la tarde del domingo de resurrección, y ser testigo de la aparición de Jesús. Pues eso es lo que hacemos, sacramentalmente, cuando celebramos la santa Misa; de un modo misterioso pero real estamos asistiendo a ese gran acontecimiento, entramos en contacto con él. En la consagración, pues, Jesús hace presente su sacrificio, vuelve a entregarse totalmente e incondicionalmente por cada uno de nosotros y por toda la comunidad.
En la comunión recibimos a Jesús: aceptamos, acepto, la entrega incondicional de Cristo por nosotros, por mí; y esto resulta fuertemente interpelante: me lleva a entregarme total e incondicionalmente a Dios y a los demás, a la comunidad y a cada uno.
A propósito de la comunión, hemos de hacer un breve comentario sobre la prohibición de recibir la eucaristía si tenemos conciencia de pecado mortal: hacerlo sería una tremenda contradicción; sería pretender que digo simultáneamente "sí" y "no" a Cristo, que le acepto y no le acepto; sería una terrible mentira. Es cierto que sólo Dios sondea las conciencias, pero causa una grave perplejidad observar que casi todos comulgan y casi ninguno se confiesa. Más bien deberíamos vivir esa circularidad sacramental que siempre se ha dado en la Iglesia: la penitencia nos lleva a la eucaristía, y la eucaristía nos lleva a la penitencia. Por eso, y también por razones prácticas, creo que es un error lamentable la ausencia de confesores durante las Misas de los domingos: se ha perdido, o al menos debilitado la profunda conciencia de esa relación circular entre eucaristía y penitencia (13).
En resumen: en la Misa festejamos, vivimos, la muerte y la resurrección de Jesús; esto quiere decir: la cruz es la manifestación definitiva del amor de Dios a los hombres, un amor fiel, más fuerte que el pecado del hombre; y, en consecuencia, es la máxima glorificación del amor absoluto. La resurrección, a su vez, glorifica plenamente a toda la Persona de Cristo, en su humanidad y en su divinidad.
Por ser acontecimiento de amor, lo festejamos en la Eucaristía: la Eucaristía es la gran fiesta de la vida, de los hombres y de todo el cosmos (14).
Precisamente por ser el día de Dios Padre creador, y el día del Señor resucitado, el domingo es también el día del hombre. Y, en cuanto día del hombre, es el día de la familia, porque ésta es el lugar propio donde el hombre está, el lugar donde es querido y quiere de un modo incondicional, el lugar donde es más propiamente valorado como persona. Todo esto se realiza también de dos maneras: descansando y viviendo especialmente la caridad. Tiene un gran sentido eso que hacen muchas familias: asisten a la Misa juntos y después dan todos un paseo; compran quizás unos dulces para darle un tono festivo al almuerzo familiar de ese día.
6. Teoría de la fiesta
Después de ver las diversas dimensiones del domingo, creo que ahora estamos en mejores condiciones para hacer una última reflexión sobre el sentido de la fiesta, que haremos siguiendo a Pieper (15) y, como siempre, con la guía inspiradora de la Carta apostólica. Dios nos ha dado el mundo para que esté a nuestro servicio. Esto quiere decir, en un primer momento, que de él obtenemos, mediante nuestro trabajo, el sustento. Uno de los sentidos fundamentales de nuestro trabajo es, pues, obtener del mundo el necesario sustento. En este contexto, la fiesta es un día en que no trabajamos porque es un tiempo regalado a Dios. Un tiempo que yo podría aprovechar para cultivar la tierra, o cualquier otro trabajo y, así ganar más sustento, más dinero, más comodidades materiales o incluso culturales. Pero no, ese día se lo regalo a Dios, lo consagro a Dios. Éste es el sentido de la fiesta: un día regalado a Dios en agradecimiento y alabanza.
La reflexión sobre la fiesta nos lleva, pues, a preguntarnos por la esencia, el sentido y el por qué del regalo, del don. El regalo es una de las cosas más hermosas y grandes que puede hacer el hombre. Es una pura manifestación del amor, es siempre algo tan profundo que es misterioso, porque no tiene una "explicación": no hay un "do ut des" (dos millones por un coche, diez mil pesetas y me sacas la muela); el regalo es porque sí, porque te quiero (por eso, en la medida en que en los "regalos de empresa" hay un do ut des, una esperanza de contrapartida, no son auténticos regalos). Qué pena daría una persona que no supiera regalar, ni recibir regalos. Detrás de todo ve un interés o una conveniencia, más o menos ocultos. Se trata, por ejemplo, de ese Manolito de Mafalda, alguien tan práctico que no ve más allá del interés, del cálculo, de lo rentable.
Seguimos. Esa persona que no sabe regalar, tampoco sabe festejar. Su vida es terriblemente desolada, un desierto, un paisaje lunar. Porque en el regalo se manifiesta el amor, y es el amor lo que festejamos. Decíamos antes que Dios puso el mundo material al servicio del hombre. Pero no se trata sólo de que en él obtengamos nuestro sustento: comida, vestido y vivienda. Hay más: el servicio que el mundo presta al hombre quiere decir, sobre todo, que la intrínseca belleza del mundo, la donación de valor en el mundo, nos ayuda a descubrir a su Creador y el amor que ha impreso, suscita en nosotros una respuesta de gratitud; nos dejamos penetrar por la belleza de Dios reflejada en el mundo y en la vida, nos en-thou-siasmamos (endiosamos) (16); en una palabra: festejamos. Al descansar de las tareas diarias, éstas cobran su justa dimensión: su relación con los valores importantes.
Nos olvidamos por un día de lo práctico y nos zambullimos en la belleza y en el valor. Y es precisamente en esta experiencia donde somos más plenamente humanos, donde experimentamos más a Dios: a Cristo; tenemos la experiencia gozosa de un encuentro personal y comunitario con Cristo, Portador, en su muerte y resurrección —y por tanto en la Eucaristía— del amor infinito de Dios a los hombres. No sólo encontramos a Dios: encontramos al otro, a todo tú que tenga nuestra común humanidad. Por todo esto, es importante que la fiesta no quede reducida a simple vacación, a simple diversión, a "fin de semana" en el sentido secularizado de la expresión. En la fiesta uno puede "vacar", divertirse e irse de fin de semana, pero el centro de esas actividades debe ser la fiesta: la glorificación del amor absoluto que Dios nos ha manifestado al darnos la vida, al darnos el mundo y —sobre todo— al darnos a Cristo muerto y resucitado por nuestra salvación.
De rechazo, la fiesta nos hace estar más a gusto con nosotros mismos, con los demás y con el mundo, porque alabar a Dios, darle gracias y adorarle nos ayuda a descubrir la belleza y el valor, lo bueno que hay en el mundo y en la vida. Por eso, convierte todos los días, en cierto sentido, en una fiesta: esos "días de cada día", esos días cotidianos, esos días de trabajo, están llenos de sentido. Por el contrario, sin la auténtica fiesta, esos día de diario son una alienación que soportamos sólo pensando en un fin de semana que, a la postre, estará tan vacío de sentido como los días normales: vacío de sentido si la fiesta se ha vacacionalizado. La vacacionalización de la fiesta (y en concreto del domingo) es una paganización que empobrece terriblemente al hombre.
7. Conclusión
Se comprende que el santo Padre concluya que el domingo es "una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien" (17). Reparemos en esto último: una condición para vivir bien la vida cristiana: necesitamos el domingo; si creemos en la resurrección de Cristo, si queremos seguir siendo creyentes, hemos de vivir el domingo.
El domingo no es prescindible, es irrenunciable. ¿Y si no acabamos de creer totalmente en Cristo, si nuestra fe se ha oscurecido en mayor o menor grado?: "Ven y verás" le dijo Felipe a un Natanael que no quería aceptar que Jesús de Nazaret fuera el Mesías. "Ven y verás", es decir "ten un encuentro personal con Cristo, haz la experiencia de Cristo". Y Natanael "fue" y "vio", y enseguida dijo: "Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel". Nosotros también podemos tener un encuentro personal con Cristo, que desembocará en un gozoso acto de fe.
La Iglesia —como comunidad de fe, y como comunidad que hace presente a Cristo en sus sacramentos— es el "lugar" de ese encuentro con Cristo: en ella, en sus sacramentos, en su liturgia —en su liturgia dominical sobre todo— está Cristo presente y activo. Celebremos los sacramentos: celebremos festiva y frecuentemente la eucaristía y la penitencia.
La Palabra de Dios no se dirige sólo a los que ya están dentro de la Iglesia, sino también a aquellos que están —o mejor, se consideran— fuera, más allá de las fronteras de la Iglesia. La Palabra de Dios proclamada en la Iglesia es una "llamada que sobrepasa la frontera" (18). También el concilio y el documento pontificio se dirigen a los de dentro y a los de "fuera": para unos son un recordatorio de las motivaciones doctrinales del domingo; y para los otros, una apremiante invitación a "venir", una "llamada que sobrepasa la frontera".
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Notas:
(1) Jn 1, 45-51.
(2) Todo esto se puede resumir de otra manera: supuesto que en los sacramentos de la Iglesia están presentes las acciones salvadoras de Cristo, toda experiencia de Cristo es necesariamente una experiencia eclesial. Y el paradigma de la experiencia eclesial es la celebración del domingo, la eucaristía dominical.
(3) Esta misma constitución trata incidentalmente del domingo en los números 35 (celebraciones de la Palabra en domingo), 42 (misa dominical en la parroquia), 52 (no se omita la homilía en domingo), 53 (oración de los fieles los domingos), 100 (celebración comunitaria de la Liturgia de las horas los domingos), 102 (celebración de la Resurrección del Señor los domingos).
(4) Aparte de obras de carácter general, como el Código de Derecho Canónico o el Catecismo, hay. Por ejemplo, las Encíclicas Ut unum sint (Unitatis redintegratio), Redemptoris missio (Ad gentes), Redemptoris Mater (último capítulo de Lumen Gentium), Laborem excercens (capítulo III de la primera parte de Gaudium et spes); las Constituciones apostólicas Vita consecrata (Perfectae caritatis), Pastores dabo vobis (Optatam totius), Christifideles laici (Apostolicam actuositatem), Familiaris consortio (capítulo 2º de la segunda parte de Gaudium et spes).
(5) Se puede uno hacer cargo de hasta qué punto es denso y significativo el contenido de esas realidades leyendo Juan Luis RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, Sal Terrae, 3ª ed., 1992 pp 31-49, y Joseph . RATZINGER, Creación y pecado , Eunsa 1992, 23-74.
(6) Dies Domini, nº 13.
(7) Ibídem.
(8) Cfr Pedro Antonio, Mientras yo viva.
(9) Aquí entra por primera vez la palabra "cristianos", que según la lógica del discurso debería entrar más adelante, pero es necesario establecer ya esta consecuencia teórica y práctica.
(10) Precisamente por la cuestión sábado versus domingo, que empieza a aparecer ahora, nos hemos expresado hasta el momento en términos de "día séptimo". A partir de ahora hablaremos del sábado y del domingo.
(11) Cfr, por ejemplo, Georges CHEVROT, Nuestra Misa, Rialp, 31962, pp 287s: Emérito, en cuya casa se había celebrado la Misa responde así al Magistrado que le conmina que debería haberlo prohibido: "Yo no podía (prohibirlo), porque nosotros no podemos vivir sin el Dominicum". Esta espléndida respuesta le envió al suplicio.
(12) Dies Domini, n. 47
(13) Recientemente ha habido una rectificación al respecto. En efecto, el Motu Proprio Misericordia Dei, de 7 de abril de 2002, recomienda en el Número 2 de su parte dispositiva “la presencia visible de los confesores en los lugares de culto” y “la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también […] durante la celebración de la Santa Misa”. En nota remite a “Notitiae” 37 (2001) 259-260. Considero que esto es de la máxima importancia pastoral: ojalá que los fieles vean sacerdotes confesando cuando van a Misa.
(14) La re-presentación, o re-novación, o re-actualización del Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa podría explicarse así: con la resurrección Cristo recupera su vida no sólo en sentido “biológico” sino también en sentido “biográfico” (como cuando el título de un libro dice: “Vida de Fulano”). Cristo resucitado tiene, pues, toda su vida eternamente presente (hasta aquí, ideas de Ruiz Retegui). Ahora bien, puesto que toda la vida de Cristo se encamina hacia su Sacrificio en la cruz, es éste lo que Cristo tiene principalmente presente. En efecto, como dice la epístola a los Hebreos, Cristo está intercediendo eternamente por nosotros ante el Padre, está eternamente ofreciéndole su Sacrificio, mostrándole sus llagas, como siempre ha dicho la Tradición. Este eterno ofrecimiento de Cristo al Padre (que es su modo de dar gracias) se historifica, entra en la Historia, cuando Cristo viene sobre el altar en la Eucaristía. De este modo, en la Misa se hace presente de nuevo (se re-presenta) el Sacrificio de Cristo. Se hace presente su entero Misterio Pascual: su muerte y resurrección. Así pues, Cristo no “vuelve a morir”, sino que eternamente ofrece al Padre su muerte —consumada una única vez—, y este eterno ofrecimiento se hace presente en la Historia de modo sacramental.
(15) Nos inspiramos aquí en dos de sus obras: Una teoría de la fiesta, Rialp 1974 y Qué significa sagrado, Rialp 1990.
(16) Cfr. También Joseph PIEPER, Entusiasmo y delirio divino, Rialp 1965.
(17) Dies Domini, nº 81.
(18) Joseph RATZINGER, Palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976.
se entiende que el santo Padre concluya que el domingo es una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Una condición para vivir bien la vida cristiana, necesitamos el domingo; si creemos en la resurrección de Cristo, si queremos seguir siendo creyentes, hemos de vivir el domingo.
El domingo no es prescindible, es irrenunciable.
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