Introducción
El mensaje cristiano no contiene una doctrina específica sobre los sentimientos, pero puede proporcionar algunas inspiraciones. Como en cualquier tema, hay que comenzar encuadrándolo en relación con los grandes misterios de la fe (creación, encarnación y redención) y luego prestar atención a algunas cuestiones típicamente bíblicas o teológicas. Por eso, el primer punto se dedica a situar los sentimientos en el marco de los misterios cristianos; el segundo, aborda un tema bíblico de gran relieve, el corazón, como centro de la persona y de su obrar; el tercero, trata de una cuestión recuperada en la teología del siglo XX: la hermenéutica de los anhelos humanos y, en general, de la aspiración humana a la felicidad.
1. Marco doctrinal
a) La creación y la imagen de Dios
Aunque históricamente el pensamiento cristiano haya podido estar influido, en algunos puntos y momentos, por el dualismo platónico, sostiene la bondad básica de todo lo que Dios ha creado («vio Dios que era bueno»(2)) y, en particular, de la creación material. La condición humana es corporal y lo va a ser para siempre (resurrección). Todo lo corporal ha sido modelado (plasmado, dirá Ireneo) por las manos de Dios. Por eso mismo, es bueno. Y ha llegado a su plenitud cuando «el Verbo de Dios se ha hecho hombre»(3), «semejante en todo menos en el pecado», como señala la Carta a los Hebreos(4). En esta línea, los sentimientos, que forman parte de la dotación natural del hombre, son también básicamente buenos. La afectividad pertenece al modelo de hombre que Dios ha querido, tal como se expresa en Jesucristo, perfecto hombre.
Según recoge el Libro del Génesis, el hombre ha sido hecho a imagen de Dios(5). Entre otras cosas, esta importante expresión permite establecer una analogía entre lo divino y lo humano. Lo humano, por ser imagen, refleja en el mundo visible lo que Dios es. En este sentido, la Biblia usa profusamente los sentimientos humanos para mostrar el rostro de Dios (de ternura hacia su pueblo, pero también de ira frente al pecado).
Los hombres más cercanos a Dios están convencidos de sus entrañas de misericordia. Moisés, al que se le permite contemplar veladamente la gloria divina, exclama «Dios, misericordioso y clemente, tardo a la cólera, rico en piedad y fiel, que mantiene su amor por mil generaciones»(6). Este importante texto compendia la imagen de Dios en la Biblia y tiene multitud de paralelos. El Dios bíblico es, por antonomasia, «compasivo y clemente»(7); «rico en piedad y fiel»(8).
En el Nuevo Testamento, la imagen de Dios está reflejada por toda la vida y la predicación de Jesucristo, que revela su paternidad. Dios es Padre de Jesucristo, pero también de todos los hombres, con una paternidad que se expresa en sentimientos, como se muestra, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo(9). Jesucristo declara el favor de Dios por aquellos que han acogido su mensaje y le siguen: «Al que me ama, mi Padre lo amará»(10). Pero también sabemos que los hombres de buena voluntad son objeto de la benevolencia divina, como anuncia el mensaje de Navidad: «gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad»(11).
Pero en Cristo se manifiesta no sólo el rostro de Dios, sino también la perfección del hombre. Los Evangelios muestran a Jesús conmovido ante Dios: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu y exclamó: ‘Yo te bendigo Padre'»(12). Ante los demás: como en los casos de la viuda de Naín y la muerte de Lázaro («se estremeció por dentro y se conmovió»). Además de sentir sus propios sufrimientos (Getsemaní). En la Cruz, encarna la figura del siervo de Yahvéh, varón de dolores, que lleva sobre sus espaldas los sufrimientos del pueblo. La Carta a los Hebreos destaca que esta solidaridad le permite comprender la condición humana(13). En Cristo, el cristiano se sabe comprendido y querido por Dios: «Si alguno está cansado y agobiado, que venga a mí y yo lo aliviaré»(14). Y es invitado a imitar sus sentimientos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»(15). Por eso, la piedad cristiana ha obtenido una fuente de inspiración y consuelo en el corazón de Cristo (Sagrado Corazón).
b) Pecado y redención
La Biblia y la tradición cristiana sostienen la existencia de pecado en el mundo, desde el principio, con una repercusión universal. El pecado, que supone siempre apartarse de Dios, introduce desorden en la creación, pérdida de armonía. En el texto que aparece en el Génesis, está contenida una etiología del mal en el mundo (Gn 3). Se detallan algunas de sus manifestaciones(16): el trabajo con el sudor de la frente, el mundo como lugar inhóspito (el hombre como expulsado del paraíso), los dolores de parto; después, el fratricidio de Caín y los demás pecados primordiales, que desagradan a Dios y dan origen al diluvio.
Entre los males del mundo, que rompen la armonía original, el texto del Génesis se fija de manera particular en la espontaneidad de los sentimientos (y concretamente de los impulsos sexuales). La mención es intencionada y significativa, pues es doble y está situada precisamente antes y después de la narración del pecado. Antes del pecado, se dice que no se avergonzaban a pesar de estar desnudos(17), es decir que no sentían esa turbación característica -el pudor- que provocan los estímulos sexuales en las personas honestas. Y es lo primero que sienten después del pecado(18).
Esta manifestación del desorden interior representa toda la espontaneidad de la vida afectiva en cuanto desborda el dominio consciente. Como resulta experiencia común, el ser humano tiene una sensibilidad hasta cierto punto independiente de su espíritu. Para la escolástica, esta espontaneidad es el desorden más claro que separa la situación del hombre ideal (en el paraíso o en la gloria) de la situación real e histórica del hombre. En ella se expresa, por otra parte, una experiencia de conflicto y lucha interior, de fuerzas centrífugas y opuestas, que es universal (Video meliora proboque deteriora sequor(19)). A partir del siglo IV (Evagrio Pontico), la tradición cristiana ha vertido su experiencia sobre el desorden afectivo en el esquema de los pecados capitales. Allí ha establecido con enorme sabiduría práctica un elenco de los principales móviles desordenados de la afectividad (soberbia, avaricia, lujuria, gula, ira, envidia y pereza).
En sentido inverso, la recuperación de la unión con Dios, supone la reordenación de la afectividad y el restablecimiento de la armonía interior. Esto se logra, sobre todo, por la acción de las virtudes sobrenaturales (fe, esperanza y caridad) que hacen a Dios presente como referente de la psicología humana. Como ejemplo curioso, la liturgia, al celebrar la santidad de la vida religiosa, se refiere precisamente a esta recuperación de la armonía original.
Es necesario entonces un discernimiento sobre los impulsos de la afectividad. La doctrina cristiana reconoce una bondad de raíz de los sentimientos humanos, que proceden de una naturaleza querida por Dios. Pero, advierte de un desorden interior, que forma parte de su condición pecadora, y que exige una purificación que sólo se consigue correspondiendo a la gracia de Dios. La moral cristiana ha reconocido, como regla de la bondad de las acciones humanas, que guarden el orden que la razón descubre. Con este criterio se juzga también la bondad de los sentimientos, a los que se pide que se sometan a la razón. Pero esta posición requiere algunos matices.
c) El orden de la razón y la caridad
El cristianismo no comparte plenamente los puntos de vista estoicos, o en general de la cultura grecorromana, sobre el ideal del sabio (apatheia). Está de acuerdo en que la persona recta debe dominar sus impulsos inferiores (la parte más baja de la sensibilidad), pero, con San Pablo, defiende que el espíritu del hombre convertido debe estar conducido por el impulso de la caridad. Esto modifica bastante los planteamientos clásicos, con un dinamismo nuevo y unos nuevos horizontes de conducta. La caridad, el amor que se entrega a Dios y al prójimo, debe conducir a un heroísmo que pasa por encima de lo que es razonable. Así lo formula el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas»(20). Y también se muestra en las sorprendentes exigencias del amor que Cristo propone a los que le siguen: «Nadie tiene amor más fuerte que el que da su vida por los amigos»(21); «Yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen y calumnian»(22).
El ideal clásico de sabio rechaza el ímpetu de los sentimientos capaces de perturbar la razón. Pero el cristianismo aspira al dominio del impulso de la caridad en la conducta. Por eso mismo, califica positivamente la espontaneidad de las manifestaciones afectivas cuando se dirigen a Dios y al prójimo. Desde el principio, el cristianismo considera como virtud la misericordia, y espera de los cristianos que tengan «entrañas de misericordia», como Dios mismo las tiene. En Dios, que es espíritu, se trata de una misteriosa metáfora con un alcance imposible de imaginar, pero en el hombre se refiere a una experiencia afectiva perfectamente identificable.
La tradición sapiencial griega trataría la cuestión de la misericordia de otro modo: alabaría la tendencia a ayudar (el altruismo), pero censuraría la conmoción. El sabio es quien pone en todo la medida de la razón: no puede dejarse dominar por sus sentimientos. Aunque se trate de un caso extremo, se recuerda el escrúpulo de Aristóteles al no poder contener sus sentimientos y llorar por la muerte de su hija. Hay una diferencia de planteamiento global. El cristiano aspira a imitar las entrañas de un Dios misericordioso, Aristóteles, la serenidad de un cosmos presidido por un motor inmóvil. Algo parecido resultaría en la confrontación con los ideales budistas: el budismo propugna unos ideales prácticos de benevolencia y misericordia universal, pero rechaza toda vehemencia afectiva. El bello ideal de la serenidad, que tiene tantas resonancias cósmicas, impide que el tema pueda ser tratado de otro modo.
No es que la antigüedad desconozca la importancia y la fuerza de los sentimientos, sobre todo superiores. Tanto Platón como Aristóteles creen que la buena educación consiste principalmente en ayudar a que los jóvenes se enamoren de lo que es noble, para que se convierta en el motor de su conducta. El cristianismo comparte esta preocupación, pero su ideal de conducta no es elitista y no tiene un sentido épico y estético tan acusado. Encuentra su modelo y norma en Jesucristo. La caridad que él practicó y transmitió como mandamiento y como impulso del Espíritu Santo, no es un amor de ideales (el eros platónico), sino de personas (Dios y el prójimo). No busca la propia gloria, sino la entrega. El universo cristiano es personal, porque en la cima está una comunión de personas, que es la Trinidad.
La caridad no es, estrictamente hablando, un sentimiento, pero, en cuanto inclinación estable, debe ser situada en el nivel superior de la afectividad. Además, como todas las inclinaciones fuertes (todos los amores e inspiraciones), ante la presencia de su objeto, despierta vivos sentimientos. En esto se muestra también la limitación de nuestros esquemas antropológicos que, por tradición, son demasiado racionalistas.
Es evidente que, en la conciencia humana, hay un amplio repertorio de inclinaciones estables que tienen un carácter afectivo, sin ser pasionales, como sucede con la misericordia, el sentido estético y el sentido moral, el amor a la verdad, al bien y a la belleza (el eros platónico), además de todos los afectos inducidos y creados entre los que destacan los amores personales. Como se refieren intencionalmente a sus objetos, hay que situarlos en la afectividad, pero en otro nivel que los sentimientos(23). Deben considerarse como inclinaciones estables del querer, y por lo tanto pertenecen la voluntad(24). Al ser inclinaciones estables y referidas a grandes bienes, son un cierto desarrollo de lo que los escolásticos llamaban voluntas ut natura. Componen el fondo afectivo que es capaz de reconocer y valorar los bienes de carácter espiritual.
2. El corazón(25)
a) Corazón y conciencia
La Biblia no tiene un lenguaje crítico y no distingue específicamente entre las distintas capacidades humanas. No ha establecido una psicología racional. Su interés es religioso: busca relacionar la vida humana con Dios. Contempla la condición humana desde arriba, desde la perspectiva de Dios. Desde esta perspectiva, quizá el segundo término en interés antropológico, después de «ruah» (espíritu-vitalidad-animación que viene de Dios), es «leb» (corazón).
En la Biblia, el corazón es el núcleo del hombre(26), donde toma sus decisiones, y el lugar de su encuentro con Dios(27). Con esto se da al centro del hombre una tonalidad mucho más cálida, que cuando se sitúa en la mente o la inteligencia. Y marca otro matiz de diferencia con la cultura o por lo menos con la filosofía griega. Mientras que, en éstas, el centro del hombre suele situarse en la mente o en la inteligencia, que es donde se piensa; en la Biblia, el centro del hombre está en el corazón, que es el lugar donde se toman las decisiones morales.
En alguna ocasión, cardenal Ratzinger ha subrayado la importancia que esta categoría bíblica puede tener para superar la inclinación racionalista que tiene, por tradición, la antropología occidental. En el corazón, reconocido simbólicamente como centro del hombre, se unen el conocimiento y la valoración o respuesta afectiva. Una pura racionalidad que no valore la respuesta afectiva, no da cuenta de lo que es el hombre. Es el mensaje también de algunos ensayos recientes(28). En el núcleo del conocimiento y del ejercicio de la libertad, está presente la afectividad. Desde el punto de vista cristiano, no hablamos sólo de las tendencias inferiores y, por lo tanto, del desorden de las pasiones; sino también de las inclinaciones humanas más importantes, entre las que se encuentra, como hemos visto, la caridad.
b) El sentido moral
La Biblia no presta especial atención a la actividad especulativa, y se fija más en la acción humana. Por eso, el término «corazón», aun cuando puede abarcar todos los aspectos que nosotros concentramos en la palabra «conciencia», alude más directamente a lo que entendemos por conciencia moral. Con todo, el hecho de que la Biblia considere el corazón como la sede todo el obrar humano subraya el importante papel que la afectividad juega en el obrar humano y en su sentido moral.
De nuevo es preciso hacer un discernimiento. La afectividad comprende varios estratos diferentes, pero vinculados. Es, al mismo tiempo, la sede de las pasiones que compartimos con los animales y, en consecuencia, también del desorden pasional (ira, envidia, discordia, etc.). Pero es también la sede de nuestro amor (caridad), de nuestra piedad, de nuestro sentido de la justicia y de nuestro sentido del deber. Estas inclinaciones afectivas tienen una parte decisiva en cada una de nuestras decisiones morales. Las inclinaciones y repulsas que nacen del corazón valoran y aprecian cualquier objeto que se hace presente en la conciencia, configuran nuestro interés, reclaman nuestra atención, motivan nuestra acción, e influyen en el juicio práctico de la razón.
A diferencia de una ética puramente racional o del deber impuesto por la razón (Kant), la moral cristiana reconoce en el hombre un sentido moral espontáneo, que tiene un componente afectivo, pues juzga inmediatamente y en concreto, mediante inclinaciones, aprecios y repulsas, sobre el bien y el mal. Como señala la experiencia, no se trata de un razonamiento (que puede venir después), sino de una inclinación espontánea que sigue y responde al reconocimiento de la situación, y que mueve sentimientos. En ese sentido es «intencional», pues supone una respuesta referida y adecuada al objeto que valora. La tradición cristiana reconoce en la afectividad humana, una connaturalidad con el bien, que ayuda a percibirlo y mueve a realizarlo.
No es cuestión de plantear de nuevo una competencia entre razón y afecto, como si pudieran dar lugar a dos morales diferentes (la moral del deber y la de la felicidad). Hay una confluencia y colaboración que se percibe en el propio dinamismo de la acción humana. El buen corazón valora y se mueve, mientras que a la conciencia le toca reconocer y sancionar la inclinación afectiva; y al razonamiento posterior, hacer el análisis del acto y, más en general, individuar los principios morales. Es evidente que el sentido moral actúa, en parte, antes y durante el proceso de deliberación, de manera espontánea y natural, en forma de inclinaciones o rechazos, que son afectivos, pero de otro orden que los instintivos. No es la única instancia moral, porque también lo es la recta razón que piensa en cada momento lo que es justo, el conocimiento de la ley, o las costumbres y reglas legítimas recibidas por la educación. Pero es una instancia moral que ocupa un lugar peculiar en el proceso de la acción humana.
De la misma manera que existe un sentido estético, que tiene un componente afectivo, existe también un sentido moral, que también lo tiene. Esto invita a hacerse una idea más rica y matizada de lo que es la voluntad y a relacionarla mejor con la afectividad. Aunque la estructura de la afectividad es difícil de analizar en concreto, por la variedad de niveles y la abundancia de tendencias que la configuran, hay, sin duda, una afectividad superior, intencional, cercana a la inteligencia, con su propia estructura, estable y que incide en la conducta. Según el pensamiento cristiano, la acción del Espíritu Santo añade un nuevo e importante componente afectivo, que es la caridad, que está llamado a ser el principal y a renovar toda la estructura afectiva.
c) El buen corazón
Los espontáneos sentimientos de misericordia, de compasión, de solidaridad, de fraternidad (y cuando no se les da satisfacción, los remordimientos), ilustran inmediatamente y en concreto sobre muchos de los deberes humanos, cuando se hacen presentes en la conciencia. Hay que recordar que la parte más importante y más amplia de la moral se refiere a las relaciones con el prójimo.
El ideal moral cristiano está unido al buen corazón(29). El hombre bueno es el que siente rectamente y el que está afirmado en los buenos amores: a Dios y al prójimo, empezando por aquellos a los que debe amor: su familia, amigos, compañeros, etc. Ese amor natural resulta elevado y transformado por la caridad como impulso interior del Espíritu Santo. El buen corazón aprende a seguir el impulso de la caridad y reacciona adecuadamente ante cada situación. Realiza en concreto y con una amplitud heroica el amor a Dios y al prójimo(30).
La caridad tiene una función directiva, porque orienta toda la conducta. Y también, purificadora, porque, al absorber las energías psicológicas, limita e impide el desarrollo de otras tendencias. Esta experiencia está sintetizada en una idea de San Agustín, amor amore impeditur, ampliamente recogida en la obra de San Juan de la Cruz(31). Al estructurar los amores de acuerdo con la verdadera categoría de las cosas (Dios, el prójimo, uno mismo), crea el ordo amoris, el orden de los amores, en el que San Agustín compendiaba la perfección moral.
El cristianismo tiene experiencia del corazón que ama a Dios y a sus cosas. Es la piedad o, en su sentido más fuerte, el celo por las cosas de Dios. La palabra «piedad» existe ya en el vocabulario de la cultura clásica, especialmente romana, referida a los amores familiares y patrios, además de la devoción por los servicios religiosos tradicionales. En la cultura cristiana, que tiene una imagen clara de Dios como Padre, se dirige personal y directamente a Él. La conciencia cristiana reconoce la proximidad del Dios creador y redentor, que está y actúa en todas las cosas y, en particular, en el fondo del hombre; precisamente en su corazón, en el decir bíblico, o en el apex mentis, en el decir de algunos místicos. Existe una conciencia, unida a la experiencia, de que en lo más íntimo del hombre, se encuentra Dios. Esa conciencia funda una cercanía y un amor permanente hacia Él.
3. Los anhelos humanos
a) «Desiderium Dei»
La tradición cristiana señala desde antiguo que las inclinaciones más profundas del hombre responden a que ha sido hecho por Dios y para Dios. Es el sentido de la expresión de San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti»(32). Pero este principio ha adquirido un nuevo brillo con el desarrollo de la teología del siglo XX, y el actual Catecismo de la Iglesia Católica defiende que el deseo de felicidad es, en definitiva, una manifestación de este destino(33).
Santo Tomás de Aquino habla ya de un desiderium Dei, que se da en toda criatura y que, en definitiva, tiene que ver con el orden objetivo de bienes que hay en el universo. Al tender al bien, toda criatura, aún sin ser consciente, está tendiendo a Dios, que es el Sumo Bien. Esta tendencia inconsciente que se da en todo el universo, se manifiesta, en otro nivel, en la estructura del espíritu humano. Su voluntad está orientada, por naturaleza, hacia el bien en cuanto tal, en este sentido, en cuanto apertura y tendencia al Bien, es un verdadero desiderium Dei, aun cuando no se alcance una conciencia explícita(34). Con la ayuda de la fe, en la apertura universal del espíritu humano, y en su tendencia incondicionada hacia el bien y la felicidad, descubrimos que está hecho para Dios.
Por motivos complejos de exponer y, precisamente, partiendo de estos textos de Santo Tomás, la teología del siglo XX se replanteó el tema(35). Hasta tal punto que, desde entonces, se considera que la mejor presentación del cristianismo es precisamente la que muestra que el mensaje evangélico es la respuesta inesperada y gratuita de Dios a los más profundos anhelos humanos. Este enfoque fue propuesto, primero, por Blondel e introducido por De Lubac. Y, después de amplias discusiones y algunos matices, totalmente aceptado.
En su discurso a los teólogos españoles en Salamanca (1982), el Papa Juan Pablo II, señalaba que hoy la teología debe basarse en una filosofía que «tendrá que ser antropológica, es decir, deberá buscar en las estructuras esenciales de la existencia humana las dimensiones trascendentes que constituyen la capacidad radical del hombre de ser interpelado por el mensaje cristiano para comprenderlo como salvífico, es decir, como respuesta de plenitud gratuita a las cuestiones fundamentales de la vida humana. Éste fue el proceso de reflexión teológica seguido por el Concilio en la Constitución Gaudium et Spes; la correlación entre los problemas hondos y decisivos del hombre, y la luz nueva que irradia sobre ellos la persona y el mensaje de Jesucristo». De algún modo ya está expresado en el famoso dicho de Tertuliano (anima naturaliter christiana(36)), pero este planteamiento ha supuesto una verdadera renovación de la vieja apologética cristiana.
b) Nostalgias de plenitud
Como ya hemos señalado antes, conviene discernir distintos estratos en la afectividad humana, caracterizados por distintos tipos de objetos. Existe el estrato de las pulsiones instintivas y de los condicionamientos o dependencias adquiridas (alcohol, tabaco). En un estrato superior, se deben situar las aficiones creadas hacia cosas o actividades (gustos y preferencias). Todavía más arriba los amores personales (familiares, amistad). Quizá en paralelo, hay que situar el sentido moral y el sentido estético, que tienen un dinamismo propio. Pero, en la cima, se descubren unos anhelos que son tendencias incondicionadas hacia el bien, la verdad y la belleza; y que pueden tomar diversas formas, en la medida en que entrevén su objeto. Parecen dirigirse, en definitiva, hacia Dios, aunque también se dejan desviar por espejismos, que adquieren entonces la condición de sucedáneos de lo divino o de ídolos.
Junto a esos anhelos, en cada hombre se reconoce un deseo incondicionado de crecimiento y afirmación de la propia personalidad. Se realiza en gran parte mediante su propia acción, que funda la seguridad en sí mismo, y el reconocimiento social. Pero la perspectiva de la muerte introduce una evidente inquietud y agudiza, por contraste, el anhelo de pervivencia, que, por otra parte, conecta con los instintos más elementales.
En la misma línea, habría que situar el deseo de amar y de ser amado, que se despierta en el hombre en cuanto tiene experiencia de la vida social. Pero que no puede ser saciado con los amores, necesariamente limitados y por lo menos aparentemente pasajeros, que se pueden alcanzar en la vida (aunque todo amor personal, como decía Marcel y luego Pieper, encierra una afirmación de eternidad: «Tú no morirás»). Martin Buber habla de la «noble nostalgia del Tú eterno», que aparece en cualquier experiencia de amor humano.
Los pequeños éxtasis que las experiencias de belleza, del bien moral (las acciones ejemplares) o de la verdad proporcionan dejan unas nostalgias parecidas: en contraste con la vulgaridad de la vida cotidiana, estimulan el deseo de una plenitud que aquí se revela imposible. El pensamiento cristiano hace confluir en Dios todo el orden de los trascendentales (Ser, verdad, belleza, bien); además de la plenitud de la relación personal (amor, por la caridad del Espíritu Santo, en la comunión de la Trinidad). Por lo que, en definitiva esas nostalgias, excitadas por el contraste, se revelan como nostalgias de Dios.
c) Ansias de salvación
Los anhelos humanos se agudizan y se manifiestan ante la experiencia de la limitación, en contraste con la mediocridad de las condiciones de la vida humana; y de manera especial, ante la muerte. Pero el mal que cada ser humano descubre en el mundo es mucho más que las limitaciones físicas o psicológicas. Tiene que enfrentarse a los propios límites morales, al mal de la naturaleza y a la maldad humana.
Por un lado, cada hombre descubre las propias quiebras morales, la división interna que ya hemos mencionado. Y, si es honrado, se ve obligado a luchar contra ellas y siente el anhelo de librarse y alcanzar la paz, como expresa el propio San Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»(37). Por otro lado, la tremenda experiencia del desorden en la naturaleza, especialmente cuando daña a los más débiles (catástrofes, pero también enfermedades) o cuando afecta a las personas que amamos, provoca un deseo de superación. Y la dolorosa experiencia de la maldad humana, con sus múltiples expresiones en la vida social, hace nacer esa sed de justicia, que es un gran signo evangélico(38).
El cristianismo ofrece muchas luces para el análisis y reconocimiento del mal en el mundo, en la naturaleza y cada uno en sí mismo. En consecuencia, impulsa a un esfuerzo de superación personal y a un compromiso de entrega y servicio. La entrega personal es la respuesta adecuada al conocimiento del mal en el mundo y, en general, del sufrimiento ajeno, y forma parte de la vocación básica de un hombre honrado. Pero hay más. Ante la experiencia de las dimensiones del mal, que nunca es posible resolver sólo con medios humanos, surge el deseo de una salvación definitiva que sólo puede venir de Dios: «Sólo un Dios puede salvarnos», concluye Heidegger en su famosa última entrevista, quizá rememorando sus raíces cristianas(39). Aunque esta frase fue pronunciada en un contexto más particular, es una conclusión inevitable que se sigue del conocimiento de la vida humana, de su situación existencial.
La salvación de Dios tiene un signo en el mundo, que es la Cruz de Cristo, alzada en el centro de la historia. Una cruz que es, al mismo tiempo, el mayor símbolo del pecado, la expresión de la solidaridad de Dios, que quiere compartir el dolor humano, y, tras la resurrección, una promesa de plenitud entreabierta en la historia. Se abre un más allá, una nueva dimensión para la vida humana, a la que se puede llegar por la participación en el Misterio Pascual, en la muerte y resurrección de Cristo
Esta es la dinámica del existencialismo cristiano. Tomar conciencia del mal, estimular el compromiso, excitar el anhelo de paz y de justicia, y, al ser iluminado por la fe, abrirse a la esperanza. En la relación de las bienaventuranzas (Mt 5), se muestra la paradoja cristiana que envuelve la situación del hombre. Aspira a una plenitud en un mundo que no es bueno y en el que necesariamente, si se quiere ser bueno, es preciso tomar conciencia del mal y sufrir. Pero promete la salvación de Dios, el Reino que ha de venir, con una plenitud de justicia y de paz. La muerte adquiere entonces un sentido de purificación y de preludio ante el mundo que Dios ha de restaurar.
Hemos visto dos tipos de anhelos: nostalgias de plenitud y ansias de salvación. Ambos se estimulan ante el contacto con la realidad, y en contraste con las experiencias de limitación y de mal. Pero toman forma en la medida en que se descubre su sentido. Si no, quedan como aspiraciones indeterminadas y desconocidas. La fe cristiana proporciona esa peculiar luz que permite hacer una hermenéutica de la parte más alta de la afectividad humana, un verdadero discernimiento o crítica de los anhelos humanos. Y al descubrirles a Dios como fin y el Misterio Pascual como medio, los convierte en esperanza.
4. Conclusión
Aunque el cristianismo no tiene y no puede tener una doctrina propia sobre los sentimientos, puede afrontar el tema remitiéndose a sus principios. Al hacerlo así:
—-reconoce que son parte integrante de la bondad humana; los reconoce en Cristo y ve que con ellos se puede expresar la imagen de Dios (bondad, ternura, misericordia);
—-siguiendo la representación bíblica, entiende que el centro del hombre está en el corazón, donde confluyen inteligencia y afectividad; donde nacen las acciones libres, delante de Dios, que está presente allí de manera especial;
—-estima que en el estrato más elevado de la afectividad humana, hay una inclinación natural hacia el bien; que el hombre está dotado de un sentido moral; y que las inclinaciones más profundas de la sensibilidad hacia la felicidad, son un testimonio de que el hombre está hecho para Dios;
—-advierte de un desorden interior entre la afectividad y los criterios de la recta razón; que es más manifiesto en los impulsos de la conducta instintiva (placer), pero que también afecta a otros afectos inducidos por la propia conducta (avaricia, soberbia, envidia, rencor); en consecuencia, la vida humana, para ser recta, exige una lucha por purificar y encauzar los sentimientos;
—-está segura de que la rectificación, orden y plenitud humana, se consiguen con el predominio de la caridad en la conducta; como señala San Juan de la Cruz, siguiendo a San Agustín, un amor mayor encauza los amores menores;
—-cree que el mensaje del Evangelio es una respuesta de salvación a las ansias más profundas de paz y justicia, que surgen ante la experiencia del mal, y les da una orientación definitiva que las convierte en esperanza.
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Notas
1. Este escrito se basa en una comunicación al Capítulo de Antropología de la Asociación para el estudio de la Doctrina social de la Iglesia (AEDOS), en Soto del Real, el 8.VII.2000.
2. Cfr Gen 1,31.
3. Jn 1,14.
4. Hb 4,15.
5. Cfr Gen 1,26-28.
6. Ex 34,6-7.
7. 2 Cro 30,9; Neh 9,17.31; Sal 103/102,8; 111/110,4; 145/144,8; Jl 2,13; Jon 4,2.
8. Sal 25/24,10; 40/39,11ss; 57/56,4; 61,8; 86/85,15; 115/114,1; 138/137,2.
9. Lc 15,11.
10. Jn 14,21.
11. Lc 2,14. Es sabido que el texto ha recibido dos lecturas, según el término benevolencia (eudokías) se refiera a Dios o a los hombres. Parece más probable la primera, pero ambas lecturas son complementarias, puesto que toda buena voluntad humana tiene como fuente la buena voluntad divina, como desarrollará después la doctrina cristiana de la gracia.
12. Lc 10,21.
13. Hb 4,15.
14. Mt 11,29.
15. Mt 11,29.
16. Gen 3,14-19.
17. Gen 2,25.
18. Gen 3,7.
19. Ovidio, Metam., 7,20.
20. Mt 22,34.
21. Jn 15,13.
22. Mt 5,44.
23. Le debemos a D. von Hildebrand una interesante reflexión sobre este tema: Las formas espirituales de la afectividad, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid 1996; en su original alemán, se puede encontrar en el volumen VIII de sus Gesammelte werke. Es una de sus tesis más importantes, que también aparece en otras obras, como en los primeros capítulos de El corazón, Palabra, Madrid 1996. Pero encontramos paralelos en toda la tradición agustiniana. Ver, por ejemplo, el comentario de san Agustín en De Civitate Dei, cap. 3 donde se sitúa ante las ideas estoicas.
24. Se encontrará un precioso comentario sobre esto en el Tratado del amor de Dios, de san Francisco de Sales, Libro I, cap. V y VII.
25. Es un término que tiene un lugar eminente en la Biblia y en la espiritualidad cristiana, pero muy reducido en la teología. Cfr Cor et cordis affectus en DS 2 (1953) 2278-2308; Corazón en J. Bauer, Diccionario de Teología Bíblica (Herder 1993), 355-356; en H. Fries, Conceptos Fundamentales de Teología (Herder 1966), I, 303-317. Desde un punto de vista especulativo, en este tema destaca toda la obra de Von Hildebrand; por ejemplo, El corazón (Palabra 1997).
26. Cfr 1 Re 8,17.
27. Cfr 1 Sam 9,20; 25,25; Dt 8,5.
28. Cfr D. Goleman, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 1996.
29. Cfr D. von Hildebrand, Nuestra transformación en Cristo. Es una constante en la línea agustiniana, con destacados hitos en san Bernardo (Comentario al Cantar de los Cantares) y san Buenaventura (Itinerarium).
30. Refiriéndose a la importancia que tiene para la vida cristiana estimular y hacer crecer estas inclinaciones profundas del corazón, escribe el Venerable Palafox: «Son los buenos deseos las alas del corazón cristiano (…); los deseos hacen de los pecadores, buenos; de los buenos perfectos, y de los perfectos, santos; de los gentiles, cristianos y de los cristianos, mártires» en la Introducción (Jn. 1-2) de un trabado Varón de deseos, Rial, Madrid 1964, 32.
31. «Era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor» (Subida, I, 14,2). Esa dinámica de purificación es destacada por el entonces doctorando Karol Wojtyla, después Juan Pablo II, en su tesis sobre La fe en San Juan de la Cruz.
32. Confesiones, I,1.
33. Cfr nn. 27-30; 1.718-1.719.
34. Cfr Contra Gentes, caps. 50 a 57 y 61 y 63; S. Th. I-II, qq. 2 a 5; I, q. 12, a.1.
35. G. Colombo, El problema de lo sobrenatural, Herder, Barcelona 1961; H. Bouillard, Conversion et grâce chez St. Thomas d’Aquin, Aubier, Paris 1944; M. Cuervo, El deseo natural de ver a Dios y los fundamentos de la apologética inmanentista, en «Ciencia Tomista», (1928) 332-348; (1929) 5-36; (1932) 289-317; un resumen del debate en A. Motte, «Bulletin Thomiste» 9 (1932) 651-675.
36. «O testimonium animae naturaliter Christianae!» (Apol. 17,5).
37. Rm 7,24.
38. Mt 5,6.
39. «Nur noch ein Gott kann uns retten», en entrevista del 23.VI.1966, publicada en Der Spiegel (31.V.1976), pp. 193-219, 213.
Comí se menciona se dice que desde la fe cristiana, los sentimientos humanos son vistos como una dimensión valiosa de la vida, diseñada por Dios para enriquecer nuestra relación con Él y con los demás, y que requiere equilibrio, moderación y sometimiento a la guía divina.