Etimológicamente, la palabra violencia deriva del latino «violentia», vis maior, fuerza mayor, ímpetu. Según el diccionario es la fuerza o energía desplegada impetuosamente.
La violencia es la gran protagonista cotidiana de las páginas de nuestros periódicos. Violencia sorda en la guerra fría entre los bloques; violencia sonora en los conflictos sangrientos que estallan en diversos puntos del globo. Pero si uno cierra el periódico y echa una ojeada a su alrededor se da cuenta de que la violencia a gran escala no es más que un reflejo terrible de las violencias de cada día a nivel microsocial.
Uno es violento con los que conviven bajo el mismo techo; la violencia está presente en las calles, estalla entre los conductores y los transeúntes, entre los viajeros que usan un mismo transporte público, entre los vecinos de la misma escalera. La violencia verbal, gestual, brota a menudo en la tienda, en el taller, en la oficina, en el despacho o en la escuela. Y en la mayoría de los casos, los motivos que desatan estos comportamientos violentos, si se miran desapasionadamente, son nimios, insignificantes, ridículos. Lo que pasa es que son como chispas que encienden el ambiente tenso y crispado a que nos aboca el ritmo trepidante y angustioso de nuestro tiempo.
Pero es curioso que mientras casi todo el mundo practica la violencia, también es unánime el reproche que se hace de sus exabruptos. El padre de familia califica de execrable la imagen de violencia que le ofrece la pequeña pantalla, a la vez que vocifera violentamente al hijo inoportuno. Ciertamente la violencia casera no es equiparable a la violencia social, pero ambas son manifestaciones en coordenadas distintas de una violencia que surge de la agresividad del ser humano.
Pero también hay una positiva violencia llena de luz que tiene otros fondos. Etimológicamente, la palabra violencia deriva del latino «violentia», vis maior, fuerza mayor, ímpetu. Según el diccionario es la fuerza o energía desplegada impetuosamente. En el origen, pues, el concepto de violencia, denota una realidad moralmente neutra; la calificación que uno puede hacer de ella dependerá del uso o abuso de esta fuerza. El profesor Herreros, por ejemplo, define la violencia como una fuerza dinámica inserta en la naturaleza humana dirigida a mantener la identidad del hombre y explicitada en actos físicos o morales. Existe, pues, una violencia que nace de la fuerza del amor.
La película «Gandhi» ha impresionado a muchos ciudadanos. La plasmación cinematográfica de aquel hombrecillo que consiguió revolucionar con su pensamiento y su vida un país tan enorme como la India y que ejerció proféticamente un gran influjo en todo el mundo, ha impactado a los que lo desconocían y ha hecho volver a reflexionar con seriedad a muchos de sus seguidores y admiradores.
Pues bien, el «mahatma» se presentaba como el apóstol de una doctrina cuyo nombre ha sido traducido con poca fortuna en nuestras lenguas con el término «no-violencia». Quizás en esta palabra de connotaciones pasivas y asustadizas radica otra faceta de desprestigio del concepto «violencia» en nuestro tiempo. La traducción más aproximada del concepto «âimsa»» es «fuerza de la verdad». Y, realmente, la figura de Gandhi estaba bien alejada de cualquier pasividad y debilidad. La fuerza persuasiva y abrasadora de su palabra, de su gesto, de su comportamiento, era capaz de desarmar, de vencer moralmente a los adversarios más poderosos.
Se puede hablar pues, con fundamento de causa, de la posibilidad de actuar según una auténtica «violencia constructiva» con dos características: en primer lugar, esta violencia no destruye ni abate, ni subyuga y, además, es requeridora de la libertad responsable de los otros.
El mundo nuevo que hay que construir y que todos deseamos, con unas nuevas relaciones familiares, laborales, humanas, no se hace sin la fuerza de la verdad. Es necesario que los hombres de nuestro tiempo aprendan a usar esta violencia constructiva. Hay que cobrar conciencia de que, de hecho, la violencia nos ha sido arrebatada conceptualmente -¡y realmente!- por aquellos que han hecho mal uso, y se han convertido en un dinamismo impedido con fines destructores en una espiral loca y ciega. Y no hay derecho que se crea que solamente el mal es fuerte. El bien, la verdad, la honestidad también tienen fuerza, y no para enfrascarse en un pugilato estéril sino para levantar con vigor una nueva civilización. Lo contrario de la violencia destructiva no es la pasividad inerte, sino la fuerza del amor.
Uno puede caer -y de hecho cae- en la trampa de creer que se puede luchar con violencia destructiva por un fin recto y bueno.
Tenemos suficientes ejemplos que justifican la muerte y el aniquilamiento con cualidades hasta filantrópicas. Queda suficientemente manifiesto el contrasentido de correr hacia un horizonte de vida dejando al pasar una estela de muertes. No. Tenemos que recuperar el auténtico sentido creativo de la violencia. Más que nunca nos es urgente pugnar -con violencia del amor- por una sociedad armoniosa, solidaria, feliz…
Por Jaime Aymar
El autor, historiador, es colaborador de la Revista RE.