La muerte y su sentido: problemática humana y significación teológica I

«No quiero morirme, no, no quiero  ni  quiero  quererlo;  quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy  y  me  siento  ser  ahora  y  aquí» [1]. El  soliloquio  unamuniano  evidencia de manera angustiada lo que otros han venido  a  llama  la  tristeza  de  lo  finito [2],  el  carácter  ambigüo  de  la  existencia  humana al caer en la cuenta de su contingencia. Frente  a  la  tarea  de  reali­ zarse a sí mismo junto con los demás en el  mundo,  el  hombre observa la experiencia del mal y del fracaso: derrotas, angustias y frustraciones que parecen mermar la posibilidad de  tal  realización. Entre esas  dimensiones  críticas  de  la  condición  humana,  la  muerte es sin duda la más ostensible y dramática, la más amenazante para cualquier proyecto humano.

Por otra parte, y a pesar de, sus silencios, la  muerte  nos  viene  dada como un hecho necesario para nuestra  misma  condición  humana. Es algo con lo  que  ya  contamos  de  antemano.  Una  existencia sin muerte, nos lo ha recordado Simone de Beauvoir, es una prolongación de vacíos donde todo se diluye en la tediosa provisoriedad  de  lo  indefinidamente  revocable [3]. No  se  desea,  por  tanto, una amortalidad, sino una inmortalidad; no la  repitición  indefinida, sino una transmutación ontológica. Vivir, sí; pero vivir mejor.

Situados en esa dialéctica entre naturaleza y razón, necesidad y libertad, contingencia e infinitud, la muerte provoca la angustia, esa indomable rebeldía de quien se resiste a la extinción. Lo que pareée necesario por vía de  hecho  (la  necesaria  mortalidad)  viene  negado por vía de razón;  la  muerte  está  ahí  y  el  hombre  mientras  vive  ya va herido de muerte. Y al revés, lo que parece necesario  por  vía de razón (necesidad de la inmortalidad) viene negado por  vía  de hecho; con lo cual la razón recusa el absurdo de  que  todos los  seguros  de vida, toda  la  creatividad  humana,  nada  puedan  contra  la  seguridad de  la  muerte.  Esta  dolorida  perplejidad  entre   naturaleza   y  razón fue   percibía   por   el   mismo   Unamuno   cuando   escribía   que  ni el sentimiento logra hacer del consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un consuelo [4].

Estamos, pues, ante un problema en el que nos va la  vida a todos, que no puede ser banalizado porque en él se juega el sujeto humano por entero; la pregunta sobre la muerte es por tanto una variante de la pregunta sobre la persona; sobre la profundidad, irrepetibilidad y validez absoluta  del sujeto que la  sufre y  del sentido de su existencia. Cualquier proyecto sobre  el hombre será humano en tanto en cuanto no deje sin respuesta ninguna de sus dimensiones humanas; y entre ellas, el hecho de su muerte. ¿Para qué, entonces, una existencia cargada de proyectos si  todos ellos  han de terminar en un vacío irremedianable? Más aún, ¿qué sentido tendrían la libertad  y el compromiso  humanos  si  al final  todo se pierde en la  muerte? Precisamente con éstas y parecidas preguntas se tuvo que enfrentar la moderna filosofía posthegeliana al decidirse, no ya por las esencias, sino por la existencia del existente humano concreto. La filosofía existencialista ha tenido  el  gran mérito  de haber operado el paso de una filosofía de la inmortalidad (el alma separada) a una filosofía de la muerte. Para ello no habrá que olvidar ese factor desencadenante del movimiento existencialista, y del cual se recogieron los grandes interrogantes, que fue el hecho brutal de las dos guerras últimas; en ellas se había desvelado, con una crudeza insoslayable, la extrema precariedad de la existencia  humana,  de tal modo que « seguir viviendo después de Auschwitz » va a ser el leitmotiv preocupante de muchos pensadores [5]. También del marxismo humanista, apremiado por el rostro humano perdido con el monolitismo ideológico del sistema (neopositivismo stalinista y neodogmatismo de Althusser) en  el  que  todo  lo  humano quedaba amenazado. El cristiano no podrá pasar de largo frente a estas ofertas (existencialismo y  marxismo  humanista)  que,  aunque  nos  lleguen  desde la orilla de la increencia, sin embargo esconden una secreta  raíz religiosa y tienen un mensaje común al cristianismo: salvar  al hombre. Si el diálogo entre ciencia y  fe  ha  sido  siempre necesario para que aquella no cayera en un dogmatismo positivista ni ésta en un fideísmo inquisitorial, hoy se hace obligado levantar un frente común con quienes se ocupan del sentido  de  la  vida [6]. Esta  cuestión  es la que ha hecho reclamar una nueva comprensión  de  la muerte  por encima de su facticidad biológica. No ya la muerte naturalmente impuesta como el último corte con la realidad temporal, sino  una muerte personalizada como dato que llene la existencia toda y la identifique  plenamente  con  su  destino,  de  tal  manera  que  ni aquella quede bloqueada ni éste venga superpuesto.

A estas nuevas ofertas de  comprehensión  dedicaremos  la  primera parte  de  nuestro  estudio.  Todas  ellas,  independientemente  de su respuesta y matices, presentan la muerte como problema de la existencia; no después de ella, sino en ella llenándola de  sentido.  En una segunda parte nos ocuparemos  de la muerte más humana  (y por  ello agraciada) realizada  modélicamente  por  Jesús  de  Nazaret  como la entrega libre  y  liberalmente  consentida  de  su  vida;  al  darse  en ella una salida válida al problema de la  muerte,  la  suya  fue  una muerte revelada. A partir de ésta se nos ha dado a los hombres la posibilidad de vivir la muerte como misterio, realizándola virtual y sacramentalmente unidos a la suya; de esta posibilidad trataremos en la tercera parte de nuestro estudio. Este será, pues, el triple cauce -antropología,  cristología  y espiritualidad- a través del cual haremos transcurrir la reflexión de estas páginas.

La muerte como «problema» y sus respuestas

Los sistemas anteriores de la filosofía, dualistas e idealistas (de Platón a Kant y  de  Descartes  a  Hegel)  no  captaron  esta  dimensión de la muerte como «problema» de la existencia. Para ellos era simplemente la  liberación  del  espíritu,  del  yo,  de  la  persona,  sin  más. A partir de Kierkegaard y Nietzsche la situación ha cambiado. La filosofía se ha tornado antropología, pregunta preocupada por la existencia del hombre  concreto,  acosado  por  el  tiempo  y  definido por su destino.

Fue sobre todo FEUERBACH quien puso en crisis la idea de una inmortalidad individual que había sido el patrimonio común de  occidente durante dieciocho siglos. La tesis de  la  inmortalidad  del  alma  -dirá  él-  ha funcionado  como  piadosa  coartada   para  todos los evasionismos. Su interés pragmático por la historia  como  único lugar en el que el hombre realiza  su  destino,  le  llevará  a  negar  la idea de un  más  allá  que  opera  como devaluador  del  más  acá  y, por lo mísmo, a exorcizar todo temor a la muerte [7] La idea de la inmortalidad ya  no  tiene  vigencia  porque  el  hombre  ha  despertado a la llamada de construir su mundo y su historia.

Pero  no  querer  saber  nada  de  la  propia  inmortalidad   es  negar la entraña y la esencia de la  muerte  -dirá MAX  SCHELER-,  pese  a  que ella es un elemento constitutivo de toda conciencia vital. La inmortalidad ha caído en el  olvido  porque  se  ha  dado  en  olvidar  que yo, y no otro, tengo  que  morir  mi  propia  muerte.  Ya  no  preocupa una filosofía de la inmortalidad pero sí una filosofía de la muerte. Scheler va a ser, pues, el  punto  de transición  y quien opera el cambio  de una muerte padecida a una muerte protagonizada. Pese a que  el tema sea secundario en  la  ocupación  de  sus  escritos,  lo  va  a  tratar sin embargo como propedéutica al problema de la  supervivencia pernonal  [8]. A grandes rasgos ésta es su  preocupación:  hay  que  superar el simple conocimiento nocional, la idea de que  conocemos  la muerte porque vemos morir  en  la  que  por  inducción  incluimos nuestro  caso.  Este  modo  de  saber  la  muerte,  de  forma   impersonal («se muere»), no nos posibilita  el  acceso  a  la  verdad  de  la  muerte. Si únicamente fuera  así,  el  sofisma, de  Epicuro  resultaría  consolador y no le faltaría razón  a  Feuerbach  cuando habla  de  la  muerte  como un  ser  fantasmagórico.   Pero   no;   la  muerte  es  un   hecho  presente  a la conciencia de modo inmediato e intuitivo, no es algo accidental contra el que tropezamos  caminando  en  la  oscuridad.  Es,  por  tanto, un a priori para toda experiencia  inductiva  del proceso vital humano,  de tal manera que «el  morir  la  muerte»  es  una  acción,  un  acto mismo del ser vivo [9].

A partir de Scheler habrá  que intentar  esclarecer  el  sentido  de la muerte sin saltar a lo que esté detrás de ella. Este va a ser el esfuerzo común de la antropología existencialista y del marxismo humanista [10].

1. El existencialismo

A) La construcción de una ontología existencialista es el objetivo de MARTIN HEIDEGGER. Parte del análisis del existente humano, singular y concreto, a quien llama Dasein: «ser-que-está-ahí» como posibilidad siempre abierta, un poder ser auténtica o inauténticamente. Pero el Dasein no existe en un señero solipsismo, sino «en­el-mundo», entre los demás existentes que le tientan para que se olvide de sí mismo y se  sumerja  en el  anonimato  del  «se» (man). El resorte para que el Dasein venza esa  inclinación y no se  pierda  en la confusión  de  los  demás existentes es la  angustia, que  no  es  el miedo, sino una facultad positiva, el horror de la nada.

Y  la muerte,  ¿qué  es  para  el  Dasein?  « La   muerte  es   un  modo  de  ser que  el  Dasein  asume  tan  pronto  como  es»  [11],  es  un  «existenciario» que  hace  del  Dasein  un  ser-para-el-fin  (Sein  zum  Ende),  esto es,  un ser-para-la-muerte   (Sein   zum   Tode) [12].  Así, el Dasein muere no sólo  en  la  vivencia  del  fáctico  expirar;  muere   ya   fácticamente mientras existe [13]. (La medicina, en su positividad biológica, ha hecho  del  morir y del  expirar  algo, sinónimos;      Heidegger,  en  cambio, nos hace ver que son puntualmente distintos).

La  angustia heideggeriana  es  una  densidad  metafísica  que  provoca en el Dasein  una  actitud  de  autenticidad  en  «el correr al encuentro de  la  muerte»;  por  tanto  una  actitud  dinámica   que   difiere de aquella objetivación como mero acontecimiento por venir  e  igualmente de la  expectativa  que  aguarda  a  que  la  muerte  se  haga  realidad. La angustia hace que el Dasein no pierda su protagonismo entre  los  demás  existentes,  sino  que  él  sea  «el   pastor  de  los  seres». Le hace,  pues,  correr  al  encuentro  de  la  muerte  y  le  mantiene   en clave  de autenticidad  [14].  Y  así,  en  su  finalidad  de  ser-para-la  muerte, las demás posibilidades se mantendrán en  su carácter de penultimidad, en cuanto que ellas sólo podrán ser auténticamente asumidas a la cruda luz de la excepcional posibilidad del morir [15]. He aquí, pues, cómo la muerte se convierte en la llave hermenéutica para la comprensión del Dasein, del ser-ahí.

Heidegger, al «precursar»  la  muerte  en  la  existencia  hace  que ésta sea  una  densidad  con  sentido  (existencia y muerte   unidas   en una misma trayectoria de autenticidad) y crea una especie de transcendencia intramundana en la cual la muerte tiene una permanente presencia axiológica. Es decir, ha intensificado el proceso de interiorización de  la  muerte  iniciado  por  Scheler.  La  muerte,   en   sí misma, ha cobrado un sentido, el único sentido  (fin  y  finalidad)  de toda la existencia, con lo cual, en el hecho de  la muerte,  el  hombre cobra ya su definitiva mismidad. Pero  ¿cómo  saber  que la  muerte  que me golpeará es de hecho mi muerte?

B)   También JEAN-PAUL SARTRE pretende la construcción de una ontología existencialista;  pero   parte   de   una   distinción   fundamental. El ser se escinde  en  dos  categorías: la  del  ser-en-sí  (étre-en-soi)  y  la del ser-para-sí (étre-pour-soi). El ser-en-sí es el objeto en su plena positividad, que  posee  una  identidad   densa  que  le  hace  ser «lo que es». En  cambio,  el  ser-para-sí  es  todo  él  futuro y proyecto. El  hombre es  el  «ser-para-sí»,  futuro   plenamente   abierto,   pero con el anhelo de un « ser-en-sí », plenamente identificado. Mas estas  dos categorías de ser, el «ser-en-sí» y el « ser-para-sí», son irreconciliables,  se  anulan  mutuamente.  Esto  es  lo  que  hace  d, el   hombre,  en su deseo de ser-en-sí, un absurdo, «una pasión inútil » [16].

Este brutal negativismo sartriano es la conclusión lógica al refutar como imposible la instancia intermedia de Heidegger (la transcendencia intramundana que se agota en sí misma, densa de sentido pero extraña al ser-para-sí) y al llevar, por otra parte, hasta las últimas consecuencias la repulsa de toda dimensión postmortal del hombre (siendo éste «su proyecto», su  futuro, necesita siempre  de un «después», es así que la  muerte se lo niega,  luego  es claro que no puede ser admitida en el «ser-para-sí», que es todo él  abertura). Por tanto la muerte es extraña a mi subjetividad, no pertenece a la entraña ontológica del proyecto existencial humano.

Heidegger pensaba que en la muerte el hombre cobra su definitiva mismidad, Sartre responde que si tras la muerte no hay nada, toda ganancia se troca en pura pérdida. Si para Heidegger la muerte quedaba interiorizada en la existencia, para Sartre la muerte es radical exteriorización que hace del «ser-para-sí » una total  expropiación, hace que mi ser se cosifique,  es  «el triunfo del otro sobre mí», algo que me convierte en botín de los supervivientes.

Aún más.  Si  la  muerte  fuera mi  muerte  (como  pensaba  Heidegger pero  que  no  cabe  en  la  ontología  de  Sartre)  yo   podría   esperarla; pero siendo ella un suceso esencialmente  inesperable  (el  ser­para-sí no puede contar con un término) la muerte recibe retrospectivamente  el  carácter  de absurdo. No es   otra  cosa  -dirá  Sartre­ que la revelación del  absurdo  de  toda  espera: no se puede   esperar la muerte [17]. De aquí que todos los hombres se encuentren  en  una condición semejante a la del condenado a muerte,  que  se  está  preparando para presentar un aspecto decoroso en el momento de la ejecución, pero que muere  por  culpa  de  una gripe vulgar [18] ; el absurdo también de su carácter accidental.

Ya en su primera obra, una novela filosófica, concluía  con  una frase   llena  de  brutal pesimismo: «todo  existente nace  sin razón, se  prolonga   por   debilidad   y   muere por tropiezo» [19]. Es la misma conclusión de cuanto venimos  exponiendo.  Consiguientemente,  el único sentido que tiene la muerte es revelar el carácter absurdo  que marca a la existencia  humana:  «Si  debemos  morir,  nuestra  vida carece de sentido, porque sus  problemas  no  reciben  ninguna  solución, y porque el significado mismo de los problemas queda indeterminado» [20].

¿No habrá, entonces, ninguna posibilidad  de  redimir  la  existencia  humana  de  esa  alienación  fundamental que es  la muerte? La respuesta de  Sartre  ya  es  sabida:  ninguna. Pero con tal  absurdo en la existencia, ¿no quedará ésta a merced de todos los cinismos posibles? Se hace necesario encontrar con los demás existentes un remedio antes de que en verdad ellos lleguen a ser  para  mí  un  infierno. De aquí que un coetáneo suyo, ALBERT CAMUS, buscase afanosamente un camino intermedio entre la ausencia de esperanza y  la repulsa del absurdo radical. Si no es posible vencer la muerte al menos amordazar su carácter  alienante  padeciéndola  en  solidaridad con los que sufren su agonía [21]

C)   Recordemos nuevamente la ontología  heideggeriana  refutada por Sartre: si para Heidegger no hay más existencia que  la  que construye el Dasein  (ser-ahí)  y  en  ella,  identificada plenamente con su destino (el ser-para-la-muerte), concentra y agota toda la transcendencia posible, ¿ no será demasiado alto el precio que paga a la muerte si al final ésta, en su muda opacidad, le expropia de toda la densidad lograda ? El interrogante nos lleva  a  otro  existencialista:  KARL JASPERS. Para éste hay que distinguir el Dasein y la Existencia, porque mi Dasein no es toda la Existencia. El  Dasein  es  absolutamente temporal y la Eústencia  va  más  allá  del  tiempo.  La  relación del Dasein es el ser-del-mundo; ese mundo de la acción y del conocimiento que puede ser captado bajo dos aspectos diferentes: o bien tiendo  hacia  él  para  colmar  mis  deseos  (con  lo  cual   me  abandono a la ciega voluntad de vivir), o bien  ejerzo  en  el  mundo  una  actividad de transcendencia  (con  lo  cual,  todo  lo  que  realizo  en  él,  en la creación y en el amor, veo  una  manifestación  de  la  Transcendencia que me habla).

La distinción que hace Jaspers es importante, pero ¿ no estará provocando un salto religioso al configurar en una especie de círculos concéntricos Dasein-Eústencia-Transcendencia? De alguna manera sí, pero legítimo a la filosofía  misma -señala nuestro autor-; pues el origen de la filosofa no está en la objetiva positividad del Dasein, sino en la Existencia. Filosofar es, esencialmente, presuponer la Existencia, captarla en el esfuerzo atrevido hacia el descubrimiento del sentido de las cosas y de mí  mismo  y hacia  la  obtención de un punto de apoyo sólido y estable que se aclare en la filosofía  misma.  Este  origen  fontal  y cuasi  transcendente  de la filosofía crea en Jaspers una actitud que se ha venido  a  llamar  la  fe filosófica [22].

Avanzamos. Si  la  Existencia  me  instala  en  el  seno  mismo  de las situaciones concretas y contingentes de la  vida,  de  las  que  no puedo evadirme, no por eso estamos obligados a negar la existencia (contra  el  absurdo  de  Sartre),  sino  precisamente   hay  que  afirmarla a través de dichas situaciones. La existencia situacionada es la única existencia real de cualquier sujeto. Esas situaciones hacen que la existencia no se mueva en el vacío. El hombre necesita de esos condicionamientos como el pájaro precisa de  la  resistencia  del  aire para poder volar. Y cuando esas  situaciones,  transformadas  su estrechez en profundidad, aproximan a la Existencia a una frontera  donde se presiente la vecindad de la Transcendencia, las llamamos situaciones-límite (cuatro  fundamentalmente:  muerte,  sufrimiento, lucha y culpa) [23].

Esa «Transcendencia» constituye, pues, el misterio  de  la  Existencia. Pero  ninguna  verificación  empírica   puede   permitirnos   alcanzar dicha «Transcendencia», porque  nunca  se  nos  aparece  objetivable. El único método  válido  será  el  de  la  apropiación y la presencia realizadas  por y en la libertad.  Encontrarla es leer la «cifra», el lenguaje a través del cual habla la Transcendencia   en la Existencia.

Dentro de esas  situaciones-límite  la  muerte  es  la  cifra  ele  las cifras,  la que  puede  abrir  una  brecha a la «Transcendencia»: a través de la muerte del prójimo, de aquel a quien amo, esa  muerte concretiza dicha apertura, porque « lo que  la  muerte  destruye  es apariencia y no el  ser mismo».  Por  esto  mismo  llega  a  decir  Jaspers con  apasionada intuición:  «Yo  conquisto  la  inmortalidad  en  la  medida en que amo… y es amando como discierno  la  inmortalidad  de aquellos a los  que  me  une  el  amor»  [24].  Pero nuestro autor no explicita el  contenido  de   esa   «Transcendencia»  sobre  la  cual sólo cabe el silencio [25].

D)  Más que la muerte en sí, a GABRIEL MARCEL le apasiona  lo que se esconde detrás de ella. Se  podría  decir  que  su  vocación  filosófica nació con la muerte  de  su  madre  cuando  él  tenía  sólo  cuatro años. Habiendo  preguntado  a  su  tía  por  la  muerte  y  el  más  allá, recibió una respuesta evasiva; «lo sabré algún día», afirmó entonces  el   niño [26]. Tiempo después,  durante  la  primera  guerra  mundial, ocupándose en un departamento de la Cruz Roja por los soldados desaparecidos,   surgió de nuevo en  su mente la pregunta clave: «¿Qué   es   de   los   difuntos? ». Resulta significativo que Marcel, al igual que otros existencialistas,  haya vivido con  enorme  intensidad la experiencia de la guerra, que le ha marcado en la elección de los centros de interés de su pensamiento.

Marcel, al igual  que  Jaspers,  emparenta  amor  e  inmortalidad. El nexo que los une es la fidelidad. Cuando estoy en grado de comprometer mi futuro con una  promesa, entonces  estoy  en  condiciones de superar, rebasándolo, el momento presente: hay algo en mí que perdura, que me reserva el porvenir. Por este camino la  fidelidad deviene  creadora,  «consiste en mantenerse  activamente en  estado de permeabilidad» [27]. Pero he aquí que la prueba decisiva de  la fidelidad es la muerte; por eso,  cuando  ella  irrumpe en la persona amada, en ese ser querido compañero de mi existencia, se produce un quiebro en la conciencia humana, ya que se enfrentan de manera inconciliable el muro de la muerte y la fidelidad en el amor. Sin embargo, pese a su  desaparición  y  lejanía,  el muerto  puede  pervivir en mí, no sólo como recuerdo o imagen, sino como  auténtica  existencia concreta ¿Cómo? Si mi relación con él era la de un tener, entonces es claro que la  muerte  me priva  de  ese  objeto;  en cambio,  si la relación era  la de  un  yo  con  un  tú,  entonces  la persona amada  es conmigo en la unidad indestructible de un nosotros.

Uno de los personajes dramáticos de Marcel, el Arnaud Chartrain de La Soif,  pronuncia  esta  sentencia  lapidaria:  «amar  a  un ser equivale a decirle tú no morirás ». Nunca la fidelidad es más creadora  que  cuando  el amor se hace  más  fuerte  que la  muerte [28].

Un último interrogante: ¿es la muerte un no-ser o el acceso al ser? Nuevamente la libertad en acción, que eso es la fidelidad en el amor, será quien deba resolver el  dilema. Y lo hará en el sentido en que haya optado durante la vida o en comunión  con el ser o en el aislamiento por el tener efímero, que a la larga se revela  como  un no-ser. Más allá de la filosofía paradójica de Jaspers, que desembocaba en la fe filosófica, Marcel ha hecho una filosofía del misterio que nos emplaza en los umbrales de la fe cristiana [29].

2. El marxismo humanista

El movimiento existencialista, sobre todo después de Sartre, ha venido siendo objeto de una contestación general. La más dura, sin duda, por parte del marxismo. En efecto, el nihilismo sartriano adolecía de un subjetivismo voluntarista en el que se evidenciaba la imposibilidad de fundar con  un  mínimo  de  coherencia  una  práxis y una ética. El «todo es absurdo» equivale al todo es igual, al todo está permitido; argumento contradictorio, por tanto, para quien profesa la transformación de la  realidad [30].  ¿Cuál  va  a  ser,  entonces, la respuesta que dé a la muerte la nueva ideología de la izquierda hegeliana?

En los escritos de KARL MARX,  apenas si encontramos esbozada  su opinión. De su época primera, en la que se confiesa seguidor de Feuerbach, encontramos esta frase: «La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir a la unidad de la especie; pero el individuo  determinado es sólo un ser genérico determinado y, como tal, mortal» [31]. La  razón  del parentesco lo explica todo; se ratifica la línea iniciada por Feuerbach: el Sujeto-Hombre es la especie, no el individuo singular;  la muerte es sólo del individuo pero deja intacto al Hombre (a la  especie); es el resorte del que se vale la especie para afirmarse en  la historia… El tema de la muerte individual permanecerá en  un  completo silencio en los escritos  posteriores  de  Marx, en  la  llamada época de madurez. Un silencio que no debe extrañarnos  cuando sabemos  que  eran  otros  los  intereses  y  objetivos  que  perseguía con su obra. ENGELS, de quien sabemos que propendía a endurecer sistemáticamente  las  posiciones  de  Marx,  lleva  la  muerte  individual  a un planteamiento de necesidad caracterizado por su enfoque biologicista: la materia se mueve  en  un  ciclo  eterno,  la  muerte  está incluída en el proceso biológico  que  llamamos  vida,  luego  es  un hecho que vivir significa morir;  es  necesario  morir  para  que  continúe la vida [32]. Con este enfoque  radical  está  de  más  cualquier cuestión en torno a la inmortalidad; estaríamos fuera del proceso biológico, del ciclo eterno de la materia.

La ortodoxia marxista se fue limitando a una repitición de estas posturas fundacionales. Es más, rehuyendo obstinadamente el tratamiento en profundidad de nuestro tema. Así es cómo se fue imponiendo una postura normativa:  el  argumento  ex  silentio  de  Marx (la muerte individual) se eleva al  rango de  argumento  ex auctoritate (no ha interesado al maestro) para justificarlo a posteriori  con  diversas razones (luego al marxismo no tiene que interesarle).  Cabe esperar que la técnica vaya  arrinconando  progresivamente  el  poder letal de las enfermedades y se llegue a conseguir un status de amortalidad. Mientras, exorcizar pedagógicamente el temor a la muerte propio del individualismo burgués; en una sociedad liberada de las contradicciones del capitalismo no  será  temible  una  muerte  vista  como necesidad natural.

Poco a poco la ortodoxia del marxismo quedaba interpretada desde las instancias dictatoriales del neopositivismo stalinista. Y lo  que es peor, se identifican las nociones de revolución y  de socialismo marxistas con el modelo ruso, hasta que la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68) desveló lo que en todo ello había de perversión del marxismo original. Por otra parte, el ala intelectual venía atrincherándose en un neodogmatismo no  menos  pervertido que la praxis stalinista: Althusser, sustituyendo el método dialéctico marxiano por el método estructuralista, hacía una comprensión determinista de la historia, como un puro juego de la estructura sometido a los mecanismos económicos, como un proceso sin sujetos ni fines que se mueve a impulsos de un motor (la lucha de clases);  mas en dicho proceso nada importan los sujetos,  sólo  cuenta  el motor [33].

Ambas posturas (positivismo stalinista y dogmatismo althusseriano) entrañaban una terrible  amenaza  para  todo  lo  humano.  Como ha escrito Machovec, aquel marxismo prendido en las redes del cientismo positivista desdeñó los problemas del hombre concreto, al que abrumó con «la lógica férrea del impulso socio-económico», aceptando como única instancia válida «el determinismo histórico» [34]. Como reacción frente a tales doctrinarismos ha  fraguado en el seno del marxismo una corriente de pensadores independientes con la unánime voluntad de recuperar el humanismo perdido.

A)   En la ontología y antropología de ERNEST BLOCH no interesa el ser-ahí, el Dasein heideggeriano. El ser concentrado sobre sí mismo en una densa identidad no existe para Bloch, ya que el Ser es posibilidad, «ser en movimiento, transformable y en trance de transformarse», capacidad abierta de devenir en un mundo  procesual [35]. Frente a la ontología de la finitud de Heidegger, Bloch opone la ontología del aún-no, la plenitud en camino: la única ontología realista, ya que la realidad no se ha manifestado  del  todo y la materia no es ser, sino aún-no-ser. Con esta comprensión del mundo procesual supera Bloch el materialismo mecanicista de Althusser: en un mundo no estático, sino abierto, el único materialismo válido es el dialéctico en el que la historia es su entraña ontológica  y  el  proceso su transcendencia.

El hombre, como el mundo, es también  proceso  e  historia. Advierte Bloch que, además del subconsciente, inconsciente y preconsciente  que  Freud  situa  en  los  subterráneos  de  la  conciencia, hay una otra dimensión en la que él no reparó: la dimensión de lo «aún-no-consciente», la índole prospectiva de la conciencia  humana por la cual el sujeto se proyecta  siempre  hacia  adelante. La  conciencia no es sólo el reflejo de algo dado (Freud), también es la  inteligencia de algo posible (Bloch). Esta  nueva categoría  de  la  conciencia no es,  por  tanto,  el  efímero  preconsciente  freudiano  que  se borra, sino un genuino «preconsciente»  donde  se  elabora  la  novedad y que hace al consciente que  tienda  al  más  allá  de  lo  adquirido; es, pues, la utopía que, en su dinamismo, tiende hacia el novum ultimum, el final del proceso.

Todo el proceso tiene un principio ontológico que lo hace histórico: es el principio-esperanza, la fuerza de  la  utopía,  la  fermentadora del proceso.  Una  esperanza  que se  opone  al  recuerdo, al  temor y a todos los demás afectos  negativos  (aquí  Bloch se  encarniza contra la angustia heideggeriana). Pero, ¿qué es la muerte en el proceso?. Bloch  reconoce  sin  ambages  la  terribilidad  de la muerte: es «la respuesta más dura a la utopía», «la aniquiladora de todas las delicias»… El memento mori opera en la conciencia una fuerza relentizadora del proceso, corrompe el gusto por la vida, y,  frente  a  la índole prospectiva de la conciencia que  ejerce  el  «pre-consciente»,  ella, en cambio, ejerce una especie de retrospectiva  virtud  depredadora.  Entonces,  ¿qué  solución  cabe  frente  a  ella?  ¿encender una «lámpara sepulcral» como hacen todos los sistemas religiosos? [36].

A Bloch no  le  preocupa  que  haya  muerte  durante  el  proceso; en realidad el  proceso  se alimenta  de  esas  muertes: «Cronos engulle a  sus  hijos  pues  el  hijo  auténtico  aún  no  ha  surgido».  La  muerte se da en el proceso,  como etapa  del  proceso,  pero  en  la  «patria  de  la identidad» ya no habrá muerte.  El  proceso  en  la  muerte  sólo  pierde la dimensión  de  su  exterritorialidad,  pero  nada  de  su  esencia procesual. Con  lo  cual,  el  hombre,  definido  por  su  proceso,  en la muerte únicamente pierde  la  cáscara  exterritorial,  pero  no  el núcleo de su existencia, lo aún-no-desvelado en el proceso, que se adentra al fin en la patria de la identidad, en una especie de original duración que contiene el novum aflorado en su muerte ya sin corruptibilidad.

El valor de morir, la actitud de coraje frente a ella, es la del «héroe rojo», el mártir de  la  revolución,  a  quien  no  le  importa perder su yo territorial, ya que a lo largo del proceso ha ido adquiriendo conciencia de clase y, ahora, en el acto de morir, consuma el gesto de su  solidaridad  al  transfundir  el  yo  propio  en  el  alma  de una humanidad nueva. La conciencia de clase es,  pues,  el  novum contra la muerte; y el hecho de la exterritorialidad, su antídoto. La muerte viene a ser así un fenómeno más o menos epidérmico que priva al sujeto sólo de una corteza territorial, pero el núcleo se salva, en el proceso hacia la patria de la identidad.  El  proceso,  por tanto, se hace más fuerte que la muerte, ya que ésta  es  sólo  un accidente de tránsito, pero nunca un destino.

En una antropología dilemática como es la de Bloch (cáscara­núcleo; sujeto-proceso) quedan cuestiones y ambigüedades por resolver. Si para él la  patria  de  la  identidad  no  es  el  encuentro  con una transcendencia de sujetos,  parece  difícil  creer  en  un  cosmos vacío o en una humanidad a-tópica; por el contrario, se hacen necesarias ambas realidades en la utopía al fin plenamente realizada.

B)   Contra la devaluación  del  hombre,  tanto  si  acontece  por  la vía de la práxis (stalinismo y regímenes socialistas  del  Este)  como por la vía del discurso teorético (antihumanismo de Althusser) se ha  levantado  la  voz  «personalista»  de ROGER GARAUDY [37].  Con él, igual que ocurre con Bloch, la antropología marxista se desembaraza de inhibiciones doctrinarias para ir al encuentro del  hombre  real  en todas sus dimensiones: subjetividad y  socialidad,  necesidad  y  libertad, existencia e historia, vida y muerte.

Para profundizar en tales  aspectos,  Garaudy  ha  venido  realizando un diálogo con  el  existencialismo  de  Sartre  (de  donde  recoge la idea de  subjetividad)  y  con  la  filosofía  cristiana  (de  donde  toma la idea de transcendencia), todo ello desde su adhesión nunca desmentida a  la filosofía de Marx. Desde estos  frentes  pretende  construir su antropología «humanista»; pero pronto advierte que si bien «el marxismo puede y debe ser abordado desde un punto de vista existencial», sin embargo «no existe una  variante  sartriana  del  marxismo» [38], ya que para Sartre el individuo queda clausurado en un solipsismo subjetivista, la libertad no es compromiso y los otros no cuentan en la realización de la existencia [39].

¿Cómo pasar de un marxismo  negador  del  sujeto  (Althusser) sin caer en  una  afirmación subjetivista (Sartre)? Garaudy encuentra la solución en Fichte, en el cual  la  conciencia  del  yo  supone  siempre la presencia del otro, no se da  el  yo  al  margen  del  otro.  Desde esta comprensión hace Garaudy su relectura marxiana: cuando Marx define  al  individuo  como  «el  conjunto  de  sus  relaciones  sociales» no pretende decir que el individuo sea la resultante o  el simple  producto de tales relaciones (tesis de Althusser), sino que  el  individuo, fuera  de  esas  relaciones,  es  una abstracción  (aquí  radica el  error de Sartre) [40].

Con estas dos dimensiones a salvo (subjetividad y socialidad), Garaudy entiende el absoluto humano con dos categorías: el hombre­individuo (el conjunto de sus propiedades; lo que constituye su haber, no su ser) y el hombre-persona (que se define por  la transcendencia y  el  amor) [41].  Según  esto,  la  muerte  afecta  únicamente al  individuo no a la persona: todo lo que es individuo será destruido  por  la muerte; en cambio, el reino de la persona goza del privilegio de la eternidad aquí y ahora. El amor, que es lo consitutivo de la  persona, nos salva de la muerte; y todo lo que con él haya podido  crear  el hombre queda inscrito para vencer la muerte [42].

El binomio individuo-persona en la  temática  de la  muerte vuelve a recordarnos a Bloch y su di,stinción entre cáscara y núcleo. Pero ¿cuál es exactamente el sujeto de la supervivencia? Si no es el individuo, ¿cómo se sostiene la identidad entre el hombre de la existencia mortal y el de esa existencia  reencontrada  en  la  otra orilla de la muerte? La solución de Garaudy tiene un colorido idealista-panteísta: el individuo pasa por la muerte a integrarse en un todo humano y cósmico intencionalmente presente en su conciencia a través del compromiso revolucionario [43].

C)   Dos pensadores checos, animadores  de  la  efímera  primavera de Praga, preguntan por el sentido de la vida. MILAN MACHOVEC, tras afirmar que tal pregunta se halla alojada en la  experiencia  de  la finitud (silenciada violentamente por el marxismo ortodoxo),  reivindica su tratamiento: mientras no se ofrezca un sentido plausible a la vida individual, no será lícito exigir  de nadie  un esfuerzo, y menos un sacrificio, en pro de una colectividad  abstracta.  La  respuesta  no está en la esfera de  la  razón  pura,  sino  en  el  auténtico  humanismo de Marx: «el materialismo de Marx significa la primacía del hombre, del concepto de hombre en el cosmos» [44].

¿Cuál es la respuesta de Machovec a la muerte? ¿cómo salvar frente a ella el sentido  de  la  vida? Si el  yo  consiste en  la  posesión  de objetos, la muerte se evidencia como  un  despojamiento de todos los haberes, y será un fenómeno puntual; pero si el hombre  desarrolla las formas siempre ascendentes del yo, vivirá con la vivencia de la muerte, no en el  desnudo  punto  final,  sino  como  «parte  integrante de mi ser» [45]. Más aún; si he vivido con la vivencia de la muerte mientras he sido en la existencia, después de ella seré  también:  con mi muerte se eclipsa mi nombre y mi conciencia, «mas no la posibilidad de ser yo». «Yo he sido, luego yo  soy»,  es la  tesis  de Machovec [46].

Más que una postura con cierta dosis de optimismo ingenuo, diríamos que la postura de Machovec responde a una comprensión cuasi-religiosa de la realidad como  « el  gran  Uno »  que  permite vivir la vida en una latente eternidad; con lo cual, la muerte, lejos de desligar al hombre del cosmos, consagra su  pancosmicidad.  El sentido de la vida y de la muerte descansan, pues, en una  confesión monista, casi platónica, alentada por un sentimiento místico panteísta. En el sistema de Machovec no caben  preguntas  acerca de  la muerte individual; todas serán diluidas en el misterio de un cierto panteísmo. En cambio, a partir de VITEZSLAV GARDAVSKY, predominará en el resto de los pensadores del marxismo humanista un realismo desencantado.

También Gardavsky se ocupa del individuo concreto, quien le merece  los  calificativos  axiológicos  más   altos: «valor  límite», algo «insustituible». En la conciencia humana -destaca el autor-  hay dos certezas fundamentales: la socialidad y la mortalidad. Imposible silenciarlas o disociarlas, porque ambas se implican mutuamente. Es la socialidad, por el hecho de que el hombre sea una realidad tejida en relaciones supraindividuales, lo que hace al hombre captar en la muerte una tragedia. La muerte es espantosa precisamente a causa de la pérdida de relaciones: «Yo muero quiere decir: no llevaré  mi  obra  hasta el fin, no volveré a ver a los que he amado, no volveré a sentir ni la  belleza  ni  la  tristeza…  No  volveré  ya  nunca más a trascenderrne a mí mismo en  ninguna  dirección,  hacia  ningún  lado.  Sólo me  queda  esta  certeza» [47].  El  problema  de  la  muerte  no tiene solución: «La muerte individual es mi muerte;  este  hecho  no puede ser eliminado por ninguna reflexión» [48].

Ante la muerte, y para que la  vida  no  pierda  sentido, sólo  cabe una ofrenda o una  actitud  de amor [49]  que  mantenga  la  esperanza  de los que vienen detrás [50].

D)  Decíamos que a partir  de  Gardavsky  se  da  en  los  posteriores humanistas la actitud  de un  realismo  desencantado;  tal  es el caso de ADAM SCHAFF y el de LESZEK K0LAKOVSKI, ambos polacos, que, al rebasar sin inhibiciones los doctrinarismos del marxismo ortodoxo, lo han pagado al precio del descrédito (Schaff) y del exilio (Kolakovski). Schaff identifica las pretensiones socialistas de Marx con la construcción de un verdadero humanismo para la felicidad del individuo concreto tratándolo como un valor irrepetible. Pero advierte enseguida el autor que el socialismo, sin embargo,  no  puede  garantizar  de  modo  absoluto  la  felicidad   personal,  pues   «también   en el socialismo mueren los  hombres,  y  éste  es  el  más  grave  problema que  la filosofía  no  puede  resolver» [51]. ¿No estaremos al  borde de un absurdo al afirmar tan radicalmente que el individuo humano es un valor irrepetible si por  otra  parte  la  muerte  le  arrebata  ese  valor de absolutez? ¿cómo salvar dicha antinomia entre lo que es  el sentido de la vida y el sin-sentido que se evidencia en la muerte? Desechadas las soluciones religiosas, Schaff interpela a la libertad individual para que esclarezca en cada caso si merece o no la pena vivir. No obstante hay una oferta para vivir con sentido: el «eudaimonismo social» que propone el humanismo socialista. Si es verdad que no podemos  abolir  la  muerte  -la única  certeza de Schaff- podemos, sin embargo, hacer la vida  más  humana  unidos en  la  praxis política [52].

Kolakovski, como los anteriores autores, apuesta también por un marxismo humanista. El conjunto de sus acotaciones críticas al modelo oficial estriba en la idea central de que «todo hombre debe  ser considerado como  fin en  sí  mismo», como «algo absoluto» [53]. Y a esta afirmación ha de seguir la de su libertad; una sociedad compuesta por miembros no libres sería una « sociedad de hormiguero». Es, por tanto, la  libertad  la  condición  de  posibilidad  de una vida con sentido, la que permite al individuo afirmarse ante el reto de las necesidades indomesticables. ¿Sabrá  la libertad afrontar la última necesidad que es la muerte?.

Kolakovski distingue entre el miedo a la  muerte concreta  (que se identifica con el instinto animal de conservación) y la angustia ante la muerte abstracta (que deriva de una conciencia sabedora de que todos los hombres son mortales) [54]. La primera, la muerte biológica, es perfectamente asimilable en el proyecto de una vida con sentido. En cambio, ¿cómo exorcizar el temor de la segunda, en la que va el sentimiento  de  la  personalidad? El  autor  desecha  tanto el recurso religioso (la creencia en la inmortalidad) como la hipótesis -«exceso de fantasía»- de una humanidad  nueva  en  otro sistema planetario [55] y propone una nueva solución: la racionalización de la muerte; percatarse de que tal vivencia de la mortalidad como problema angustioso es una « mistificación ideológica », una «aparencia» y, por tanto, basta una educación adecuada para poder cancelarla [56].  Pero  a  esto  habrá  que  añadir  que  el   autor  no   logra su propósito convincentemente, que  su  racionalización  de  la  muerte no despeja la incógnita, aunque séa la única salida válida que  encuentre para no hacer imposible el sentido de la vida en una coexistencia activa con el mundo [57].

* * *

Después de este recorrido a través de las diversas tanatologías contemporáneas se impone una evaluación global  rápida. Mientras que en el pasado se daba un desplazamiento del problema de  la muerte -se hablaba de su origen (la culpa) y de su término (el más allá), pero de la  muerte  en sí misma  apenas  se decía  nada-, ahora  es la vida la que se trata de elucidar  mediante  la  muerte;  éste  ha sido el mérito del movimiento existencialista, recordarnos que la muerte tiene una presencia axiológica en la existencia humana, que afecta al hombre por entero y le identifica con su destino, de tal manera que todo cuanto haya realizado no adquirirá su brillo último sino cuando la muerte consume en coherencia  lo que  pretendió  en  su vida; de aquí, por  tanto, el papel decisivo  de su  libertad en orden a la muerte.

En cuanto a los autores del marxismo  humanista,  no  podemos negar el mérito de haber rescatado las inquietantes cuestiones antropológicas que el marxismo escolástico dejaba relegadas a mera positividad fáctica. Y si en el eústencialismo  constatábamos  secretas raíces religiosas, también  en  el  marxismo  humanista  se  da  una secreta afinidad con los planteamientos teológicos al mantener postulados tales como el amor y la esperanza para  promover  los  dinamismos del sujeto y de la historia.

Sin embargo, el conjunto de ambas ofertas está pidiendo la experiencia modélica concreta de alguien que, habiendo padecido la situación-límite de la muerte, la haya protagonizado en la radical autenticidad de su vida y, a la vez, haya desvelado  en  el  acto  de morir la cifra absoluta de la Transcendencia  para  consuelo y sentido último de la vida humana.

Salvador Ros García
almudi.org

Notas:

1   MIGUEL DE ÜNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1981, véase todo el capítulo 111, p. 64 ss.

2   PAUL RICOEUR, Philosophie de la volonté. I (Le volontaire et l’involontaire), Paris 1967, 420.

3   SIMONE DE BEAUVOIR, Taus les hommes  sont  mortels,  Paris  1954.  cf.  JUAN ALFARO, Cristología y antropología, Madrid 1973. 492 ss.; lo, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972, 20 ss.

4   MIGUEL DE UNAMUNO, o. c., 106. El Concilio Vaticano II  ha  expresado  la misma inquietud: « El máximo enigma de la  vida  humana  es  la  muerte.  El hombre  sufre  con  el  dolor   y  con  la  disolución  progresiva  del  cuerpo.  Pero   su -máximo tormento- es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con  instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra  la muerte».  (Const.  past. sobre la  Iglesia  en  el   mundo, n. 18). Cf. J. ALFARO, Hacia una teología del progreso  humano,  Barcelona  1969, 46-48.

5   Los filósofos postmarxistas de la escuela de Frankfurt han dado un giro de profundidad a las grandes cuestiones rescatadas  por  sus  antecesores  humanistas: sujeto y transcendencia, sentido de la vida y sentido de la muerte serán nuevamente evaluadas con una lucidez que les avecina al pensamiento cristiano. Después de Auschwitz habrá que rastrear «las huellas de lo  Otro» como  posibilidad de que sea revocable todo el  horror  irrevocablemente  acontecido  (T.W. ADORNOR, Dialéctica negativa, Madrid 1975, 400-402), caminar con la esperanza «de que exista un absoluto positivo»  (Véase la respuesta de H0RKHEIMER  recogida en  A la búsqueda del sentido, Salamanca 1976, 79, 93-95, 103).

6  Esta  es  la  cuestión  desencadenante  de  no  pocos  estudios:  MIGUEL  BENZO, Sobre el sentido de  la  vida, Madrid  1971,  3-9;  JUAN  LUIS  RUIZ  DE LA  PEÑA,  El  último  sentido,   Madrid   1980,   132-154.   Este   autor   es   comúnmente   admitido   como gran  perito  en  cuestiones  de  escatología;  remitimos   por   tanto   a   toda   su   producción:  El  hombre  y  su  muerte.   Antropología   teológica   actual,  Burgos   1971;   La otra  dimensión.  Escatología  cristiana,  Madrid   1975;   Muert e   y   marxismo   humanista.   Aproximación   teológica,   Salamanca   1978.   Además   de   las    obras   de   Adorno y  Horkheimer  ya  citadas,  véase  K.   LowrrH,   El   sentido   de  la   historia ,   Madrid 1968.

7   L. FEUERBACH, La esencia del  cristianismo, Salamanca 1975.  Al hombre no le está permitido hipostasiar en la  lejanía  de  un  más  allá  lo  que  son  ocupa­ ciones y valores del más acá. Tales proyecciones son  alienantes,  restan  credibilidad y absolutez al  único  y  total  proyecto  humano:  la  humanidad  concentrada  en sí  misma  y  en  su  mundo  del  presente:  «Así  como  Dios  no  es  más que la esencia del hombre, purificada de  lo  que  al  individuo  humano  aparece como límite…, del mismo modo el más allá  no es otra  cosa  que  el  más  acá liberado de lo que aparece como límite, como mal»  (p. 217) … Tanto  para  quienes se remontan a la  supervivencia  (tesis  de  la  inmortalidad  del  alma  separada) como para quien sólo cuenta  la  pervivencia  (tesis  de  la inmortalidad  inmanente de la especie), unos y otros reducen la muerte a un fenómeno más o menos epidérmico que acontece solamente al cuerpo (tesis tradicional) o al individuo singular (tesis  de  Feuerbach  y  común  al  pensamiento  materialista).  En  cualquier caso,  la  muerte  es  sólo  un  mero  despojo,  nunca  un  valor  en  sí  misma; por lo cual, en lugar de contar con  ella,  se  prefiere  exorcizar  su  temor.  Así  lo hace  Feuerbach,  que,  recuperando  el  sofisma  de   Epicuro   -utilizado también por Epicteto y Montaigne- (« la muerte, el más temible de los  males,  es  para nosotros  como  una  nada:  mientras   nosotros  somos,  ella  no  es, y cuando  ella   es, no somos nosotros»), reduce su comprensión de la muerte a un simple ser fantasmagórico:  «Unicamente  antes  de   la   muerte,   pero  no en   la   muerte,   es la muerte muerte y dolorosa; la muerte es así  un  ser  fantasmagórico, puesto  que sólo  es  cuando  no  es, y  no  es  cuando  es».  Este  y otros  textos  en  J.L.  Rurz DE u PEÑA, Muerte y marxismo humanista, 17 ss.

8   MAX SCHELER, Muerte y supervivencia. Ordo amoris, Madrid  1934; Id. De  lo eterno en el hombre,  Madrid  1940.  Cf.  M.  DuPUY,  La  philosophie  de  Max  Scheler.  Son évolution et son unité, Paris 1959; ANTONIO PINTOR RAMOS, Max Scheler y el vitalismo, en La Ciudad de Dios  182  (1969)  514-555;  Id.,  El  humanismo  de  Max  Scheler. Estudio de su antropología filosófica, Madrid 1978.

9   El acto de morir, en el ideario antropológico de Max Scheler, tiene todo el protagonismo personalizador. Puesto que «la persona está en cada uno de  sus actos plenamente concretos» no  cabe  la  despersonalización  de   la   muerte,   ya que  ésta  es  un  acto  «que emerge de la persona desarrollándose en el tiempo» y llena de sentido la vida misma. Cf. A. PINTOR RAMOS, El liumanismo de Max Scheler, 286-304 y 351 ss.

10    Uno  y  otro  han   sido   ampliamente  estudiados   por   J.L.  Ruiz  DE  LA   PEÑA. El movimiento existencialista, en El hombre  y  su  muerte,  Burgos  1971.  El  marxismo humanista,  en  Muerte  y  marxismo  humanista,  Salamanca  1978.  Una  síntesis de ambas tanatologías las ha  presentado  el  mismo  autor  en  Muerte  e  increencia. Inventario de actitudes y ensayo de comprensión teológica, en Sal Terrne 65 (1977) 675-686 y en El último sentido, Madrid 1980, 132-154.

11    MARTIN HEIDEGGER, El ser y el tiempo, México-Buenos Aires 1974, 273. «Tan pronto  como  un  hombre entra en  la vida, es ya bastante viejo para morir», p. 268.

12    Ibid., 256.

13    Ibid ., 288: «El ‘precursar’ la  posibilidad  irrebasable  abre  con  ésta  todas las posibilidades  que están antepuestas a ella: por eso reside en él la posibilidad de un tomar por anticipado existencialmente el ser total’».

14    Ibid., el ser-para-la-muerte «es en esencia angustia», p. 290.

15    Ibid., 414: «Sólo el ser en libertad para la muerte da al «ser ahí»  su meta pura y simplemente tal y empuja a la existencia hacia su finitud».  Cf.  J. GEVAERT, El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Salamanca 1976, 300-302. Estudia el tema heideggeriano con profundidad y detalle ALFONSO ALVÁREZ BOLADO, Filosofía y teología de la muerte, en Selecciones de libros 5 (1966) 13-53.

16    J.P. SARTRE, L’Existentialisme est un  humanisme,  París  1946:  «El  hombre no  es  otra  cosa   que  su  proyecto;  existe   sólo  en  la  medida  en  que  se realiza», p. SS; ID., L’etre et le néant, París 1948:  «La realité humaine est  souffrante dans son etre, parce qu’elle est sans pouvoir l’etre, puisque justement elle ne pourrait atteindre  l’en-soi  sans se  perdre  comme  pour soi»  p. 134…

17    Después concluye: «L’homme est une passion inutile», p. 708. 11 L’etre et le néant, 617.

18   Ibídem.   Para   establecer   un   paralelismo   entre   Heidegger   y  Sartre   véase R. JOLIVET.  Le  probleme  de la  mort  chez  M.  Heidegger  et  J.P.  Sartre,  Fontenelle 1950.

19    La Nausée, Paris 1943, 147.

20    L’etre et le néant, 624.

21  Al  tener  que  morir,  todos  los  hombres  son  extranieros   en  el   mundo,   se ven   condenados   a  un   destierro   insanable   «dado   que   el   mundo   está   privado de  los  recuerdos  de  una  patria  de  la  esperanza  de  una  tierra  prometida»  (A. CAMUS, Le mythe de Sisyphe, Paris 1943, 18); pero es preciso vivir el  momento presente buscando  no  el  placer  egocéntrico  que  predica  A.  GIDE  en  sus  escritos, sino algo  con  sentido  que  no  se  lo  trague  la  muerte:  la  solidaridad  con  el  que sufre  no  puede  ser  algo  absolutamente vano; a través de ella se puede construir un   frente común para rebelarse   contra   la   miseria  y  la   muerte   violenta.   Esta es la  actitud  que  Camus  encarna  en  el  doctor  Rieux,  el  héroe  de  su  obra  La  Peste.  De  este  mismo   autor  véase  también   La   muerte   feliz,  Barcelona   1971.  Cf. P.  KAMPITS,  La  marte  et  la  révolte   dans  la   pensée  d’Albert  Camus,  en  Giornale di Metafisica 23 (1968) 19-28.

22    Cf. R: JOLIVET, Las doctrinas existencialistas.  Desde  Kierkegaard  a  J.P. Sartre, Madrid 1968, 222-286.

23    Cf. GABRIEL MARCEL, Situación fundamental y situaciones límite en Karl Jaspers, en Filosofía concreta, Madrid 1959, 249-283.

24    K. JASPERS, La morte, en  La  mía  filosofia,  Torino  1981,  196-209;  Cf.  J.L. Ruíz DE LA PEÑA, El último sentido, 139; DUFRENTE-RICOEUR, Karl Jaspers et la philosophie de l’existence, Paris 1947, 366 donde se hace el comentario de esta sentencia   conclusiva   de   Jaspers :   « La   muerte  era  menos  que  la  vida  y  exigía arrojo; la muerte es más que la vida y ofrece hospitalidad».

25    G. REMOLINA VARGAS, Karl  Jaspers  en  diálogo  de  la  fe;  análisis  de  su  posición filosófica frente a la fe revelada, Madrid 1971.

26    Citado  en  E.  GILSON,   Existentialism   e  Chretien.  Gabriel   Marcel,  Paris 1947, 302.  Una  exposición  precisa  del  pensamiento  de  Marce!  puede  verse  en  R.  Jou  vET, Las doctrinas existencialistas, 287-308 y en X. TILLIETTE,  Philosophes  contemporains: Gabriel Marcel, Maurice Merleau-Ponty, Karl Jas pers , Paris 1962.

27    G. MARCEL, Du refus a l’invocation, Paris 1940, 192 ss.

28    El  Arnaud  Chartrain  de  La  Soif  volverá  a  decir:  «por la muerte  nos abrimos a aquello de lo que hemos vivido sobre la tierra».  Sobre  esta  fidelidad creadora: G. MARCEL, Filosofía concreta, 167-195; lo ., Hamo viator,  Paris  1945, 205-210;   lo .,  étre  et  avoir,  Paris  1935,  135:   la   muerte  como  fidelidad   en  el amor «deviene   trampolín   de   una   esperanza   absoluta»;   ld.,   Diario   metafísico (1928-1933), Madrid 1969, 115 y 171.

29    Cf. P. RIcOEUR, Gabriel Marcel et Karl Jaspers . Philosophie du mystere et philosophie  du  paradoxe,  Paris  1947;  M .M.  DAVY,  Un  filósofo  itinerante,  Madrid 1963.

30    La undécima tesis marxiana: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». K. MAR X-F R. ENGELS, Sobre la religión I, Salamanca 1974, 161.

31    Texto y contextos en J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Muerte y marxismo, 15 ss.

32    Sobre la religión, 296 s.

33    L. ALTHUSSER, La revolución teórica de Marx, México 1968; lo ., Réponse II. John Lewis, París 1973.

34    MILAN MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 27.

35    E. BLOCH, El principio esperanza I, Madrid 1977; Cf. Muerte y marxismo, 37-74.

36    Bloch rechaza todos los contrapuntos religiosos, así como las elucubraciones metafísicas del  idealismo  o el  naturalismo  positivista  refutadas  luego por el nihilismo existencialista. La solución a la muerte se encuentra en el mismo proceso.

37    La  polémica  contra  Althusser  le   valió   la   expulsión   del   partido   comunista francés. Situado «tanto al margen  de  las  iglesias  como  al  margen  de  los  partidos»   Garaudy   se   confiesa  cristiano y marxista: cristiano,  porque aspira a  «vivir según  la  ley  fundamental  del ser (persona): el amor»;  marxista,  porque  rechazando  la  degradación  althusseriana   (que no es el  marxismo de Marx) se propone devolver al hombre su «dimensión  divina».  Cf.  Palabra  de  hombre, Madrid 1976, 234.

38    Marxismo del siglo XX, Barcelona 1970, 88 s.

39    «La concepción sartriana de la libertad es solitaria… No hay más que libertades imnumerables  e  incomunicables».  ( Perspectivas del  hombre,   Barcelona 1970, 76 s.).  Los  dos  grandes  problemas  de  la  filosofía  de  Sartre ,  dirá Garaudy, son el  de  la  libertad  y  el  del  otro;  «el  infierno  es  la  ausencia  de  los otros» dirá nuestro autor invirtiendo la  frase  sartriana  (Perspectivas  del  hombre, 131, 133 s.).

40    «La  noción  de  esencia  humana  no  puede  formarse… sino  partiendo   de las relaciones de los hombres con la naturaleza (trabajo, producción) y con los  demás  hombres…  Pero  esas  relaciones, a su vez, son producidas  por  el hombre» (Perspectivas…, 446); « lo que yo  llamo  yo es el nudo de relaciones vivientes que me unen a todos los otros en  un  tejido  indisoluble»  (Palabra  de hombre, 50, nota 1).

41    El término transcendencia  no  se  identifica  con  Dios  transcendente,  ni en un más allá distinto de este mundo y de esta historia; en Garaudy viene a ser sinónimo  de  humanidad  en  el  sentido  de  «explorar  todas  las  dimensiones de la realidad humana» (Marxismo del siglo XX, 107). Transcendencia es pues «el futuro humano». Garaudy asiente a una frase de J.  Lacroix:  «el  porvenir  es  la única transcendencia de  los  hombres  sin  Dios»  (Perspectivas …,  132,  170.  Cf. Del anatema al diálogo. Barcelona 1971, 93; Marxismo del siglo XX, 150).

42    También Garaudy explica el temor a la muerte  desde  la  óptica  individualista: «e! individualismo ha engendrado la  angustia  de  la  muerte » (Palabra  de hombre, 46). Por el contrario, el concepto de  persona,  sinónimo  de  humanidad, adquiere en nuestro autor una sublimidad panteísta:  «nosotros  no  formamos sino un sólo hombre… La  naturaleza  entera  es  mi  cuerpo. El proyecto total de la humanidad… constituye mi espíritu» (Palabra…, SS);   «nosotros no  formamos  sino  un  solo  hombre,  el  cual  no  muere  con  nosotros»   (Palabra , 54).

43    Es  la  vieja  nostalgia  de  un  nous  universal.  Véanse  los  textos  citados en la nota anterior.

44    M. MACHOVEC, Jesús para ateos, Salamanca 1974, 24.

45    Vom Sinn  des  menschlichen  Lebens,  Freiburg  1971,  225 s .  Véase  el  parecido con Scheler y Heidegger.

46    Vom Sinn…,227-229. «Yo he sido, luego yo soy. Soy en el tiempo, luego soy en la eternidad».

47    V. GARDAVSKY, Dios no ha muerto del todo, Salamanca 1972, 251-252.

48    Ibid., 252.

49    El amor aquí mentado no debe confundirse con el mito evangélico de una fraternidad universal, ni con el  sentimentalismo  romántico  o  con  cualquier  moralismo  tópico.  Para  Gardavsky  el  amor  es  una  clave  que  posee la  subjetividad, es  «el  elemento  integrador   de  la subjetividad en el  momento en  el  que se decide a emprender una acción y se esfuerza por dar a esa  decisión  la  forma  humana óptima» (Dios no ha muerto del todo, 258).

50    El  amor es  lo que  puede  llevar  al  individuo a  aceptar el  propio  fracaso y  a  convertirse  en  esperanza  para  los  que  sobreviven: «El  amor es difícil: siempre limita con  la  muerte…  Al  final sufriremos  una  derrota. No les  ahorraremos a los que nos sobrevivan nada de lo que hace que la vida  de  la  comunidad humana sea un drama… Pero  tampoco  menguaremos  su  esperanza  en  una  comu­ nidad en la que vivir sea digno del hombre» (Dios , 260).

51    A. SCHAFF, Marxismo e individuo humano, México 1967, 47.

52    El mismo Schaff matiza con cierto  escepticismo  su  teoría  del  eudaimonismo social: crear para todos las posibilidades de una vida feliz es un sueño imposible; a lo sumo se puede  crear  «la posibilidad de una vida mejor, más feliz», pero mucho más no puede exigirse razonablemente (Marxismo e individuo humano, 220),

53    L . KOLAKOVSKI, El hombre sin alternativa, Madrid 1970, 264-266.

54    lbid., 236: «el temor ante la muerte concreta concierne a la muerte biológica; la angustia  abstracta ante la muerte concierne a la muerte espiritual, a la pérdida del sentimiento de la personalidad ».

55    lbid., 236. Kolakovski  no  comparte  la  amortalidad  biológica  que  propone EDGAR MORIN, El hombre y la muerte, Barcelona 1974.

56    lbid., 238.

57    lbid,, 239. El autor sabe que «el conocimiento de la muerte vuelve imposible el sentimiento de  la  finalidad de la vida»; con lo cual, para mantener firme esta finalidad, remite al individuo a  la  acción  en  la  « coexistencia  activa con el mundo».

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