Aprender a vivir y aprender a morir
"Les diría a los partidarios de la eutanasia y de la «muerte digna» que el único que tiene que mantener la dignidad ante la muerte es el moribundo. Habitualmente, el moribundo es el que jamás pierde la dignidad…"
Conversación con Manuel González Barón,
jefe de oncología de La Paz.
Por Pilar Cambra
– Cada cual tiene una vida, su propia vida. Y su propia muerte… Pero antes, cuando hablar del fin de la existencia era menos escandaloso, corrían de boca en boca historias sobre «muertes ejemplares». ¿Qué es una muerte ejemplar?, ¿cómo es?… Usted puede hablar de ellas porque ha visto muchas muertes…
– Muchas, sí… He visto morir a mucha gente.
– No hace falta que le recuerde que, hoy, «muerte ejemplar» es más o menos sinónimo de «muerte sin dolor», en la inconsciencia, una especie de no-muerte.
– Pues yo no creo que sea eso… La muerte, en realidad, es un momento, un instante; pero morirse es un proceso que no se sabe muy bien cuándo empieza… Pero creo que todos los que van a morir, los que vamos a morirnos, nos percatamos de que ese proceso ha comenzado en un momento o en otro. A veces con un diagnóstico; otras, la mayoría, cuando el hombre sin que nadie se lo diga, sabe íntimamente que su vida ya no tiene más salida que la muerte.
– ¿Cree que todos los que van a morir lo saben, aunque nadie se lo anuncie?
– Todos… O, al menos, la inmensa mayoría. Recuerdo el caso de un periodista… Me decía que rezara no por su curación, que ya era imposible, sino para que no perdiera nunca la compostura… Para que «no perdiera la compostura»: ésas eran sus palabras y por lo que él me pidió mis oraciones. Yo le pregunté por qué le importaba tanto mantener la figura, como se dice en términos taurinos. Y me contestó esto: «Aquí, a mi alrededor, está toda mi familia, mis hermanos y mis amigos, que están muy tristes y muy desazonados… Y, rodeado de ese dolor del cariño, no es raro que yo también pierda la compostura… Y no quiero perderla en la última horas.
– ¿Y mantuvo la compostura aquel periodista paciente suyo?
– Desde luego: murió con una paz absoluta… Eso, creo yo, es, precisamente, una muerte ejemplar… Aquel colega suyo era un hombre culto, con sentido cristiano de la vida, y todo eso pudo ayudarle. Pero he visto a muchos que, hasta donde yo puedo saber, tenían menos cultura y menos piedad y también han muerto de modo admirable: con serenidad, despidiéndose con entereza de su familia y de sus amigos.
«MUERTE DIGNA»
– Los defensores de la eutanasia hablan de «muerte digna»… A mí esas palabras no me parecen más que una careta del asesinato… ¿Qué es, en verdad, la dignidad ante la muerte?
– Yo les diría a los partidarios de la eutanasia y de la «muerte digna» que el único que tiene que mantener la dignidad ante la muerte es precisamente, el moribundo. Y puedo asegurarle que, habitualmente, el moribundo es el que jamás pierde la dignidad…
Es la gente que rodea al enfermo la que debería plantearse, como una meta a alcanzar, mantener también su dignidad ante ese ser querido que está agonizando. Los papeles no los suele perder el que va a morir sino los que lo atendemos, e incluyo a los médicos. La familia se pone nerviosa e inicia un torbellino de movimientos; se va a Houston, tratan de purificar, con gastos económicos innecesarios, lo que, tal vez, no hicieron durante la vida de ese ser querido…
– A veces pienso que el moribundo necesita algo así como una tremenda intimidad con su propia muerte. Porque la muerte es lo más personal e intransferible que existe.
– Más personal e intransferible que el nacimiento. El momento de la muerte es el de la más absoluta soledad y tristeza. Pero lo que no podemos olvidar es que el sufrimiento y el dolor forman parte de la condición humana, tienen también dignidad. En una enfermedad larga, crónica, como es el cáncer, el proceso de morir es lento; y el organismo se deteriora tanto que, a veces, sin necesidad de narcóticos ni de nada, el enfermo casi no se da cuenta de que se apaga su vida en ese preciso momento, aunque sí lo sepa antes… El proceso de la muerte supone una tempestad metabólica; pero hay paz en la guerra y en las tempestades.
– Tampoco es para escandalizarse que el hombre se revuelva ante la muerte: queda documentado en el Génesis que la muerte es un castigo…
– Así es: la muerte no estaba prevista. . .
– Pero, ¿no da la impresión de que hoy existe más rebelión ante la muerte que nunca? Tal es la rebelión que hemos llegado a la terrible paradoja de provocarla con la eutanasia… La rebelión contra la muerte tiene fuertes raíces en esta civilización que se amotina ante el dolor y el sufrimiento.
– Dice un filósofo contemporáneo, Carlos Cardona, que hablar mucho de la muerte y de que nos tenemos que morir es la base del hedonismo. Afirma este pensador que los moralistas tendrían que insistir, más que en que nos tenemos que morir, en la gozosa certeza de que somos inmortales. Y la inmortalidad feliz o desdichada nos la jugamos aquí abajo… Si el precio de la felicidad eterna es el dolor y el sufrimiento, no me parece muy alto…
APRENDER A VIVIR Y A MORIR
– ¿Se aprende a morir, hay un entrenamiento para la muerte?
– Estoy convencido de ello… Todo hombre, a lo largo de su niñez, su juventud y su madurez, aprende a vivir; se nos forma y se nos educa para que aprendamos a vivir, a luchar, a ser hombres de provecho, como se decía en otros tiempos… Pues bien: a partir de cierta edad, el hombre tiene que aprender a morir… ¿Cómo?: la vida misma da oportunidades, que son las renuncias de todo tipo: a las cosas moralmente ilícitas y aun a las lícitas, las nobles… Los pequeños y grandes fracasos, las decepciones, las frustraciones: aceptar todo eso es aprendizaje para la muerte.
– «Aceptarlo», dice usted, y no sólo «soportarlo» con cara de vinagre y ácido sulfúrico en el alma.
– Si no hay aceptación, asunción, asimilación de los golpes, no hay aprendizaje, porque ese aprendizaje es incorporación no negación o rechazo. Sin visión positiva, a lo único que se llega es a la amargura… En cambio, si los reveses se incorporan a la existencia y a la experiencia como algo bueno, la voluntad y el espíritu se endurecen, se curten. Y se llega a la muerte -que, cuando no se tiene sentido transcendente o religioso, no es más que la negación de la vida- con menos dificultad, más despojado, más preparado para la desnudez suprema a base de superar estas pequeñas etapas de sufrimiento y renuncia. Los santos llegarían a decir que hay que amar esas contrariedades de las cuales sale provecho.
– Pero, a la mayoría de los mortales nos falta casi todo para ser santos… Es comprensible que huyamos del dolor como de un perro rabioso. ¿Qué rentabilidad obtendríamos si aceptásemos el dolor en pequeñas dosis, si acogiésemos esos pequeños dolores que tampoco nos vuelven locos?
– A veces parece como si determinados sectores de la raza humana se hubieran vuelto menos resistentes al dolor… Los dolores han existido siempre, en todos los siglos, aunque, que yo sepa, jamás se ha creado una escuela que enseñe a aceptar el dolor desde que somos niños…
Las muelas dolían igual en el siglo XVI que en el nuestro, y hoy, el componente físico del dolor -sea agudo o crónico- se puede dominar: en el noventa y cinco por ciento de los casos, la medicina controla el dolor físico. Lo que no se puede domesticar es el cortejo que acompaña al dolor físico cuando éste se hace crónico: el sufrimiento, que también experimentamos aunque no tengamos dolores físicos.
– ¿Qué distingue el dolor físico del sufrimiento?
– El sufrimiento es el dolor moral. No proviene sólo de la enfermedad: la persona amada sufre por la ausencia o el desdén; el empresario sufre por el fracaso económico… Y el sufrimiento, bien encauzado, es cimiento, es base sobre la que edificar la vida. Y enriquece. Y abre una ventana, en el corazón del que sufre, a través de la cual salen sentimientos transcendentes que antes no supimos ver.
El sufrimiento, al tiempo que miseria, también es grandeza de la condición humana. Hasta tal punto esto es así que en la religión cristiana el sufrimiento es nada menos que el eje de la Redención… Y debo recordar que lo que se opone a la alegría no es el sufrimiento ni el dolor, sino la tristeza; por consiguiente, hay sufrimiento alegre, que se decanta en alegría… Los cristianos, por ejemplo, podemos decir que nuestra alegría «tiene raíces en forma de cruz»…
– Todo eso se acepta con más o menos garbo desde la fe religiosa, pero ¿y sin fe?
– Sin fe es mucho más difícil… Aunque también existen apoyos meramente psicológicos que ayudan a soportar el sufrimiento… La amistad, que es amor, suele demostrarse como el mejor paliativo para el sufrimiento.
LA VERDADERA MADUREZ DE LA PERSONALIDAD
– Hablábamos del momento de la muerte como el de la soledad suprema. Pero antes hay mucho dolor y sufrimiento que pueden y deben vivirse en compañía…
– Compañía de familiares, de amigos y también de la medicina, que es la que sabe cómo paliar el dolor y debe hacerlo. Yo he tenido pacientes que se han instalado en el dolor y eso es tremendo… Hay que sacarles de ese estado; hacerles ver que una cosa es el dolor provocado por la enfermedad y otra, muy distinta, el dolor de una persona neurótica… Un psiquiatra bien conocido, Víctor Frankl, dijo: «La eliminación del dolor a toda costa no puede ser norma de la actuación médica. La misión del médico no es, únicamente, hacer al hombre apto para el trabajo y el placer, sino que se trata de conseguir hacerlo también capaz de sufrir…» ¡Tremendo! Pero así la aceptación del sufrimiento es la madurez, la verdadera madurez de la personalidad .
– ¿Cómo puede ayudar al que sufre la fe que los demás tienen en él, el amor, el cariño? El que sufre es una especie de apestado… ¡No queremos ni verlo, ni tocarlo!
– Parte de la rebelión ante el dolor, ante la muerte, de la que somos testigos y actores proviene de una falta de amor. Es que, en cierto modo, hemos perdido la capacidad de amar. Porque el amor no es el apego al placer, ni la reafirmación de la propia personalidad, ni los deseos o apetencias. El amor, según yo lo entiendo, es entrega: salir de ti mismo hacia otro. En ese sentido, el miedo actual al sufrimiento es una falta de amor… El verdadero amor no se concibe sin sufrimiento: el bien de la persona amada conlleva un sacrificio por parte del que ama hasta una renuncia al propio amor. Si todo esto se olvida, no queda más remedio que desterrar al sufrimiento, maldecirlo, aniquilarlo, suprimirlo del diccionario…
Hemos hablado antes de cómo puede ayudar la fe: la fe no es más que una manifestación del amor a un Ser creador omnipotente, inmensamente bueno, misericordioso, justo, bello… Sin embargo, hasta la gente con fe desfallece; porque la naturaleza humana es débil y flaquea. ¡No hay que asustarse, ni uno mismo ni ante los demás, por la debilidad! Somos así y lo tenemos que reconocer: no existen los superhombres.
También ocurre que hay mucha fe supuesta o presunta fe: la fe como barniz cultural, como mera costumbre; es buena, pero se desmorona ante el sufrimiento. La fe que da fortaleza, aun con desfallecimientos esporádicos o profundos, es la que va seguida de actos, de actuaciones por fe y por amor. Con todo, también esa fe operativa tiene claroscuros y altibajos… Hay, por último, un grupo excepcional de gente que, más que fe, lo que tiene es la evidencia de estar en presencia del Ser Supremo… A eso es a lo que aspira uno, a lo que aspiro yo. Pero no llego… Sea como sea, no hay otra posibilidad de fortificarse ante el sufrimiento que el amor, entendido como donación y entrega por parte de todos: del enfermo y de cuantos cuidan al enfermo… Yo he visto a enfermos aguantarse el dolor para que el resto de la familia mantenga la entereza; es un maravilloso juego de amor, de entrega mutua.
– ¿Cómo imagina su propia muerte, cómo le gustaría morirse?
– En mi cama, en mi casa, rodeado de mis seres queridos, de toda la gente a la que he querido -imposible, porque algunos ya se habrán ido y me estarán esperando en la otra orilla-; arropado por mi familia, por mi mujer, por mis hijos, por mis compañeros, por mis colaboradores, por mis amigos, a los que quiero tantísimo…
¿A qué edad, en qué momento?: cuando Dios quiera… A partir de determinado instante, uno ya tiene hecho el curriculum y la maleta aunque se piense, insensatamente, que le queda mucho por hacer… Hace un año asistí a un enfermo; era un político importante de cuarenta y poco años… Y me decía: «¡Con todos los libros que todavía me quedan por escribir!…». Era un hombre culto y sabio… Y yo me sentía muy identificado con él, porque todos nos hacemos proyectos de vida, con ilusiones nobles mezcladas con egoísmo y vanagloria… A otro enfermo, joven intelectual, yo le intentaba consolar, ayudar; y él me replicaba: «¡Pero es que mi hija es tan pequeña!…» A mí, en esos momentos no me queda otro recurso que apelar a la transcendencia y decir a los enfermos, con toda la sinceridad de mi alma: «Date cuenta de que, si Dios nos llama, es porque éste es, justamente, el mejor momento para recibir esa llamada… Y allá donde vamos seremos mucho más útiles para nuestros seres queridos: los ayudaremos mejor que aquí, en la tierra». Con estas palabras, una veces se proporciona consuelo y, otras, no. Pero hay que intentarlo…
– ¿Qué pasaría por su cabeza si usted mismo se diagnosticara cáncer?
– No lo sé… Uno siempre cree que ese diagnóstico le va a caer al que está al lado… Supongo que trataría de aprovechar bien el tiempo. Un enfermo mío, marino de guerra, me dijo: «Mire, doctor, yo lo que necesito son, por lo menos, cinco días para limpiar fondos…» Yo también procuraría limpiar fondos en cinco días y, a partir de entonces, si tuviera más plazo, procuraría ayudar a otros amigos a que limpiasen fondos…
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MANUEL GONZÁLEZ-BARÓN es jefe de Oncología de La Paz, profesor de Universidad, director y coautor del primer libro español sobre Oncología clínica. A los 18 años comenzó a pisar un hospital y es médico desde 1964. Le gusta todo lo del mundo: su mujer, Paquita, sus nueve hijos –ocho chicas y el chico, Manuel–. Y la pintura. Y la música. Y la política. Y escribir. Y los buenos vinos. Y charlar. Y leer. Y pasear. Y la economía. Y los árboles de su jardín. Y tomar el sol. También sabe hablar del sufrimiento en términos como éstos: «La vida no es el "Hola", niña», suele decirte cuando te quejas. O, también, «hay que aprender a amar la tónica, niña».
PILAR CAMBRA es Redactora Jefe del diario Expansión. Muchas veces, en tardes invernales y mañanas de verano, han hablado de la muerte. Y un día decidieron hacer pública esa conversación afilada y necesaria. La publicó la revista Telva y aquí la reproducimos en los pasajes que nos parecen más interesantes para nuestros lectores.
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(En ESCRITOS "ARVO" – Nº 174).