Mensaje del Papa Juan Pablo II a los participantes en la VI Sesión Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales En el umbral del tercer milenio, la democracia afronta un problema muy serio. 1. Me alegra saludaros con ocasión de la VI sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales. Agradezco a vuestro presidente, profesor Edmond Malinvaud, y a todos vosotros, miembros de la Academia, vuestra dedicación y vuestro compromiso en la labor que realizáis por el bien de la Iglesia y de la familia humana. Como bien sabéis, la doctrina social de la Iglesia quiere ser un medio para anunciar el Evangelio de Jesucristo en las diferentes situaciones culturales, económicas y políticas que afrontan los hombres y mujeres de nuestro tiempo. En este preciso ámbito la Academia pontificia de ciencias sociales da una contribución muy importante: como expertos en las diversas disciplinas sociales y seguidores del Señor Jesús, tomáis parte en el diálogo entre la fe cristiana y la metodología científica que busca respuestas auténticas y eficaces a los problemas y dificultades que afectan a la familia humana. Como decía mi predecesor el Papa Pablo VI: "Toda acción social implica una doctrina" (Populorum progressio, 39), y la Academia contribuye a asegurar que las doctrinas sociales no ignoren la naturaleza espiritual de los seres humanos, su profunda aspiración a la felicidad y su destino sobrenatural, que trasciende los aspectos meramente biológicos y materiales de la vida. La Iglesia tiene como misión, como derecho y como deber, enunciar los principios éticos básicos que regulan los cimientos y el correcto funcionamiento de la sociedad, en la que los hombres y mujeres peregrinan hacia su destino trascendente. 2. El tema elegido para la VI sesión plenaria de la Academia, "Democracia, realidad y responsabilidad", es de suma importancia para el nuevo milenio. Si bien es verdad que la Iglesia no ofrece un modelo concreto de gobierno o de sistema económico (cf. Centesimus annus, 43), "aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica" (ib., 46). En el umbral del tercer milenio, la democracia afronta un problema muy serio. Existe una tendencia a considerar el relativismo intelectual como el corolario necesario de formas democráticas de vida política. Desde esta perspectiva, la verdad es establecida por la mayoría y varía según tendencias culturales y políticas pasajeras. Así, quienes están convencidos de que algunas verdades son absolutas e inmutables son considerados irrazonables y poco dignos de confianza. Por otra parte, los cristianos creemos firmemente que "si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (ib., 46). Así pues, es importante ayudar a los cristianos a demostrar que la defensa de las normas morales universales e inmutables constituye un servicio que no sólo prestan a las personas, sino también a la sociedad en su conjunto: dichas normas "constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia" (Veritatis splendor, 96). En efecto, la democracia misma es un medio y no un fin, y "el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve" (Evangelium vitae, 70). Estos valores no pueden basarse en una opinión cambiante, sino únicamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que es siempre el punto de referencia necesario. 3. Al mismo tiempo, la Iglesia evita adherirse al extremismo o al integrismo que, en nombre de una ideología que pretende ser científica o religiosa, se arroga el derecho de imponer a los demás su concepción de lo que es justo y bueno. La verdad cristiana no es una ideología. Por el contrario, reconoce que las cambiantes realidades sociales y políticas no pueden encerrarse en estructuras rígidas. La Iglesia reafirma constantemente la dignidad trascendente de la persona humana, y defiende siempre los derechos humanos y la libertad. La libertad que la Iglesia promueve sólo se desarrolla y expresa plenamente en la apertura y la aceptación de la verdad: "En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos" (Centesimus annus, 46). 4. No cabe duda de que en el nuevo milenio continuará el fenómeno de la globalización, el proceso por el que el mundo se convierte cada vez más en un todo homogéneo. En este marco es importante recordar que la "salud" de una comunidad política se mide en gran parte según la participación libre y responsable de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. De hecho, esta participación es "condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres" (Sollicitudo rei socialis, 44). En otras palabras, las unidades sociales más pequeñas -naciones, comunidades, grupos religiosos o étnicos, familias o personas- no deben ser absorbidos anónimamente por una comunidad mayor, de modo que pierdan su identidad y se usurpen sus prerrogativas. Por el contrario, hay que defender y apoyar la autonomía propia de cada clase y organización social, cada una en su esfera propia. Esto no es más que el principio de subsidiariedad, que exige que una comunidad de orden superior no interfiera en la vida interna de otra comunidad de orden inferior, privándola de sus funciones legítimas; al contrario, el orden superior debería apoyar al orden inferior y ayudarlo a coordinar sus actividades con las del resto de la sociedad, siempre al servicio del bien común (cf. Centesimus annus, 48). Es necesario que la opinión pública adquiera conciencia de la importancia del principio de subsidiariedad para la supervivencia de una sociedad verdaderamente democrática. Los desafíos globales que debe afrontar la familia humana en el nuevo milenio sirven también para iluminar otra dimensión de la doctrina social de la Iglesia: su lugar en la cooperación ecuménica e interreligiosa. En el siglo que acaba de terminar hemos asistido a un enorme progreso en la defensa de la dignidad humana y en la promoción de la paz, gracias a múltiples iniciativas. Es preciso proseguir dichos esfuerzos en la era que estamos comenzando: sin la acción concertada y conjunta de todos los creyentes, y también de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, poco puede hacerse para que la democracia genuina, basada en los valores, se convierta en una realidad para los hombres y mujeres del siglo XXI. 5. Distinguidos y estimados académicos, os expreso una vez más mi aprecio por el valioso servicio que prestáis iluminando cristianamente las áreas de la sociedad moderna donde la confusión sobre los aspectos esenciales a menudo oscurece y ahoga los nobles ideales arraigados en el corazón humano. Orando por el éxito de vuestro encuentro, os imparto cordialmente mi bendición apostólica, que complacido extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos. +S. S. Juan Pablo II Vaticano, 23 de febrero de 2000.