Por su misma estructura interna, las relaciones contraceptivas se configuran como la gran mentira -la falsificación radical- del amor entre los cónyuges. ¿Se advertiría también -debemos añadir ahora-- que ese mismo trato íntimo, privado de su virtualidad natural, lesiona de forma irreparable la dilección entre los cónyuges? Precisamente porque, llevadas a término en el respeto a su cualidad natural, las relaciones matrimoniales incrementan notablemente el amor conyugal, justamente porque constituyen un instrumento específico y maravilloso para acrecentar la unión, por todo ello, digo, cuando se elimina violentamente su constitutiva rectitud se transforman, de elemento inigualable de perfeccionamiento, en seguro factor de desorden y muerte. Porque en sí mismas son excelentes, cuando se las desvirtúa infringen un grave perjuicio: un beso, como herramienta de traición, es el más letal de los engaños. Pues bien, por su misma estructura interna, las relaciones contraceptivas se configuran como la gran mentira -la falsificación radical-- del amor entre los cónyuges. El gesto, aparentemente, es el mismo que en las relaciones abiertas a la vida: hay el mismo contacto intimísimo de los cuerpos. Pero todo acaba ahí: los otros dos elementos --de los tres a que aludíamos en párrafos anteriores-- se encuentran del todo ausentes: están, como decíamos, adulterados. El espacio vital que se comparte ya no es vivo ni se halla en contacto con el hontanar de la vida; precisamente, según sugeríamos casi al principio de este escrito, esas fuentes han sido cegadas. Y la posibilidad radical de comunión, la persona del hijo, síntesis viva de los padres, se torna de todo punto inviable. No cabe, insisto, una mayor falsificación. Y toda la fuerza expresiva de la unión corpórea, todo su vigor compenetrador, se vuelve irreparablemente contra quienes actúan contraceptivamente. La relación contra-ceptiva contra-dice --¡de forma irremediable!- el amor que pretende manifestar. ¿Dónde radica la contradicción? Una contradicción es tal porque afirma y niega, simultáneamente, la misma realidad. Pues esto, reitero, es lo propio del amor contraceptivo. En él se rechazan drásticamente los tres elementos constitutivos del amor que subjetivamente y, a veces, con sinceridad se pretenden confirmar. Se afirman y niegan, simultáneamente, la corroboración mutua en el ser, los deseos de plenitud y la entrega recíproca. En efecto, ¿Qué se dicen los esposos que utilizan tales métodos, en relación con cada uno de estos tres integrantes del amor? 1) Respecto al primero, si Pretenden en verdad amarse, no pueden sino afirmar con el espíritu: «te quiero, es maravilloso que existas, acepto y confirmo tu persona íntegra» Pero con el uso de su genitalidad, a través de sus relaciones intimas, niegan lo que en principio su espíritu sostendría: «te quiero, sí, pero te quiero estéril; me entrego enteramente a ti, con excepción de mi capacidad de engendrar.» 2) En lo que afecta al segundo punto, sostienen: «deseo y busco tu plenitud como persona, tu desarrollo perfectivo, pero no el engrandecimiento que en ti puedan suponer la paternidad, la maternidad»; «anhelo gozosamente que entres en mi vida, para perfeccionarla, pero me reservo el derecho de mantener infecundas, de no desplegar, las facultades que me llevarían a ser padre, o madre, de tus hijos». 3) Por fin, aseguran: «soy todo tuyo, eres toda mía, menos nuestra capacidad de generar, que debe permanecer en barbecho.» ¿No son todas estas restricciones prueba palpable --puesto que están situadas en un plano casi físico-- de la falsía real de las relaciones contraceptivas? ¿No es evidente que, a pesar de todas las teóricas confesiones verbales de amor, se rechaza de hecho una dimensión esencial de la persona «querida», una dimensión que constituye parte fundamental de su índole sexuada? Se acoge teóricamente a la persona amada, y se entrega uno a ella, repudiando al mismo tiempo algo, y algo fundamental, de uno y de otro, una porción del propio ser personal. De amor, de entrega incondicionada, ni rastro: todo son distinciones, salvedades. La cuestión, que el uso generalizado puede hacer aparecer como inocua, reviste tal gravedad que, según ha demostrado la psiquiatría contemporánea, incluso puede dar origen a graves trastornos psíquicos. En efecto, el empleo de anticonceptivos --recuerda W. Poltawska-- provoca «siempre una situación ambivalente. Los cónyuges desean unir sus cuerpos, pero, al mismo tiempo, no permiten la unión de los gametos. Como consecuencia, surgen dos tendencias contrapuestas: una "hacia sí mismo" y otra "contra si mismo"; esto genera la inevitable tensión psíquica que acompaña siempre a las situaciones contradictorias. Ahora bien, los sentimientos contrapuestos engendran inquietud y, como resultado, pueden conducir a la neurosis». Con otras palabras: rechazando las leyes de la reproducción biológico-personal, mientras pretenden conservar el amor, los esposos tienden a entregarse una parte de si mismos -el hijo, la, propia fertilidad, la futura paternidad o maternidad - que, al mismo tiempo y de una manera más definitiva, no se quieren donar. Esto, como es obvio, produce una quiebra en la identidad profunda de cualquier persona, y forzosamente ha de tener repercusiones psíquicas... además de minar el amor del que presuntamente deriva, pero al que en realidad se opone. De ahí que pueda afirmarse, rotundamente: el uso contraceptivo del matrimonio mata necesariamente, por la misma fuerza de las cosas, el verdadero amor conyugal.