Vidente y médica, monja y teologa, Hildegarda de Bingen no dejó de cultivar la música. A las orillas del Rin compuso algunas de las melodías más místicas e interesantes de la Edad Media. La música, en coro o con instrumentos, era un instrumento de alabanza a Dios y una imagen de la perfección y orden del cosmos.
Cuando evocamos imágenes mentales de la religiosidad de la Edad Media cristiana vienen a nuestra cabeza paisajes de monasterios tranquilos: amplios clasutros, ordenadas huertas, vitrales que iluminan el espacio sagrado del templo. Junto con estas imágenes que invitan a la oración vienen también sonidos: cantos de alabanza en latín en voces de monjes.
Pero, ¿cuándo hemos evocado las voces de las monjas? Las monjas también cantaban, y tan bellamente como los monjes. Incluso algunas de ellas, como la abadesa Hildegard von Bingen, se atrevieron a experimentar con nuevos tipos de música, a fin de cantar un canto nuevo al Señor.
Hildegard, la compositora
La ilustre abadesa alemana, proclamada Doctora de la Iglesia por el Papa Benedicto XVI, es una muestra de genialidad femenina, tanto en la Edad Media como en cualquier tiempo. Grandes volúmenes de medicina, herbolaria, Historia, teología y otras ciencias salieron de sus manos. La música no fue la excepción. Desde su juventud fue educada en el canto de tradición gregoriana y benedictina. Sin embargo, la música que salió de sus manos no la compuso ella sóla, sino que la recibió en visiones.
Durante el tiempo que duraban las visiones, Hildegard recibía mentalmente las imágenes de muchas cosas y situaciones: la creación, la Redención, la Providencia de Dios, y muchas otras cosas. La música recibida se transformaba en cantos de alabanza a Dios de parte de las vírgenes consagradas. Seguramente Hildegarda supo poner la música en la notación de su época con ayuda de alguna persona sabia en ello. No queda claro si las partituras que se conservan correspondan a la música revelada. Aquí tenemos un testimonio de la propia doctora de la Iglesia en la que indica el modo en que recibía las visiones:
Sucedió que en el año 1141 de la Encarnación de Jesucristo Hijo de Dios, cuando cumplía yo cuarenta y dos años y siente meses de edad, del cielo abierto vino a mí una luz de fuego deslumbrante; inundó a mí cerebro todo y, cual llama que aviva pero no abrasa, inflamó todo mi corazón y mi pecho, así como el sol calienta las cosas al extender sus rayos sobre ellas. Y, de pronto, gocé del entendimiento de cuanto dicen las Escrituras, los Salmos, los Evangelios y todos los demás libros católicos del Antiguo Testamento. (…) Mas las visiones que contemplé, nunca las percibí ni durante el sueño, ni en el reposo, ni en el delirio. Ni con los ojos de mi cuerpo, ni con los oídos del hombre exterior, ni en lugares apartados. Sino que las he recibido despierta, absorta con la mente pura, con los ojos y oídos del hombre interior, en espacios abiertos, según quiso la voluntad de Dios. Cómo es posible esto, no puede el hombre carnal captarlo.[1]
La música como imagen de la perfección del cosmos
Hildegard no podía concebir un universo donde no se viera, por doquier, la perfección y bondad de su creador. De este modo postuló que el Cosmos es una imagen de la perfección de Dios. Es decir, en él, obra de Dios, hay una perfección que viene de la mente divina. En este marco, el hombre es un microcosmos que refleja la perfección del mundo, y por tanto, la perfección de Dios.
Si el hombre es microcosmos e Imagen de Dios, entonces tendrá una manera digna de alabar a su creador y de regresar a Él voluntariamente algo de la perfección que ha dado. Se puede lograr esto de muchas maneras: con acciones buenas y caritativas, con una vida dedicada al estudio de la verdad o a la contemplación, con la amorosa formación de una familia. Hildegard concibe que una manera muy natural y plenamente humana de dar alabanza a Dios es a través del canto. En él se puede expresar la armonía del universo y la perfección de Dios de un modo digno. Además, la música congrega, da espíritu de comunidad e invita a la reflexión divina.
El modo de organizar los tonos, las notas, las melodías y las armonías era un reflejo de la concepción del mundo. Por ejemplo, un canto rápido y desafinado no era un reflejo fiel de la perfección del mundo. En cambio, un canto organizado, con ritmo y una melodía definida era una imagen de la armonía del mundo y era digno de ser ofrecido a Dios. Estas características no fueron innovadas por la abadesa de Bingen, pues estaban ya en la tradición de muchas Iglesias cristianas: la de Milán, Bizancio, y por supuesto, Roma, cuya liturgia fue apuntalada por el Papa monje Gregorio Magno, santo y doctor de la Iglesia.
Hildegard decidió agregar a la liturgia algunas características novedosas. Por ejemplo, fue una de las primeras compositoras en dejar la monofonía. Es decir, las monjas dejaron de cantar todas al unísono en el mismo tono y nota; ahora algunas cantaban la melodía principal y otras cantaban un acompañamiento en otros tonos, que iban en armonía con los primeros. Esto pudo haber sido símbolo de las diferencias que hay en el mundo, que a pesar de existir juntas, están en armonía.
Otro elemento que conservó Hildegard fue el bajo continuo. Este elemento era un fondo monofónico (un sólo sonido) que duraba sin cambiar lo que se prolongaba en el tiempo la melodía principal. Este bajo contínuo pudo ser símbolo de la constante presencia de Dios, o de Dios mismo como fundamento y compañía de las cosas cambiantes.
La música acerca a Dios
Hildegard escribió su música para el uso de toda la comunidad. Con ella reunía a las monjas y todas alababan a Dios de un modo digno. Los frutos de la oración que era acompañada de la música eran rápidamente notados: profundización en la alabanza, concentración en los misterios divinos, la paz del alma y el amor a Dios expresado en la música. No sin mencionar el espíritu de comunidad generado por ella.
Sin duda, Hildegarda pensó que la música era un medio para acercarse a Dios y sumergirse más fácilmente en sus misterios. Uno de los frutos más renombrables de la música de la abadesa es la paz espiritual y la disposición a dar alabanza a Dios. La música, sin esto, de poco valdría, pues es el ánimo de agradecimiento y de alabanza lo que alaba a Dios.
Sugerimos estas ligas para escuchar una muestra de la música de Hildegard von Bingen.
[1] HILDEGARD VON BINGEN, Scivias Domini, Ed. Trotta, Madrid, 1999, Testimonio
Por Gabriel Gozáles Nares