UNIDAD INTERNA DE LA IGLESIA -La unión con Cristo fundamenta la unidad de los hermanos entre sí. -Fomentar lo que une, evitar lo que separa. -El orden de la caridad. I. El Señor quiso asociarnos a su Persona con los más apretados lazos, con nudos tan fuertes como aquellos que atan las diversas partes de un cuerpo vivo. Para expresar la relación que han de mantener sus discípulos con Él, fundamento de toda otra unidad, el Señor nos habló de la vid y de los sarmientos: Yo soy la vid verdadera (1). En el vestíbulo del Templo de Jerusalén se encontraba una inmensa vid dorada, símbolo de Israel. Al afirmar Jesús que Él es la vid verdadera, nos dice cómo era de provisional y figurativa la que entonces simbolizaba al pueblo de Dios. Permaneced en Mí y Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada (2). «Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente (cfr. Sal 103, 15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad» (3). La unión con Cristo fundamenta la unidad viva de los hermanos entre sí; una misma savia recorre y fortalece a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. En los Hechos de los Apóstoles leemos cómo los primeros cristianos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (4), y los creyentes vivían unidos entre sí..., vendían sus posesiones y demás bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno (5). La fe en Cristo llevaba -y lleva- consigo unas consecuencias prácticas respecto a los demás: una misma comunión de sentimientos y una disposición de desprendimiento que se manifiesta, en su momento, en la renuncia generosa de los propios bienes en beneficio de aquellos que se encuentran más necesitados. La fe en Jesucristo nos mueve -como a los primeros cristianos- a tratarnos fraternalmente, a tener cor unum et anima una (6), un solo corazón y una sola alma. En otra ocasión escribe San Lucas: perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (7). Nuestra diaria oración y, sobre todo, la unión con Cristo en la Eucaristía -la fracción del pan- «debe manifestarse en nuestra existencia cotidiana: acciones, conducta, estilo de vida, y en las relaciones con los demás. Para cada uno de nosotros, la Eucaristía es llamada al esfuerzo creciente para llegar a ser auténticos seguidores de Jesús: verdaderos en las palabras, generosos en las obras, con interés y respeto por la dignidad y derechos de todas las personas, sea cual sea su rango o sus posesiones, sacrificados, honrados y justos, amables, considerados, misericordiosos (...). La verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (...), en cómo tratamos a los demás y en especial a nuestra familia (...), en la voluntad de reconciliarnos con nuestros enemigos, en el perdón a quienes nos hieren u ofenden» (8), en el ejercicio de la corrección fraterna cuando sea necesaria, en la disponibilidad para ayudar a otros, en el empeño amable por acercarlos más al Señor, en el interés verdadero por su salud, por su formación... La intimidad con Cristo crea un alma grande, capaz de fomentar la unión con todos aquellos que vamos encontrando en el camino de la vida y, de modo muy particular, con quienes estamos ligados con vínculos más fuertes. II. Una garantía cierta del espíritu ecuménico es ese amor con obras por la unidad interna de la Iglesia, porque, «¿cómo se puede pretender que quienes no poseen nuestra fe vengan a la Iglesia Santa, si contemplan el desairado trato mutuo de los que se dicen seguidores de Cristo?» (9). Este espíritu se manifestará en la caridad con que tratamos a los demás católicos, en el esmero que ponemos en guardar la fe, en la delicada obediencia al Romano Pontífice y a los Obispos, en evitar todo aquello que separa y aleja. «No basta llamarse católicos: es necesario estar efectivamente unidos. Los hijos fieles de la Iglesia deben ser los constructores de la unidad concreta, de su trabazón social (...). Hoy se habla mucho de rehacerla unidad con los hermanos separados, y está bien; ésta es una empresa muy meritoria, a cuyo progreso debemos colaborar todos con humildad, con tenacidad y con confianza. Pero no debemos olvidar -alertaba Pablo VI- el deber de trabajar aún más por la unidad interna de la Iglesia, tan necesaria para su vitalidad espiritual y apostólica» (10). El Señor nos dejó un distintivo por el que el mundo había de distinguir a sus seguidores, la mutua caridad: en esto conocerán que sois mis discípulos (11). Y este amor constituye como la argamasa que une fuertemente las piedras vivas del edificio de la Iglesia (12), en expresión de San Agustín. Y San Pablo exhortaba así a los cristianos de la Iglesia de Galacia: mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (13). San Pedro escribe en términos muy parecidos: Honrad a todos, amad a los hermanos (14), y el Príncipe de los Apóstoles utiliza aquí un término que abarca a todos los que pertenecen a la Iglesia. Cuando comenzaron las persecuciones, el término hermano adquirió una fuerza conmovedora y entrañable, y la petición por quienes estaban más atribulados se hizo una necesidad urgente; ante las dificultades externas, la unión se hizo más fuerte. También en nuestros días nosotros debemos sentir necesidad de «alimentar aquel sentido de solidaridad, de amistad, de mutua comprensión, de respeto al patrimonio común de doctrina y de costumbres, de obediencia y de univocidad en la fe que debe distinguir al catolicismo; eso es lo que constituye su fuerza y su belleza, lo que demuestra su autenticidad» (15). Si hemos de amar a quienes aún no están plenamente incorporados a la Iglesia, ¿cómo no vamos a querer a quienes están dentro, a los que estamos ligados por tantos lazos sobrenaturales? El amor a Cristo nos debe llevar a evitar radicalmente todo lo que, aun de lejos, puedan parecer juicios o críticas negativas sobre los hermanos en la fe, y especialmente sobre aquellas personas que por su misión o su condición en la Iglesia están constituidos en autoridad o tienen el deber de vivir con una ejemplaridad específica. Si alguna vez nos encontramos con un mal ejemplo o con una conducta que nos parece equivocada, procuraremos comprender las razones que han llevado a esa persona a una desacertada actuación y la disculparemos, rezaremos por ella y, cuando sea oportuno, le haremos, con delicadeza que no hiere, la corrección fraterna, como nos mandó el Señor. Hemos de pedir a Santa María que jamás se pueda decir de nosotros que, por la murmuración o la crítica, hemos contribuido a dañar esa unidad profunda del Cuerpo Místico de Cristo. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios. »Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación» (16). III. Ante el peligro, existe en el hombre como un instinto de proteger la cabeza; y esa misma actitud debemos tener también como cristianos. Amparar, en el ámbito en que nos movemos, al Romano Pontífice y a los Obispos cuando surgen críticas y calumnias, cuando son menospreciados...El Señor se alegra y nos bendice siempre que, en la medida en que está a nuestro alcance, salimos en defensa de su Vicario en la tierra y de quienes, como los Obispos, comparten la tarea pastoral. Y, porque la unidad es algo positivo que se construye día a día, rezaremos todos los días por el Papa y los Pastores, con amor y piedad: Dominus conservet eum et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra... Que el Señor lo conserve y lo vivifique y lo haga dichoso en la tierra... El amor a la unidad nos ayudará a mantener la concordia fraterna, a evitar lo que separa y fomentar aquello que une: la oración, la cordialidad, la corrección fraterna, la petición por aquellos hermanos que en ese día pueden estar más necesitados de ayuda, por quienes viven en países donde la fe es perseguida o impedida. El orden de la caridad -que mira a los que están más cerca de Dios-nos lleva también a amar con obras a quienes el Señor ha querido que estén más próximos a nuestras vidas. Los vínculos de la fe, el parentesco, la afinidad, el trabajo, la vecindad..., originan deberes de caridad que hemos de atender particularmente. Difícilmente sería auténtica una caridad que se preocupara por los más lejanos y olvidara a quienes el Señor nos ha puesto cerca para que nuestro cuidado y oración los proteja y ayude. San Agustín afirmaba que, sin excluir a nadie, se entregaba con mayor facilidad a los que eran más íntimos y familiares. Y añadía: «en esta caridad descanso sin preocupación alguna, porque allí siento que está Dios, a quien me entrego seguro y en quien descanso seguro...» (17). Y San Bernardo pedía al Señor que le ayudara a cuidar bien de la parcela que le había sido encomendada (18). La unidad interna de la Iglesia, fundamentada en la caridad, es el mejor medio para atraer a los que aún se encuentran lejos y a los que ya, muchas veces sin darse cuenta ellos mismos, se encuentran en camino hacia la casa paterna. Debe ser tal nuestra manera de vivir que los demás, al ver la alegría, el cariño mutuo, el afán de servicio, se enciendan en deseos de pertenecer a la misma familia. La oración y el empeño por la unidad han de ir acompañados por el ejemplo vivo en medio de nuestra vida cotidiana. Ese mismo ejemplo atraerá con fuerza también a quienes, siendo miembros de la Iglesia Católica, se encuentran muertos en la caridad o dormidos, al estar alejados de los sacramentos, del trato íntimo con Jesucristo. (1) Jn 15, 1.- (2) Jn 15, 4-6.- (3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1987, 254.- (4) Hech 1, 14.- (5) Hech 2, 44-45.- (6) Hech 4, 32.- (7) Hech 2, 42.- (8) JUAN PABLO II, Homilía en Phoenix Park, 29-IX-1979.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, Rialp, 3ª ed. , Madrid 1986, n. 751.- (10) PABLO VI, Alocución 31-III-1965.- (11) Cfr. Jn 13, 35.- (12) Cfr. SAN AGUSTIN, Comentario sobre el Salmo 44 .- (13) Gal 6, 10.- (14) 1 Pdr 2, 17.- (15) PABLO VI, loc. cit.- (16) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Surco, n. 902.- (17) SAN AGUSTIN, Carta 73 .- (18) SAN BERNARDO, Sermón 49 sobre el Cantar de los Cantares.