SÍNTESIS DE LA CATEQUESIS:
1. "Pensar en lo infinito": la apertura a lo infinito está inscrita en la experiencia que el hombre hace de la vida. La vida y la realidad "abren" permanentemente el horizonte del hombre.
2. La vida es este deseo de lo infinito (lo llamamos "pregunta religiosa"): por eso la tradición de la Iglesia habla del hombre – de todo hombre – como capax Dei.
3. El deseo de lo infinito, que constituye el corazón del hombre, le pone en camino. Las religiones y la inevitable tentación de la idolatría dicen con claridad que es inevitable buscar una respuesta a la pregunta religiosa.
4. El deseo de lo infinito cuando madura se convierte en súplica al mismo infinito para que se manifieste: no somos capaces de satisfacer nuestra sed por nosotros mismos, por eso lo suplicamos.
5. En este camino de deseo y de súplica, el cristiano es compañero de todos los hombres.
TEXTO:
1. "Pensar en lo infinito"
«¿No habéis encontrado nunca en vuestra vida una mujer que os ha hechizado durante un momento y que luego ha desaparecido? Estas mujeres son como estrellas que pasan rápidas en las noches sosegadas del estío. Habréis encontrado una vez, en un balneario, en una estación, en una tienda, en un tranvía, una de esas mujeres cuya vista es como una revelación, como una floración repentina y potente que surge desde el fondo de vuestra alma (.) Y será sólo un minuto; esta mujer se marchará; quedará en vuestra alma como un tenue reguero de luz y de bondad; sentiréis como una indefinible angustia cuando la veáis alejarse para siempre (.) Yo he sentido muchas veces estas tristezas indefinibles; era muchacho; en los veranos iba frecuentemente a la capital de la provincia y me sentaba largas horas en los balnearios, junto al mar. Y yo veía entonces, y he visto luego, alguna de esas mujeres misteriosas, sugestionadoras, que, como el mar azul que se ensanchaba ante mi vista, me hacía pensar en lo Infinito» .
El genio literario de Azorín expresa muy eficazmente una experiencia elemental que todo hombre vive. Hay circunstancias que abren de par en par el corazón. Lo abren en el sentido de que hacen presente su verdadero horizonte, su "capacidad de lo infinito". Hay circunstancias que nos permiten descubrir quiénes somos, que rompen todas las imágenes reducidas de nuestro ser hombres, que nos dicen que nada nos basta. Son circunstancias o experiencias que describen la verdadera naturaleza y estatura de la vida, de nuestro ser hombres. Son circunstancias que, ante todo, no dicen "lo que nos falta", sino que hacen presente la intuición de lo eterno para lo que estamos hechos. Uno "piensa en lo infinito" porque la realidad que tiene delante le abre de par en par, le dice que hay algo más y que debe durar para siempre.
Sin duda amar es una de estas experiencias. Todo hombre vive la experiencia del amor: en su familia, con sus amigos, encontrando la mujer con quien compartirá su vida, en la virginidad… En el rostro de la mujer que empezamos a amar – ¡el enamoramiento es el inicio de un camino! – se concentra nuestro deseo de infinito, la intuición de que estamos hechos para lo eterno. E incluso la tristeza o la angustia que podemos sentir ante la idea de perder a la persona que amamos, es signo de esta apertura a lo infinito.
Una apertura que puede ser descrita como deseo y como nostalgia, y que nace de las experiencias más verdaderas de nuestra vida: en el amor, pero también en la percepción de la belleza, en la pasión por la propia libertad, en la rebelión ante la injusticia, en el misterio del sufrimiento y del dolor, en la humillación del mal que uno hace, en la búsqueda apasionada de la verdad, en el gozo del bien.
En la experiencia que hace de su propia vida, el hombre percibe la presencia de lo infinito. Ese mismo infinito que se anuncia en el mundo. En la inmensidad y en la belleza sobrecogedora de la creación: ¡desde las montañas y los océanos hasta la cadena genética del ADN! «El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin» .
2. La vida es este deseo
Todos los hombres, independientemente de la edad, de la raza o de la cultura, experimentan este deseo/intuición de lo infinito que coincide con la verdad más "evidente" de la vida. No podemos negarlo, somos este deseo, nuestro ser más auténtico es "pensar en lo infinito".
Este deseo coincide con la vida. ¡No es algo que surge en el corazón en primavera o cuando se encuentra particularmente melancólico! Es simple y llanamente "la vida".
Por ello desear lo infinito es desear la plenitud de la vida: no de una dimensión de la vida, sino de la vida con todas sus letras. Porque este deseo es el hilo conductor que da unidad a cada instante, a cada situación a cada circunstancia de nuestra vida. Es la cadena que permite intuir la unidad que existe entre el amor de tus padres y tu deseo de construir, entre la rabia ante la injusticia y la compasión ante el dolor, entre el amar y el ser amado y la llamada a ser fecundo. Sin la unidad que engendra este deseo que atraviesa cada célula de tu ser, la vida sería una simple retahíla de hechos y sucesos, una acumulación de experimentos, de tanteos, incapaz de edificar tu persona.
En el lenguaje común a esta búsqueda de lo infinito se le llama "pregunta religiosa". Cuando se habla de "religión" se habla precisamente de esto: de la búsqueda de lo infinito por parte de todos los hombres.
Todo hombre, por el mero hecho de vivir, percibe en sí este deseo, esta pregunta religiosa – sea o no sea capaz de expresarlo – porque la pregunta religiosa es la pregunta sobre la vida y su significado. Por ello todo hombre, independientemente de la respuesta que dé a esta pregunta, es "religioso". No puede dejar de serlo, no puede arrancarse del corazón el "pensamiento de lo infinito".
La tradición cristiana ha descrito esta realidad hablando del hombre como "capax Dei": el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es capaz de Dios, le desea y puede encontrarle. «La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas" (Cc. Vaticano I: DS 3004; cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado "a imagen de Dios" (cf. Gn 1,26)» .
El salmista lo ha expresado con gran belleza usando la imagen de la sed: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 62).
3. En camino
Una pregunta, una intuición abre un camino. El hombre, que piensa en lo infinito, se pone en marcha. La intuición de lo infinito es el motor de la vida, la razón por la que el hombre ama y trabaja.
Comienza para el hombre la apasionante aventura de buscar lo infinito, de conocer su rostro. Se trata de una aventura en la que todos estamos implicados. No es algo reservado a temperamentos particularmente "religiosos".
Es posible reconocer el camino del hombre a la búsqueda del rostro de lo infinito en dos hechos que están al alcance de todos.
El primero es la constatación de la existencia de las religiones. Hoy, más que en el pasado, somos testigos de la pluralidad de experiencias religiosas que viven los hombres. Cuando todo parecía anunciar una sociedad sin Dios, movimientos y sectas religiosas, de muy diferente índole, han invadido Occidente y comienzan a compartir el escenario social junto a las religiones establecidas. Son expresiones concretas, históricas, de la búsqueda de lo infinito y, en este sentido, ayudan a la razón y a la libertad del hombre a no cerrar su horizonte propio, a no reducirse al espacio agobiante de lo "finito". Así lo enseña el Concilio Vaticano II: «Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?» .
Convivir con personas de otras religiones es la ocasión para reconocer la identidad del deseo y de las preguntas que constituyen su corazón y el nuestro. Lo que podría aparecer a primera vista como una dificultad, pues la multiplicidad de respuestas puede engendrar confusión, es también una ocasión privilegiada para reconocer la unidad entre todos los hombres. Las respuestas que se ofrecen son muchas, es verdad, pero la pregunta es una sola.
En segundo lugar podemos reconocer nuestra búsqueda de lo infinito en una experiencia que hemos hecho todos: la identificación de lo infinito con algo concreto. Puede ser la novia, o la carrera profesional, o el éxito económico, o la pasión por el poder. ¡Cuántas veces hemos identificado lo infinito que habíamos intuido con algo particular!
¿Cuál ha sido el resultado? La desilusión. En nuestra búsqueda de lo infinito ha llegado un momento en el que nos hemos detenido y hemos creído poder identificarlo con algo a nuestra medida.
Se llama "idolatría" y es una tentación que vive cada hombre en primera persona. En vez de reconocer que la mujer que ha suscitado en nosotros el pensamiento de lo infinito, es signo de lo infinito, esperamos de ella que cumpla con plenitud el deseo que ha suscitado. Cuando el signo deja de ser reconocido como tal y se le confunde con la plenitud a la que remite, entonces se convierte en un ídolo. Pero los ídolos, lo sabemos por experiencia, defraudan.
El salmista ha identificado con gran precisión la tragedia de la idolatría. Es la tragedia de una promesa incumplida. Parece que pueden responder, y sin embargo son incapaces de todo: «Sus ídolos, en cambio, son plata y oro, hechura de manos humanas: tienen boca, y no hablan; tienen ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen; tiene nariz y no huelen; tienen manos, y no tocan; tienen pies, y no andan; no tiene voz su garganta: que sean igual los que los hacen, cuantos confían en ellos» (Sal 113).
«Hechura de manos humanas»: con pocas palabras el salmista identifica la raíz de la incapacidad de los ídolos para responder a nuestro deseo de lo infinito. Un ídolo es fruto de mis manos; tiene, por así decir, mis mismas dimensiones: es finito. Por eso no podrá nunca responder adecuadamente al deseo que constituye mi vida.
La multiplicidad de respuestas – las religiones – a la única pregunta y la incapacidad de los ídolos a la hora de cumplir el deseo de lo infinito, ponen de manifiesto de manera todavía más acuciante la "exigencia" de una respuesta definitiva. Un hombre que viva seriamente su propia vida, que no censure la intuición de lo infinito que describe quién es, no puede darse por vencido.
4. A nuestro encuentro
Si darse por vencido es abandonar la aventura de la vida, ¿qué hacer? ¿Cómo puede el hombre perseverar en el camino del deseo? ¿Cómo puede no detenerse en respuestas insuficientes?
No es posible pensar que la imagen de nuestra vida sea el mito de Sísifo, condenado a empezar siempre de nuevo la tarea sin encontrar jamás cumplimiento ni descanso.
La vida es este deseo y, sin embargo, todos nuestros intentos por satisfacerlo parecen vanos. Nuestros intentos, no la posibilidad del cumplimiento.
En efecto nuestro deseo sería vano, sería absurdo, si estuviese destinado a quedar eternamente insatisfecho. Pero esto no quiere decir que seamos nosotros los que lo satisfacemos. Somos "capaces" de ser satisfechos, no de satisfacernos a nosotros mismos.
La sed que reseca la garganta del hombre dice que éste es capaz de beber, no que el mismo hombre sea el manantial fresco y cristalino que puede saciarle. Así, el hombre es capaz de lo infinito, capax Dei, porque puede acogerle si éste sale a su encuentro, no porque pueda construirse por sí mismo lo infinito que anhela.
Cuando el hombre se reconoce capax Dei, su deseo, su nostalgia, su anhelo son abrazados por su libertad y se convierten en súplica. Y en esta súplica el hombre adquiere su verdadera estatura. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3).
La pobreza de espíritu que bendice Jesús en las bienaventuranzas, y cuya expresión más elocuente es la petición, la súplica, constituye la plenitud de la experiencia humana. Es el momento en el que corazón del hombre dice a lo Infinito que ha intuido: "¡Ven, manifiéstate!". Cada fibra del ser del hombre espera y desea, pide y suplica que lo infinito salga a su encuentro. Quiere conocer su rostro, y lo pide: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26).
Y Dios no ha dejado sin respuesta la súplica del hombre: «Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (cf. Cc. Vaticano I: DS 3015). Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo» .
Las oraciones de los salmos, los textos de la Eucaristía, el tiempo de Adviento. toda la liturgia de la Iglesia es una educación permanente a vivir, de manera consciente y cada día más disponible, esta súplica al Señor.
Por la mañana, al inicio de la jornada, en la oración de laudes, las primeras palabras que la Iglesia nos hace recitar son: «Dios mío, ven en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme». De este modo nos educa y nos ayuda a comprender que el deseo está llamado a convertirse en súplica.
5. Compañeros de camino de todos los hombres
En esta súplica todos los hombres nos percibimos compañeros de camino.
Reconocer el deseo de lo infinito que constituye el corazón de cada hombre nos permite darnos cuenta de la unidad que existe entre todos nosotros.
Las expresiones de este deseo pueden ser muy diferentes. Algunas de ellas pueden incluso resultar duras, ofensivas y violentas. Y, aún así, son expresiones de la misma búsqueda que vive en nuestro corazón.
Quien se reconoce en búsqueda sabe que está cerca de todo hombre: nada ni nadie le es extraño. Para la Iglesia no hay "lejanos": porque todos los hombres viven, y se preguntan, y desean. Todos buscan.
Por eso el cristiano no teme hablar de su búsqueda con todos. Incluido con aquellos que se ríen de él, que le tachan de iluso o de visionario.
Una simpatía inmensa por todo lo humano le acompaña cotidianamente. El arte, la literatura, la música. todo lo que expresa el genio del hombre, es para quien busca, ocasión de reconocer de nuevo el deseo que le constituye.
Si uno prueba a hablar de esto con sus compañeros de clase, se dará cuenta de que es verdad.