La nobleza moral de la mujer

El Antiguo Testamento y la tradición judía reconocen frecuentemente la nobleza moral de la mujer, que se manifiesta sobre todo en su actitud de confianza en el Señor, en su oración para obtener el don de la maternidad y en su súplica a Dios por la salvación de Israel de los ataques de sus enemigos.

1. El Antiguo Testamento y la tradición judía reconocen frecuentemente la nobleza moral de la mujer, que se manifiesta sobre todo en su actitud de confianza en el Señor, en su oración para obtener el don de la maternidad y en su súplica a Dios por la salvación de Israel de los ataques de sus enemigos. A veces, como en el caso de Judit, toda la comunidad celebra estas cualidades, que se convierten en objeto de admiración para todos. Junto a los ejemplos luminosos de las heroínas bíblicas no faltan los testimonios negativos de algunas mujeres, como Dalila, la seductora, que arruina la actividad profética de Sansón (Jc 16, 4-21), las mujeres extranjeras que, en la ancianidad de Salomón, alejan el corazón del rey del Señor y lo inducen a venerar otros dioses (1 R 11, 1 8); Jezabel, que extermina «a todos los profetas del Señor» (1 R 18, 13) y hace asesinar a Nabot para dar su viña a Acab (1 R 21); y la mujer de Job, que lo insulta en su desgracia, impulsándolo a la rebelión (Jb 2, 9). En estos casos, la actitud de la mujer recuerda la de Eva. Sin embargo, la perspectiva predominante en la Biblia suele ser la que se inspira en el protoevangelio, que ve en la mujer a la aliada de Dios.

 

2. En efecto, aunque a las mujeres extranjeras se las acusa de haber alejado a Salomón del culto del verdadero Dios, en el libro de Rut se nos propone una figura muy noble de mujer extranjera: Rut, la moabita, ejemplo de piedad para con sus parientes y de humildad sincera y generosa. Compartiendo la vida y la fe de Israel, se convertirá en la bisabuela de David y en antepasada del Mesías. Mateo, incluyéndola en la genealogía de Jesús (1, 5), hace de ella un signo de universalismo y un anuncio de la misericordia de Dios, que se extiende a todos los hombres.

 

Entre las antepasadas de Jesús, el primer evangelista recuerda también a Tamar, a Racab y a la mujer de Urías, tres mujeres pecadoras, pero no desleales, mencionadas entre las progenitoras del Mesías para proclamar la bondad divina más grande que el pecado. Dios, mediante su gracia, hace que su situación matrimonial irregular contribuya a sus designios de salvación, preparando también, de este modo, el futuro. Otro modelo de entrega humilde, diferente del de Rut, es el de la hija de Jefté, que acepta pagar con su propia vida la victoria del padre contra los amonitas (Jc 11, 34 40). Llorando su cruel destino, no se rebela, sino que se entrega a la muerte para cumplir el voto imprudente que había hecho su padre en el marco de costumbres aún primitivas (cf. Jr 7, 31; Mi 6, 6 8).

 

3. La literatura sapiencial, aunque alude a menudo a los defectos de la mujer, reconoce en ella un tesoro escondido: «Quien halló mujer, halló cosa buena, y alcanzó favor del Señor» (Pr 18, 22), dice el libro de los Proverbios, expresando estima convencida por la figura femenina, don precioso del Señor. A1 final del mismo libro, se esboza el retrato de la mujer ideal que, lejos de representar un modelo inalcanzable, constituye una propuesta concreta, nacida de la experiencia de mujeres de gran valor: «Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas…» (Pr 31, 10).

 

En la fidelidad de la mujer a la alianza divina la literatura sapiencial indica la cima de sus posibilidades y la fuente más grande de admiración. En efecto, aunque a veces puede defraudar, la mujer supera todas las expectativas cuando su corazón es fiel a Dios: «Engañosa es la gracia, vana la hermosura; la mujer que teme al Señor, ésa será alabada» (Pr 31, 30).

 

4. En este contexto, el libro de los Macabeos, en la historia de la madre de los siete hermanos martirizados durante la persecución de Antíoco Epífanes, nos presenta el ejemplo más admirable de nobleza en la prueba. Después de haber descrito la muerte de los siete hermanos, el autor sagrado añade: «Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer», expresaba de esta manera su esperanza en una resurrección futura: «Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes» (2 M 7, 20 23).

 

La madre, exhortando al séptimo hijo a aceptar la muerte antes que transgredir la ley divina, expresa su fe en la obra de Dios, que crea de la nada todas las cosas: «Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo; antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia» (2 M 7, 28 29).

 

Por último, también ella se encamina hacia la muerte cruel, después de haber sufrido siete veces el martirio del corazón, testimoniando una fe inquebrantable, una esperanza sin límites y una valentía heroica. En estas figuras de mujer, en las que se manifiestan las maravillas de la gracia divina, se vislumbra a la que será la mujer más grande: María, la Madre del Señor.

 

 

 

 

 

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