Planteamientos que me llevan a la conclusión de que una buena empresa empieza en el reconocimiento de la dignidad de las personas
Una empresa es una comunidad de personas. Sí, de acuerdo: tiene instalaciones, edificios, máquinas… pero todo eso lo aporta alguien y lo manejan personas, que se mueven por motivaciones muy diversas (beneficios, salario, carrera, ego), pero que tienen que actuar de manera concertada para conseguir un proyecto común. Dirigir una empresa es conseguir que esas personas, sin renunciar a sus intereses propios, ¡tan humanos!, saquen adelante ese proyecto común.
Esa es la tarea de los directivos. ¿Mandan? Sí, claro, pero su tarea es más… ¿cómo diría?… más delicada. Hay unos contratos, por supuesto, pero no se puede gestionar una organización a base de «tú haces esto, yo te pago, y se acabó». A veces hay que decirlo, pero habitualmente dirigir consiste en otra cosa distinta. Por ejemplo, en el caso de los trabajadores el gerente tiene que plantearse: ¿para qué vienen cada mañana? Para cobrar su sueldo, claro. Y para aprender, para hacerse una carrera, para acumular derechos para su pensión, para ganar amigos, para pasarlo bien.
¿Pasarlo bien? Sí, claro: ocho horas diarias de infierno se pueden aguantar una semana, pero es imposible que el equipo humano funcione solo mediante broncas y peleas, aunque vayan acompañadas de un cobro a fin de mes. Porque esa frase bonita de «el activo más importante de la empresa son sus hombres y mujeres» es verdad. Son ellos los que conocen al cliente, los que hacen funcionar las máquinas, los que saben dónde se cuelan los errores… y los que pueden desarrollar las competencias distintivas de la empresa, de las que depende su continuidad.
Todo esto me lleva a la conclusión de que una buena empresa empieza en el reconocimiento de la dignidad de las personas. Pero, ¿qué entendemos por dignidad? Hace unos días leí que, para algunos filósofos actuales, la dignidad se fundamenta en la capacidad de hacer lo que nuestra voluntad desee, sin que los demás puedan impedirlo ni criticarlo. Y, claro, me imaginaba al gran directivo, orgulloso de sí mismo, seguro de sus capacidades… Suena bien, ¿no? Hasta el día en que alguien −quizá el fiscal anticorrupción− le lleva la contraria, y nuestro protagonista le contesta: «Usted no sabe con quién está hablando; ¿quién es usted para llevarme la contraria?». Y pensaba si ese alto empresario aceptaría esa actitud en la recepcionista de su empresa: ya se ve que no hay sitio para muchos gallos en ese gallinero.
Por tanto, ese concepto de dignidad no nos sirve: es elitista, individualista y, desde luego, no tiene futuro en una organización en la que contar con los demás es clave, porque hay que conseguir resultados con la colaboración de todos. A pesar de que los medios de comunicación siguen exaltando al capitán de empresa heroico, capaz de llevar, él solo, a una gran organización por el camino del éxito, dirigir es un trabajo en equipo, y esto vale para la gran multinacional y también para el taller de la esquina.
El respeto a la dignidad de las personas tiene mucho que ver con dirigir bien. No es cuestión de cumplir un código moral, sino algo mucho más exigente: «Ser coherentes con las propias convicciones», leía hace unos días en un libro titulado Dirigir empresas con sentido cristiano, que recoge algunos textos del gran canciller del IESE y prelado del Opus Dei, monseñor Javier Echevarría, «ejemplares en la conducta, amables en el modo de tratar a los subordinados, solícitos en la formación de los colaboradores, justos a la hora de organizar el trabajo y de valorar la actividad realizada, prudentes para resolver los problemas presentes, fuertes para afrontar las dificultades».
Estos argumentos no son unos sermones buenistas, sino que muestran un buen conocimiento de lo que representa el liderazgo en las organizaciones, condición para conseguir los objetivos de la empresa y base para el respeto a la dignidad de las personas y para conseguir que se desarrollen y crezcan en su trabajo.
Cuando oímos a un eclesiástico hablar de estas cosas nos puede parecer que está hablando de lo que no sabe. Pero no hace falta tener en el currículo un máster en dirección de empresas para entender qué es una persona, qué es una organización humana, también la empresa mercantil, qué significa dirigir esa organización, cómo hay que tratar a los demás y qué hay que hacer para que sientan que su dignidad es apreciada. Con exigencia, por supuesto, que a menudo es la mejor manera de decir a otro: «Tengo un gran respeto por ti, y por eso quiero que te superes, que vayas a más». Las empresas, en efecto, pueden ser también grandes formadoras de hombres y mujeres.
Por Antonio Argandoña es profesor del IESE.
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