Homilías del Papa

MISSA PRO ECCLESIA

 

PRIMER MENSAJE

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA

 

Miércoles 20 de abril de 2005

 

 

Venerados hermanos cardenales;

amadísimos hermanos y hermanas en Cristo;

todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad: 

 

1. ¡Gracia  y  paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi espíritu conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).

 

Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí:  "¡No tengas miedo!".

 

La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad espiritual que culminó en sus exequias solemnes.

 

Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf. Lumen gentium, 1). En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano, congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera más unida.

 

¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el impulso que brota de este acontecimiento de gracia?

 

2. Contra todas mis previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos momentos vuelvo a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor:  "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (…) A ti te daré las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 15-19).

 

¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la fuerza divina con la que puedo contar:  "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la "piedra" en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu.

 

Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio "petrino" al servicio de la Iglesia universal, abandonándome humildemente en las manos de la Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada:  "In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".

 

A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el "Siervo de los siervos de Dios".

Como Pedro y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único Colegio apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el Concilio (cf. Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo.

Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.

 

3. Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como "brújula" para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó:  "Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado" (17.III.2000).

 

Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada.

 

4. Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que he sido llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.

 

La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.

 

Por tanto, en este año se deberá celebrar de un modo singular la solemnidad del Corpus Christi. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será:  "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia". Pido a todos que en los próximos meses intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre todo con celebraciones solemnes y correctas.

 

Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma eucarística"", escribió en  su última Carta con ocasión del Jueves santo (n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote.

 

5. Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden menos de sentirse impulsados a la plena unidad que Cristo deseó tan ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro, pues a él se le ha confiado la misión de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32).

 

Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo.

 

El diálogo teológico es muy necesario. También es indispensable investigar las causas históricas de algunas decisiones tomadas en el pasado. Pero lo más urgente es la "purificación de la memoria", tantas veces recordada por Juan Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo. Ante él, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno, consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.

 

El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo. Siguiendo las huellas de sus predecesores, está plenamente decidido a impulsar toda iniciativa que pueda parecer oportuna para fomentar los contactos y el entendimiento con los representantes de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Más aún, a ellos les dirige, también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.

 

6. En este momento, vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan Pablo II. En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se reunieron jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero con confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa intensa participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios de comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea interrogantes sobre su futuro.

 

La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo:  "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo:  no su propia luz, sino la de Cristo.

 

Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del hombre y de la sociedad.

 

Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.

 

No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo entablado por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos.

 

Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros, escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.

 

7. Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación, que constituye el tema principal de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, también yo le renuevo mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo a él quiero servir dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.

 

Para poder cumplir esta promesa, invoco la materna intercesión de María santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también con su oración los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.

 

Con estos sentimientos, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, venerados hermanos cardenales, a cada uno de los que participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la televisión y la radio.

 

SANTA MISA

IMPOSICIÓN DEL PALIO

Y ENTREGA DEL ANILLO DEL PESCADOR

EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PETRINO

DEL OBISPO DE ROMA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

Domingo 24 de abril de 2005

 

 

Señor Cardenales,

venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático,

queridos Hermanos y Hermanas

 

Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos. La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección.

 

La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a todos vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y Obispos, queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia transfigurante de Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de la construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo también a todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en plena comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que estamos estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde sus raíces en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin –casi como una onda que se expande– en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no creyentes.

 

¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno. Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las lecturas de hoy.

 

El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor […]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

 

Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.

 

El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

 

Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!

 

En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LA PALABRA

EN LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS

 

Lunes 25 de abril de 2005

 

 

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas en el Señor: 

 

Doy gracias a Dios que, al inicio de mi ministerio de Sucesor de Pedro, me concede venir a orar ante el sepulcro del apóstol san Pablo. Era para mí una peregrinación muy deseada; un gesto de fe, que realizo en nombre mío, pero también en nombre de la amada diócesis de Roma, de la que el Señor me ha constituido Obispo y Pastor, y de la Iglesia universal confiada a mi solicitud pastoral. Una peregrinación, por decirlo así, a las raíces de la misión, de la misión que Cristo resucitado encomendó a san Pedro, a los Apóstoles y, de modo singular, también a san Pablo, impulsándolo a anunciar el Evangelio a los gentiles, hasta llegar a esta ciudad, donde, después de haber predicado durante mucho tiempo el reino de Dios (cf. Hch 28, 31), con su sangre dio el supremo testimonio de su Señor, que lo había "conquistado" (cf. Flp 3, 12) y enviado.

 

Antes de que la Providencia lo condujera a Roma, el Apóstol escribió a los cristianos de esta ciudad, capital del Imperio, su carta más importante desde el punto de vista doctrinal. Se acaba de proclamar su parte inicial, un denso preámbulo, en el que el Apóstol saluda a la comunidad de Roma presentándose como "siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación" (Rm 1, 1). Más adelante añade:  "Por quien [Cristo] recibimos la gracia del apostolado, para predicar la obediencia de la fe (…) entre todos los gentiles" (Rm 1, 5).

 

Queridos amigos, como Sucesor de Pedro, estoy aquí para reavivar en la fe esta "gracia del apostolado", porque Dios, según otra expresión del Apóstol de los gentiles, me ha confiado la "solicitud por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28). Ante nuestros ojos tenemos el ejemplo de mi amado y venerado predecesor Juan Pablo II, un Papa misionero, cuya actividad tan intensa, testimoniada por más de cien viajes apostólicos fuera de los confines de Italia, es realmente inimitable. ¿Qué lo impulsaba a semejante dinamismo, sino el mismo amor a Cristo que transformó la existencia de san Pablo? (cf. 2 Co 5, 14). Que el Señor alimente también en mí un amor semejante, para que no descanse ante la urgencia del anuncio evangélico en el mundo de hoy. La Iglesia, por su misma naturaleza, es misionera; su tarea principal es la evangelización. El concilio ecuménico Vaticano II dedicó a la actividad misionera el decreto denominado precisamente Ad gentes, que recuerda cómo "los Apóstoles (…), siguiendo las huellas de Cristo, "predicaron la palabra de la verdad y engendraron las Iglesias" (san Agustín, Enarr. in Ps. 44, 23:  PL 36, 508)", y que "es deber de sus sucesores perpetuar esta obra para que "la palabra de Dios se difunda y glorifique" (2 Ts 3, 1), y se anuncie e instaure el reino de Dios en toda la tierra" (n. 1).

 

Al inicio del tercer milenio, la Iglesia siente con renovada intensidad que el mandato misionero de Cristo es más actual que nunca. El gran jubileo del año 2000 la ha llevado a "recomenzar desde Cristo", contemplado en la oración, para que la luz de su verdad se irradie a todos los hombres, ante todo con el testimonio de la santidad. Me complace recordar aquí el lema que san Benito escribió en su Regla, exhortando a sus monjes a "no anteponer nada al amor a Cristo" (cap. 4). En efecto, la vocación en el camino de Damasco llevó a san Pablo precisamente a esto:  a hacer de Cristo el centro de su vida, dejándolo todo por la sublimidad del conocimiento de él y de su misterio de amor, y esforzándose después por anunciarlo a todos, especialmente a los paganos, "para gloria de su nombre" (Rm 1, 5). La pasión por Cristo lo llevó a predicar el Evangelio no sólo con la palabra, sino también con su vida misma, conformada cada vez más a su Señor. Al final, san Pablo anunció a Cristo con el martirio, y su sangre, juntamente con la de san Pedro y la de muchos otros testigos del Evangelio, regó esta tierra y fecundó la Iglesia de Roma, que preside la comunión universal de la caridad (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom., Inscr.:  Funk, I, 252).

 

Como todos sabemos, el siglo XX fue un tiempo de martirio. Muy bien lo puso de relieve el Papa Juan Pablo II, que pidió a la Iglesia "actualizar el Martirologio" y canonizó y beatificó a numerosos mártires de la historia reciente. Por tanto, si la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, al inicio del tercer milenio se puede esperar un renovado florecimiento de la Iglesia, especialmente donde ha sufrido más a causa de la fe y del testimonio del Evangelio.

 

Encomendemos este deseo a la intercesión de san Pablo. Que él obtenga a la Iglesia de Roma, en particular a su Obispo, y a todo el pueblo de Dios, la alegría de anunciar y testimoniar a todos la buena nueva de Cristo Salvador.

 

* * *

 

Antes del canto del padrenuestro, el Papa hizo la siguiente introducción: 

 

Hermanos y hermanas:  "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios" (Rm 8, 26-27). Y nosotros, guiados por el Espíritu de Jesús e iluminados por la sabiduría del Evangelio, nos atrevemos a decir.

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

EN LA MISA DE TOMA DE POSESIÓN DE SU CÁTEDRA

 

Basílica de San Juan de Letrán

Sábado 7 de mayo de 2005

 

 

Queridos padres cardenales;

amados hermanos en el episcopado;

queridos hermanos y hermanas: 

 

Este día, en el que por primera vez puedo tomar posesión de la cátedra del Obispo de Roma como Sucesor de Pedro, es el día en que en Italia la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión del Señor. En el centro de este día encontramos a Cristo. Sólo gracias a él, gracias al misterio de su Ascensión, logramos también comprender el significado de la cátedra, que es, a su vez, el símbolo de la potestad y de la responsabilidad del obispo. ¿Qué nos quiere decir, entonces, la fiesta de la Ascensión del Señor? No quiere decirnos que el Señor se ha ido a un lugar alejado de los hombres y del mundo. La Ascensión de Cristo no es un viaje en el espacio hacia los astros más remotos; porque, en el fondo, también los astros están hechos de elementos físicos como la tierra. La Ascensión de Cristo significa que él ya no pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte, que condiciona nuestra vida. Significa que él pertenece completamente a Dios. Él, el Hijo eterno, ha conducido nuestro ser humano a la presencia de Dios, ha llevado consigo la carne y la sangre en una forma transfigurada.

 

El hombre encuentra espacio en Dios; el ser humano ha sido introducido por Cristo en la vida misma de Dios. Y puesto que Dios abarca y sostiene todo el cosmos, la Ascensión del Señor significa que Cristo no se ha alejado de nosotros, sino que ahora, gracias a su estar con el Padre, está cerca de cada uno de nosotros, para siempre. Cada uno de nosotros puede tratarlo de tú; cada uno puede llamarlo. El Señor está siempre atento a nuestra voz. Nosotros podemos alejarnos de él interiormente. Podemos vivir dándole la espalda. Pero él nos espera siempre, y está siempre cerca de nosotros.

 

De las lecturas de la liturgia de hoy aprendemos también algo más sobre cómo el Señor realiza de forma concreta este estar cerca de nosotros. El Señor promete a los discípulos su Espíritu Santo.

La primera lectura, que acabamos de escuchar, nos dice que el Espíritu Santo será "fuerza" para los discípulos; el evangelio añade que nos guiará hasta la Verdad completa. Jesús dijo todo a sus discípulos, siendo él mismo la Palabra viva de Dios, y Dios no puede dar más de sí mismo.

 

En Jesús, Dios se nos ha dado totalmente a sí mismo, es decir, nos lo ha dado todo. Además de esto, o junto a esto, no puede haber ninguna otra revelación capaz de comunicar más o de completar, de algún modo, la revelación de Cristo. En él, en el Hijo, se nos ha dicho todo, se nos ha dado todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por eso, la misión del Espíritu consiste en introducir a la Iglesia de modo siempre nuevo, de generación en generación, en la grandeza del misterio de Cristo.

 

El Espíritu no añade nada diverso o nada nuevo a Cristo; no existe -como dicen algunos- ninguna revelación pneumática junto a la de Cristo, ningún segundo nivel de Revelación. No:  "recibirá de lo mío", dice Cristo en el evangelio (Jn 16, 14). Y del mismo modo que Cristo dice sólo lo que oye y recibe del Padre, así el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. "Recibirá de lo mío". No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo.

Por eso, la Revelación cristiana es, al mismo tiempo, siempre antigua y siempre nueva. Por eso, todo nos es dado siempre y ya. Al mismo tiempo, cada generación, en el inagotable encuentro con el Señor, encuentro mediado por el Espíritu Santo, capta siempre algo nuevo.

 

Así, el Espíritu Santo es la fuerza a través de la cual Cristo nos hace experimentar su cercanía. Pero la primera lectura hace también una segunda afirmación:  seréis mis testigos. Cristo resucitado necesita testigos que se hayan encontrado con él, hombres que lo hayan conocido íntimamente a través de la fuerza del Espíritu Santo. Hombres que, habiendo estado con él, puedan dar testimonio de él. Así la Iglesia, la familia de Cristo, ha crecido desde "Jerusalén… hasta los confines de la tierra", como dice la lectura. A través de los testigos se ha construido la Iglesia, comenzando por Pedro y Pablo, y por los Doce, hasta todos los hombres y mujeres que, llenos de Cristo, a lo largo de los siglos han encendido y encenderán de modo siempre nuevo la llama de la fe. Todo cristiano, a su modo, puede y debe ser testigo del Señor resucitado. Al repasar los nombres de los santos podemos constatar que han sido, y siguen siendo, ante todo hombres sencillos, hombres de los que emanaba, y emana, una luz resplandeciente capaz de llevar a Cristo.

 

Pero esta sinfonía de testimonios también está dotada de una estructura bien definida:  a los sucesores de los Apóstoles, es decir, a los obispos, les corresponde la responsabilidad pública de hacer que la red de estos testimonios permanezca en el tiempo. En el sacramento de la ordenación episcopal se les confiere la potestad y la gracia necesarias para este servicio.

 

En esta red de testimonios, al Sucesor de Pedro le compete una tarea especial. Pedro fue el primero que hizo, en nombre de los Apóstoles, la profesión de fe:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Esta es la tarea de todos los sucesores de Pedro:  ser el guía en la profesión de fe en Cristo, el Hijo de Dios vivo. La cátedra de Roma es, ante todo, cátedra de este credo. Desde lo alto de esta cátedra, el Obispo de Roma debe repetir constantemente:  Dominus Iesus, "Jesús es el Señor", como escribió san Pablo en sus cartas a los Romanos (Rm 10, 9) y a los Corintios (1 Co 12, 3). A los Corintios, con particular énfasis, les dijo:  "Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, (…) para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre; (…) y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1 Co 8, 5-6).

 

La cátedra de Pedro obliga a quienes son sus titulares a decir, como ya hizo san Pedro en un momento de crisis de los discípulos, cuando muchos querían irse:  "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras  de  vida  eterna,  y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). Aquel que se sienta en la cátedra de Pedro debe recordar las palabras que el Señor dijo a Simón Pedro en la hora de la última Cena:  "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).

 

Aquel que es titular del ministerio petrino debe tener conciencia de que es un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus fuerzas, y necesita constantemente  purificación y conversión. Pero debe tener también conciencia de que del Señor le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerlos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado.

 

En la primera carta de san Pablo a los Corintios encontramos la narración más antigua que tenemos de la resurrección. San Pablo la recogió fielmente de los testigos. Esa narración habla primero de la muerte del Señor por nuestros pecados, de su sepultura,  de  su resurrección, que tuvo lugar  al  tercer día, y después dice:  "Cristo se apareció a Cefas y luego a los Doce…" (1 Co 15, 4). Así, una vez más, se resume el significado del mandato conferido a Pedro hasta el fin de los tiempos:  ser testigo de Cristo resucitado.

 

El Obispo de Roma se sienta en su cátedra para dar testimonio de Cristo. Así, la cátedra es el símbolo de la potestas docendi, la potestad de enseñar, parte esencial del mandato de atar y desatar conferido por el Señor a Pedro y, después de él, a los Doce. En la Iglesia, la sagrada Escritura, cuya comprensión crece bajo la inspiración del Espíritu Santo, y el ministerio de la interpretación auténtica, conferido a los Apóstoles, se pertenecen uno al otro de modo indisoluble.

 

Cuando la sagrada Escritura se separa de la voz viva de la Iglesia, pasa a ser objeto de las disputas de los expertos. Ciertamente, todo lo que los expertos tienen que decirnos es importante y valioso; el trabajo de los sabios nos ayuda en gran medida a comprender el proceso vivo con el que ha crecido la Escritura y así apreciar su riqueza histórica. Pero la ciencia por sí sola no puede proporcionarnos una interpretación definitiva y vinculante; no está en condiciones de darnos, en la interpretación, la certeza con la que podamos vivir y por la que también podamos morir. Para esto es necesario un mandato más grande, que no puede brotar única y exclusivamente de las capacidades humanas. Para esto se necesita la voz de la Iglesia viva, la Iglesia encomendada a Pedro y al Colegio de los Apóstoles hasta el final de los tiempos.

 

Esta potestad de enseñanza asusta a muchos hombres, dentro y fuera de la Iglesia. Se preguntan si no constituye una amenaza para la libertad de conciencia, si no es una presunción contrapuesta a la libertad de pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe.

 

El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario:  el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo.

 

Así lo hizo el Papa Juan Pablo II, cuando, ante todos los intentos, aparentemente benévolos con respecto al hombre, frente a las interpretaciones erróneas de la libertad, destacó de modo inequívoco la inviolabilidad del ser humano, la inviolabilidad de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural. La libertad de matar no es una verdadera libertad, sino una tiranía que reduce al ser humano a la esclavitud. El Papa es consciente de que, en sus grandes decisiones, está unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos, a las interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino de peregrinación de la Iglesia. Así, su poder no está por encima, sino al servicio de la palabra de Dios, y tiene  la  responsabilidad de hacer que esta Palabra siga estando presente en su grandeza y resonando en su pureza, de modo que no la alteren los continuos cambios de las modas.

 

La cátedra es —digámoslo una vez más— símbolo de la potestad de enseñanza, que es una potestad de obediencia y de servicio, para que la palabra de Dios, ¡la verdad!, resplandezca entre nosotros, indicándonos el camino de la vida. Pero, hablando de la cátedra del Obispo de Roma, ¿cómo no recordar las palabras que san Ignacio de Antioquía escribió a los Romanos? Pedro, procedente de Antioquía, su primera sede, se dirigió a Roma, su sede definitiva. Una sede que se transformó en definitiva por el martirio con el que unió para siempre su sucesión a Roma. Ignacio, por su parte, siendo obispo de Antioquía, se dirigía a Roma para sufrir el martirio.

 

En su carta a los Romanos se refiere a la Iglesia de Roma como a "aquella que preside en el amor", expresión muy significativa. No sabemos con certeza qué es lo que pensaba realmente Ignacio al usar estas palabras. Pero, para la Iglesia antigua, la palabra amor, ágape, aludía al misterio de la Eucaristía. En este misterio, el amor de Cristo se hace siempre tangible en medio de nosotros. Aquí, él se entrega siempre de nuevo. Aquí, se hace traspasar el corazón siempre de nuevo; aquí, mantiene su promesa, la promesa según la cual, desde la cruz, atraería a todos a sí.

 

En la Eucaristía, nosotros aprendemos el amor de Cristo. Ha sido gracias a este centro y corazón, gracias a la Eucaristía, como los santos han vivido, llevando de modos y formas siempre nuevos el amor de Dios al mundo. Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red -la comunidad eucarística- en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo.

 

En definitiva, presidir en la doctrina y presidir en el amor deben ser una sola cosa:  toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la Ley y los Profetas, dice el Señor (cf. Mt 22, 40). El amor es la Ley en su plenitud, escribió san Pablo a los Romanos (cf. Rm 13, 10).

 

Queridos romanos, ahora soy vuestro Obispo. Gracias por vuestra generosidad, gracias por vuestra simpatía, gracias por vuestra  paciencia conmigo. En cuanto católicos, todos somos, de algún modo, también  romanos.  Con  las  palabras del salmo 87, un himno de alabanza a Sión, madre de todos los pueblos, cantaba Israel y canta la Iglesia:  "Se dirá de Sión:  "Uno por uno todos han nacido en ella"…" (v. 5). De modo semejante, también nosotros podríamos decir:  en cuanto católicos, todos hemos nacido, de algún modo, en Roma. Así, con todo mi corazón, quiero tratar de ser vuestro Obispo, el Obispo de Roma. Todos queremos tratar de ser cada vez más católicos, cada vez más hermanos y hermanas en la gran familia de Dios, la familia en la que no hay extranjeros.

 

Por último, quisiera dar las gracias de corazón al vicario para la diócesis de Roma, el querido cardenal Camillo Ruini, y también a los obispos auxiliares y a todos sus colaboradores. Doy las gracias de corazón a los párrocos, al clero de Roma y a todos los que, como fieles, contribuyen aquí en la construcción de la casa viva de Dios. Amén.

 

 

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Domingo 15 de mayo de 2005

Solemnidad de Pentecostés

 

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos ordenandos;

queridos hermanos y hermanas: 

 

La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.

 

Para Israel, Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Dios había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, después le había dado su ley, los diez mandamientos. Sólo así la obra de liberación, que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente:  la libertad humana es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común.

 

Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Así, Israel llegó a ser pueblo de forma plena precisamente a través de la alianza con Dios en el Sinaí. El encuentro con Dios en el Sinaí podría considerarse como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo.

 

El viento y el fuego, que bajaron sobre la comunidad de los discípulos de Cristo reunida en el Cenáculo, constituyeron un desarrollo ulterior del acontecimiento del Sinaí y le dieron nueva amplitud. En aquel día, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, "judíos piadosos (…) de todas las naciones que hay bajo el cielo" (Hch 2, 5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo:  todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles:  "La gente (…) les oía hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6).

 

El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda.

 

San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice:  "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es:  debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres.

 

El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice:  en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.

 

La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo:  "La paz con vosotros".

 

Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. "La paz con vosotros":  este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él.

 

Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios:  Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano.

 

Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos:  "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).

Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice:  "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.

 

Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice:  "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

 

Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.

 

Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz.

 

Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés, el viento impetuoso del quincuagésimo día y el soplo leve de Jesús en el atardecer de Pascua, podemos pensar en el contraste entre dos episodios que sucedieron en el Sinaí, de los que nos habla el Antiguo Testamento. Por una parte, está el relato del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los diez mandamientos y a la conclusión de la alianza (cf. Ex 19 ss); por otra, el misterioso relato de Elías en el Horeb. Después de los dramáticos acontecimientos del monte Carmelo, Elías había escapado de la ira de Ajab y Jezabel. Luego, cumpliendo el mandato de Dios, había peregrinado hasta el monte Horeb.

 

El don de la alianza divina, de la fe en el Dios único, parecía haber desaparecido en Israel. Elías, en cierto modo, debía reavivar en el monte de Dios la llama de la fe y llevarla a Israel. En aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro  de una brisa suave. Y Dios le habla desde esa brisa suave (cf. 1 R 19, 11-18).

 

¿No es precisamente lo que sucedió en la tarde de Pascua, cuando Jesús se apareció a sus Apóstoles, lo que nos enseña qué es lo que se quiere decir aquí? ¿No podemos ver aquí una prefiguración del siervo de Yahveh, del que Isaías dice:  "No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz"? (Is 42, 2) ¿No se presenta así la humilde figura de Jesús como la verdadera revelación en la que Dios se manifiesta a nosotros y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios?

 

Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence.

 

Queridos ordenandos, de este modo el mensaje de Pentecostés se dirige ahora directamente a vosotros. La escena de Pentecostés, en el evangelio de san Juan, habla de vosotros y a vosotros. A cada uno de vosotros, de modo muy personal, el Señor le dice:  ¡la paz con vosotros!, ¡la paz contigo! Cuando el Señor  dice esto, no da algo, sino que se da a sí mismo, pues él mismo es la paz (cf. Ef 2, 14).

 

En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz. Así, este saludo se sitúa en el centro de vuestra misión sacerdotal:  el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir:  "este es mi cuerpo", "esta es mi sangre". Dejaos atraer siempre de nuevo a la santa Eucaristía, a la comunión de vida con Cristo.

Considerad como centro de toda jornada el poder celebrarla de modo digno. Conducid siempre de nuevo a los hombres a este misterio. A partir de ella, ayudadles a llevar la paz de Cristo al mundo.

 

En el evangelio que acabamos de escuchar resuena también una segunda expresión  del  Resucitado:   "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Cristo os dice esto, de modo muy personal, a cada uno de vosotros. Con la ordenación sacerdotal, os insertáis en la misión de los Apóstoles. El Espíritu Santo es viento, pero no es amorfo. Es un Espíritu ordenado.

Se manifiesta precisamente ordenando la misión, en el sacramento del sacerdocio, con la que continúa el ministerio de los Apóstoles. A través de este ministerio, os insertáis en la gran multitud de quienes, desde Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el Sucesor de san Pedro, que aquí, en Roma, es también vuestro obispo.

 

Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios.

 

Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo.

Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón.

 

Finalmente, queridos ordenandos, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.

 

 

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI EN EL VATICANO

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Juan de Letrán

Jueves 26 de mayo de 2005

 

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

amados hermanos y hermanas: 

 

En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud:  Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.

 

En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos:  la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi  reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.

 

En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen:  el Señor "irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis" (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús "vaya delante" implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice:  "Id… y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19).

 

La otra dirección del "ir delante" del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena:  "No me toques, que todavía no he subido al Padre" (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo.

Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo "a Galilea", yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.

 

Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los "confines de la tierra" (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera "caput mundi".

 

La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el "via crucis". En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado:  voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo.

Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras:  Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios:  "Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz" (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad.

Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad:  Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.

 

En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato:  "Tomad, comed… Bebed de ella todos" (Mt 26, 26 s). No se puede "comer" al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de "comer", es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.

 

La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato:  "Tomad y comed".

 

Nuestra procesión termina ante la basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el amado Papa Juan Pablo II "Mujer eucarística". En verdad, María, la Madre del Señor, nos enseña lo que significa entrar en comunión con Cristo:  María dio su carne, su sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo; que nos ayude a seguirlo fielmente, día a día, por los caminos de nuestra vida. Amén.

 

 

MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO ITALIANO (BARI)

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Solemnidad del "Corpus Christi"

Domingo 29 de mayo de 2005

 

 

Amadísimos hermanos y hermanas: 

 

"Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión" (Salmo responsorial). La invitación del salmista, que resuena también en la Secuencia, expresa muy bien el sentido de esta celebración eucarística:  nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor. Esta es la razón que ha impulsado a la Iglesia italiana a congregarse aquí, en Bari, para el Congreso eucarístico nacional.

 

Yo también he querido unirme hoy a todos vosotros para celebrar con particular relieve la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y así rendir homenaje a Cristo en el sacramento de su amor, y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que me unen a la Iglesia que está en Italia y a sus pastores. Como sabéis, también mi venerado y amado predecesor, el Papa Juan Pablo II, habría querido estar presente en esta importante cita eclesial. Todos sentimos que está cerca de nosotros y con nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien ahora puede contemplar directamente.

 

Saludo con afecto a todos los que participan en esta solemne liturgia:  al cardenal Camillo Ruini y a los demás cardenales presentes; al arzobispo de Bari, monseñor Francesco Cacucci, a quien agradezco sus cordiales palabras; a los obispos de Pulla y a los que han venido en gran número de todas las partes de Italia; a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos; en particular, a los jóvenes, y naturalmente a cuantos de diferentes modos han colaborado en la organización del Congreso. Saludo asimismo a las autoridades, que con su grata presencia muestran cómo también los congresos eucarísticos forman parte de la historia y de la cultura del pueblo italiano.

 

Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como "Pascua semanal", expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, "Sin el domingo no podemos vivir", nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.

 

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió:  "Sine dominico non possumus"; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.

 

Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel "inmenso y terrible" (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.

 

En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho:  "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron:  el que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.

 

Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario:  el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.

 

El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice:  "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar:  "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6, 52).

 

En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia:  "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.

 

Ante el murmullo de protesta, Jesús habría  podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir:  "Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo  de una profunda comunión de sentimientos". Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso:  "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra:  "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.

 

En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.

 

Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de  todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios, afirma:  "El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17).

 

La consecuencia es clara:  no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón:  no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias.

 

La Eucaristía -repitámoslo- es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos, precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo.

 

Soy consciente de que para eso no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que entren en los corazones y sacudan las conciencias, estimulando a cada uno a la conversión interior, que es el requisito de todo progreso en el camino del ecumenismo (cf. Mensaje a la Iglesia universal, en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 6). Os pido a todos vosotros que emprendáis con decisión el camino del ecumenismo espiritual, que en la oración  abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.

 

Queridos amigos que habéis venido a Bari desde diversas partes de Italia para celebrar este Congreso eucarístico, debemos redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación.

 

Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como "aquellos que han llegado a la nueva esperanza", y los presentaba como personas "que viven según el domingo" ("iuxta dominicam viventes"). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba:  "¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?" (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2).

 

"¿Cómo podríamos vivir sin él?". En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de Abitina:  "Sine dominico non possumus". Precisamente de aquí brota nuestra oración:  que también nosotros, los cristianos de hoy, recobremos la conciencia de la importancia decisiva de la celebración dominical y tomemos de la participación en la Eucaristía el impulso necesario para un nuevo empeño en el anuncio de Cristo, "nuestra paz" (Ef 2, 14), al mundo. Amén.

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

 

Miércoles 29 de junio de 2005

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ¯la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios¯ se ha hecho realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser "ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios" (Rm 15, 16).

 

La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera:  este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical:  sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que, precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas, la fe y la oración de Israel.

 

En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la antigua alianza:  el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión:  "Volverán al Señor de todos los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos" (Sal 21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el Salmo.

Catolicidad significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios.

 

El fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II, expresó de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad:  "la Iglesia recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la tierra, con esmero la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica, enseña y transmite con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente, son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera diversa, ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de España, las de Francia, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco las Iglesias constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz de la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los seres humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad" (Adversus haereses, I, 10, 2).

 

La unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido:  la fe que los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.

 

Me alegra haber entregado a la Iglesia ayer ¯en la fiesta de san Ireneo y en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo¯ una nueva guía para la transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer mejor y también a vivir mejor la fe que nos une:  el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los testimonios de los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas en la teología, se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se encuentra recapitulado en sus contenidos esenciales, que luego se han de traducir al lenguaje diario y se han de concretar siempre de nuevo.

 

El libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas; catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que lleva en la mano. "Yo soy el que soy" ¯este misterioso nombre de Dios, propuesto en la antigua alianza¯ se halla escrito allí como su nombre propio:  todo lo que existe viene de él; él es la fuente originaria de todo ser. Y por ser único, también está siempre presente, siempre está cerca de nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos precede, como "señal" en el camino de nuestra vida; más aún, él mismo es el camino.

 

No se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con calma en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las imágenes, penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se convierta en una buena guía para la transmisión de la fe.

Hemos dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia:  apostólica. ¿Qué significa?

 

El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que Jesús llamó a los Apóstoles para que "estuvieran con él y también para enviarlos" (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos:  o están con él o son enviados y se ponen en camino.

 

El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa:  "Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios" (Homilía 34, 13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como "ángeles" de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación:  los Apóstoles y sus sucesores deberían estar siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión.

 

La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como "co-presbítero" con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica:  el mismo ministerio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra viva.

 

Así ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo con afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el "Pastor supremo", Jesucristo, del que habla san Pedro (cf. 1 P 5, 4).

 

El palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con la unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su independencia.

 

Con esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los ministerios es, en el fondo, que "lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud", de modo que crezca el cuerpo de Cristo "para construcción de sí mismo en el amor" (Ef 4, 13. 16).

 

Desde esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico Bartolomé I, al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita Ioannis, ha venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque aún no estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el sacramento del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se nos ha transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes concilios.

 

En este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de la unidad que ya se nos ha donado, de ayudar al mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al Señor que nos guíe a la unidad plena, a fin de que el esplendor de la verdad, la única que puede crear la unidad, sea de nuevo visible en el mundo.

 

El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la Iglesia:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y apostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los Doce en la hora del gran abandono:  "Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del "Día de la reconciliación", ya no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre.

 

En el Antiguo Testamento, las palabras "el Santo de Dios" indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama "el Santo de Dios", está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio:  "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 51).

 

Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo:  "Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20).

 

Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra vida.

 

 

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo

Lunes 15 de agosto de 2005

 

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

Ante todo, os saludo cordialmente a todos. Para mí es una gran alegría celebrar la misa en el día de la Asunción de la Virgen María en esta hermosa iglesia parroquial. Saludo al cardenal Sodano, al obispo de Albano, a todos los sacerdotes, al alcalde y a todos vosotros. Gracias por vuestra presencia. La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

 

María fue elevada al cielo en cuerpo y alma:  en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros:  "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.

 

En el evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat, esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

 

Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra Magníficat:  mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande:  precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.

 

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho:  "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".

 

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

 

Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

 

El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos:  tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

 

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.

 

Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat- es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.

 

Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras:  leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.

 

Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.

 

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.

 

En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén.

 

VIAJE APOSTÓLICO A COLONIA

CON MOTIVO DE LA XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

 

SANTA MISA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Colonia – Explanada de Marienfeld

Domingo 21 de agosto de 2005

 

 

 

Palabras del Papa Benedicto XVI al inicio de la solemne concelebración

 

Querido cardenal Meisner;

queridos jóvenes: 

 

Quisiera agradecerte cordialmente, querido hermano en el episcopado, tus conmovedoras palabras, que nos introducen tan oportunamente en esta celebración litúrgica. Habría querido recorrer en el coche descubierto toda la explanada, a lo largo y a lo ancho, para estar lo más cerca posible de cada uno.

 

El mal estado de los pasillos no lo ha permitido. Pero os saludo a cada uno de todo corazón. El Señor ve y ama a cada persona. Todos juntos formamos la Iglesia viva y damos gracias al Señor por esta hora en la que nos dona el misterio de su presencia y la posibilidad de estar en comunión con él.

 

Todos sabemos que somos imperfectos, que no podemos ser para él una casa adecuada. Por eso comenzamos la santa misa recogiéndonos y rogando al Señor que elimine en nosotros todo lo que nos separa de él y lo que nos separa unos de otros, y así nos conceda celebrar dignamente los santos misterios.

 

* * * * * *

 

Queridos jóvenes: 

 

Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6, 35), comenzamos ayer por la tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella "hora" de Jesús, de la cual habla el evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta "hora" suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios non solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas:  "Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre". Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.

 

¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ¯la crucifixión¯, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin  es  la  transformación  del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo:  la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra.

 

Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención:  lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo.

 

Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra "adoración" en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser.

 

Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la "hora" de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su "hora". Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza.

 

Esta oración, llamada por la Iglesia "plegaria eucarística", hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha, agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo transformación a partir del Señor:  presencia de su "hora". La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras:  es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida.

 

No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado "fin de semana" libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios.

 

Queridos amigos, a veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la misa. Pero si tomáis este compromiso, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!

Descubramos la íntima riqueza de la liturgia de la Iglesia y su verdadera grandeza:  no somos nosotros los que hacemos fiesta para nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios viviente el que prepara una fiesta para nosotros. Con el amor a la Eucaristía redescubriréis también el sacramento de la Reconciliación, en el cual la bondad misericordiosa de Dios permite siempre iniciar de nuevo nuestra vida.

 

Quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar:  ¡No es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe como un "boom" de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte. Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino:  Jesucristo.

 

Tratemos nosotros mismos de conocerlo cada vez mejor para poder guiar también, de modo convincente, a los demás hacia él. Por esto es tan importante el amor a la sagrada Escritura y, en consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos muestra el sentido de la Escritura. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia en su fe creciente y la ha hecho y hace penetrar cada vez más en las profundidades de la verdad (cf. Jn 16, 13). El Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra maravillosa, en la cual la fe secular se explica sintéticamente:  el Catecismo de la Iglesia católica. Yo mismo, recientemente, he presentado el Compendio de ese Catecismo, que ha sido elaborado a petición del difunto Papa. Son dos libros fundamentales que querría recomendaros a todos vosotros.

 

Obviamente, los libros por sí solos no bastan. Construid comunidades basadas en la fe. En los últimos decenios han nacido movimientos y comunidades en los cuales la fuerza del Evangelio se deja sentir con vivacidad. Buscad la comunión en la fe como compañeros de camino que juntos continúan el itinerario de la gran peregrinación que primero nos señalaron los Magos de Oriente. La espontaneidad de las nuevas comunidades es importante, pero es asimismo importante conservar la comunión con el Papa y con los obispos. Son ellos los que garantizan que no se están buscando senderos particulares, sino que a su vez se está viviendo en aquella gran familia de Dios que el Señor ha fundado con los doce Apóstoles.

 

Una vez más, debo volver a la Eucaristía. "Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan", dice san Pablo (1 Co 10, 17). Con esto quiere decir:  puesto que recibimos al mismo Señor y él nos acoge y nos atrae hacia sí, seamos también una sola cosa entre nosotros. Esto debe manifestarse en la vida. Debe mostrarse en la capacidad de perdón. Debe manifestarse en la sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Debe manifestarse en la disponibilidad para compartir. Debe manifestarse en el compromiso con el prójimo, tanto con el cercano como con el externamente lejano, que, sin embargo, nos atañe siempre de cerca.

 

Existen hoy formas de voluntariado, modelos de servicio mutuo, de los cuales justamente nuestra sociedad tiene necesidad urgente. No debemos, por ejemplo, abandonar a los ancianos en su soledad, no debemos pasar de largo ante los que sufren. Si pensamos y vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos abren los ojos. Entonces no nos adaptaremos más a seguir viviendo preocupados solamente por nosotros mismos, sino que veremos dónde y cómo somos necesarios. Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse sólo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes seguimos.

 

¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como verdaderos adoradores de Dios! Amén.

 

 

SOLEMNE MISA DE APERTURA DE LA

XI ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Domingo 2 de octubre de 2005

 

 

Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

La lectura tomada del profeta Isaías y el evangelio de este día ponen ante nuestros ojos una de las grandes imágenes de la sagrada Escritura:  la imagen de la vid. En la sagrada Escritura el pan representa todo lo que el hombre necesita para su vida diaria. El agua da fertilidad a la tierra:  es el don fundamental, que hace posible la vida. El vino, en cambio, expresa la exquisitez de la creación, nos da la fiesta, en la que superamos los límites de lo cotidiano:  el vino, dice el Salmo, "alegra el corazón". Así, el vino y con él la vid se han convertido también en imagen del don del amor, en el que podemos experimentar de alguna manera el sabor de lo divino. Y así la lectura del profeta, que acabamos de escuchar, comienza como cántico de amor:  Dios plantó una viña. Es una imagen de su historia de amor con la humanidad, de su amor a Israel, que él eligió. Por consiguiente, el primer pensamiento de las lecturas de hoy es este:  al hombre, creado a su imagen, Dios le infundió la capacidad de amar y, por tanto, la capacidad de amarlo también a él, su Creador.

 

Con el cántico de amor del profeta Isaías, Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y también a cada uno de nosotros. "Te he creado a mi imagen y semejanza", nos dice. "Yo mismo soy el amor, y tú eres mi imagen en la medida en que brilla en ti el esplendor del amor, en la medida en que me respondes con amor". Dios nos espera. Quiere que lo amemos:  ¿no debe tocar nuestro corazón esta invitación? Precisamente en esta hora, en la que celebramos la Eucaristía, en la que inauguramos el Sínodo sobre la Eucaristía, él viene a nuestro encuentro, viene a mi encuentro. ¿Hallará una respuesta? ¿O nos sucede lo que a la viña de la que habla Isaías:  Dios "esperaba que diese uvas, pero dio agrazones"? ¿Nuestra vida cristiana no es a menudo mucho más vinagre que vino? ¿Auto-compasión, conflicto, indiferencia?

 

Con esto hemos llegado automáticamente al segundo pensamiento fundamental de las lecturas de hoy. Como hemos escuchado, hablan ante todo de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de la elección con la que él nos busca y nos ama. Pero también hablan de la historia desarrollada sucesivamente, del fracaso del hombre. Dios plantó cepas muy selectas y, sin embargo, dieron agrazones. Y nos preguntamos:  ¿En qué consisten estos agrazones? La uva buena que Dios esperaba -dice el profeta-, sería el derecho y la justicia. En cambio, los agrazones son la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión, que hacen sufrir a la gente bajo el yugo de la injusticia.

 

En el evangelio la imagen cambia:  la vid produce uva buena, pero los labradores se quedan con ella. No quieren entregársela al propietario. Apalean y matan a sus mensajeros y asesinan a su Hijo. Su motivación es simple:  quieren convertirse en propietarios; se apoderan de lo que no les pertenece. En el Antiguo Testamento destaca la acusación por violación de la justicia social, el desprecio del hombre por el hombre. Pero, en el fondo, es evidente que despreciar la Torah, el derecho dado por Dios, es despreciar a Dios mismo; sólo se quiere gozar del propio poder.

 

Este aspecto resalta plenamente en la parábola de Jesús:  los labradores no quieren tener un amo, y esos labradores constituyen un espejo también para nosotros. Los hombres usurpamos la creación que, por decirlo así, nos ha sido dada para administrarla. Queremos ser sus únicos propietarios.

Queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de modo ilimitado. Dios es un estorbo para nosotros. O se hace de él una simple frase devota o se lo niega del todo, excluyéndolo de la vida pública, de modo que pierda todo significado. La tolerancia que, por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía. Sin embargo, donde el hombre se convierte en único amo del mundo y propietario de sí mismo, no puede existir la justicia. Allí sólo puede dominar el arbitrio del poder y de los intereses. Ciertamente, se puede echar al Hijo fuera de la viña y asesinarlo, para gozar de forma egoísta, solos, de los frutos de la tierra. Pero entonces la viña se transforma muy pronto en un terreno yermo, pisoteado por los jabalíes, como dice el salmo responsorial (cf. Sal 79, 14).

 

Así llegamos al tercer elemento de las lecturas de hoy. El Señor, tanto en el  Antiguo Testamento como en el Nuevo, anuncia el juicio a la viña infiel. El juicio que Isaías preveía se realizó en las grandes guerras y exilios por obra de los asirios y los babilonios. El juicio anunciado por el Señor Jesús se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero la amenaza de juicio nos atañe también a nosotros, a la Iglesia en Europa, a Europa y a Occidente en general. Con este evangelio, el Señor nos dirige también a nosotros las palabras que en el Apocalipsis dirigió a la Iglesia de Éfeso:  "Arrepiéntete. (…) Si no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero" (Ap 2, 5). También a nosotros nos pueden quitar la luz; por eso, debemos dejar que resuene con toda su seriedad en nuestra alma esa amonestación, diciendo al mismo tiempo al Señor:  "Ayúdanos a convertirnos. Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos".

 

Sin embargo, en este punto nos surge la pregunta:  "Pero, ¿no hay ninguna promesa, ninguna palabra de consuelo en la lectura y en la página evangélica de hoy? ¿La amenaza es la última palabra?". ¡No! La promesa existe, y es la última palabra, la palabra esencial. La escuchamos en el versículo del Aleluya, tomado del evangelio según san Juan:  "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto" (Jn 15, 5).

 

Con estas palabras del Señor, san Juan nos ilustra el desenlace último, el verdadero desenlace de la historia de la viña de Dios. Dios no fracasa. Al final, él vence, vence el amor. En la parábola de la viña propuesta por el evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas se encuentra ya una velada alusión a esta verdad. También allí la muerte del Hijo no es tampoco el fin de la historia, aunque no se narra directamente el desenlace del relato. Pero Jesús expresa esta muerte mediante una nueva imagen tomada del Salmo:  "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Mt 21, 42; Sal 117, 22). De la muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo edificio, una nueva viña. Él, que en Caná transformó el agua en vino, convirtió su sangre en el vino del verdadero amor, y así convierte el vino en su sangre. En el Cenáculo anticipó su muerte, y la transformó en el don de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor y, por eso, es el verdadero vino que el Creador esperaba. De este modo, Cristo mismo se ha convertido en la vid, y esta vid da siempre buen fruto:  la presencia de su amor por nosotros, que es indestructible.

 

Así, estas parábolas desembocan al final en el misterio de la Eucaristía, en la que el Señor nos da el pan de la vida y el vino de su amor, y nos invita a la fiesta del amor eterno. Celebramos la Eucaristía con la certeza de que su precio fue la muerte del Hijo, el sacrificio de su vida, que en ella sigue presente. Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva, dice san Pablo (cf. 1 Co 11, 26). Pero sabemos también que de esta muerte brota la vida, porque Jesús la transformó en un gesto de ofrenda, en un acto de amor, cambiándola así profundamente:  el amor ha vencido a la muerte. En la santa Eucaristía, él, desde la cruz, nos atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32) y nos convierte en sarmientos de la vid, que es él mismo. Si permanecemos unidos a él, entonces daremos fruto también nosotros, entonces ya no produciremos el vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación, sino el vino bueno de la alegría en Dios y del amor al prójimo. Pidamos al Señor que nos conceda su gracia, para que en las tres semanas del Sínodo que estamos iniciando no sólo digamos cosas hermosas sobre la Eucaristía, sino que sobre todo vivamos de su fuerza. Invoquemos este don por medio de María, queridos padres sinodales, a quienes saludo con gran afecto, así como a las diversas comunidades de las que provenís y que aquí representáis, para que, dóciles a la acción del Espíritu Santo, podamos ayudar al mundo a convertirse, en Cristo y con Cristo, en la vid fecunda de Dios.

Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE EL FUNERAL POR EL CARDENAL GIUSEPPE CAPRIO

 

Basílica de San Pedro

Martes 18 de octubre de 2005

 

  

"No se turbe vuestro corazón… Voy a prepararos un lugar" (Jn 14, 1-2). Las palabras del Señor Jesús nos iluminan y nos confortan, queridos y venerados hermanos, en esta hora de oración triste, en que estamos reunidos en torno a los restos mortales del querido cardenal Giuseppe Caprio, al que damos nuestra despedida. Nos dejó el sábado pasado, al final de una larga peregrinación terrena, que lo condujo desde un pequeño pueblo de Hirpinia a varias partes del mundo, y especialmente aquí a Roma, al servicio de la Santa Sede, por la que gastó su vida. En su testamento encontramos la serena confianza a la que Cristo invita a sus discípulos. Precisamente al inicio, escribió:  "Doy gracias a la santísima Trinidad por haberme creado, redimido y hecho nacer en una familia pobre en medios materiales, pero rica en virtudes cristianas que, desde los primeros años de mi niñez, me enseñó a amar a Dios y a obedecer su santa ley".

 

"Doy gracias a la santísima Trinidad…". ¿No son estas palabras como la síntesis de la vida de un cristiano? Al final de la jornada terrena, el alma se recoge en una actitud de íntima y conmovida gratitud, reconociendo todo como don y preparándose para el abrazo definitivo con Dios Amor. Es el mismo sentimiento de íntima confianza en el Señor del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Sirácida:  "Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia, (…) confiad en él, (…) esperad sus beneficios, la felicidad eterna y la misericordia" (Si 2, 7-9). El temor del Señor es el principio y la plenitud de la sabiduría (cf. Si 1, 12. 14). De aquí brota la paz (cf. Si 1, 16), sinónimo, a su vez, de la felicidad completa y eterna, que es fruto de la misericordia divina. Quien vive en el santo temor del Señor encuentra la verdadera paz y, como dice también el Sirácida, "en el día de su muerte será bendecido" (Si 1, 13). Que Dios, en su misericordia, perdone cualquier posible culpa del amado cardenal Caprio y lo acoja en su reino de luz y de paz, puesto que este hermano nuestro trató de servir fielmente a la santa Iglesia.

 

"Hijo, si te llegas a servir al Señor, (…) adhiérete a él, no te separes, para que seas exaltado en tus postrimerías" (Si 2, 1. 3). El joven Giuseppe Caprio, procedente de Lapio, se presentó en el seminario de Benevento para servir al Señor. Allí inició los estudios, que continuó en Roma, en la Universidad Gregoriana, consiguiendo la licenciatura en teología y el doctorado en derecho canónico, y en 1938 fue ordenado sacerdote. Leemos en su testamento:  "Doy gracias (a Dios) con el corazón lleno de confusión y gratitud, por haberme llamado al sacerdocio". También nosotros, en la oración, nos unimos en este momento a su acción de gracias, mientras nos preparamos para ofrecer por su alma el sacrificio eucarístico, centro y forma de la vida sacerdotal. Especialmente en estos días, durante los cuales toda la Iglesia está concentrada en el misterio eucarístico, me complace pensar que precisamente allí, en el altar, la vida y el ministerio del cardenal Caprio encontraron su punto de profunda unidad, en los diversos traslados que debió realizar por el servicio diplomático a la Santa Sede. De Roma a Nanquín, Bruselas, Saigón, Taipei, Nueva Delhi y, por último, nuevamente Roma. Ciertamente, la presencia de Cristo resucitado fue su consuelo en los momentos más difíciles, de forma especial durante el período de incomunicación en la nunciatura de Nanquín, en 1951, y la sucesiva expulsión de China. En su testamento anotó:  "Elevo mi pensamiento agradecido y devoto al Sumo Pontífice, que me ha concedido el insigne honor de representarlo en muchos países, y a quien siempre he servido con fidelidad y amor filial". De la Eucaristía sacaba el cardenal Caprio la fuerza espiritual para aceptar cada día la misión que le encomendaban sus superiores y cumplirla con amor hasta el fin.

 

"Pax in virtute":  el querido cardenal Caprio eligió este lema cuando, en 1961, el beato Papa Juan XXIII lo nombró arzobispo. Después de participar en el concilio Vaticano II, pasó aún un breve período como pro-nuncio en la India; y luego volvió a Roma, al servicio directo de la Sede apostólica en importantes cargos, entre los cuales el de sustituto de la Secretaría de Estado y presidente de la Administración del patrimonio. Era notable su visión de conjunto de los problemas de la Iglesia y su preocupación constante por considerar los aspectos administrativos en su relación con los intereses superiores, con plena adhesión al espíritu del Concilio.

 

"Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron" (1 Co 15, 20). La luz de Jesús resucitado ilumina las tinieblas de la muerte, "último enemigo" (1 Co 15, 26), al que debemos pagar la deuda contraída con el pecado original, pero que ya no tiene poder sobre los creyentes, puesto que el Señor la derrotó de una vez para siempre. En Cristo, todos recibirán la vida; cada uno en su rango:  primero Cristo, como primicia; luego, los de Cristo en su venida (cf. 1 Co 15, 22-23). La liturgia aplica este pasaje paulino a la Virgen María en la solemnidad de su Asunción al cielo. Me complace testimoniar aquí la devoción mariana del cardenal Giuseppe Caprio, tal como resalta en su testamento:  "Encomiendo —escribe— mi alma a la Virgen santísima de Pompeya, para que, presentándola a su Hijo Jesucristo, me obtenga perdón y misericordia". Hagamos nuestra su oración en este momento de dolor y viva esperanza.

 

Con afecto y gratitud acompañemos a este hermano nuestro en su último viaje hacia el verdadero Oriente, es decir, hacia Cristo, sol sin ocaso, con plena confianza en que Dios lo acoja con los brazos abiertos, reservándole el lugar preparado para sus amigos, fieles servidores del Evangelio y de la Iglesia.

 

 

SOLEMNE CONCLUSIÓN DE LA XI ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA

DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA

Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS:

 

JÓZEF BILCZEWSKI

CAYETANO CATANOSO

SEGISMUNDO GORAZDOWSKI

ALBERTO HURTADO CRUCHAGA;

FÉLIX DE NICOSIA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

Jornada mundial de las misiones

Domingo 23 de octubre de 2005

 

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

En este XXX domingo del tiempo ordinario, nuestra celebración eucarística se enriquece con diversos motivos de acción de gracias y de súplica a Dios. Se concluyen simultáneamente el Año de la Eucaristía y la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, dedicada precisamente al misterio eucarístico en la vida y en la misión de la Iglesia, y acaban de ser proclamados santos cinco beatos:  el obispo José Bilczewski, los presbíteros Cayetano Catanoso, Segismundo Gorazdowski y Alberto Hurtado, y el religioso capuchino Félix de Nicosia. Además, se celebra hoy la Jornada mundial de las misiones, cita anual que despierta en la comunidad eclesial el impulso a la misión.

 

Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en primer lugar a los padres sinodales, y después a los peregrinos que han venido de varias naciones, juntamente con sus pastores, para festejar a los nuevos santos. La liturgia de hoy nos invita a contemplar la Eucaristía como fuente de santidad y alimento espiritual para nuestra misión en el mundo:  este supremo "don y misterio" nos manifiesta y comunica la plenitud del amor de Dios.

 

La palabra del Señor, que acaba de proclamarse en el Evangelio, nos ha recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo encierra los dos aspectos de un único dinamismo del corazón y de la vida. Así, Jesús cumple la revelación antigua, sin añadir un mandamiento inédito, sino realizando en sí mismo y en su acción salvífica la síntesis viva de los dos grandes mandamientos de la antigua alianza:  "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…" y "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 18).

 

En la Eucaristía contemplamos el Sacramento de esta síntesis viva de la ley:  Cristo  nos  entrega  en sí mismo la plena realización del amor a Dios y del amor  a los hermanos. Nos comunica este  amor suyo cuando nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre. Entonces puede realizarse en nosotros lo que san Pablo  escribe  a  los Tesalonicenses en la segunda lectura de hoy:  "Abandonando  los ídolos, os habéis convertido, para servir al Dios vivo y verdadero" (1 Ts 1, 9). Esta conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está llamado a realizar en su existencia. El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a quienes no están en condiciones de corresponder. Desde esta perspectiva, ¡cuán providencial es que hoy la Iglesia indique a todos sus miembros a cinco nuevos santos que, alimentados de Cristo, Pan vivo, se convirtieron  al  amor y en él centraron toda  su existencia! En diversas situaciones  y  con  diversos carismas, amaron al Señor con todo su corazón y al prójimo como a sí mismos, y "así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes" (1 Ts 1, 6-7).

 

San José Bilczewski fue un hombre de oración. La santa misa, la liturgia de las Horas, la meditación, el rosario y las otras prácticas de piedad articulaban sus jornadas. Dedicaba un tiempo particularmente largo a la adoración eucarística.

 

San Segismundo Gorazdowski destacó también por su devoción fundada en la celebración y en la adoración de la Eucaristía. Vivir la ofrenda de Cristo lo impulsó hacia los enfermos, los pobres y los necesitados.

 

El profundo conocimiento de la teología, la fe y la devoción eucarística de José Bilczewski lo han convertido en un ejemplo para los sacerdotes y en un testigo para todos los fieles.

 

Segismundo Gorazdowski, al fundar la Asociación de sacerdotes, la congregación de las Religiosas de San José y tantas otras instituciones caritativas, se dejó guiar siempre por el espíritu de comunión, que se revela plenamente en la Eucaristía.

 

"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 37. 39). Este sería el programa de vida de san Alberto Hurtado, que quiso identificarse con el Señor y amar con su mismo amor a los pobres. La formación recibida en la Compañía de Jesús, consolidada por la oración y la adoración de la Eucaristía, le llevó a dejarse conquistar por Cristo, siendo un verdadero contemplativo en la acción. En el amor y entrega total a la voluntad de Dios encontraba la fuerza para el apostolado. Fundó El Hogar de Cristo para los más necesitados y los sin techo, ofreciéndoles un ambiente familiar lleno de calor humano. En su ministerio sacerdotal destacaba por su sencillez y disponibilidad hacia los demás, siendo una imagen viva del Maestro, "manso y humilde de corazón". Al final de sus días, entre los fuertes dolores de la enfermedad, aún tenía fuerzas para repetir:  "Contento, Señor, contento", expresando así la alegría con la que siempre vivió.

 

San Cayetano Catanoso fue devoto y apóstol de la Santa Faz de Cristo. "La Santa Faz —afirmaba— es mi vida; es mi fuerza". Con una feliz intuición, conjugó esta devoción con la piedad eucarística. Lo explicó así:  "Si queremos adorar el rostro real de Jesús…, lo encontramos en la divina Eucaristía, donde, con el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, bajo el blanco velo de la Hostia se esconde el rostro de nuestro Señor". La misa diaria y la adoración frecuente del Sacramento del altar fueron el alma de su sacerdocio:  con ardiente e incansable caridad pastoral se dedicó a la predicación, a la catequesis, al ministerio de la Confesión, a los pobres, a los enfermos, al cultivo de las vocaciones sacerdotales. A las religiosas Verónicas de la Santa Faz, que fundó, les transmitió el espíritu de caridad, de humildad y de sacrificio que animó toda su existencia.

 

San Félix de Nicosia solía repetir en todas las circunstancias, alegres o tristes:  "Sea por amor de Dios". Así podemos comprender bien cuán intensa y concreta era en él la experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, hijo ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las expresiones más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado y transformado gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo. Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor.

 

Queridos y venerados padres sinodales, durante tres semanas hemos vivido juntos un clima de renovado fervor eucarístico. Ahora, juntamente con vosotros y en nombre de todo el Episcopado, quisiera enviar un saludo fraterno a los obispos de la Iglesia en China. Con profunda pena hemos sentido la falta de sus representantes. Sin embargo, quiero asegurar a todos los prelados chinos que, con la oración, estamos cerca de ellos y de sus sacerdotes y fieles. El doloroso camino de las comunidades confiadas a su cuidado pastoral está presente en nuestro corazón:  no quedará sin fruto, porque es una participación en el Misterio pascual, para gloria del Padre.

 

Los trabajos sinodales nos han permitido profundizar en los aspectos más importantes de este misterio dado a la Iglesia desde el inicio. La contemplación de la Eucaristía debe impulsar a todos los miembros de la Iglesia, en primer lugar a los sacerdotes, ministros de la Eucaristía, a renovar su compromiso de fidelidad. En el misterio eucarístico, celebrado y adorado, se funda el celibato, que los presbíteros han recibido como don valioso y signo del amor indiviso a Dios y al prójimo.

 

También para los laicos la espiritualidad eucarística debe ser el motor interior de toda actividad, y no se puede admitir ninguna dicotomía entre la fe y la vida en su misión de animación cristiana del mundo. Mientras se concluye el Año de la Eucaristía, ¡cómo no dar gracias a Dios por los numerosos dones concedidos a la Iglesia en este tiempo! Y ¡cómo no recoger la invitación del amado Papa Juan Pablo II a "recomenzar desde Cristo"! Como los discípulos de Emaús, que, con el corazón ardiendo por la palabra del Resucitado e iluminados por su presencia viva, reconocida en la fracción del pan, volvieron de inmediato a Jerusalén y se convirtieron en anunciadores de la resurrección de Cristo, también nosotros reanudemos nuestro camino animados por el vivo deseo de testimoniar el misterio de este amor que da esperanza al mundo.

 

En esta perspectiva eucarística se sitúa bien la Jornada mundial de las misiones, que celebramos hoy y a la que el venerado siervo de Dios Juan Pablo II había dado como tema de reflexión:  "Misión:  Pan partido para la vida del mundo". La comunidad eclesial, cuando celebra la Eucaristía, especialmente en el día del Señor, toma cada vez mayor conciencia de que el sacrificio de Cristo es "por todos" (Mt 26, 28), y la Eucaristía impulsa al cristiano a ser "pan partido" para los demás, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. También hoy, ante las multitudes, Cristo sigue exhortando a sus discípulos:  "Dadles vosotros de comer" (Mt 14, 16), y, en su nombre, los misioneros anuncian y testimonian el Evangelio, a veces incluso con el sacrificio de su vida.

 

Queridos amigos, todos debemos recomenzar desde la Eucaristía. Que María, Mujer eucarística, nos ayude a estar enamorados de ella y a "permanecer" en el amor de Cristo, para que él nos renueve íntimamente. Así, dócil a la acción del Espíritu y atenta a las necesidades de los hombres, la Iglesia será cada vez más faro de luz, de verdadera alegría y de esperanza, realizando plenamente su misión de "signo e instrumento de unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1).

 

 

MISA DE SUFRAGIO POR LOS CARDENALES Y OBISPOS

FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Viernes 11 de noviembre de 2005

 

 

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

El mes de noviembre recibe su peculiar tonalidad espiritual de las dos jornadas con que se abre:  la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina de modo particular este mes y toda la parte final del Año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino terreno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo. En ella tiene su fundamento la esperanza que, como dice san Pablo, es tal que "no defrauda" (Rm 5, 5). La celebración de hoy se sitúa precisamente en este contexto, en el que la fe sublima sentimientos inscritos profundamente en el alma humana. La gran familia de la Iglesia encuentra en estos días un tiempo de gracia, y lo vive, según su vocación, uniéndose en oración al Señor y ofreciendo su sacrificio redentor en sufragio de los fieles difuntos. De modo particular, hoy lo ofrecemos por los cardenales y los obispos que nos han dejado en este último año.

 

Durante mucho tiempo formé parte del Colegio cardenalicio, del que fui también decano dos años y medio. Por tanto, me siento particularmente vinculado a esta singular comunidad, que tuve el honor de presidir también en los días inolvidables que siguieron a la muerte del amado Papa Juan Pablo II. Él nos ha dejado, entre otros ejemplos luminosos, el ejemplo valiosísimo de la oración, y también en este momento recogemos su herencia espiritual, conscientes de que su intercesión continúa aún más intensa desde el cielo. Durante los últimos doce meses cinco venerados hermanos cardenales han pasado "a la otra orilla":  Juan Carlos Aramburu, Jan Pieter Schotte, Corrado Bafile, Jaime Sin y, hace menos de un mes, Giuseppe Caprio. Encomendamos hoy al Señor sus almas y las de los arzobispos y obispos que, en este mismo período, han concluido su jornada terrena. Elevemos juntos la oración por cada uno de ellos, a la luz de la palabra que Dios nos ha dirigido en esta liturgia.

 

El pasaje del libro del Sirácida contiene en primer lugar una exhortación a la constancia en la prueba y, por tanto, una invitación a la confianza en Dios. Al hombre que atraviesa las vicisitudes de la vida, la Sabiduría le recomienda:  "Pégate a él —al Señor—, no lo abandones, y al final serás enaltecido" (Si 2, 3). Quien se pone al servicio del Señor y gasta su vida en el ministerio eclesial no está exento de pruebas, más aún, se encuentra con las más insidiosas, como ampliamente demuestra la experiencia de los santos. Pero vivir en el temor de Dios libera el corazón de todo miedo y lo sumerge en el abismo de su amor. "Los que teméis al Señor confiad en él; (…) esperad bienes, gozo perpetuo y salvación" (Si 2, 8-9).

 

Esta invitación a la confianza se une directamente con el inicio del pasaje del evangelio según san Juan que se acaba de proclamar:  "Que no tiemble vuestro corazón —dice Jesús a los Apóstoles en la última Cena—:  creed en Dios y creed también en mí" (Jn 14, 1). El corazón humano, siempre inquieto hasta que encuentra un puerto seguro en su peregrinación, halla aquí finalmente la roca firme donde detenerse y descansar. Quien se fía de Jesús, pone su confianza en Dios mismo.

 

En efecto, Jesús es verdadero hombre, pero en él podemos tener fe plena e incondicional, porque —como afirma él mismo poco después dirigiéndose a Felipe— él está en el Padre y el Padre en él (cf. Jn 14, 10). De esta forma, verdaderamente Dios ha salido a nuestro encuentro. Nosotros, seres humanos, necesitamos un amigo, un hermano que nos tome de la mano y nos acompañe hasta la "casa del Padre" (Jn 14, 2); necesitamos a uno que conozca bien el camino. Y Dios, en su amor "sobreabundante" (Ef 2, 4), mandó a su Hijo, no sólo a indicárnoslo, sino también a hacerse él mismo "el camino" (Jn 14, 6).

 

"Nadie va al Padre, sino por mí" (Jn 14, 6), afirma Jesús. Ese "nadie" no admite excepciones; pero, mirando bien, corresponde a otra palabra, que Jesús pronunció también en la última Cena cuando, tomando el cáliz, dijo:  "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 28). También los "lugares" en la casa del Padre son "muchos", en el sentido de que junto a Dios hay espacio para "todos" (cf. Jn 14, 2). Jesús es el camino abierto a "todos"; no existen otros. Y los que parecen ser "otros", en la medida en que son auténticos, conducen a él, de lo contrario, no llevan a la vida. Por tanto, es inestimable el don que el Padre ha hecho a la humanidad enviando a su Hijo unigénito. A este don corresponde una responsabilidad, que es tanto mayor cuanto más íntima es la relación que se estable con Jesús. "Al que mucho se le dio —dice el Señor—, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá" (Lc 12, 48). Por este motivo, a la vez que damos gracias a Dios por todos los beneficios que concedió a nuestros hermanos difuntos, ofrecemos por ellos los méritos de la pasión y muerte de Cristo, para que colmen las lagunas debidas a la fragilidad humana.

 

El salmo responsorial (Sal 121) y la segunda lectura (1 Jn 3, 1-2) ensanchan nuestro corazón con el asombro de la esperanza, a la que estamos llamados. El salmista nos la hace cantar como himno a Jerusalén, invitándonos a imitar espiritualmente a los peregrinos que "subían" a la ciudad santa y, después de un largo camino, llegaban llenos de alegría a sus puertas:  "Qué alegría cuando me dijeron:  "Vamos a la casa del Señor". Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén" (Sal 121, 1-2). El apóstol san Juan, en su primera carta, la expresa comunicándonos la certeza, rebozante de gratitud, de haber llegado a ser hijos de Dios y, al mismo tiempo, la esperanza de la manifestación plena de esta realidad:  "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. (…) Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

 

Venerados y queridos hermanos, con el corazón dirigido a este misterio de salvación, ofrezcamos la divina Eucaristía por los purpurados y los prelados que recientemente nos han precedido en el último paso hacia la vida eterna. Invoquemos la intercesión de san Pedro y de la bienaventurada Virgen María, para que los acojan en la casa del Padre, con la esperanza confiada de poder unirnos a ellos un día para gozar la plenitud de la vida y de la paz.

Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE EL REZO DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS

DEL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

 

Sábado 26 de noviembre de 2005

 

 

Queridos hermanos y hermanas:  

 

Con la celebración de las primeras Vísperas del primer domingo de Adviento iniciamos un nuevo Año litúrgico. Cantando juntos los salmos, hemos elevado nuestro corazón a Dios, poniéndonos en la actitud espiritual que caracteriza  este tiempo de gracia:  "vigilancia en la oración" y "júbilo en la alabanza" (cf. Misal romano, Prefacio II de Adviento). Siguiendo el ejemplo de María santísima, que nos enseña a vivir escuchando devotamente la palabra de Dios, meditemos sobre la breve lectura bíblica que se acaba de proclamar. Se trata de dos versículos que se encuentran al final de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5, 23-24). El primero expresa el deseo del Apóstol para la comunidad; el segundo ofrece, por decirlo así, la garantía de su cumplimiento. El deseo es que cada uno sea santificado por Dios y se conserve irreprensible en toda su persona —"espíritu, alma y cuerpo"— hasta la venida final del Señor Jesús; la garantía de que esto va a suceder la ofrece la fidelidad de Dios mismo, que consumará la obra iniciada en los creyentes.

 

Esta primera carta a los Tesalonicenses es la primera de todas las cartas de san Pablo, escrita probablemente en el año 51. En ella, aún más que en las otras, se siente latir el corazón ardiente del Apóstol, su amor paterno, es más, podríamos decir materno, por esta nueva comunidad; y también su gran preocupación de que no se apague la fe de esta Iglesia nueva, rodeada por un contexto cultural contrario a la fe en muchos aspectos. Así, san Pablo concluye su carta con un deseo, podríamos incluso decir, con una oración. El contenido de la oración, como hemos escuchado, es que sean santos e irreprensibles en el momento de la venida del Señor. La palabra central de esta oración es venida. Debemos preguntarnos qué significa venida del Señor. En griego es parusía, en latín adventus, adviento, venida. ¿Qué es esta venida? ¿Nos concierne o no?

 

Para comprender el significado de esta palabra y, por tanto, de esta oración del Apóstol por esta comunidad y por las comunidades de todos los tiempos, también por nosotros, debemos contemplar a la persona gracias a la cual se realizó de modo único, singular, la venida del Señor:  la Virgen María. María pertenecía a la parte del pueblo de Israel que en el tiempo de Jesús esperaba con todo su corazón la venida del Salvador, y gracias a las palabras y a los gestos que nos narra el Evangelio podemos ver cómo ella vivía realmente según las palabras de los profetas. Esperaba con gran ilusión la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría esa venida. Quizá esperaba una venida en la gloria. Por eso, fue tan sorprendente para ella el momento en el que el arcángel Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, de ella, quería realizar su venida a través de ella. Podemos imaginar la conmoción de la Virgen. María, con un gran acto de fe y de obediencia, dijo "sí":  "He aquí la esclava del Señor". Así se convirtió en "morada" del Señor, en verdadero "templo" en el mundo y en "puerta" por la que el Señor entró en la tierra.

 

Hemos dicho que esta venida del Señor es singular. Sin embargo, no sólo existe la última venida, al final de los tiempos. En cierto sentido, el Señor desea venir siempre a través de nosotros, y llama a la puerta de nuestro corazón:  ¿estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida? Esta es la voz del Señor, que quiere entrar también en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca también una morada viva, nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor.

Esto es lo que queremos aprender de nuevo en el tiempo del Adviento: que el Señor pueda venir a través de nosotros.

 

Por tanto, podemos decir que esta oración, este deseo expresado por el Apóstol, contiene una verdad fundamental, que trata de inculcar a los fieles de la comunidad fundada por él y que podemos resumir así:  Dios nos llama a la comunión consigo, que se realizará plenamente cuando vuelva Cristo, y él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo. El futuro, por decirlo así, está contenido en el presente o, mejor aún, en la presencia de Dios mismo, de su amor indefectible, que no nos deja solos, que no nos abandona ni siquiera un instante, como un padre y una madre jamás dejan de acompañar a sus hijos en su camino de crecimiento.

 

Ante Cristo que viene, el hombre se siente interpelado con todo su ser, que el Apóstol resume con los términos "espíritu, alma y cuerpo", indicando así a toda la persona humana, como unidad articulada en sus dimensiones somática, psíquica y espiritual. La santificación es don de Dios e iniciativa suya, pero el ser humano está llamado a corresponder con todo su ser, sin que nada de él quede excluido.

 

Y es precisamente el Espíritu Santo, que formó a Jesús, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando ante todo el corazón y, desde este centro, todo el resto. Así, sucede que en cada persona se renueva toda la obra de la creación y de la redención, que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo van realizando desde el inicio hasta el final del cosmos y de la historia. Y como en el centro de la historia de la humanidad está la primera venida de Cristo y, al final, su retorno glorioso, así toda existencia personal está llamada a confrontarse con él —de modo misterioso y multiforme— durante su peregrinación terrena, para encontrarse "en él" cuando vuelva.

 

Que María santísima, Virgen fiel, nos guíe a hacer de este tiempo de Adviento y de todo el nuevo Año litúrgico un camino de auténtica santificación, para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

 

Jueves 8 de diciembre de 2005

 

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

Hace cuarenta años, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro, junto a esta basílica, el Papa Pablo VI concluyó solemnemente el concilio Vaticano II. Había sido inaugurado, por decisión de Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y concluyó el día de la Inmaculada. Un marco mariano rodea al Concilio. En realidad, es mucho más que un marco:  es una orientación de todo su camino. Nos remite, como remitía entonces a los padres del Concilio, a la imagen de la Virgen que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas (cf. Lc 2, 19. 51); nos remite a la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos huyen, está al pie de la cruz.

 

Pablo VI, en su discurso con ocasión de la promulgación de la constitución conciliar  sobre  la Iglesia, había calificado  a  María  como "tutrix huius Concilii", "protectora de este Concilio" (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1147), y, con una alusión inconfundible al relato de Pentecostés, transmitido por san Lucas (cf. Hch 1, 12-14), había dicho que los padres se habían reunido en la sala del Concilio "cum Maria, Matre Iesu", y que también en su nombre saldrían ahora (ib., p. 1038).

 

Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras:  "Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae", "declaramos a María santísima Madre de la Iglesia", los padres se pusieron espontáneamente de pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. De hecho, con este título el Papa resumía la doctrina mariana del Concilio y daba la clave para su comprensión.

 

María no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros. Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un "ser para nosotros".

 

Cristo, dicen los Padres, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo. La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.

 

El Concilio quería decirnos esto:  María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre nuestra alma.

 

El Papa Pablo VI, en el contexto de la promulgación de la constitución sobre la Iglesia, puso de relieve todo esto mediante un nuevo título profundamente arraigado en la Tradición, precisamente con el fin de iluminar la estructura interior de la enseñanza sobre la Iglesia desarrollada en el Concilio. El Vaticano II debía expresarse sobre los componentes institucionales de la Iglesia:  sobre los obispos y sobre el Pontífice, sobre los sacerdotes, los laicos y los religiosos en su comunión y en sus relaciones; debía describir a la Iglesia en camino, la cual, "abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación…" (Lumen gentium, 8). Pero este aspecto "petrino" de la Iglesia está incluido en el "mariano". En María, la Inmaculada, encontramos  la  esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en "almas eclesiales" —así se  expresaban  los Padres—, para poder presentarnos también nosotros, según  la palabra de san Pablo, "inmaculados" delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).

 

Pero ahora debemos preguntarnos:  ¿Qué significa "María, la Inmaculada"? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías.

El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el "resto santo" de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.

 

Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo:  "La tierra ha dado su fruto" (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.

 

La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que "el linaje" de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.

 

¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.

 

El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

 

Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades:  la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser,  es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.

 

Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.

 

Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.

 

Precisamente  en  la  fiesta  de  la  Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida:  la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.

Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien" (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.

 

Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto:  el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.

 

Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.

 

En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.

Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo:  "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".

 

En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA

DE NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACIÓN

 

Domingo 18 de diciembre de 2005

 

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Para mí realmente es una gran alegría estar aquí con vosotros esta mañana y celebrar con vosotros y para vosotros la santa misa. En efecto, esta visita a Nuestra Señora de la Consolación, primera parroquia romana a la que acudo desde que el Señor quiso llamarme a ser Obispo de Roma, es para mí, en un sentido muy real y concreto, una vuelta a casa. Recuerdo muy bien aquel 15 de octubre de 1977, cuando tomé posesión de esta iglesia titular. Era párroco don Ennio Appignanesi; eran vicepárrocos don Enrico Pomili y don Franco Camaldo. El ceremoniero que me asignaron fue monseñor Piero Marini. Y aquí estamos de nuevo todos juntos. Para mí es realmente una gran alegría.

 

Desde entonces, nuestra relación recíproca se ha hecho cada vez más fuerte y profunda. Una relación en el Señor Jesucristo, cuyo sacrificio eucarístico he celebrado y cuyos sacramentos he administrado tantas veces en esta iglesia. Una relación de afecto y amistad, que realmente ha calentado mi corazón y lo sigue calentando también hoy. Una relación que me ha unido a todos vosotros, en particular a vuestro párroco y a los demás sacerdotes de la parroquia. Es una relación que no se debilitó cuando fui nombrado cardenal titular de la diócesis suburbicaria de Velletri y Segni. Esta relación ha cobrado una dimensión nueva y más profunda por el hecho de ser ya Obispo de Roma y vuestro obispo.

 

Asimismo, me alegra particularmente que esta visita mía —como ya ha dicho don Enrico— tenga lugar en el año en que celebráis el 60° aniversario de la erección de vuestra parroquia, el 50° de ordenación sacerdotal de nuestro querido párroco mons. Enrico Pomili, y además el 25° de episcopado de monseñor Ennio Appignanesi. Así pues, un año en el que tenemos motivos especiales para dar gracias al Señor.

 

Saludo ahora con afecto precisamente a monseñor Enrico, y le agradezco las palabras tan amables que me ha dirigido. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini; al cardenal Ricardo María Carles Gordó, titular de esta iglesia y, por consiguiente, sucesor mío en este título; al cardenal Giovanni Canestri, que fue vuestro amadísimo párroco; y al vicegerente, obispo del sector este de Roma, mons. Luigi Moretti. Ya hemos saludado a monseñor Ennio Appignanesi, que fue vuestro párroco, y a mons. Massimo Giustetti, que fue vuestro vicario parroquial.

 

Dirijo un saludo afectuoso a vuestros actuales vicarios parroquiales y a las Religiosas de Nuestra Señora de la Consolación, presentes en Casal Bertone desde el año 1932, valiosas colaboradoras de la parroquia y verdaderas portadoras de misericordia y consuelo en este barrio, especialmente para los pobres y los niños. Con los mismos sentimientos os saludo a cada uno, a todas las familias de la parroquia y a los que de diversas maneras se prodigan en los servicios parroquiales.

 

Ahora queremos meditar brevemente el hermosísimo evangelio de este IV domingo de Adviento, que para mí es una de las páginas más hermosas de la sagrada Escritura. Y, para no alargarme mucho, quisiera reflexionar sólo sobre tres palabras de este rico evangelio.

 

La primera palabra que quisiera meditar con vosotros es el saludo del ángel a María. En la traducción italiana el ángel dice:  "Te saludo, María". Pero la palabra griega original —"Kaire"— significa de por sí "alégrate", "regocíjate". Y aquí hay un primer aspecto sorprendente:  el saludo entre los judíos era "shalom", "paz", mientras que el saludo en el mundo griego era "Kaire", "alégrate". Es sorprendente que el ángel, al entrar en la casa de María, saludara con el saludo de los griegos:  "Kaire", "alégrate", "regocíjate". Y los griegos, cuando leyeron este evangelio cuarenta años después, pudieron ver aquí un mensaje importante:  pudieron comprender que con el inicio del Nuevo Testamento, al que se refería esta página de san Lucas, se había producido también la apertura al mundo de los pueblos, a la universalidad del pueblo de Dios, que ya no sólo incluía al pueblo judío, sino también al mundo en su totalidad, a todos los pueblos. En este saludo griego del ángel aparece la nueva universalidad del reino del verdadero Hijo de David.

 

Pero conviene destacar, en primer lugar, que las palabras del ángel son la repetición de una promesa profética del libro del profeta Sofonías. Encontramos aquí casi literalmente ese saludo. El profeta Sofonías, inspirado por Dios, dice a Israel:  "Alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti" (cf. Sf 3, 14). Sabemos que María conocía bien las sagradas Escrituras.

Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento. Por eso, podemos tener la seguridad de que la Virgen santísima comprendió en seguida que estas eran las palabras del profeta Sofonías dirigidas a Israel, a la "hija de Sión", considerada como morada de Dios.

 

Y ahora lo sorprendente, lo que hace reflexionar a María, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se las dirigen de modo particular a ella, María. Y así entiende con claridad que precisamente ella es la "hija de Sión", de la que habló el profeta y que, por consiguiente, el Señor tiene una intención especial para ella; que ella está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morada no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo; que Dios, en realidad, la quiere tomar como su verdadero templo precisamente a ella, la Virgen. ¡Qué indicación! Y entonces podemos comprender que María comenzó a reflexionar con particular intensidad sobre lo que significaba ese saludo.

 

Pero detengámonos ahora en la primera palabra:  "alégrate", "regocíjate". Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los dos Testamentos. Sólo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría:  "alégrate", "regocíjate". El Nuevo Testamento es realmente "Evangelio", "buena noticia" que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de "tú" a este Dios.

 

El mundo griego, sobre todo, percibió esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno, o un Dios malo, o simplemente un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy diversas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían temer que, si hacían algo en favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse.

 

Así, vivían en un mundo de miedo, rodeados de demonios peligrosos, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro. Y ahora escuchaban decir:  "Alégrate; esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne". Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo. Conocer a este Dios es realmente la "buena noticia", una palabra de redención.

 

Tal vez a nosotros, los católicos, que lo sabemos desde siempre, ya no nos sorprende; ya no percibimos con fuerza esta alegría liberadora. Pero si miramos al mundo de hoy, donde Dios está ausente, debemos constatar que también él está dominado por los miedos, por las incertidumbres:  ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?, ¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? Y, en realidad, viven en un mundo oscuro, necesitan anestesias para poder vivir.

 

Así, la palabra:  "alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros", es una palabra que abre realmente un tiempo nuevo. Amadísimos hermanos, con un acto de fe debemos acoger de nuevo y comprender en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora:  "alégrate".

 

Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla sólo para nosotros. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría.

 

Este es el verdadero compromiso del Adviento:  llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo:  con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios.

 

La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel:  "No temas, María", le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Pero el ángel le dice:  "No temas. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas".

 

Esta palabra, "No temas", seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice:  "Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón", en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior:  "No temas, Dios te lleva".

 

Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen:  "Está loco", ella vuelve a escuchar:  "No temas" y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel:  "No temas". Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

 

"No temas". María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos:  miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado:  está bien que existan. Pero sabemos que en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros:  "No temas, yo estoy siempre contigo". Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos.

 

La  tercera  palabra:   al  final del coloquio, María responde al ángel:  "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". María anticipa así la tercera invocación del Padre nuestro:  "Hágase tu voluntad". Dice "sí" a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice "sí" a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran "sí" inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su "no" a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta.

 

"Hágase la voluntad de Dios":  María nos invita a decir también nosotros este "sí", que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice:  "¡Sé valiente!, di también tú:  "Hágase tu voluntad"", porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo "sí" a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad.

 

Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia, que nos dé la valentía de pronunciar este "sí", que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén.

 

 

MISA DE NOCHEBUENA

 

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Sábado 24 de diciembre de 2005

 

 

 

«El Señor me ha dicho: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”». Con estas palabras del Salmo segundo, la Iglesia inicia la Santa Misa de la vigilia de Navidad, en la cual celebramos el nacimiento de nuestro Redentor Jesucristo en el establo de Belén. En otro tiempo, este Salmo pertenecía al ritual de la coronación del rey de Judá. El pueblo de Israel, a causa de su elección, se sentía de modo particular hijo de Dios, adoptado por Dios. Como el rey era la personificación de aquel pueblo, su entronización se vivía como un acto solemne de adopción por parte de Dios, en el cual el rey estaba en cierto modo implicado en el misterio mismo de Dios. En la noche de Belén, estas palabras que de hecho eran más la expresión de una esperanza que de una realidad presente, adquirieron un significado nuevo e inesperado. El Niño en el pesebre es verdaderamente el Hijo de Dios. Dios no es soledad eterna, sino un círculo de amor en el recíproco entregarse y volverse a entregar. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Más aún, en Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo, Dios de Dios, se hizo hombre. El Padre le dice: “Tu eres mi hijo”. El eterno hoy de Dios ha descendido en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad: “Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado”. Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos estar con él, para que podamos llegar a ser semejantes a él. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: él es así. De este modo aprendemos a conocerlo. Y en todo niño resplandece algún destello de aquel “hoy”, de la cercanía de Dios que debemos amar y a la cual hemos de someternos; en todo niño, también en el que aún no ha nacido.

 

Escuchemos una segunda palabra de la liturgia de esta Noche santa, tomada en este caso del libro del profeta Isaías: “Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos” (Is 9,1). La palabra “luz” impregna toda la liturgia de esta santa misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo a Tito: “Se ha manifestado la gracia” (Tt 2,11). La expresión “se ha manifestado” proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa con las palabras “una luz brilló”; la “manifestación” –la “epifanía”– es la irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin resolver. Por último, el evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y “los envolvió en su luz” (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, nos dice san Juan (1 Jn 1,5). La luz es fuente de vida.

 

Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, la luz significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo espera. En aquel Niño acostado en el pesebre Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y mujeres a lo largo de los siglos, “los ha envuelto en su luz”. Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. Desde de Belén una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos. Si nos fijamos en los santos –desde san Pablo y san Agustín a san Francisco y santo Domingo, desde san Francisco Javier a santa Teresa de Ávila y a la madre Teresa de Calcuta–, vemos esta corriente de bondad, este camino de luz que se inflama siempre de nuevo en el misterio de Belén, en el Dios que se ha hecho Niño. Contra la violencia de este mundo Dios opone, en ese Niño, su bondad y nos llama a seguir al Niño.

 

Junto con el árbol de Navidad, nuestros amigos austriacos nos han traído también una pequeña llama que encendieron en Belén, para decirnos así que el verdadero misterio de la Navidad es el resplandor interior que viene de este Niño. Dejemos que este resplandor interior llegue a nosotros, que se encienda en nuestro corazón la llamita de la bondad de Dios; llevemos todos, con nuestro amor, la luz al mundo. No permitamos que esta llama luminosa, encendida en la fe, se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Custodiémosla fielmente y ofrezcámosla a los demás. En esta noche, en que miramos hacia Belén, queremos rezar de modo especial también por el lugar del nacimiento de nuestro Redentor y por los hombres que allí viven y sufren. Queremos rezar por la paz en Tierra Santa: Mira, Señor, a este rincón de la tierra, al que tanto amas por ser tu patria. Haz que en ella resplandezca la luz. Haz que llegue la paz a ella.

 

Con el término “paz” hemos llegado a la tercera palabra clave de la liturgia de esta Noche santa. Al Niño que anuncia, Isaías mismo lo llama “Príncipe de la paz”. De su reino se dice: “La paz no tendrá fin”. En el evangelio se anuncia a los pastores la “gloria de Dios en lo alto del cielo” y la “paz en la tierra”. Antes se decía: “a los hombres de buena voluntad”; en las nuevas traducciones se dice: “a los hombres que él ama”. ¿Por qué este cambio? ¿Ya no cuenta la buena voluntad? Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama sólo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios del Oriente, llamados reyes magos. Reflexionemos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; se les consideraba poco de fiar y en los tribunales no se les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se alude a personas de virtudes heroicas. Eran almas sencillas. El evangelio destaca una característica que luego, en las palabras de Jesús, tendrá un papel importante: eran personas vigilantes. Esto vale ante todo en su sentido exterior: por la noche velaban cercanos a sus ovejas. Pero también tiene un sentido más profundo: estaban dispuestos a oír la palabra de Dios, el anuncio del ángel. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, estaban esperando algo. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino.

 

Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren. Otros, que quizás moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz. Dios busca a personas que sean portadoras de su paz y la comuniquen. Pidámosle que no encuentre cerrado nuestro corazón. Esforcémonos por ser capaces de ser portadores activos de su paz, concretamente en nuestro tiempo.

 

Además, la palabra paz ha adquirido un significado muy especial para los cristianos: se ha convertido en una palabra para designar la comunión en la Eucaristía. En ella está presente la paz de Cristo. A través de todos los lugares donde se celebra la Eucaristía se extiende en el mundo entero una red de paz. Las comunidades reunidas en torno a la Eucaristía forman un reino de paz vasto como el mundo. Cuando celebramos la Eucaristía nos encontramos en Belén, en la “casa del pan”. Cristo se nos da, y así nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los demás; para que seamos artífices de paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Por eso pidamos: Realiza tu promesa, Señor. Haz que donde hay discordia nazca la paz; que surja el amor donde reina el odio; que surja la luz donde dominan las tinieblas. Haz que seamos portadores de tu paz. Amén.

 

 

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,

CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Sábado 31 de diciembre de 2005

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Al terminar este año, que para la Iglesia y para el mundo ha sido sumamente rico en acontecimientos, recordando el mandato del Apóstol:  "Vivid (…) apoyados en la fe, (…) rebosando en acción de gracias" (Col 2, 6-7), nos volvemos a reunir esta tarde para elevar un himno de acción de gracias a Dios, Señor del tiempo y de la historia. Mi pensamiento se remonta, con profundo sentimiento espiritual, a hace un año, cuando, una tarde como esta, el amado Papa Juan Pablo II, por última vez, se hizo portavoz  del  pueblo de Dios para dar gracias al Señor por los numerosos beneficios  concedidos a la Iglesia y a la humanidad.

 

En el mismo sugestivo marco de la basílica vaticana ahora me toca a mí recoger idealmente de todos los rincones de la tierra el cántico de alabanza y de acción de gracias que se eleva a Dios, al concluir el año 2005 y en la víspera del 2006. Sí, es un deber nuestro, además de una necesidad del corazón, alabar y dar gracias a Aquel que, siendo eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca y que siempre vela por la humanidad con la fidelidad de su amor misericordioso.

 

Podríamos decir con razón que la Iglesia vive para alabar y dar gracias a Dios. Ella misma es "acción de gracias", a lo largo de los siglos, testigo fiel de un amor que no muere, de un amor que abarca a los hombres de todas las razas y culturas, difundiendo de modo fecundo principios de auténtica vida.

 

Como recuerda el concilio ecuménico Vaticano II, "la Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que la totalidad del mundo se transforme en pueblo de Dios, cuerpo del Señor y templo del Espíritu  Santo, y para que en Cristo, cabeza de todos, se dé todo honor y toda gloria  al Creador y Padre de todos" (Lumen gentium,  17).  Sostenida  por el Espíritu Santo, "continúa su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (san  Agustín,  De civitate Dei, XVIII, 51, 2), sacando fuerza de la ayuda del Señor. De este modo, con paciencia y amor, supera "todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores", y revela "al mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz" (Lumen gentium, 8). La Iglesia vive de Cristo y con Cristo, el cual le ofrece su amor esponsal, guiándola a lo largo de los siglos, y ella, con la abundancia de sus dones, acompaña al hombre en su camino, para que los que acojan a Cristo tengan la vida y la tengan en abundancia.

 

Esta tarde me hago portavoz, ante todo, de la Iglesia de Roma, para elevar al cielo el cántico común de alabanza y acción de gracias. Nuestra Iglesia de Roma, en estos doce meses transcurridos, ha sido visitada por muchas otras Iglesias y comunidades eclesiales, para profundizar el diálogo de la verdad en la caridad, que une a todos los bautizados, y experimentar juntos el deseo más vivo de la comunión plena.

 

Pero también muchos creyentes de otras religiones han querido testimoniar su estima cordial y fraterna a esta Iglesia y a su Obispo, conscientes de que en el encuentro sereno y respetuoso se oculta el alma de una acción concorde en favor de la humanidad entera. Y ¿qué decir de las numerosas personas de buena voluntad que han dirigido su mirada a esta Sede para entablar un diálogo fructuoso sobre los grandes valores relativos a la verdad del hombre y de la vida, que es necesario defender y promover? La Iglesia quiere ser siempre acogedora, en la verdad y en la caridad.

 

Por lo que concierne al camino de la diócesis de Roma, me complace referirme brevemente al programa pastoral diocesano, que este año ha centrado su atención en la familia, escogiendo como tema:  "Familia y comunidad cristiana:  formación de la persona y transmisión de la fe". La familia siempre ha ocupado el centro de la atención de mis venerados predecesores, en particular de Juan Pablo II, que le dedicó muchas intervenciones. Como reafirmó en numerosas ocasiones, estaba convencido de que la crisis de la familia constituye un grave daño para nuestra misma civilización.

 

Precisamente para subrayar la importancia que tiene en la vida de la Iglesia y de la sociedad la familia fundada en el matrimonio, también yo he querido dar mi contribución interviniendo, la tarde del 6 de junio pasado, en la asamblea diocesana en San Juan de Letrán. Me alegra que el programa de la diócesis se esté aplicando de forma positiva con una acción apostólica capilar, que se realiza en las parroquias, en las prefecturas y en las diversas asociaciones eclesiales. El Señor conceda que el compromiso común lleve a una auténtica renovación de las familias cristianas.

 

Aprovecho esta ocasión para saludar a los representantes de la comunidad religiosa y civil de Roma presentes en esta celebración de fin de año. Saludo en primer lugar al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles que han venido de diversas parroquias. Saludo, asimismo, al alcalde de la ciudad y a las demás autoridades. Extiendo mi saludo a toda la comunidad romana, de la que el Señor me ha llamado a ser Pastor, y renuevo a todos la expresión de mi cercanía espiritual.

 

Al inicio de esta celebración, iluminados por la palabra de Dios, hemos cantado todos con fe el "Te Deum". Son muchos los motivos que hacen intensa nuestra acción de gracias, convirtiéndola en una oración coral. A la vez que consideramos los múltiples acontecimientos que han marcado el curso de los meses en este año que está a punto de concluir, quiero recordar de modo especial a los que atraviesan dificultades:  a los más pobres y abandonados, a los que han perdido la esperanza en un sentido fundado de su existencia, o a los que son víctimas de intereses egoístas, sin que se les pida su adhesión o su opinión.

 

Haciendo nuestros sus sufrimientos, los encomendamos a todos a Dios, que hace que todo contribuya al bien; en sus manos ponemos nuestro deseo de que a toda persona se le reconozca su dignidad de hijo de Dios. Al Señor de la vida le pedimos que alivie con su gracia los sufrimientos provocados por el mal, y que siga fortaleciéndonos en nuestra existencia terrena, dándonos el Pan y el Vino de la salvación, para sostenernos en nuestro camino hacia la patria del cielo.

 

Al despedirnos del año que concluye y acercarnos al nuevo, la liturgia de estas primeras Vísperas nos introduce en la fiesta de Santa María, Madre de Dios, Theotókos. Ocho días después del nacimiento de Jesús, celebramos a la que "cuando llegó la plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4) fue elegida por Dios para ser la Madre del Salvador. Madre es la mujer que da la vida, pero también ayuda y enseña a vivir. María es Madre, Madre de Jesús, al que dio su sangre, su cuerpo. Y ella nos presenta al Verbo eterno del Padre, que vino a habitar en medio de nosotros. Pidamos a María que interceda por nosotros, que nos acompañe con su protección maternal hoy y siempre, para que Cristo nos acoja un día en su gloria, en la asamblea de los santos:  Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari.

 

Amén.

 

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