El símbolo de la paloma indica el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y la renovación de la Alianza. Y es eso lo que halla su pleno cumplimiento en la era mesiánica, por obra de Cristo redentor y del Espíritu Santo.
11-7-1990
1. En la vida de Jesús-Mesías, es decir, de Aquel que es consagrado con la unción del Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18), hay momentos de especial intensidad en los que el Espíritu Santo se manifiesta íntimamente unido a la humanidad ya la misión de Cristo. Hemos visto que el primero de estos momentos es el de la Encarnación, que se realiza mediante la concepción y el nacimiento de Jesús de María Virgen por obra del Espíritu Santo: "Conceptus, de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine", como proclama el símbolo de la fe.
Otro momento en que la presencia y la acción del Espíritu Santo toman un particular relieve es el del bautismo de Jesús en el Jordán. Lo veremos en la catequesis de hoy.
2. Todos los evangelistas nos han transmitido el acontecimiento (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-34). Leamos el texto de Marcos: "Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él" (Mc 1, 9-10). Jesús había ido al Jordán desde Nazaret, donde había pasado los años de su vida "escondida" (Volveremos aún sobre este tema en la próxima catequesis). Antes de eso, él había sido anunciado por Juan, que en el Jordán exhortaba al "bautismo de penitencia". "Y proclamaba: ‘Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo’" (Mc 1, 7-8).
Ya se estaba en los umbrales de la era mesiánica. Con la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cf. Jn 1, 32; Gn 1, 2). Él sabia y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a "bautizar con Espíritu Santo".
3. Por su parte, Jesús se preparaba en la oración para aquel momento, de inmenso alcance en la historia de la salvación, en el que se había de manifestar, aunque bajo signos representativos, el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo en el misterio trinitario, presente en la humanidad como principio de vida divina. En efecto, leemos en Lucas: "Mientras Jesús… estaba en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22). El mismo evangelista narrará a continuación que un día Jesús, enseñando a orar a los que lo seguían por los caminos de Palestina, dijo que "el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan" (Lc 11, 13). Él mismo en primer lugar pedía este Don altísimo para poder cumplir su propia misión mesiánica: y durante el bautismo en el Jordán había recibido una manifestación suya especialmente visible que señalaba ante Juan y ante sus oyentes la "investidura" mesiánica de Jesús de Nazaret. El Bautista daba testimonio de él "ante los ojos de Israel como Mesías, es decir como ‘Ungido’ con el Espíritu Santo" (Dominum et vivificantem, n. 19).
La oración de Jesús, que en su Yo divino era el Hijo eterno de Dios, pero que actuaba y oraba en la naturaleza humana, era escuchada por el Padre. Él mismo, un día, diría al Padre: "Ya sabía yo que tú siempre me escuchas" (Jn 11, 42). Esta conciencia vibró especialmente en él en aquel momento del bautismo, que daba comienzo público a su misión redentora, como Juan intuyó y proclamó. En efecto, él presentó a aquel que venía a "bautizar en Espíritu Santo" (Mt 3, 11) como "el cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).
4. Lucas nos dice que durante el bautismo de Jesús en el Jordán "se abrió el cielo" (Lc 3, 21). En otro tiempo el profeta Isaías había dirigido a Dios la invocación: "¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses!" (Is 63, 19). Ahora Dios parecía responder a ese grito, escuchar esa oración, precisamente en el momento del bautismo. Aquel "abrirse" del cielo está ligado a la venida del Espíritu Santo sobre Cristo en forma de paloma. Es un signo visible de que la oración del profeta era escuchada, y de que su profecía se estaba cumpliendo; ese signo venía acompañado por una voz del cielo: "Y se oyó una voz que venía de los cielos: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’" (Mc 1, 11; Lc 3, 22). El signo toca, por tanto, la vista (con la paloma) y el oído (con la voz) de los privilegiados beneficiarios de aquella extraordinaria experiencia sobrenatural. Ante todo en el alma humana de Cristo, pero también en las personas que se hallaban presentes en el Jordán, toma forma la manifestación de la eterna "complacencia" del Padre en el Hijo. Así, en el bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo carácter trinitario queda mucho más subrayado aún en la narración de la anunciación. El "abrirse el cielo" significa, en aquel momento, una particular iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la tierra para la inauguración religiosa y casi "ritual" de la misión mesiánica del Verbo encarnado.
5. En el texto de Juan, el hecho que tuvo lugar en el bautismo de Jesús es descrito por el mismo Bautista: "Juan dio testimonio diciendo: ‘He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baje el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios’ " (Jn 1, 32-34). Eso significa que, según el evangelista, el Bautista participó en aquella experiencia de la teofanía trinitaria y se dio cuenta, al menos oscuramente, con la fe mesiánica, del significado de aquellas palabras que el Padre había pronunciado: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco". Por lo demás, también en los demás evangelistas es significativo que el término "hijo" se encuentra usado en sustitución del término "siervo", que se halla en el primer canto de Isaías sobre el siervo del Señor: "He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él" (Is 42, 1).
En su fe inspirada por Dios, y en la de la comunidad cristiana primitiva, el "siervo" se identificaba con el Hijo de Dios (cf. Mt 12, 18; 16, 16), y el "espíritu" que se le había concedido era reconocido en su personalidad divina como Espíritu Santo. Jesús, un día, la víspera de su Pasión, dirá a los Apóstoles que aquel mismo Espíritu, que descendió sobre él en el bautismo, actuaría junto con él en la realización de la redención: "Él (el Espíritu de verdad) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16, 14).
6. Es interesante, al respecto, un texto de San Ireneo de Lión († 203) que, comentando el bautismo en el Jordán, afirma: "El Espíritu Santo había prometido por medio de los profetas que en los últimos días se derramaría sobre sus siervos y sus siervas, para que profetizaran. Por esto él descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo hijo del hombre, acostumbrándose juntamente con él a permanecer con el género humano, a ‘descansar’ en medio de los hombres y a morar entre aquellos que han sido creados por Dios, poniendo por obra en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de forma que se transformen de ‘hombre viejo’ en la ‘novedad’ de Cristo" (Adversus haer., III, 17, 1). El texto confirma que, desde los primeros siglos, la Iglesia era consciente de la asociación entre Cristo y el Espíritu Santo en la realización de la "nueva creación".
7. Una alusión, antes de concluir, al símbolo de la paloma que, con ocasión del bautismo en el Jordán, aparece como signo del Espíritu Santo. La paloma, en el simbolismo bautismal, va unida al agua y, según algunos Padres de la Iglesia, evoca lo que sucedió al fin del diluvio, interpretado también él como figura del bautismo cristiano. Leemos en el libro del Génesis: (Noé) "volvió a soltar la paloma fuera del arca. La paloma vino al atardecer, y he aquí que traía en el pico un ramo de olivo, por donde conoció Noé que habían disminuido las aguas de encima de la tierra" (Gn 8, 10-11). El símbolo de la paloma indica el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y la renovación de la Alianza. Y es eso lo que halla su pleno cumplimiento en la era mesiánica, por obra de Cristo redentor y del Espíritu Santo.