Lo primero que llama la atención en este relato del nacimiento de Moisés es la manera de actuar el Señor. En el capítulo 1 hemos visto que la opresión llega a una situación insostenible, sin salida. Humanamente hablando, la destrucción del pueblo parece inevitable. Por otra parte, Dios calla; ni siquiera se le menciona. Parece ajeno al sufrimiento de su pueblo. Parece ausente o al menos inactivo. Parece desentenderse.
En este capítulo la situación es la misma. Y sin embargo, si miramos un poco más atentamente, descubrimos que Dios está actuando: ha hecho nacer al que será el instrumento de la liberación de su pueblo. Pero esta intervención de Dios es discreta, oculta: todo parece seguir igual… Dios sigue sin aparecer en escena… Y sin embargo, ya ha puesto en marcha su plan de salvación, ha desencadenado los acontecimientos que van a conducir la historia hacia donde Él quiere… ¡Lección sublime para nosotros que tantas veces pensamos que Dios no actúa o que quisiéramos unas intervenciones suyas más aparatosas!
Más aún, Dios actúa sirviéndose incluso de sus enemigos, de los enemigos de su pueblo: ¡es precisamente la hija del Faraón la que va a salvar a Moisés del Nilo, le va a adoptar como hijo y le va a dar una educación completa en la corte! Son las ironías de Dios. Es el estilo de Dios, que domina la historia hasta en sus más minúsculos detalles. Es su modo de actuar, que incluso de los males saca bienes. Son los planes de Dios, siempre desconcertantes…
Por otra parte, es interesante subrayar este detalle: Moisés, el futuro salvador, es salvado de las aguas. El vive en su propia carne de antemano la experiencia que el pueblo vivirá después: es salvado a través de las aguas, arrancado de una situación desesperada, a la deriva, sentenciado a muerte por el Faraón (1,22), a merced de las aguas… Es así como Dios prepara al que será salvador de su pueblo. Sólo el que tiene experiencia de haber sido salvado puede colaborar en la salvaciónde los demás.
11-15: Fracaso de Moisés
Moisés ha crecido y un día contempla la opresión de su pueblo. A pesar de su educación egipcia, se pone de parte de sus hermanos. Pero decide tomarse la justicia por su cuenta. La consecuencia: no sólo no consigue salvar a nadie, sino que pone en peligro su propia vida: el Faraón le busca para matarle (v. 15) y Moisés tiene que huir al desierto, a un país extranjero, donde perderá su «status» social y económico y será un «don nadie».
¿Qué es lo que ha sucedido? La clave está en el v. 14, en la pregunta de su hermano hebreo: «¿Quién te ha puesto de jefe y juez sobre nosotros?». Moisés ha fracasado porque ha pretendido meterse a salvador por cuenta propia. Ha funcionado por iniciativa suya. Y el resultado es el fracaso más absoluto…
Sin embargo, necesitaba pasar por esta situación para poder escuchar: «Ve, yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas, de Egipto» (Ex 3,10). Necesitaba aprender por experiencia que sólo Dios puede salvar y que él no iba a ser más que un «siervo inútil» (cfr. Lc 17,10). Sólo desposeído de sí mismo podía recibir la misión de ser instrumento de la salvación de Dios. La pregunta de su hermano hebreo («¿quién te ha puesto de jefe y juez sobre nosotros?») queda sin respuesta. Sólo la obtendrá cuando Dios mismo tome la iniciativa de salvar a su pueblo; entonces Moisés podrá decir: «"Yo soy" me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14). E irá investido de la fuerza y el poder de Dios…
16-22 Las circunstancias «casuales» -es decir, providenciales- continúan dirigiendo la historia de Moisés. Una circunstancia cotidiana e inesperada le lleva a conocer a la que había de ser su mujer…
23-25: Dios escucha
«Murió el rey de Egipto». La situación de los israelitas se había hecho extremadamente grave. El Faraón se había erigido en lugar de Dios, poniéndose como dueño de la vida. Y sin embargo ahora se nos dice escuetamente: «Murió el rey de Egipto». El que pretendía ponerse en lugar de Dios es un mortal como los demás…Ahora entendemos mejor lo que se apuntaba en 1,12: su conducta opresiva brotaba del miedo; no de la auténtica autoridad que procede de Dios y a Él se somete, sino del miedo que no comprende esa fuerza misteriosa que lleva a Israel a crecer ilimitadamente.
La historia se repite. Ayer como hoy, la tentación de ponerse en lugar de Dios acecha a los gobernantes y a todos los que se hallan revestidos de alguna autoridad: «Tu corazón se ha engreído y has dicho: "Soy un dios, estoy sentado en un trono divino"… Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu corazón al de Dios» (Ez 28,2). Ayer como hoy, los poderes de este mundo se alzan contra Dios (Dan 11, 36). Pero los creyentes saben que estos planes son vanos e inconsistentes (Sal 2,1s), porque al hombre impío que se yergue contra Dios (2Tes 2,3ss) «el Señor le destruirá con el soplo de su boca» (2Tes 2,8); su arrogancia será precipitada al abismo (Is 14,3-15).
Por otra parte, en estos versículos comienza a revelarse la presencia activa de Dios.
Un Dios que ha esperado a que el pueblo se encuentre en una situación límite y clame desde el fondo de su esclavitud. Quizá Dios sólo actúa cuando el hombre reconoce su incapacidad para liberarse a sí mismo y clama desde su impotencia…
En todo caso, se nos revela como un Dios vivo y activo. Los verbos de los versículos 24-25 tiene todos a Dios por sujeto. Un Dios que oye los gemidos, que no olvida su alianza, que se hace cargo de la situación, que conoce a sus hijos. Una convicción firme a lo largo de toda la Biblia es que Dios escucha siempre las súplicas y responde el clamor del indigente (Sal 116,1-2). Está en juego su justicia y su fidelidad a su alianza.