San Gregorio Magno, primer monje en ser Papa, da un fuerte impulso a la teología, al culto y a la formación del clero, además de destinar sus propios bienes para aliviar la pobreza que afectaba a todo el pueblo.
San Gregorio I Magno
A mitad de la Edad Media, el poder moral del Papa renace con la figura de San Gregorio, Magno, el primer monje que llegó a ser Papa. En cuestiones políticas, los papas del siglo VI prefirieron mantenerse en la órbita de los ostrogodos antes que someterse a los emperadores de Bizancio. Pero a fines de esa centuria y en los primeros años del siglo VII iba a surgir, independiente y prestigiosa, la figura de Gregorio Magno. Durante su pontificado al menos, el papado recuperaría el brillo y el vigor que había tenido hasta el siglo V.
La noble familia romana en cuyo seno vio la luz hacia el año 540, ya había dado a la Iglesia los papas Félix III y Agapito l. A los treinta años, Gregorio, relevante jurista, era ya el primer magistrado de Roma como prefecto de la ciudad. La muerte de su padre le puso pronto al frente de un patrimonio importante y disperso que llegaba hasta Sicilia. Gregorio realizó sus bienes, fundó en dicha isla seis monasterios benedictinos y transformó su propio palacio en convento, en el que se recluyó en el año 575.
El papa Pelagio II, sin embargo, no le dejaría permanecer allí durante mucho tiempo. En el año 579 confirió a Gregorio el diaconado y le nombró su representante en la corte imperial. Una vez en Bizancio, su rigurosa vida monacal no le impidió desarrollar una eficaz labor como legado del papa. Por eso, llegado el momento, el emperador Mauricio defendió con insistencia y vigor su elección para la silla de Pedro como sucesor de Pelagio.
Gregorio hizo lo imposible por declinar ese honor, llegando incluso a intentar una huida. Al fin lograron hacerle entrar en razón. Se rindió ante la voluntad del emperador y del pueblo y, el 3 de septiembre del 590, fue consagrado obispo de Roma.
Bajo su pontificado la teología, el culto, la formación del clero y la expansión del monaquismo conocieron un período de esplendor. Pero lo más apremiante era aliviar la situación del pueblo italiano, cruelmente azotado por las guerras. Para conseguirlo, el nuevo papa llevó a cabo una explotación original y fructífera del importante patrimonio de la Iglesia romana, organizando así la estructura económica de los futuros Estados Pontificios.
Mas el papa vio con claridad que no lograría erradicar la miseria de la población hasta que no terminaran las guerras que la motivaban. En el año 593 se arriesgó a enemistarse con el emperador, y a pasar incluso por traidor a su patria, negociando un armisticio con los lombardos.
A decir verdad, Gregorio, al revés que sus predecesores, no se dejó deslumbrar por el universo cultural greco-romano. Fue el primero en darse cuenta de la importancia que iba a tener para la Iglesia la aparición en Occidente de los nuevos pueblos germánicos. También fue él quien inauguró una política de decidida apertura hacia el Norte y el Oeste. No dudó en establecer relaciones permanentes con los francos de la ambiciosa y feroz reina Brunequilda. Se interesó mucho por los visigodos de Hispania, adeptos del arrianismo hasta que el año 589, con su rey Recaredo a la cabeza, se convirtieron al catolicismo.
Sus contactos con Teodolinda, la reina franca de los lombardos, favorecieron un movimiento progresivo de conversiones. Su éxito más importante, sin embargo, se lo brindaron los misioneros benedictinos a quienes envió a cristianizar a los anglo-sajones.
«César -diría más tarde el historiador Gibbon (1737-1794)- necesitó seis legiones para conquistar Gran Bretaña. Gregorio lo consiguió con cuarenta monjes.»
Ahora bien, en aquellos años, y con vistas a consolidar los eficaces resultados que iba obteniendo, era decisivo tener en cuenta los posibles golpes que le llegaran de Oriente. El papa tenía conciencia de que, tarde o temprano, Bizancio se alejaría progresivamente de Roma. Por eso, cuando el patriarca de Constantinopla, Juan IV el Ayunador, transgrediendo el derecho eclesiástico, hizo azotar a dos sacerdotes acusados de herejía, Gregorio tomó abiertamente su defensa y les excusó de toda culpa. El mismo Juan IV, a imitación de los predecesores de Gregorio, que se hacían llamar «papas universales», se autoatribuyó el título de «patriarca ecuménico». Gregorio no se lo tomó en serio, se negó a nombrarlo con tan pomposo nombre y, predicando con el ejemplo, exigió que en adelante se llamara al obispo de Roma «siervo de los siervos de Dios».
Gregorio Magno no tenía la cultura ni la agudeza de pensamiento ni la profundidad de un san Agustín. No sabía la lengua griega. No obstante, aunque sus escritos carezcan de galanura literaria, tuvieron una poderosa influencia en la espiritualidad de la Edad Media. Su Liber regulae pastoralis constituiría el fundamento de toda la formación pastoral y ascética de los siglos siguientes, del mismo modo que su Comentario del Libro de Job lo sería de la teología moral. Ningún escritor cristiano fue más leído que él en la Edad Media. Apoyó decididamente la recién creada Orden de San Benito -a la que perteneció- y dio una determinada orientación al canto litúrgico, llamado por ello canto gregopiano.
Gregorio fue, pues, un hombre de fe, un asceta de una piedad honda y sencilla, hasta demasiado simplista en ocasiones, pero fue sobre todo un hombre de acción. Tuvo el genio de prever, ante la barbarie de los invasores, las fuerzas nuevas e irresistibles que serían los cimientos para construir el futuro. Su apertura de la Iglesia romana aseguró el destino de la cristiandad católica.
Cuando falleció, el 12 de marzo del 604, se creyó que con él desaparecía el «último de los romanos». ¿Acaso no había sido, antes que nada, el primer gran papa de Occidente?
Sabiniano
El diácono Sabiniano, consagrado el 13 de septiembre del año 604, había sido legado pontificio en Constantinopla. Llegó a obispo de Roma con la influencia de Bizancio. En contraste con la fulgurante personalidad de su predecesor, dejaría la huella lamentable de un miserable aprovechado que, en los momentos más sombríos de una época de escasez, vendió a los hambrientos el trigo de la Iglesia a precios usurarios. El pueblo, indignado, no se lo perdonaría nunca.
Al morir, el 22 de febrero del 606, no se pudo impedir que la turba ultrajara su cadáver.
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