La opinión de la sociedad sobre las personas con síndrome de Down ha cambiado considerablemente en los últimos años. Hace 40 años la situación era bastante diferente. Con motivo del Día del Síndrome de Down, que se este 21 de marzo, Aleteia les invita a descubrir el testimonio de una madre que vivió la alteración genética de su hijo en 1980. Una historia que revela el estado de ánimo de la época con respecto al Síndrome de Down, pero que puede ayudar a los padres de hoy a vivir mejor la discapacidad de sus hijos con fe y esperanza.
Más de 60 años después del descubrimiento de la anomalía cromosómica responsable de la trisomía 21 por parte del equipo del Dr. Jérôme Lejeune en 1959, se han hecho muchos avances con respecto a esta discapacidad. Aunque queda mucho por hacer, este descubrimiento ha permitido comprender mejor el funcionamiento cerebral y fisiológico de las personas con síndrome de Down y ha abierto muchas posibilidades a los investigadores.
Desde el punto de vista terapéutico, aunque todavía no existe una cura para la trisomía 21, es posible prevenir o tratar la mayoría de las complicaciones que pueden padecer las personas con síndrome de Down. Estamos hablando de enfermedades cardíacas, epilepsia, problemas de audición, problemas respiratorios, apnea del sueño, dificultades para hablar…
Con los avances de la medicina y el control paramédico, la calidad de vida de las personas con síndrome de Down ha mejorado considerablemente, al igual que su esperanza de vida. El trabajo de muchas asociaciones ha contribuido a cambiar la forma en que se mira a las personas con síndrome de Down.
Aunque la enfermedad provoca una deficiencia intelectual más o menos importante, no impide que las personas con esta discapacidad se independicen y lleven una vida casi «ordinaria». Su integración en el mundo laboral, en los últimos años, es una buena prueba de ello.
Sin embargo, hace 40 años la situación era bastante diferente. Temer, ignorar, excluir o proteger a las personas con síndrome de Down… Estas emociones, actitudes y comportamientos han guiado durante mucho tiempo a la sociedad. La historia de una madre de familia, que nos llega desde la década de 1980, es un testimonio de esta desconfianza. A pesar de su miedo a lo desconocido, esta madre de siete hijos ya era una visionaria sobre la situación de los niños con síndrome de Down. Un testimonio conmovedor que puede ayudar a los padres en el siglo XXI.
“Paul es un niño grande y rubio, risueño, de mirada tierna, ciertamente un poco turbulento, pero sobre todo feliz de estar allí, frente a mí. Cuando nació, nos dijeron que tenía síndrome de Down. Estuvo luchando entre la vida y la muerte durante cuatro meses. En esta incertidumbre, he deseado varias veces que este pobre niño se fuera, que este cáliz se alejara de nosotros. Al mismo tiempo, pensé que para nosotros, la vida se paraba. Nuestra familia sufría un rasguño. Era una estupidez total y ahora, cuando pienso en ello, lo encuentro tan grotesco, tan infantil. Era una discapacidad, sin duda, pero era lo más ligero que podíamos tener.
“Nos obligó a salir de nosotros mismos”
Tenía una experiencia sólida adquirida con mis otros seis hijos pero tuve que reciclarme. Yo era madre de familia numerosa y me convertí en educadora especializada. Así que traté de llegar a Paul desde dentro y creer en sus profundas posibilidades. Para eso, todo el mundo se arremangó.
Cada día recibimos la gracia (que a veces puede resultar muy pesada) de alcanzar una dimensión de la maternidad y la paternidad que ningún otro niño «normal» puede dar. Cuando hablo de la gracia, no la sitúo en el nivel material sino en el nivel espiritual.
Paul cambió simplemente la mentalidad de nuestra familia. Ya no tenemos la misma visión de los que sufren y vivimos mucho más intensamente. Menos despreocupados, quizás, mucho más orientados hacia los demás. Yo añadiría que Paul es una necesidad para luchar contra este materialismo, este egoísmo reinante. Nos obligó a salir de nosotros mismos. Creo que, si no hubiéramos tenido una familia cristiana, y padres como los nuestros, no habríamos podido superar todas las dificultades a las que nos hemos enfrentado.
Mi compañero
Sobre todo, es importante saber lo que se puede esperar de un niño con síndrome de Down. No conviene pues hacerse falsas ilusiones ni minimizar sus posibilidades. Para él, todo lo concreto es posible. Lo abstracto está fuera de su alcance. Como adulto, su nivel mental no podrá superar el de los ocho o nueve años de edad. Así que, después de mucho amor y tenacidad, recibimos su primera sonrisa con asombro. Todo en él es tan largo.
Cuando él caminaba, a los dos años y medio de edad, estábamos llenos de admiración. Nunca nos hemos desanimado. Todos los padres deben tener el valor de esperar y decirse a sí mismos que su hijo es capaz, que debe tener éxito, incluso si se tarda un año o dos. La única condición: no ser utópico.
Cuando Paul creció, queríamos integrarlo lo más posible en la vida cotidiana. Ahora va a la escuela, a una escuela normal, lo que le hace mucho bien. Está en una clase especial. Pero en esta escuela, vive la misma vida que los otros niños.
También, de vez en cuando, duerme en casa de alguna familia porque deseamos que tenga un cierto grado de autonomía. Es esencial. Por eso fue a un campamento de verano durante ocho días. Durante eso días descansé un poco, pero me faltaba algo, mi compañero cotidiano.
Sabemos que hemos de pensar en el «después de nosotros» y preparamos a Paul para esta separación desde hace mucho tiempo. Un día le dije: «Tendrás que dejarnos cuando tengas veinte o veinticinco años». Lo entendió muy bien. Desafortunadamente, habrá que colocarlo en una institución, y ya nos estamos encargando de ello.
Antiguamente, en todos los pueblos había una persona con síndrome de Down, estaba presente en la vida social y era aceptada por todos. Hoy, por supuesta caridad y preocupación por los demás, se han creado para ellos «guetos» especializados, pero nunca serán tan buenos para ellos como el vivir en un entorno «normal». Creo que este rechazo se debe únicamente a la apariencia física que tienen.
No podemos decir que no nos preocupamos por el futuro, pero la Providencia nunca envía una prueba sin enviar las gracias que nos permiten vivirla. Estas gracias están ahí, al alcance de la mano. Si quieres recogerlas, siempre puedes hacerlo.
Se lo aseguro, mi hijo no es estúpido. Cuando hizo su Primera Comunión, comprendió muy bien que estaba recibiendo a Jesús en su corazón. A veces nos sorprenden sus pensamientos. Un día, rezando la estación del Vía Crucis donde Jesús caía por segunda vez, dijo: «Le diré al rey de los judíos que no moleste a Jesús». Estábamos asombrados. Lo bueno de estos niños es que son mucho más directos que los demás y no tienen una falsa vergüenza. Van a lo esencial, a las cosas simples.
Danielle Lyard
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