¿Qué me pasa, doctor?

En igualdad de circunstancias, hay quienes superan los obstáculos y otros se rinden

Hace unos días acompañé a un amigo al médico. El especialista nos mostró los resultados de una resonancia, unas imágenes perfectas de los riñones mostraban su estado y, acompañadas por los resultados de una buena analítica, daban explicación de su estado. Un médico, por experto que sea, no se deja llevar por las apariencias, o por un mero síntoma, para hacer un diagnóstico. Hay que indagar, profundizar, conocer muy bien al paciente, para poder dar razón de unos síntomas y dar con la enfermedad.

La fiebre, el mal color, un temblor… no se dan porque sí, tienen sus causas. Esta consideración fisiológica se puede trasladar a nuestro comportamiento, a nuestros estados de ánimo o reacciones. Todo tiene su explicación, su causa, su motivo. No es infrecuente oír la expresión: es que me sale el mal genio o miento sin darme cuenta. Realmente no es así. Si estoy triste o dolido, es por algo. Deberíamos profundizar en nuestro conocimiento propio, dar razón del motivo de nuestro comportamiento, de nuestro estado de ánimo.

Cuando somos superficiales, cuando no nos conocemos o nos falta empatía con los demás, podemos achacar lo que pasa a la mala suerte, al destino o a una confabulación mundial en nuestra contra. También solemos decir: es que soy así; o que todo me sale mal.

El Evangelio nos enseña algo, que, por evidente, no deja de ser luminoso: “Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal”. En nuestro caso, que somos hijos de Dios, el problema de los malos frutos que podemos dar no es debido a una maldad intrínseca, a una incapacidad absoluta. Puede ser alguna enfermedad, que es curable; o una falta de buenos hábitos, que siempre se pueden adquirir; o que no sabemos hacer, una falta de formación.

Acudiendo a una imagen deportiva, cuando uno pierde un partido la culpa no es que el contrincante sea muy bueno, sino de que yo puedo ser mejor. En igualdad de circunstancias hay quienes superan los obstáculos y otros se rinden. Aquí, ni la suerte ni los hados tienen nada que ver, se trata de estar preparados, de tener espíritu de lucha y moral de victoria, de una buena capacitación.

“De la abundancia del corazón habla la boca”, sigue diciendo el Evangelio. Hay que buscar en el fondo del alma, en el centro del corazón las causas de nuestras reacciones. Como somos libres, podemos encauzar los sentimientos, atemperar los juicios, dominar los impulsos. No se trata de ser insensibles, máquinas, sino de ser dueños de nosotros mismos. Actuar inteligentemente. Discernir si lo que decimos es oportuno, si las decisiones que tomamos nos convienen. En el fondo, si el camino que recorro me lleva a la meta deseada.

El fuego amigo nos puede gastar malas pasadas, estos días lo estamos viendo en el ámbito político. Sin ser muy conscientes, podemos estropear la convivencia familiar, hacer difícil la buena marcha de un negocio, perder las amistades. Si, en vez de unir, de sumar, fiscalizo al otro, engrandezco sus defectos, le altero, puede ser que yo forme parte del problema. También las sabias palabras del Señor nos hablan de ver la mota en el ojo ajeno, ignorando la viga en el propio. No nos vendría mal una buena revisión ocular. No es la miopía la enfermedad de la vista más frecuente, sino la presbicia: no vemos bien de cerca, somos incapaces de leer unas letras cercanas, mientras divisamos perfectamente lo lejano.

Si con frecuencia tenemos malas reacciones, nos sentimos heridos o atacados, estamos inquietos, lo vemos todo mal, es debido a la falta de paz interior. La soberbia, que es ignorante, nos impide ver lo cercano −como la presbicia−. El amor propio hiere nuestro corazón, nos hace estar en tensión. Y esa disfunción se vuelca en los demás. La solución no está en mandar al médico a los demás, en recetarles pastillas. Tengo que revisar a fondo mi vida, ver si soy coherente con mis valores. Aplicarme a mí mismo lo que recetaría a los otros.

“El buen árbol se conoce por sus frutos”. Dice el Papa: “El fruto son las acciones, pero también las palabras… la murmuración, el chismorreo, hablar mal de los demás. Esto destruye; destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye el vecindario. Por la lengua empiezan las guerras. Pensemos un poco en esta enseñanza de Jesús y preguntémonos: ¿Hablo mal de los demás? ¿Trato siempre de ensuciar a los demás? ¿Es más fácil para mí ver los defectos de otras personas que los míos? Y tratemos de corregirnos al menos un poco: nos hará bien a todos”.

Escrito por Juan Luis Selma
almudi.org

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