Evangelizar

En un mundo secularizado, ¿quién ayudará a los que dudan y están tentados de indiferencia, sino los cristianos transparentes, felices de creer y valientes para manifestar su Fe?

Me habéis preguntado cuál es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios o incluso negando su existencia. Una humanidad sin Padre, y por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, y así preparar su propia autodestrucción y aniquilamiento. Por eso, mis queridos jóvenes, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor.

Dad testimonio, más bien, con vuestra palabra y ejemplo, sobre todo con vuestra vida. En vuestros días la aceptación o no del mensaje depende de la credibilidad del mensajero, de su capacidad de testimonio.

Para ser testigos de Cristo, para dar testimonio de Él, ante todo hay que seguirle. Hay que aprender a conocerle, hay que ponerse, por decirlo así, en su escuela, penetrar todo su misterio.

Por medio de la oración poseeréis a Cristo y podréis comunicarlo a los demás. Y ésta es la mayor contribución que podéis hacer en vuestra vida: comunicar a Cristo al mundo.

Todas las personas necesitan el Evangelio. Sabéis cuántas guerras y cuánta hambre hay en la tierra. Incluso en países en los que predomina el bienestar, hay muchas personas que están tristes, que no son capaces de hacer nada positivo con su vida. Muchos han perdido la relación con Dios. Todos ellos necesitan el Evangelio, como lo necesitaba aquella gente reunida a la puerta de casa de los apóstoles el día de Pentecostés. ¡Sed también vosotros apóstoles de esta gente!

Estáis llamados a ser lámparas que iluminan la senda por la que caminan muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo: sabed ayudar siempre a quien tenga necesidad de vuestra oración y de vuestra serenidad. Ellos os ofrecen la inquietud de la humanidad; vosotros les hacéis descubrir que Dios es la fuente de la verdadera paz.

Cualquier actividad apostólica que no se funda en la oración, está condenada a la esterilidad.

Es preciso saber que en todo hombre hay siempre una ventana orientada al cielo azul de los supremos valores del espíritu, aunque muchos la tengan cerrada. Es necesario invitar a los hombres de nuestro tiempo a abrir esa ventana, a abrirla de par en par, para que entre con abundancia en ellos el viento fresco y purificador, que dé nuevo aliento y mayor vigor al desarrollo de sus actividades.

Sed valientes. El mundo tiene necesidad de testigos, convencidos e intrépidos. No basta discutir, es necesario actuar. Que vuestra coherencia se transforme en testimonio, y la primera forma de este compromiso sea la «disponibilidad». Como el buen samaritano, sentíos siempre disponibles a amar, a socorrer, a ayudar, en la familia, en el trabajo, en las diversiones, con los cercanos y con los alejados.

En una palabra, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas: millones de vuestros hermanos incluyendo innumerables no cristianos, os hablan a vosotros con las palabras dirigidas un día al apóstol Felipe en Jerusalén: «Queremos ver a Jesús.» Sí, hermanos y hermanas míos, tenéis que mostrar a Jesús a vuestro pueblo; tenéis que compartir a Jesús con vuestro pueblo; el Jesús que oraba, el Jesús de las bienaventuranzas, el Jesús que, en vosotros, desea ser obediente y pobre, manso, humilde y misericordioso, puro, pacífico, paciente y justo.

Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda san Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois Obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor.»

Transformar el mundo quiere decir para el cristiano, abierto hacia el Padre, formado en el Espíritu, comprometerse responsablemente a elevar y enriquecer con su mismo don todas las realidades y comunidades con que entra en contacto: la familia, ante todo; luego, el ambiente de los amigos, el ambiente de la escuela, el lugar de trabajo, el mundo de la cultura, la vida social, la vida nacional.

Unidos a Jesús, en la oración, descubriréis más plenamente las necesidades de vuestros hermanos y hermanas. Apreciaréis más vivamente el dolor y el sufrimiento que agobian el corazón de innumerables personas. Por medio de la oración, especialmente a Jesús durante la comunión, entenderéis muchas cosas sobre el mundo y su relación a él, y estaréis en condiciones de leer cuidadosamente lo que se refiere a los «signos de los tiempos». Sobre todo, tendréis algo que ofrecer a los necesitados que vienen a vosotros. Por medio de la oración poseeréis a Cristo y podréis comunicarlo a los demás. Y ésta es la mayor contribución que podéis hacer en vuestra vida: comunicar a Cristo al mundo.

Se nos encoge el corazón pensando en tantas muertes repentinas que se dan cada día sobre la faz de la tierra. ¿Cuántas de esas personas se hallan preparadas para afrontar el juicio de Dios? Este pensamiento nos obliga a aumentar nuestro celo apostólico por las almas.

Mientras celebramos la Eucaristía, resulta claro también para nosotros que estamos llamados a vivir esa misma vida y con ese mismo Espíritu. Se trata de una de las grandes tareas de nuestra generación, de todos los cristianos de este tiempo: llevar la luz de Cristo a la vida diaria. Llevarla a los «areópagos modernos», a los amplios espacios de la civilización y la cultura. Contemporáneas, de la política y de la economía. La fe no se puede vivir sólo en lo íntimo del espíritu humano. Debe manifestarse exteriormente en la vida social. «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.» Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano. Ésta es la gran tarea que nos corresponde a los creyentes.

Ellos quieren ver a Cristo en vosotros. Quieren escuchar su mensaje de vuestros labios, aun cuando este mensaje habla de la cruz y de la muerte de nuestra vieja vida y de nuestro modo humano de pensar, para nacer a una nueva vida de Dios. Quieren ser estimulados por vuestras palabras y vuestros ejemplos, de modo que puedan cumplir con las obligaciones de su estado de vida conforme a la voluntad de Dios. Y aunque ellos no puedan admitir esto, muchos de quienes pretenden ser no creyentes tienen el secreto deseo de que Dios los encuentre.

¿Hay que quedarse de brazos caídos porque la tarea sea dura? Bien sabéis que esto no es posible, que no es digno del hombre. Os he dicho que teníais que asumir vuestras responsabilidades en la comunidad cristiana; también os digo que asumáis vuestras responsabilidades en la sociedad de vuestro país, como cristianos que no pueden perder su esperanza en el hombre.

La presencia de Cristo nos fortifica y nos sostiene. Jesús está con nosotros, como lo estuvo con los apóstoles, en todos los malos momentos con que se encontraron al dar testimonio de su nombre. Y, del mismo modo que los apóstoles experimentaron numerosas dificultades por hablar en nombre de Jesús, también nosotros llegaremos a entender cada vez más que una vida auténticamente cristiana exige constantes esfuerzos. Hay mil clases de obstáculos, pero Dios está en nosotros con su gracia, urgiéndonos continuamente a la fidelidad, invitándonos continuamente a vivir en conformidad con el mensaje que hemos recibido.

Jamás os acobardéis ante la tarea de predicar el Evangelio y profesar vuestra fe ante aquellos que son indiferentes o no creen. Jamás perdáis la confianza en la bondad fundamental del hombre, creado a imagen de Dios y redimido en Cristo. Mediante la gracia de Dios, incluso el más indiferente e incrédulo de los corazones puede abrirse a la verdad, la belleza y la bondad para las que fuimos creados. Sobre todo, jamás perdáis la confianza en el poder de Dios que acompaña nuestra proclamación de la Palabra, poder que es capaz de «realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar».

Son muchos vuestros coetáneos que no conocen a Cristo, o no lo conocen lo suficiente. Por consiguiente, no podéis permanecer callados e indiferentes. Debéis tener el valor de hablar de Cristo, de dar testimonio de vuestra fe a través de vuestro estilo de vida inspirado en el Evangelio. San Pablo escribe: «iAy de mí si no predicara el Evangelio!» Ciertamente, la mies es mucha, y se necesitan obreros en abundancia. Cristo confía en vosotros y cuenta con vuestra colaboración.

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