San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia
Cada santo es único e irrepetible. Cada santo tiene su carisma particular. Cada santo nos trae su mensaje. El de San Jerónimo es el amor entrañable a la Palabra de Dios.
San Jerónimo, el Doctor máximo en la exposición de la Escritura, el varón trilingüe (latín, griego y hebreo), nació en Estridón, Dalmacia, hacia el año 333.
A los 15 años llegó a Roma. Le atraía la Roma pagana y se engolfó en el estudio de los escritores clásicos. Pero le fascinó sobre todo la Roma Cristiana.
La visita a las catacumbas enciende su admiración por los Héroes cristianos. El año 363 es bautizado por el Papa Liberio.
Jerónimo sentía un deseo poderosísimo de lograr la vida perfecta como los Padres del desierto, por lo que marcha a Siria y se establece en el desierto de Calcis, sembrado de monjes estilitas, reclusos y acemetas. Después de haber conocido la vida monástica se decide por consagrarse a ella, lejos de las distracciones del mundo, en aquellos lugares donde el Hijo de Dios había sufrido y muerto por nosotros. En Calcis pasó cinco años, entregado a la oración, al ayuno, al estudio del hebreo y a una rigurosa penitencia, en lucha perenne con la carne.
En Antioquía se ordena sacerdote y se perfecciona en griego. El Papa San Dámaso le llama a Roma para asistirle en un Sínodo.
Asimismo le encarga la obra cumbre de su vida: LA VERSION DE LA BIBLIA AL LATIN, que con el nombre de «VULGATA» sera el texto oficial de la Iglesia. Escribe también libros llenos de unción y erudición, como «LA VIDA DE PABLO EL ERMITAÑO» y la «CARTA SOBRE LA VIRGINIDAD…» Escribe cartas llenas de fuego a San Agustín, a Nepociano y a tantos otros.
Dirigió el Cenáculo del Aventino, donde se reunían las damas de la aristocracia romana. La santidad y doctrina de este gran director espiritual, las encaminó por las sendas de la perfección.
Fue muy calumniado y se alejó de Roma para siempre. Se dirigió a Tierra Santa donde fundó y dirigió muchos cenobios. Se estableció junto a la Gruta del Nacimiento en Belén. Desde allí siguió luchando por la verdad e iluminando las conciencias con sus escritos y con sus cartas a los cenobios fundados por él.
Allí donde nació Jesús, quiso Jerónimo morir. Junto a la Gruta de Jesús, aún se visita hoy con emoción la gruta de Jerónimo, donde siguió orando y trabajando casi hasta los 90 años. Sus restos fueron más tarde trasladados a Roma, a Santa María la Mayor.
San Jerónimo fue un luchador, con un genio fuerte e insobornable, y con un temple de acero forjado en la lucha contra los demonios y contra los enemigos de la fe. En los momentos más recios de su vida, este hombre de grandeza ciclópea daba gracias a Dios «por haberle juzgado digno de que el mundo le odiara».
Beato Conrado de Urach (1175-1227)
Nació en Alemania, donde se convirtió en canónigo. Después pasó a ser monje en Villiers, Bélgica, y llegó a ser abad de Claraval y superior general de Citeaux. Elevado a cardenal, desempeñó importantes misiones en diversos países, y se le encargó predicar la sexta cruzada en Alemania. No le faltó más que ser papa y lo hubiese sido, probablemente si Conrado no hubiese impedido al Sagrado Colegio le votase. Murió en Roma algunos meses más tarde diciendo: “¿Por qué no me habré quedado como monje en Villiers, lavando en mi turno los platos de la comida?”.
Beato Federico Albert (+1876)
Presbítero fundador de las Vicentinas de María Inmaculada, oriundo de Turín, Italia. Una vez ordenado sacerdote, fue nombrado capellán real; pasó después como vicario parroquial a Lanzo Torinense. Fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de septiembre de 1984.