Democracia y moralidad La nación política y la democracia política no son incompatibles, puesto que su relación es dialéctica. Por Dalmacio Negro Pavón, miembro de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Si se compara con los años que tiene la historia de la Humanidad, la democracia está en la infancia, pues tiene poco más de dos siglos. En todo ese tiempo, la Humanidad vivió en un Estado social que Tocqueville llamó aristocrático, por estar basado en la desigualdad. El tránsito al Estado social democrático requirió un largo proceso de maduración, que comenzó en la Edad Media, bajo la influencia del cristianismo. Es cierto que los griegos inventaron la democracia, palabra griega que significa el mando del pueblo, constituyendo su principio la libertad, como decían ellos mismos. Sin embargo, entendían por democracia una forma de organizar la convivencia política entre los pocos –el pueblo– que tenían libertad política por su condición jurídica de ciudadanos en su sociedad aristocrática: la libertad era para ellos mera libertad exterior. Los estoicos griegos y latinos comenzaron a hablar de la igualdad humana como una igualdad ideal, pero no barruntaron la idea de libertad interior, que el hombre fuese una persona. Ni los griegos ni los romanos podían concebir, por ejemplo, la posibilidad de suprimir la esclavitud. Sobre ella descansaba su civilización, por lo que la consideraban algo natural. Sólo con el cristianismo irrumpió con fuerza la idea de la igualdad esencial y natural de todos los hombres, por su doble condición de hijos de Dios y haber sido creados a Su imagen y semejanza y, por tanto, como libres. La libertad cristiana incluye las dos dimensiones de la libertad: la libertad interior y la libertad exterior. Para el cristianismo, el hombre es una persona que posee libertad ontológica, entendida como una propiedad de todos y cada uno de los seres humanos, desde su concepción hasta su muerte. Y esta concepción del hombre como persona análoga aunque no igual al Dios personal cristiano –en el que hay tres personas formando la Trinidad– hizo que esa idea de la libertad fuese penetrando poco a poco en la Cristiandad, de manera que, siguiendo con el ejemplo anterior, prácticamente a finales del siglo XV había desaparecido la esclavitud, que se reintrodujo de nuevo a raíz de los descubrimientos de nuevas tierras y civilizaciones en las que era normal, en el siglo XVI. Esa misma concepción de la libertad implica responsabilidad como el reverso de una moneda, por lo que el hombre tiene deberes; ante todo, el deber de vivir libremente, siendo los derechos el medio normal para proteger el ejercicio responsable de la libertad. El hispano-cubano José Martí decía que «la libertad es el derecho de cada hombre a cumplir con su deber». La libertad es así la clave que explica la dinamicidad de la cultura europea que, con el desarrollo estético, técnico, económico, industrial, etc., hizo posible la extinción paulatina de las castas y la tendencia a la desaparición de las clases reduciéndose a una sola, la clase media, con gran movilidad social entre sus distintos estratos: por lo que se habla a veces de clases medias. En suma, el despliegue de las posibilidades de la libertad cristiana es lo que explica el paso del Estado aristocrático de la sociedad al Estado social democrático. Al Estado social democrático se llegó por primera vez en Norteamérica, un continente prácticamente vacío. Este ejemplo intensificó en Europa, desde finales de 1820, el proceso democratizador iniciado en la Edad Media, complicándose empero por estar todavía muy arraigado el ancestral Estado social aristocrático, con el que tuvo que enfrentarse desde el primer momento. Esto dio lugar a que el conflicto político entre esas dos formas de la sociedad se transformase en un conflicto de clases y de grupos entre las dos concepciones morales correspondientes, que está lejos de haberse extinguido y abarca hoy al mundo entero, siendo en el fondo la esencia problemática de la globalización. El resultado es que se ha confundido la democracia como Estado social y moral de la Humanidad, con la democracia como una forma de organización política, y la idea de democracia –en sí misma un concepto político– se ha convertido en un concepto moral, que pone como principio la igualdad. Esto ha dado lugar a una visión equívoca de la libertad, como una libertad indiferente que, en el mejor de los casos, se reduce en la práctica a pura y simple independencia, y a un pretexto para reivindicar toda clase de derechos sin las correspondientes obligaciones o deberes. La consecuencia es el insoluble conflicto entre múltiples concepciones morales y la imposibilidad del consenso social. Existe un conflicto irresoluble entre valores o ideologías, que sólo se puede paliar políticamente haciendo de las mayorías el portavoz de la verdad. Pero así se dogmatiza el relativismo moral, perdiendo su sentido el mando y la obediencia, la autoridad y el poder, y resultando imposible gobernar. Entonces se manipula el natural consenso social del que nace el êthos –la moral colectiva que debe inspirar la acción política–, y se hace pasar por tal el consenso político, el acuerdo fundamental entre las oligarquías, escriturado quizá en una Constitución. Mas, al suplantar el consenso oligárquico al consenso social, se excita a las minorías a influir en el consenso político, con lo que la democracia política queda de nuevo en manos de las minorías capaces de influir, como en el Estado social aristocrático, con la diferencia de que aquí se suscitan continuamente nuevas desigualdades. El problema de la democracia como consecuencia del Estado social democrático no lo resuelve el igualitarismo, que hace que acabe prevaleciendo lo inferior sobre lo superior. La única solución posible radica en la libertad política: hacer que todos los hombres sean iguales como si fuesen aristócratas (aristocracia significa el mando de los mejores), conscientes de sus deberes y obligaciones. La única manera de igualar a los hombres consiste en hacer que todos sean libres. Nación y democracia son dos maneras de autogobierno que han confluido modernamente. En principio son aliadas e históricamente ha sido el Estado Nación surgido en la revolución francesa el resultado de esa alianza. Pues el Estado, que ha hecho las naciones —primero como Estado Monárquico, luego como Estado Nacional — , en tanto igualador es, decía Ortega, democrático en su raíz: según el concepto puro de Estado, ante el Estado, en el Estado, dentro del Estado o bajo el Estado, todas las personas son iguales y libres. Sin embargo, hoy parece como si la democracia, al disolver todos los lazos, se hubiese constituido en el enemigo de la nación; pues, radicalizando el individualismo e internacionalizándose disuelve el sentimiento, los intereses y la voluntad nacionales. No obstante, históricamente en el sentido moderno y contemporáneo, Nación y Democracia en tanto dos formas de expresar el autogobierno, una como un todo y la otra como el conjunto de los individuos que la forman, son en realidad consustanciales: no hay nación sin democracia ni democracia sin nación. Nación y democracia constituyen un par dialéctico, siendo la nación —el Estado Nacional en el continente europeo — la forma política de la democracia moderna. Ahora bien, si por una parte se radicaliza el imperio de la democracia haciéndola penetrar en todo sin circunscribirla al círculo propio de lo Político, el individualismo democrático, guiado a la postre por el espíritu del bienestar, disuelve el sentimiento nacional, disgrega los intereses nacionales, comunes, y debilita la voluntad de la nación reduciéndose la nación política a una abstracción, como la que ha dado en llamarse patriotismo constitucional: la Constitución más que como regla de juego de planificación de la democracia cuyo principio, la libertad política, cede el sitio a la igualdad política. Es el dilema de Tocqueville, según el cual, si prevalece la igualdad sin contradicción, esta última deviene formal al ser una igualdad sin contenido político, puesto que la política está ligada a la libertad y no a la igualdad; la misma política igualitaria, mientras sea política y no otra cosa tiene por objeto la libertad política. La igualdad como principio político, sólo tiene sentido como igualdad jurídica, no como igualdad social o económica; estas últimas, al final son sólo igualdad meramente administrativa; así ocurre hoy en día en Europa, donde la primacía otorgada a la igualdad social y económica sobre la libertad política destruye también de hecho la igualdad jurídica al privilegiar inevitablemente, con la ley, a los distintos grupos sociales en concurrencia mediante la política social, que incluye la política económica. Esto por una parte. Por otra, al contrario, el nacionalismo, en tanto radicalización del sentimiento nacional por la primacía absoluta —totalitaria — otorgada a la igualdad al incluir en ella la igualdad étnica, lingüística o cultural reales o supuestas frente a los intereses, destruye la homogeneización deviniendo fácilmente en particularismo contrapuesto a la democracia; en realidad la destruye reemplazándola sin matices por la oligarquía. La democracia y la nación se convierten así de aliados naturales en adversarios e incluso en enemigos. Es lo que está ocurriendo en España. Por un lado, la nación, particularizada como nacionalismo —el «¿sé tú mismo! ¿Llega ser lo que eres!» como dice P. Manent — democráticamente constitucionalizado, está destruyendo de diversas maneras la democracia, y por otro, la democracia social y económica — la democracia igualitaria — destruye, lo mismo que en otros países, la nación, cuyo concepto implica el libre equilibrio de los sentimientos, los intereses y la voluntad de sus miembros colectivos e individuales. La nación política y la democracia política no son incompatibles, puesto que su relación es dialéctica. Pero si se inclina excesivamente al Estado hacia la democracia se daña a la nación, y si se antepone la nación se perjudica la democracia. http://www.conoze.com
La nacion y la politica no son incompatibles.
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