La castidad matrimonial

La virtud de la castidad, al integrar la sexualidad en el conjunto de la persona, defiende la unidad interior del hombre

Por Manolo Ordeig Corsini , profesor de la Universidad de Navarra.

Creados por amor y para el amor, el hombre y la mujer llevan en sí la natural inclinación a la felicidad. Una felicidad que, «a imagen y semejanza» de Dios, se articula en torno al amor y se alcanza con el progresivo don de sí mismos. Dar y recibir amor es el camino y el fin de la perfección humana.

La felicidad perfecta de Dios se manifiesta en su infinita liberalidad. El dar y el darse divinos constituyen la raíz del universo -incluido el hombre-; y de esa increíble intervención de Dios a favor del hombre caído por el pecado, que es la Redención. Cristo mismo, haciéndose don para la Iglesia, se erige en camino hacia su destino definitivo. La Eucaristía es la máxima expresión de esa donación de Cristo.

El amor humano, imitando el don de Dios, va ascendiendo por la escala de la generosidad: desde el amor de concupiscencia (amor egoísta que busca el propio bien), al amor de benevolencia (amor generoso que, buscando el bien ajeno, da lo que posee), hasta el amor de amistad (en que el bien ofrecido es el amante mismo: el darse del propio yo).

En tal contexto, el amor conyugal puede considerarse como la cúspide del amor de amistad. En él, la entrega del amante es total, sin reservas: encontrando la propia felicidad en hacer feliz al otro con el don de sí mismo (cfr. Humanae vitae, 9).

«De ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad … energía espiritual que sabe defender al amor de los peligros del egoísmo y promoverlo hacia su plena realización» (Familiaris consortio, 33).

El significado de la sexualidad humana

El hombre es espíritu encarnado. La persona humana no se da en abstracto, sino en forma masculina o femenina. La sexualidad es una característica esencial de la persona: sólo se es persona siendo varón o mujer. Por ello, en cierto sentido, cada persona es «incompleta»: está creada para ser en comunión con la del sexo diferente. Esto no significa que los solteros o célibes sean incompletos como persona, sino que la plenitud de la unidad humana se alcanza en ese darse y recibir del amor. Pero, al no ser únicamente cuerpo, el don de sí es don de la entera persona, no sólo de su dimensión sexuada

Desde el punto de vista genital, la consumación de la sexualidad se abre, por sí misma, al hijo. Pero igual que antes, al tratarse de personas, el hijo no es tanto el resultado de un acto físico, sino «sacramento -fruto visible- del don del amor» (Livio Medina, en Amor conyugal y santidad). La fecundidad, que no es debida, es pues un don: la bendición de Dios al darse en plenitud de los cónyuges; bendición que puede llegar también por otros caminos, en el caso de matrimonios naturalmente infecundos. El amor alcanza, así, la cualidad oblativa propia del amor más noble.

Por ello, la plena relación sexual entre hombre y mujer sólo debe tener lugar en el ámbito del matrimonio, único y para siempre. «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gen. 2,24). Se trata de una entrega tan completa que debe verse amparada por una institución natural que la proteja. Lo contrario dejaría desguarnecido de toda seguridad ese amor que, por su misma naturaleza, es definitivo: no cabe amar de verdad para una temporada, ni compartir tal amor con otros; esto desvirtuaría las relaciones conyugales, dejándolas reducidas a un mero pasatiempo corporal.

La unidad de cuerpo y espíritu conduce a que ese amor entre hombre y mujer se exprese corporalmente; incluso el llamado «amor platónico» tiende por sí a las manifestaciones corporales. Pero esto tiene una contrapartida importante: no es posible hacer un uso frívolo de la sexualidad, sin comprometer de alguna manera la parte superior y trascendente del hombre (cfr. FC, 11). Quien plantea el sexo como un juego, acaba esterilizando las fuentes más hondas del amor. Si no se corrige, su capacidad de amor de amistad y de benevolencia quedará progresivamente agostada. Sólo desarrollará el amor de concupiscencia; y el egoísmo que éste multiplica le impedirá radicalmente alcanzar la felicidad que pretende buscar al fomentar el placer.

La virtud de la castidad, al integrar la sexualidad en el conjunto de la persona, defiende la unidad interior del hombre (cfr. Catecismo de la Iglesia, 2337) y se muestra como una escuela de crecimiento en la caridad, resumen de todo deber del hombre con Dios y con su prójimo.

El matrimonio, cauce para la expresión de donación total

La institución natural que garantiza la estabilidad necesaria para el amor, protegiendo sus derechos y deberes, es la familia basada en el matrimonio: un acuerdo entre hombre y mujer para compartir en exclusiva la vida entera. Aún con diferentes fórmulas jurídicas, todos los pueblos han reconocido la familia y el matrimonio como cuestiones básicas de su cultura.

El matrimonio es el ámbito donde las relaciones conyugales resultan lícitas y honestas (cfr. Gaudium et Spes, 49). Fuera de él, la moral cristiana desaprueba las relaciones sexuales, aún en el caso de existir un cariño sincero y una intención futura de contraer matrimonio.

Dentro del matrimonio, las relaciones íntimas son fuente y manifestación del amor: «significan y fomentan la recíproca donación con la que (los esposos) se enriquecen mutuamente» (Ibid., 9). Llevadas a cabo con rectitud favorecen las virtudes básicas de la vida cristiana y colaboran en la madurez humana y espiritual de la persona. Esta rectitud interior, sin embargo, marca también unos límites a la propia conciencia; como en tantos otros ámbitos de la vida no todo lo que se puede hacer, se debe hacer. La castidad en su aspecto conyugal, ayuda a delimitar lo que es propiamente acto virtuoso de lo que no lo es.

Los actos conyugales, como expresión de donación y amor generoso, deben anteponer siempre el bien y la voluntad ajena a la propia (cfr. HV, 9). En este sentido, cada cónyuge tiene la obligación en justicia de acceder a la petición razonable del otro. Negarse sistemáticamente, o hacer muy difícil la relación, puede ser un pecado contra la justicia debida a quien tiene el derecho -por contrato conyugal- sobre el propio cuerpo.

Dios está presente en todas las relaciones humanas, también en las conyugales. Quiere esto decir que no será lícito aquello que ofenda a Dios por atentar contra su voluntad que, en este caso, se manifiesta a través de la naturaleza propia de la sexualidad humana y de sus condiciones anatómicas y fisiológicas. Contradice por tanto la ley de Dios todo acto hecho contra-natura: de una manera no adecuada a lo que es el natural modo de ejercitar la sexualidad.

La razón, volviendo al principio, es que un acto de este tipo no estaría guiado por el amor, sino por un egoísmo capaz de anteponer el capricho personal al bien natural establecido por Dios. Por eso iría contra la virtud de la castidad.

Vida familiar y relaciones conyugales

La vida familiar es compleja. El mismo amor esponsal no se reduce a las relaciones íntimas entre cónyuges. El día a día de la convivencia familiar está hecho de pequeños detalles que pueden acrecentar o consumir el amor. El trato delicado, el respeto hacia el otro, la memoria de sus gustos, evitar lo molesto…, contribuye a que el amor discurra por cauces pacíficos y saludables. Por el contrario, las intemperancias, los desprecios y en casos extremos la violencia verbal o física, hacen difícil la continuidad del amor.

¿Tienen algo que ver estas actitudes con la virtud de la castidad? Un antiguo refrán castellano dice: «en la mesa y en el juego se conoce al caballero»; lo cual podría aplicarse en mayor medida a las relaciones conyugales. No se trata aquí ya de una moral minimalista -de lo que es pecado o no-, sino de ver cómo las relaciones conyugales pueden enriquecer el amor matrimonial. Por principio, el amor se expresa y crece en la mutua relación y donación; pero si ésta reúne determinadas condiciones, el progreso será señaladamente mayor.

Hay que tener en cuenta que en cualquier acto conyugal intervienen dos personas, con las diferencias psíquicas y caracteriológicas correspondientes. Será imprescindible, pues, articular la relación sobre la generosidad: no buscar tanto la propia satisfacción, sino la de la persona que se ama. Y decir «satisfacción» no se refiere sólo al placer físico, sino a un conjunto numeroso de condiciones que contribuyen a la felicidad ajena: la delicadeza, el respeto por su libertad, conocer sus gustos, la perspicacia para captar su estado de ánimo, etc.

Unas relaciones conyugales así vividas, no sólo unen más a los esposos, sino que influyen positivamente en toda la vida familiar. La comprensión mutua, el deseo de ayudarse unos a otros, el esfuerzo por superar el propio egoísmo, etc., mejorarán paralelamente al progreso de la generosidad en las relaciones íntimas del matrimonio.

La castidad, por tanto, no se limita sólo a las cuestiones pecaminosas sino, antes, a tantos detalles menores que conducen «al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y ternura de Dios» (Catec., 2346). De nuevo, caridad y castidad crecen siempre de la mano.

Un camino de santidad

Por ello, el matrimonio -con todo lo que incluye- es un camino cierto de santidad cristiana. El sacrificio es uno de los ingredientes del seguimiento de Cristo, y se da en el matrimonio cada vez que uno de los cónyuges se olvida de sí mismo (sus gustos, sus intereses) para atender las necesidades del otro o de los hijos.

En las mismas relaciones matrimoniales, realizadas como antes señalábamos, se encontrarán no pocas ocasiones de mortificar las propias apetencias para preocuparse del otro. Serán sacrificios habitualmente menudos, ordinarios, pero no por ello menos importantes en orden a la santidad de los fieles cristianos corrientes.

Esto incide en una cualidad fundamental de la castidad cristiana: no se trata de un ejercicio ascético de renuncia; en su esencia es un don de Dios. Ciertamente supone lucha, como toda virtud moral; pero es gracia que el Espíritu Santo concede en el bautismo y en el sacramento del matrimonio (Catec., 2345). De ahí la necesidad absoluta de la oración humilde para pedir a Dios la virtud de la castidad (cfr. Juan Pablo II, Enchirid. familiae, V, 4197).

Los hijos, fruto de la donación total

Cuando el amor y sus manifestaciones son rectos, el fruto natural de él son los hijos. La apertura a los hijos es, por ello, la garantía de licitud de todo acto conyugal. Lo cual no quiere decir lógicamente que cada acto sea generador, sino que no se deben poner obstáculos intencionados para evitarlo.

Así planteado, surge la cuestión acerca del número de hijos que debe aceptar un matrimonio. En texto paralelo se habla con más detalle de la paternidad responsable. Aquí repetimos que los hijos son un don de Dios: premio a la generosidad del amor de los padres y vehículo para que éstos reflejen la paternidad divina (cfr. FC, 14).

Criar y educar a los hijos tiene sus dificultades, como cualquier cometido; pero también tiene sus grandes satisfacciones. No es cierto que sea más fácil educar a un hijo que a muchos; ni que se le haga más feliz al proporcionarle más juguetes que hermanos. Las familias numerosas suelen ser, con mucho, las más alegres -aunque quizá dispongan de menos cosas materiales-; de tal manera que es bastante habitual que una casa con muchos hijos sea centro de atracción de numerosos amigos y amigas, que no encuentran en su hogar ese algo especial que tienen las familias numerosas.

Las dificultades

Es evidente que todo lo reseñado presenta dificultades. Las particularidades del mundo fomentan el egoísmo: hedonismo, consumismo, etc. Alcanzar, en este contexto, un amor generoso que lleve a dar y a darse sin buscar recompensa, presenta ciertamente obstáculos nada despreciables.

Vivir la castidad en las relaciones conyugales entre las constantes incitaciones actuales al erotismo (películas, conversaciones, relaciones sociales), siendo fiel al propio cónyuge sin dar cabida -ni de pensamiento- a la infidelidad matrimonial, tampoco es fácil. Lo mismo que no lo es resistir las fuertes campañas oficiales organizadas -con excusas sanitarias engañosas- a favor de sistemas contraconceptivos de diverso tipo.

En todos estos casos, vivir la castidad -fuera y dentro del matrimonio- supone caminar contra-corriente de las modas y estilos imperantes. El entorno social es, en muchas ocasiones, la primera fuente de prejuicios o escarnios; por ejemplo, ante un número elevado de hijos. Lo cual se suma a las dificultades económicas que frecuentemente conlleva una familia numerosa.

Los obstáculos, pues, existen y sería una ingenuidad ignorarlos. Ante ellos la solución es aumentar la confianza en Dios y pedir con constancia la ayuda de su gracia. En el terreno práctico, esta actitud conduce a reforzar la vida cristiana (oración y sacramentos); a mejorar la propia formación en la fe (estudio y dirección espiritual); a luchar en los pequeños detalles (imaginación, curiosidad, pudor) que, sin llegar quizá a pecado, fomentan la sensualidad desordenada; a buscar un ámbito o comunidad cristiana de referencia -parroquia, instituciones- que ayuden a una familia a sentirse acompañada y apoyada por quienes participan del mismo ideal de santidad, etc.

Toda virtud se fortalece ante las dificultades. La castidad también. Con la ayuda de Dios, esos obstáculos se convertirán en ocasión de acrisolar la santidad personal a la que estamos llamados por cristianos.

El futuro de la Iglesia y de la humanidad

En los inicios del tercer milenio cristiano, Juan Pablo II pone su esperanza en Dios. Pero a continuación señala a la familia como germen imprescindible para la renovación de la Iglesia y del mundo en los próximos siglos. Pero ha de ser una familia fundada sobre el amor: un amor generoso, total, desprendido de sí; es decir un amor casto.

PATERNIDAD RESPONSABLE

En no pocos matrimonios la cuestión de la castidad conyugal se vincula subjetivamente al número de hijos que están dispuestos a tener. La licitud en la limitación de los hijos, primeramente; y los métodos para conseguirlo, en segundo lugar; provocan los mayores interrogantes morales a los esposos católicos. También las discordantes respuestas que encuentran, a veces, en algunos teólogos y sacerdotes, les producen no pequeño desconcierto.

Como definición «la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (Humanae vitae,10).

La primera matización, por tanto, es que paternidad responsable no necesariamente coincide con paternidad reducida o escasa. Puede ser igualmente responsable la paternidad numerosa: dependerá de las circunstancias. No obstante, es muy frecuente que un matrimonio se pregunte: ¿podemos limitar -de acuerdo con la moral católica- el número de hijos a uno, dos, tres…?

La constante advertencia de la Iglesia es que el amor auténtico es siempre generoso y que «todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV, 11), que «es siempre un don espléndido del Dios de la bondad» (Familiaris consortio, 30). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (HV, 12).

La decisión sobre el número de hijos

A pesar de esto, la Iglesia, como madre que es, hace suyas las dificultades de algunos esposos para criar, alimentar y educar un número elevado de hijos (cfr. Carta a las Familias, 12). En esos casos difíciles puede legitimarse una regulación de la natalidad, que sea conforme con la vocación de toda persona al amor y respete lo indicado sobre la inseparabilidad entre la dimensión unitiva y procreativa del acto conyugal.

La decisión de limitar el número de hijos queda remitida a la conciencia de los esposos. Una conciencia que deberá ser recta -sin egoísmos que la desfiguren-, bien formada -conocedora de los criterios morales- y que valore con justicia las razones que le mueven a esa limitación.

Tales razones no pueden ser banales. Deben existir «graves motivos» (HV, 10), o «razones justificadas» (Catecismo, 2368), que hagan aconsejable el retraso de un nuevo nacimiento. Está en juego la vida de una persona humana y eso es algo muy serio: «sólo la persona es y debe ser el fin de todo acto» (Carta a F., 12). No es suficiente, por tanto, un superficial convencimiento subjetivo; los padres «deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad» (Catec., 2368); y esto requerirá habitualmente el consejo experimentado de alguien conocedor de las circunstancias y de la alta vocación a la santidad a que son llamados los fieles cristianos y sus familias.

Además, los motivos pueden cambiar con el tiempo, lo que llevará a los esposos a replantearse la validez de su decisión cuando se modifiquen las circunstancias.

Los medios a emplear

En el caso de que una responsable paternidad oriente a un matrimonio a limitar el número de hijos, los esposos se plantean inmediatamente qué medios pueden emplear con tal fin. Sobre ello la doctrina de la Iglesia es clara y unánime. Así como la decisión sobre el número de hijos queda en manos de la conciencia recta de los cónyuges, los medios están definidos por la moral católica.

«Toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» es intrínsecamente deshonesta (HV, 14). Es decir, resultarán pecaminosos: toda interrupción voluntaria del acto conyugal; la esterilización -física o farmacológica- de la mujer o del varón; los instrumentos -diafragmas, preservativos- o substancias químicas que impiden el natural desarrollo del acto.

También toda acción dirigida, no al acto en sí, sino contra la vida que pudiera concebirse después del mismo: DIU y «píldora del día siguiente» (cuyos efectos «pueden» ser abortivos, aunque sean microabortos); y la píldora RU-486 y el llamado «aborto terapéutico» (que pretenden directamente el aborto). Cualquier aborto constituye un pecado gravísimo contra el quinto mandamiento, más grave que los pecados contra sólo la castidad.

«En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a periodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como ministros del designio de Dios y se sirven de la sexualidad sin manipulaciones ni alteraciones» (FC, 32).

Este recurso a la infertilidad natural es lícito en sí mismo y «conforme a los criterios objetivos de la moralidad» (Catec., 2370), cuando se dan las razones serias que hemos citado. En la actualidad se ha progresado en el conocimiento y detección de esos periodos infecundos, de modo que los matrimonios cristianos pueden recurrir a ellos -temporalmente o de modo permanente- cada vez con mayor certidumbre.

Una aclaración capital

La diferencia de licitud entre ambos sistemas no se basa en que sean dos maneras diferentes (artificial y natural) de alcanzar un mismo fin, sino que hay una «diferencia antropológica y al mismo tiempo moral» entre la contracepción y el recurso a los ritmos temporales de infecundidad. Diferencia «que implica dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí» (FC, 32).

Lo que señala la diferencia es la intencionalidad: el objeto del acto. Una esterilización artificial puede ser lícita cuando es, por ejemplo, para curar un proceso canceroso. En cambio una decisión tan natural como el «coitus interruptus», es ilícita por el objetivo que persigue.

Un amor conyugal no es casto cuando pretende romper la unidad de aquellos dos significados fundamentales del acto matrimonial. En cambio, puede ser casto si simplemente se abstiene del uso de las relaciones íntimas en determinados periodos de la fisiología femenina. Si hay razones suficientes, esta continencia es un modo de vivir la responsabilidad que Dios puede pedir a algunos padres.

Esa continencia periódica en el uso del derecho matrimonial, realizada con sentido cristiano, lejos de enfriar el amor entre los esposos, contribuirá a acrecentarlo al compartir gozos y sufrimientos; fomentando un diálogo personal y esponsal que acrisolará su amor purgándolo de egoísmos particulares.

La invitación de Dios a la santidad en el matrimonio, comunica a los esposos la gracia necesaria para afrontar las diversas dificultades de la vida -también el esfuerzo por vivir la castidad- con paz y alegría, convirtiéndolas en ocasión de progreso espiritual y de perfeccionamiento humano.

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