Auténticos ciudadanos

El individuo de la sociedad democrática es –debería ser– un ciudadano. Alguien protagonista de su propia historia.

No cabe duda de que uno de los déficit de nuestras sociedades democráticas se halla en la débil conciencia de ciudadanía de que hace gala gran parte de la población. Quedan lejos las luchas y empeños por ser reconocidos como individuos con derechos civiles y políticos, y parece que, una vez alcanzada la meta, se han aposentado en ella, y muchos se limitan a vivir ahora como individuos con derechos económicos o pseudoeconómicos.

Sin embargo, el individuo de la sociedad democrática es –debería ser– un ciudadano. Alguien protagonista de su propia historia; alguien formado, con una palabra significativa acerca de lo que le afecta a él y a los demás, que merece ser escuchada por sus conciudadanos. Hay una profunda contradicción interna en la combinación democracia-ciudadanía pasiva. Claro que también la hay entre la democracia y las envilecidas luchas de poder de los representantes políticos, en sus palabras vacías de contenido y, sobre todo, de credibilidad. Y, no obstante, convivimos cotidianamente con ello. Aunque estamos pagando un precio.

Uno de los grandes fracasos de los sistemas democráticos occidentales está siendo su incapacidad para formar auténticos ciudadanos. Da la impresión de que sólo han logrado engendrar a usuarios del sistema que se benefician de él, sin entrar en el mecanismo de retroalimentación necesario para su supervivencia. La democracia podrá mantenerse siempre que responda a la tensión ética que da validez a esta opción política: la de ser un sistema social y político, en permanente desarrollo por ser adecuado a unos individuos maduros y responsables que apuestan por él como instrumento para organizarse colectivamente, enraizados en el aprecio, el respeto y la potenciación de los valores de la libertad, la igualdad y la solidaridad. Cuando estos individuos se sienten desvinculados del sistema; cuando éste deja de responder a esa tensión ética de lograr una vida buena adecuada a sus expectativas, el sistema corre un serio peligro.

Muchos apuestan por la sociedad civil como el ámbito adecuado para la formación de verdaderos ciudadanos –baste recordar a M. Walzer, B. Barber o A. Cortina. Siendo ésta el lugar de la asociación libre y voluntaria, y a pesar de que se le ha vedado el acceso a lo institucionalmente político, curiosamente la práctica denota que es en los grupos que se consideran parte de la sociedad civil donde los individuos desarrollan no sólo su sensibilidad ciudadana sino también la política, en el sentido más propio de la palabra. Lo público seduce al individuo privado no a través de los organismos estatales sino de los de la sociedad civil, que abre así una franja de gran densidad entre lo público y lo privado. La dicotomía empieza a resultar inadecuada para la realidad contemporánea.

La vivencia de pertenencia se aleja cada vez más del Estado para encajarse en la sociedad civil. En ésta se desvela el sentimiento de comunidad, de formar parte de algo junto con otros, de los placeres de la actividad conjunta lejos de la esclavitud del trabajo asalariado. Incluso el sentido de la justicia, individual y social, se desarrolla en el ámbito de la sociedad civil. Porque, como bien defiende Barber, «el civismo no tiene que ver con la cortesía, sino con la responsabilidad y por eso la desobediencia también puede ser civil». De ahí que podamos afirmar con rotundidad que tan incívico es destrozar el mobiliario urbano como militar en organismos políticos con ambición de poder y beneficio personal. Ambas cosas agreden al sistema.

Necesitamos los tiempos y espacios para desarrollar el civismo en nosotros, individual y socialmente. A menudo olvidamos que disfrutamos de grandes logros culturales, y que estos precisan de una cuidadosa atención y cultivo para seguir dando frutos. Abandonarlos a su propia inercia sin abonarlos ni podarlos es ponerlos, a medio plazo, en peligro de muerte. El «equilibrio ecológico» de los sistemas democráticos pasa por reconocer y potenciar el papel de la sociedad civil en ellos. Cuando ésta es una verdadera escuela de ciudadanos, la calidad del sistema político mejora sin duda.

Por Natalia Plá Vidal, doctora en Filosofía y miembro del Ámbito María Corral, Barcelona, España.
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