Miguel Agustín Pro: La santidad con buen humor

MiguelAgustinPro.encuentra.com.intEl 23 de noviembre celebra la Iglesia al Beato Miguel Agustín Pro. Siempre lleno de audacia y buen humor, predicó con el ejemplo e inundó con su alegría a quienes le rodearon.

BUEN HUMOR … A LA MEXICANA

Miguel Agustín Pro

(1898-1927)

A lo mejor es por ignorancia, o no sé qué otras causas, pero es frecuente que los biógrafos de santos hablen poco de la alegría y buen humor de sus personajes.  A veces tiene uno la impresión de que, para ir al Cielo, estos hombres y mujeres debieron pagar el precio de ser aburridos o timoratos, y que, aunque vivían muy cerca de Dios, estaban poco menos que tristones o amargados.  Quizá por esto se oye decir a veces que la religión es “enemiga de la vida” porque predica la Cruz y la abnegación. Dicho de otro modo:  si quieres llegar al Cielo y ser eternamente feliz, te va a salir muy caro el boleto, porque todo son renuncias y te lo pasas muy mal en este mundo.

Lo anterior no responde de ningún modo a la verdad.

Los santos no han sido nunca tristes

No hay ninguna religión en el mundo que predique tanto la alegría como lo hace el cristianismo. Esto es lo que hizo decir a Bernanos que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste«. Es más. La palabra misma «Evangelio» significa «Buena noticia», o noticia alegre. Quienes se esfuerzan realmente en vivir el mensaje de Cristo con todas sus consecuencias, no pueden más que estar siempre contentos. Pero contentos, con contenido.

Me referiré ahora a un hombre santo y muy alegre. No era la única virtud del mexicano Miguel Agustín Pro, pero quizá sí la más característica. De prin¬cipio a fin de su vida, había en él esta señal inequívoca de que iba por buen camino, porque se esforzaba por vivir todas las demás virtudes, y porque la alegría — ya lo dijo un gran teólogo del siglo XIII— es el primer efecto del amor.

Siendo aún niño, Miguel vive en el pueblo minero de Guadalupe, Zacatecas, y luego en Saltillo, Coahuila. Es travieso, de tempera¬mento vivo. Gran aficionado a la música, toca la guitarra y la mandolina, entona canciones populares con gusto. En las veladas familiares divierte a los demás con sus gracias, versos y magias. Declama muy bien e imita voces y gestos de otros con mucho acierto. Co¬lecciona cuentos, anécdotas, chistes y fábulas y de ahí saca siempre material para entretener a todos.

Cuando acaba sus primeros estudios, debe ayudar su padre en la Agencia Minera de Concepción del Oro, Zacatecas. Se le ve cerca de los mineros tomando parte en sus litigios y arbitrajes. Le gusta mucho mezclarse entre la gente. Sin embargo, después de unos ejercicios espirituales, siente el lla¬mado de la vocación y entra en el Noviciado de los Jesuitas. Estudioso, dedicado. No es bueno para la Metafísica, pero sí para la Moral; tiene gran facilidad para las letras y enorme soltura para armar las rimas de sus versos. Su desenvoltura y sencillo desparpajo provocan cierta envidia.

La tranquilidad de los estudios se debe interrumpir en 1914. Hay que ir a Zamora y luego a Guadalajara cuando las fuerzas hostiles de Venustiano Carranza merodean por los alrededores y hasta llegan disparando balas en el Noviciado, causando muchos destrozos; como no hay seguridad para ellos y Miguel sigue adelante con su vocación, continúa sus estudios en Caliornia y luego en Granada (España) y finalmente  se ordena sacerdote en Bélgica. En esos lugares se entrega gustoso a la catequesis de niños, a los que entretiene con sus gracias y muchos otros recursos. Aquellos chiquillos gitanos del Albaicín, en Granada, recuerdan sus modos tan fáciles de hacerse entender con su incontenible alegría. Algo similar hace con los obreros.  Lo que casi nadie sabía es que Miguel tiene que pasar largas temporadas de recupe¬ración por sus frecuentes malestares de estómago, que, además,  le van enreciando el carácter.

No todo era broma

Su vida de jesuita joven está llena, aparentemente, de despreocupación, pero en el fondo de Miguel hay pureza, piedad y generosidad. Son años de enfermedades que le hacen crecer “para adentro”. Le recuerdan sus compañeros de estudio como hombre jocoso, bromista y agudo. No es el ocurrente del chiste burdo, sino el hombre de la broma inteligente, acompañada de una mímica inimitable que hacen de él un amigo siempre recurrido y un actor obligado para los festejos. Creen muchos que sus chistes son sólo desahogos del carácter, pero la verdad es que frecuentemente alguna rápida mueca en su rostro revela sus fuertes dolores físicos.

Es muy bueno para imitar. Hace todo tipo de caras y gestos para divertir a quien sea. Pero Miguel lo que más quiere es imitar a Jesucristo. Por eso, no todo en él son bro¬mas. Se ríe de todo, empezando por sí mismo, pero las cosas de Dios se las toma en serio, muy en serio, más de lo que se puede imaginar, pues se da cuenta de que Dios le quiere santo y deberá ser hombre de caridad sacrificada por los demás. Siendo muy joven novicio pasa larguísimos ratos en la capilla. Cuando alguna vez le insinúan que retrase su tiempo de oración por alguna otra cosa,  dice con una sonrisa amable: — No puedo, porque perdería la vocación.

Un final vivido demasiado intensamente

El 8 de julio de 1926 un barco procedente de Europa que atraca en Veracruz, le trae a México, ya ordenado sacerdote, luego de catorce años de ausencia. Sus superiores le habían animado a volver a su patria para ver si sus aires natales le curan sus malestares gástricos. Justamente a fines de ese mismo mes, entra en vigor la famosa «Ley Calles», con la que se inicia la más feroz persecución que se recuerde contra la Iglesia Católica en México.

Las jornadas de Miguel son francamente agotadoras: muchas veces confesiones desde las cinco de la mañana hasta el medio día y luego de tres de la tarde a ocho de la noche. En ocasiones hay que impedirle que siga confesando pues está casi desmayado. Ante la creciente agresión contra la Iglesia, los Obispos se ven en la extrema necesidad de cerrar los templos. Entonces el trabajo pastoral de Miguel se hace más difícil, pues hay que hacerlo cada día en lugares muy diversos: auxilios espirituales, celebrar la Misa, asistir a escondidas a los moribundos, Bautismos, Matrimonios, pláticas a grupos…. Con frecuencia no hay otra manera de llevar la Comunión a tantos —un promedio de 300 diarias— más que yendo en la bicicleta que le presta uno de sus hermanos («que por cierto me debe un raspón en el brazo izquierdo y un chichón en la frente«, escribirá), pero va a todas partes haciendo el bien. Cuanto más ve el sufrimiento físico o moral del prójimo, más fuerzas encuentra para entregarse a la caridad.

No tiene miedo de nada ni de nadie. Parece impasible, aunque sufre, pero le importa un cacahüate lo que otros digan, aunque la persecución arrecie de día en día. A veces entra en las prisiones para visitar a los detenidos y un día se dice por dentro a sí mismo, con gracia: «Si los carceleros supieran qué clase de pájaro era yo, ya hace tres meses que estuviera desecándome en la sombra. Y qué grandes son las ganas que me entran a veces de gritar: —Oiga usted, don Alcalde, yo mesmo soy el promotor de esas conferencias religiosas; yo soy el que ha «emperiquetado» a esos muchachos para que hablaran; yo soy el que los confieso en sus mismas narices…. —¿Será usted tan pazguato que no me eche el guante siquiera por quince días…?»

—“¡Ah… qué padrecito tan aventado!”

A causa de la persecución va disfrazado: el atuendo recorre todas las capas sociales: desde un pantalón de mecánico, con gorra calada hasta los ojos, hasta de catrín, con corbata y sombrero elegante, fumando bue¬nos cigarrillos de boquilla. Ya lo dijo San Pablo: hay que hacerse todo para todos para ganarlos a todos (I Corintios, 9, 22).

Miguel debe trabajar mucho pues, aparte de estas labores sacerdotales, también ayuda a sostener a muchas familias indigentes: pedir limosnas de puerta en puerta. A veces le regalan cosas para que las rife. Un día —lo cuenta él mismo en una carta de 25 de mayo de 1927— «iba con una bolsa de señora muy mona (la bolsa, no la señora) que hacía cinco minutos que me habían dado, cuando de repente, me encuentro una dama muy pintada…

—¿Qué lleva ahí, padre…?, dice ella.

—Una bolsita para señora que vale 25 pesos, pero por ser para usted, se la dejo en 50 pesos, los cuales le ruego envíe a tal familia…»

Durante esta incansable actividad hay que aprender a burlar a la policía que le busca por todas partes para prenderle. Una vez, sin embargo, no puede escurrirse y es descubierto por un policía que le detiene. De entonces a la fecha la policía capitalina no ha cambiado mucho… No cede el oficial a todas las razones del sacerdote para que le deje, hasta que la última sí resulta:

Si me llevas a la cárcel, yo no podré confesar a tu mamacita…

—Usted perdone, padrecito —repuso el guardia—, pero ¡ya ve cómo están los tiempos….¡ ¡Váyase, váyase cuanto antes!

¿Irme?.. Y Miguel, con gesto amable añade, riendo sin que se note: — El que te vas eres tú y no a la Inspección de Policía, sino a decirle a tu mamá que hoy por la noche voy a confesarla y mañana le llevo la Comunión, a ver si así consigo que te confieses tú también, sinvergüenza...

—!Ah, que padrecito tan aventado…!, se fue musitando el policía. Al día siguiente, escribe Miguel Pro, mi amigote asistía a la Comunión de su madre; creo que pronto se la llevaré a él …

El celo infatigable del Padre Pro le hace ir de un barrio a otro, de casa en casa para ofrecer sus servicios sacerdotales. La policía está sobre aviso y busca cualquier ocasión para pescarlo, pero los variados modos que tiene el sacerdote de vestirse, hacen  imposible su detención. En la casona que lleva el número 150 del Paseo de la Reforma —hoy es un conocido restaurante de la Ciudad de México— , vive una familia que acoge con frecuencia al padre Miguel. El dueño de la casa —Don José Gargollo— es un buen cristiano que tiene siete hijos y colecciona antigüedades. Allí el sacerdote tiene uno de sus escondites. Se le habilita un cuartito secreto detrás de un librero de la biblioteca para que pase algunas noches. En la capilla de la casa se celebran misas. Un día al salir de allí se da cuenta que lo siguen dos policías. Para su fortuna, a la vuelta de la esquina va andando una joven y no se le ocurre otra cosa que quitarse el saco, ponerse rápidamente la cachucha y tomarla a ella con naturalidad del brazo, mientras le dice bajito: —No se asuste. Soy sacerdote…, por favor simule que es mi novia. Los hombres que le siguen corriendo pasan velozmente, dejando atrás al par de «enamorados».

Lágrimas de aguacate

Es tal su celo y prestigio, que hasta algunos de los mismos que se dicen perseguidores de la Iglesia le buscan para que les atienda. Una noche se encontraba solo en su recámara estudiando, cuando con espanto le avi¬san que le busca un hombre vestido de revolucionario.

Díganle que entre.

Se presentó un gigantón, morenazo, serio, armado hasta los dientes, que le pregunta con voz áspera y ronca:

—¿Tiene usted miedo?

¿Miedo? —le respondió Miguel—. —¿De qué? Sólo temo al pecado, y fuera de eso, a na¬die. ¡No temo ni a Dios, mi Padre, que es tan bueno!

—¿Y a mí tampoco me tiene miedo?, prosiguió.

¡Menos aun que a nadie! —Le dijo— Y ¿por qué habría de tenérselo?

—Pues quiero hablarle a solas…, siguió diciendo muy serio el bárbaro.

Muy bien. Siéntese, le dijo el sacerdote.

—No, señor, yo no me siento…. ¡Porque lo que le tengo que decir, no se lo puedo decir sentado, sino sólo de rodillas! Y se confesó con tanto dolor y tanta contrición —cuenta el Padre Miguel— que las lágrimas rodaban de sus ojos, del tamaño de un aguacate… Y yo, que no puedo ver llorar sin enternecerme, ¡dejaba caer también unas lágrimas (…) que caían al suelo y volvían a rebotar en el techo!

El coche Essex y una bomba en Chapultepec

Al final del periodo de gobierno de Plutarco Elías Calles, aumenta el descontento por la persecución y las vejaciones contra los católicos van en aumento. Después de las elecciones es reelegido Álvaro Obregón.

La tarde del domingo 13 de noviembre de 1927 un coche, modelo Essex, manejado por un joven bien vestido, se detiene y recoge a un obrero que se acomoda en el asiento trasero. En el coche hay otros dos hombres. Se dirigen a la estación del ferrocarril, pues Obregón llega a la ciudad de México. Mientras, los demás que van en el coche escuchan atentos un rá¬pido informe que les da uno de ellos.

Después de ser saludado con aplausos y pancartas, el general Obregón sube a un coche muy bien protegido. Después de comer, planea asistir a una corrida de toros, y, como hay tiempo antes de la lidia, se pasea en su automóvil por la avenida principal del Bosque de Chapultepec. El otro automóvil, que le ha ido siguiendo desde la mañana acelera de repente la marcha, se le pone a la misma distancia, y de la ventanilla lanzan una bomba hacia el Cadillac del Presidente electo. En el incidente muere uno de los tripulantes del Essex por el tiroteo de los guardaespaldas y aunque los tripulantes abandonan al carro y al herido y huyen, el obrero tiene el traje manchado de sangre y le descubren de inmediato.

El General Obregón recibe sólo heridas leves, pero está enfurecido y a gritos exige que se pague cara la fechoría. No se logra saber quiénes son los demás autores del atentado, pero hay que buscar una víctima. Alguien dice que, al parecer, uno de los hermanos de Miguel Pro es propietario del automóvil y por ello se les inculpa como cómplices.

«Nos veremos en el Cielo…»

El día 18 de noviembre a las cuatro de la mañana los ladridos de un perro asustado despiertan a los moradores de la casa. Son varios agentes seguidos de un grupo de veinte soldados, armados hasta los dientes, que golpean la puerta con las culatas. Allí vive la familia Pro. Traen orden de aprensión para Miguel,  y sus hermanos Roberto y Humberto. Antes de salir, Miguel lleva consigo un crucifijo y un rosario.

Aunque Miguel no ha tenido nada que ver con el atentado, no le valen de nada sus declaraciones. Pasa cinco días en los helados sótanos de la Inspección de Policía, donde a ratos reza con uno de sus hermanos, se cuentan chistes y se calientan dándose golpes en la espalda, pues hace un frío horrible.

Después de un juicio mal hecho y con prisas, el 23 de noviembre por la mañana el general Roberto Cruz hace formar la tropa en la inspección de Policía. Desde la anoche anterior hace venir fotógrafos y reporteros de la prensa como si se tratara de una fiesta. Toda la zona está rodeada de una silenciosa multitud que lo intuye todo. En las celdas oran los detenidos, presintiendo algo grave. De pronto los guardias ordenan al padre Pro que salga.

Roberto su hermano le dice, como queriendo dar la última oportunidad a la esperanza:     —Nos veremos afuera. Nos van a poner en libertad.

Miguel le estrecha muy fuerte la mano y con la garganta engarrotada sólo puede decir:

No Roberto, nos veremos en el Cielo. Me van a fusilar.

Al llegar al punto donde se tienen las ejecuciones, un detective se acerca al  sacerdote y le dice:

—Perdóneme, Padre.

No sólo te perdono sino que te doy las gracias.

De cara al pelotón está Miguel Pro. El sacerdote de 29 años, pide rezar como último deseo. Se arrodilla, baja la cabeza, se santigua y besa el pequeño crucifijo que lleva en la mano y el rosario. Se levanta y se coloca de frente. Abre los brazos en Cruz y grita ¡Viva Cristo Rey!, mientras una descarga ensordecedora ahoga su voz. Un oficial, con un máuser, le da en la cabeza el tiro de gracia.

Un testigo ocular asegura que, poco antes del fusilamiento, un sacerdote que celebraba la Misa en el piso alto de una casa cercana, se asomó a la ventana y dio la absolución al condenado a muerte, además de bendecirlo con la Hostia Consagrada. El cuerpo del padre Miguel es trasladado a la casa de sus familiares. Una muchedumbre creciente se agolpa para rezar ante sus restos y acompañarlos hasta la sepultura. De la casa de los Pro hasta el Panteón de Dolores hay unos seis kilómetros. El recorrido por el Paseo de la Reforma es lento y la tarde es espléndida. Filas interminables de personas ven pasar el ataúd y aproximadamente unas 30,000 personas forman el cortejo. A hombros de varios sacerdotes llega el cadáver hasta la fosa.

Ya en el lugar del enterramiento, en medio de la apretadísima multitud, muchas mujeres, envueltas en sus velos negros, rezan y cuchichean. Se dicen las oraciones de costumbre y luego hay oradores que quieren también sepultar con Miguel unas últimas palabras de homenaje. Antes de cerrar la tumba, un anciano se acerca con dificultad. Todos le dejan libre el paso, mirándole con ternura y gran respeto. Es el papá de Miguel Pro, el viejo minero de Zacatecas, que va a echar el primer puñado de tierra en la fosa recién abierta.

Al acabar el rito, se oye una voz lejana que entona un canto conocido. La multitud emocionada corea, en volumen creciente, esta letra:

Reine Jesús por siempre,
reine su corazón,
en nuestra patria, en nuestro suelo,
que es de María la nación.

Un hombre simpático y moderno

Miguel Agustín Pro nos deja, envuelta en su natural simpatía, un vivo y fresco ejemplo de optimismo, de coraje, de sacerdote entero, hombre entrón, muy mexicano… y decidido, que amó apasionadamente a Dios y a todos los hombres: para ellos, para cada uno que pasara a su lado, era su tiempo, era su vida sin reservas. No era posible estar junto a él y quedarse indiferente.

Acabó su vida como siempre la vivió y la quiso  terminar: generosamente, con alegría para darlo todo y sin quedarse con nada. Su vida de apóstol sacrificado e intrépido estuvo inspirada siempre por un incansable afán evangelizador. Ni los sufrimientos, ni las graves enfermedades, ni la agotadora actividad ministerial, ejercida frecuentemente en circunstancias penosas y arriesgadas, pudieron sofocar el gozo irradiante y comunicativo que nacía de su amor a Cristo y que nadie le pudo quitar. En efecto, la raíz más honda de su entrega abnegada fue su amor apasionado a Jesucristo y su ardiente deseo de configurarse con él, incluso en su muerte» .(1)

Años después los restos de Miguel fueron trasladados a la parroquia de la Sagrada Familia, en la Colonia Roma  de la Ciudad de México.  Todavía en el cráneo  podían verse los orificios de los tiros de gracia dados en su ejecución. Y una parte pequeña de sus huesos se depositó debajo del altar mayor de la Basílica de Guadalupe.  No podrían haber estado en mejor lugar.


[1] Juan Pablo II, Homilía en la Ceremonia de Beatificación de Miguel Agustín Pro, 25 de septiembre de 1988.

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9 comentarios

  1. El amor es alegre, a pesar de los dolores fisicos, el amor sincero duele, amar la verdad,es buscar el camino,la vida, soy padre de un sacerdote y solo te pido a ti Miguel , tu que amas a JESUCRISTO, ayudes a mi hijo con sus dolores fisicos y tambien encuentre en su busqueda al que es el CAMINO, VERDAD Y VIDA., intercede por mi hijo y hazme el milagro. A TODAS LAS PERSONAS QUE QUIERAN LA SANTIFICACION DE MIGUEL AGUSTIN PRO , les ruego rezar por el milagro solicitado , para mi hijo. GRACIAS

  2. Que los católicos de hoy lleguemos a ser tan apasionados de Cristo y su Iglesia que seamos capaces de servirle como Miguel Agustín Pro,.

  3. No sé porque si Miguel Augstin Pro fue martír ya debería decirse Santo Miguel Agustín Pro. pero bueno, me gustaría tener su lirturgía, algo para rezar en visperas y Laudes, aunque está el comun de martires. Les agradeceré si me suben algo. Doy gracias a Dios por Sacerdotes como él y pido por los sacerdotes de hoy.Gracias

  4. Qué edificante es la vida de este santo sacerdote. Se admira su actitud y valentia ante todo lo que tuvo que afrontar.Es un formidable ejemplo a imitar. He visitado varias veces al Templo de la sagrada familia y soy un ferviente devoto de su intercesion ante DNS.

  5. Deseo ir a la Parroquia de la Sagrada Familia, solo voy a Mexico para visitar a la Virgen de Guadalupe y la Catedral, asi es que harian el gran favor de indicarme la ubicacion exacta, por lo general me hospedo en el Centro Historico.Muchisimas Gracias

  6. Padre Miguel Ruega por Mexico y sus gobernantes!!! y intercede por toda latinoamerica cristiana catolica romana y mariana!!!

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