La Concepción de Nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Virgen María se hizo de modo sobrenatural y milagroso. «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María», rezamos en el Credo.
9.1 CRISTO FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO
9.1.1 Cómo se verificó
Veamos en alguna forma cómo se realizó este altísimo misterio:
a) El cuerpo de Cristo fue formado por el Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen María, en el mismo cuerpo de la Santísima Virgen.
b) El alma de Nuestro Señor Jesucristo fue creada directamente por Dios y unida al cuerpo.
c) A este cuerpo y a esta alma se unió el Verbo Divino, en una sola persona: Jesucristo.
San Lucas nos refiere en el primer capítulo de su Evangelio cómo se verificó este augusto misterio. El Arcángel Gabriel se presentó en Nazaret a la Virgen Santísima. y tuvo lugar entre los dos este diálogo sublime
– El Arcángel: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres». Al oír tales palabras la Virgen se turbó, v se puso a considerar qué significaría tal salutación. Mas el Arcángel le dijo: «No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo».
– María: «¿Cómo puede ser esto, pues yo no conozco varón?»
– El Arcángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa El Santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios».
– María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».
El Arcángel se retiró, y en las entrañas de María se obró el misterio inefable de la Encarnación del Verbo.
Es importante detenerse a considerar este misterio. Y, entre otras razones, caer en la cuenta de que todo sucedió en un, único instante de tiempo: la formación del cuerpo, la creación e infusión del alma y la asunción de la naturaleza humana por parte de la Persona divina. Si la Encarnación se hubiera dado en momentos sucesivos, -primero la unión cuerpo-alma, y luego la unión de naturalezas- Cristo habría tenido persona humana, y la Santísima Virgen no seria Madre de Dios sólo Madre del hombre. Y la Redención del género humano no hubiera tenido lugar, pues las acciones de Cristo serían acciones del hombre, y por tanto, sin valor infinito.
9.1.2 Necesidad y fin de la Encarnación
lo. La Encarnación era necesaria en el supuesto de que Dios exigíera por el pecado una reparación digna de El. Porque una reparación digna de Dios sólo puede darla un hombre-Dios.
Esta idea la explicaremos mejor al hablar de la necesidad de la Redención. Agreguemos que si Dios hubiera determinado perdonar bondadosamente al hombre, la encarnación no hubiera sido necesaria.
2o. El Hijo de Dios al encarnar se propuso varios fines:
a) El primero y principal fue reparar en una forma digna y adecuada la ofensa que el pecado causó a su Padre.
b) El segundo, fue la salvación del género humano, envilecido por la culpa. «Jesucristo vino al mundo para salvara los pecadores» (I Tim. 1, 15).
c) El tercero fue darnos ejemplo de vida, esto es, presentársenos como modelo de todas las virtudes.
9.2 JESUCRISTO NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN
9.2.1 María es verdaderamente Madre de Dios
María Santísima puede llamarse con propiedad Madre de Dios, porque es madre de Jesucristo, que es verdadero Dios.
Una madre no engendra el alma sino sólo el cuerpo de su hijo; y sin embargo, por la unión substancial entre el cuerpo y el alma, es llamada madre de él. Así, aunque María no formó sino el cuerpo de Cristo, por la unión substancial de este cuerpo con la Segunda Persona divina, es llamada con propiedad Madre de Dios.
El Concilio de Efeso (a. 43 1) condenó la herejía de Nestorio, quien enseñaba que María Santísima no se podía llamar Madre de Dios (cfr. Dz. 113).
«María -dijo el Papa Juan Pablo II citando el conc. de Efeso- es la Madre de Dios (theotókos); ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre (Enc. Redemptor hominis, n4; ver también Conc. Vat. II const. Lumen gentiun. n. 53).
9.2.2 Su dignidad y principales títulos
El título de Madre de Dios es para María su más alta dignidad y de él emanan sus más excelentes privilegios.
lo. La más alta dignidad, pues en razón de su maternidad divina tiene estrechas relaciones con las divinas personas: con el Padre, que la escogió desde siempre como Madre de su Hijo.
Con el Hijo, al que dio su humanidad; y con el Espíritu Santo, de quien recibió santísima fecundidad.
2o. Sus más excelentes privilegios, porque su título de Madre de Dios es la causa de su Inmaculada Concepción, de su plenitud de gracia, virginidad perpetua y asunción a los cielos. Estudiemos estos privilegios.
a) Inmaculada Concepción
Es dogma de fe definido por S. S. El Papa Pío IX el 8 de Diciembre de 1854 (Bula Ineffabilis Deus, Dz. 1641) que «La Virgen María fue preservada e inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano». La razón de él es que Cristo no podía permitir que su madre estuviera ni por un momento privada de la gracia y sometida al demonio.
b) Plenitud de gracia
El alma de la Virgen María fue adornada desde ese primer instante de un inmenso tesoro de gracia, que no cesó nunca de acrecentarse con nuevos dones de Dios. Y ya que la gracia es incompatible con el pecado, estuvo siempre libre de él: no cometió ni el más leve pecado venial ni se vio sometida a la concupiscencia.
«Llena de gracia» la saludo el Arcángel (Lc. 1, 28) y, la razón de este saludo es que la Virgen ha recibido -enseñó Juan Pablo II – «una bendición singular entre todas las bendiciones en Cristo» (Ene. Redemptoris Mateo- n. 8)
La plenitud de la gracia fue concedida a María en grado inferior que a la humanidad de Cristo -cuya medida es la unión hipostática-, pero muy superior a los ángeles y los santos, por eso es Reina de los ángeles y Madre de todos los hombres en el orden de la gracia. La plenitud inicial se fue desarrollando a lo largo de toda su vida porque su amor fue siempre activo, llegando a una perfección insuperable.
c) Virginidad perpetua de la Madre de Dios
El amor de jesús a su Madre, que había ofrecido a Dios su virginidad, hizo que los planes divinos de redención se realizasen respetando ese propósito de María. La maternidad y la virginidad, dice San Bernardo (cfr. In assumptione B. Mariae Virginis: PL. 183, 428), son las dos coronas que Dios quiso concederle.
Las palabras del Arcángel Gabriel manifiestan claramente que María será Madre de Dios sin dejar de ser Virgen (cfr. Mi. 1, 22-23), como había sido ya profetizado por Isaías (cfr. Is. 7,14).
La Iglesia explica este privilegio mariano con una fórmula tradicional: antes, en y después del parto. Antes del parto porque concibió por obra del Espíritu Santo. En el parto porque, como señala el Catecismo Romano (cfr. 1,4,8), «María dio a luz a su divino Hijo sin detrimento de su virginidad, como el rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo». Después del parto porque siempre permaneció virgen.
Cuando en el Evangelio se habla de los «hermanos de Jesús (cfr. Mt. 12, 46-50; Mc. 3, 31-35; Lc. 8, 19-21), se refiere, según el uso bíblico de la palabra hermano, a sus primos o parientes. Igualmente llama a José «padre de Jesús» (cfr. Lc. 2,48), porque desempeñó ese oficio y fue su padre ante la ley.
d) Asunción y glorificación de la Virgen
El Papa Pío XII definió en 1950 como dogma de fe que «la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta a la gloria celeste en cuerpo y alma» (cfr. Bula Munificentissimus Deus, Dz. 2333).
El sentido de la definición es que María, que participó tan estrechamente de la Redención de su Hijo, debía también asemejarse a El en su glorificación y por eso, al terminar su peregrinaje terreno, fue llevada al Cielo no sólo en el alma, como los demás santos, sino también en el cuerpo.
Complemento de su glorificación es su realeza; así lo reclama su íntima relación con Cristo, Señor y Rey del Universo:
«A esta exaltación de la Hija excelsa de Sión, mediante la asunción a los cielos, está unido el misterio de su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como Reina universal» (Enc. Redemptoris Mater. n. 41).
9.2.3 María como medianera de todas las gracias
La Iglesia enseña que sólo Jesucristo es nuestro Mediador (cfr. I Tim. 2, 5-6) y, sin embargo, aplica a la Virgen el término de Medianera porque sabe que «la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder» (Enc. Redemptoris Mater. n. 38).
Esta mediación subordinada de María «es, al mismo tiempo, especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida y vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de esta maternidad. Siendo María, en virtud de la Elección divina, la madre del Hijo consubstancial al Padre y «compañera singularmente generosa» en la obra de la redención, es nuestra Madre en el orden de la gracia. Esta función constituye una dimensión real de su presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia» (Ene. Redemptoris Mater, n. 38).
a) Madre de los hombres en el orden de la gracia
Por ser María Madre de Jesucristo, nuestra cabeza, es también Madre nuestra, pues somos miembros del Cuerpo de Cristo. Esta maternidad espiritual comienza en la Encarnación y es confirmada por el mismo Jesucristo desde la Cruz (cfr. Juan 19, 25-27). El Concilio Vaticano II lo explica así.
«Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo junto con su Hijo, que moría en la Cruz, cooperó de manera absolutamente singular, por la obediencia, por la fe, la esperanza y la ardiente caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» (Cons. Lumen gentiun, n. 61).
Desde este punto de vista es particularmente significativo otro texto de San Juan que nos presenta a la Virgen en las bodas de Caná (cfr. Juan 2, 1-2), porque manifiesta «la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades.
En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana aparentemente pequeño y de poca importancia («No tienen vino»). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencia y sufrimientos. «Se pone en medio, o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de Madre», consciente de que como tal puede -más bien «tiene el derecho de- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María «intercede» por los hombres. No sólo como Madre desea también «que se manifieste el poder mesiánico del Hijo», es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida» (Enc. Redemptoris Mater, n. 21).
Al mismo tiempo, señalaba también el Papa Juan Pablo II, hay otro aspecto de la función maternal de María, que es el presentarse «ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo», indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías- (Ibid, n. 21). El «haced lo que El os diga» es, en efecto, la enseñanza más grande de la Madre a los hijos.
b) Corredentora
La mediación de gracia de María, como queda dicho, no se reduce a la mera intercesión: la Virgen, por ser Madre de Dios, participa de la potestad regia de conducir a los hombres hacia el Cielo.
La Bienaventurada Virgen María es, en efecto, Corredentora. Ya el anunció de Simeón (cfr. Lc. 2, 34-35) le había indicado claramente «la concreta dimensión histórica en la cual su Hijo cumpliría su misión, es decir en la incomprensión y el dolor… Así, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa» (Enc. Redemptoris Mater, n. 16).
Ese anuncio alcanza su pleno significado cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cfr. Juan 19,25). Padeció y casi murió junto al Hijo que padecía y moría, y abdicó de sus derechos maternales sobre Jesús para que todos los hombres alcanzaran la salvación y, en lo que de Ella dependía, lo entregó para aplacar la justicia divina. Se puede, pues, decir con verdad que redimió con Cristo al género humano.
c) Madre de la Iglesia
Santa María, como Madre de Cristo, es Madre de la Iglesia; es decir, de todo el Pueblo de Dios. Por ello al terminar la tercera sesión del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI la proclamó solemnemente Madre de la Iglesia.
Juan Pablo II hace ver que desde el momento mismo en que la Iglesia inicia su camino o peregrinación de fe, el día de Pentecostés, está presente María como un testigo excepcional del misterio de Cristo «en la base de lo que la Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través de las generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor.
Precisamente esta fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la humanidad en Jesucristo, ésta heróica fe suya precede el testimonio apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio de la revelación de Dios» (Enc. Redemptoris Mater, n. 27)
9.2.4 El culto y la devoción a María Santísima
Pablo VI afirmó que la devoción a María es «un elemento cualificador e intrínseco de la genuina piedad de la Iglesia y del culto cristiano» (Ex. Marialis Cultus, n. 56). Esta es una experiencia vital e histórica en toda América Latina que, como señalaba Juan Pablo II, pertenece a la íntima «identidad propia de estos pueblos» (Discurso en Zapopan; cfr. Documento de Puebla nn. 283, 285, 291, 294, 299, 745).
Todas las prerrogativas que hemos recordado, al mismo tiempo que revelan la dignidad inmensa de la Madre de Dios, nos manifiestan el trascedental puesto que el Señor le asignó en la obra redentora. De ahí surgen en el hombre las relaciones sobrenaturales con la Madre, expresadas a través de las fiestas marianas y de tantas devociones llenas de piedad y de cariño.
Entre esas devociones el rezo del Santo Rosario es una de las más recomendadas por la Iglesia: «El rezo del Santo Rosario, con la consideración de los misterios, la repetición del Padre nuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Beatísima Trínidad y la constante invocación a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y amor, de adoración y reparación» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Roma, 9 de enero de 1973).
El Papa Juan Pablo II quizo que se añadieran los Misterios Luminosos a la devoción del Santo Rosario.
Podemos y debemos acudir a su amparo, acogiéndonos a su maternal protección, como lo hacía el Papa Juan Pablo II en 1979, durante su viaje a México, ante la imagen de la Virgen de Guadalupe: «¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia!.. Escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro». Esta es la maternal tarea de la Virgen: llevarnos a Cristo.
9.3 EXCELENCIA DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN
José, descendiente de David y a quien la Sagrada Escritura llama «justo» (cfr. Mt. 1, 19), es decir, varón de eximia santidad, fue el hombre elegido padre de Cristo en un doble sentido:
a) ante la ley, en cuanto era el esposo de María;
b) por el amor y cuidado que tuvo con el niño Dios, a quien prestó los servicios del más cariñoso de los padres.
San José es llamado padre nutricio del Salvador en cuanto lo nutrió y alimentó, y padre putativo, en cuanto era reputado por el común de las gentes como verdadero padre de jesús, pues el misterio de la encarnación quedó oculto a ellas.
Estos títulos, sin embargo, no pueden hacer pensar que las relaciones entre José y Jesús eran frías y exteriores. Es verdad que la fe nos dice que no era padre según la carne, pero su paternidad fue más profunda que la de la carne, y quiso a Jesús como el mejor de los padres ama a su hijo.
Jesús, en lo humano, señala Mons. Escrivá de Balaguer, debió parecerse a José: «en el modo de trabajar, en los rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José» (Es Cristo que pasa, n. 55).
Después de Santa María, es José la criatura más excelsa; en virtudes, en perfección, en grandeza de alma.
«Como San José -señala el Papa León XIII- estuvo unido a la Santísima Virgen por el vínculo conyugal, no cabe la menor duda que se aproximó más que persona alguna a la dignidad sobre eminente por la que la Madre de Dios sobrepasa a las restantes naturalezas creadas… Sí, pues, Dios dio a la Virgen por esposo a José, no sólo se lo dio, ciertamente, como sostén en la vida, sino que también le hizo participar, por el Vínculo matrimonial, en la eminente dignidad que ésta había recibido» (Enc. Quaquam Pluries).
Así lo explica San Bernardino de Siena: «Cuando, por gracia divina, Dios elige alguno para una misión muy elevada, le otorga todos los dones necesarios para llevar a cabo esa misión, lo que se verifica en grado eminente en San José, padre nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y esposo de María» (Sermo I de S. Joseph).
A él, que es quien trató con mayor intimidad a Jesús y a María, le venera la Iglesia como maestro de vida interior. El Papa Pío IX lo declaró el 8-XII-1870 como especial protector y patrono de la Iglesia. Fomenta, además, su devoción, viendo en ella un camino fácil para aumentar el amor a su Esposa y a su Hijo:
«Si crece la devoción a San José, el ambiente se hace al mismo tiempo más propicio a un incremento de la devoción a la Sagrada Familia… José nos lleva derecho a María, y por María llegamos a la fuente de toda santidad, a Jesús, quien por su obediencia a José y María consagró las virtudes del hogar» (Benedicto XV, M. pr. Bonum sane et salutare).
9.4 JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR
Dios determinó salvar a la humanidad enviando una de las tres divinas Personas, para que se hiciera hombre y nos redimiera.
La segunda Persona, o sea el Hijo, fue la que se hizo hombre, tomando cuerpo humano en las entrañas de la Virgen María. Y hecho hombre, se llama Jesucristo.
El Redentor recibe los nombres de Jesús, Cristo y Nuestro Señor. lo. Jesús significa Salvador. Es su nombre, por decirlo así, civil; nombre común entre los judíos, por el cual era conocido: «Jesús de Nazareth».
Un ángel reveló este nombre a María y a José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque ha de salvar a su pueblo de sus pecados» (Lc. 1, 3). Por eso lo llamamos expresivamente «El Salvador».
2o. Cristo, en hebreo, Mesías, significa ungido o consagrado. Se da este nombre al Redentor, porque en Israel eran ungidos los sacerdotes, reyes y profetas; y Cristo fue sumo Sacerdote, Rey y Profeta.
Así como el nombre de Jesús hace referencia principal a su naturaleza humana, el de Cristo la hace a la divina, como sinónimo de algo sagrado. Y la unión de ambos -Jesucristo- expresa la unión de las dos naturalezas.
Cristo es Sacerdote, en cuanto ofreció el gran sacrificio de la Nueva Ley, y se constituyó mediador entre Dios y los hombres. Rey, porque todas las criaturas están sometidas a su dominio. Profeta, porque nos enseñó en nombre de Dios y nos reveló sus misterios.
La unción de Cristo no fue con aceite material, como la de los sacerdotes y reyes de Israel; sino espiritual, en cuanto Dios lo llenó de toda suerte de gracias, y lo constituyó Rey Sacerdote Sumo.
3o. Jesucristo se llama Nuestro Señor, porque además de habernos creado en cuanto Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, nos rescató al precio de su sangre en cuanto hombre-Dios; y por eso es de modo especial nuestro dueño y señor.
9.5 FIGURAS Y PROFECÍAS DEL REDENTOR
Cristo es el verdadero Mesías, o enviado de Dios, porque en él se realizaron las figuras y profecías que anunciaban al Mesías prometido.
Entre las figuras y las profecías hay esta diferencia: que la figura anuncia por medio de hechos o personas y la profecía por medios de palabras.
9.5.1 Figuras del Mesías
Las principales figuras del Mesías son:
a) de su pasión y muerte, Abel, Isaac, la serpiente de bronce y el cordero pascual;
b) de su resurrección, Jonas;
c) de su sacerdocio, Melquisedec, y
d) de su Iglesia, el Arca de Noé.
Abel: su sacrificio fue agradable a Dios; murió inocente, y su sangre clamó hasta el Señor. La sangre de Cristo clama también, no venganza sino per on.dó «La aspersión de la sangre de jesús habla mejor de la de Abel» (San Pablo, Heb. 12, 24).
Isaac: también inocente, es condenado a morir, y subió a una montaña cargado con la leña que serviría para su sacrificio.
La serpiente de bronce: Levantada sobre una cruz, curaba de la mordedura de las serpientes a quienes la miraban; imagen de Cristo crucificado, que sana las heridas de nuestra alma.
El cordero pascual: se ofrecía en expiación de los pecados, y su sangre preservó a los israelitas del ángel exterminador.
Jonás, de quien dijo Cristo: «Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena: así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra».
Melquisedec, sacerdote del Altísimo, ofreció en sacrificio pan y vino; jesucristo «constituido pontífice según el orden de Melquisedec» (San Pablo, Hebr. 5, 10) se ofrece diariamente en sacrificio bajo las especies de pan y vino.
El Arca de Noé: único refugio de salvación cuando el diluvio, como hoy Cristo y su Iglesia.
9.5.2 Profecías sobre el Mesías
Los profetas anunciaron el tiempo en que aparecería, las principales circunstancias de su nacimiento, vida, pasión y muerte, su resurrección y ascensión y la fundación de su Iglesia.
lo. Acerca del tiempo en que aparecería:
a) Daniel anunció que desde el edicto para reedificar a Jerusalén hasta la muerte del Mesías no alcanzarían a transcurrir setenta semanas de años (cfr. Dan. 9, 24). Efectivamente a mediados de la última de las setenta semanas murió el Salvador;
b) Jacob, profetizó que el cetro real no sería quitado a la familia de Judá hasta la venida del Mesías (cfr. Gen. 49, 10).
Cuando los judíos le pedían a Pilato la condenación de Cristo y le decían: «no tenemos otro rey sino al César», atestiguaban sin advertirlo el cumplimiento de esta profecía (Jn. 19, 15).
2o. Sobre su nacimiento:
Miqueas profetizó que nacería en Belén; e Isaías que nacería de madre Virgen, saldría de la tribu de Judá y vendrían a adorarlo reyes de oriente.
«He aquí que concebirá una virgen y dará a luz un hijo y será llamado Emmanuel, esto es, Dios con nosotros» (Is. 7, 14).
-Y tú oh Belén eres pequeña respecto a las principales de Judá; pero de ti saldrá el que ha de dominar a Israel, el cual fue engendrado desde el principio, desde los días de la eternidad» (Miq. 5, 2).
3o. Sobre su vida: predijeron entre otras cosas que enseñarla públicamente teniendo por auditorio a los pobres (1);sería taumaturgo, legislador y sacerdote eterno (2) ; se mostraría indulgente.
No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea»(3). «El mismo Dios vendrá y os salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos, Entonces el cojo saldrá como el ciervo y se soltará la lengua de los mudos»(4).
4o. Acerca de su pasión y muerte: predijeron numerosas circunstancias, por ejemplo, que sería vendido en treinta ciclos de plata (5), abofeteado y escupido (6), azotado y despojado de sus vestiduras (7), que hecharían suertes sobre éstas (8) y le taladrarían las manos y los pies (9), y le darían a beber hiel y vinagre (10)(11) (12).
5o. Sobre su Iglesia: anunciaron que el Mesías establecería un nuevo y purísimo sacrificio (13) y un nuevo sacerdocio; que fundarla un reino espiritual, el cual habría de extenderse hasta los confines del mundo, y nunca sería destruido (14).
1) Is. 61, 1 y 28, 19.
2) Deut. 18, 18; Ps. 109, 4.
3) Is. 43, 3.
4) Is. 35, 4.
5) Zac. 11, 12.
6) Is. 50, 6.
7) Is. 53, 4.
8) Ps. 21, 29.
9) Ps. 21, 28.
10) Ps. 48, 12.
11) Ps. 15, 10,
12) Ps. 23, 7.
13) Mal. 1, 11
14) Is. 9, 7.
9.6 JESUCRISTO ES VERDADERO DIOS
9.6.1 Verdad fundamental
«La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros esta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A El queremos mirar nosotros, porque sólo en El, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro » Señor: ¿a quién iríamos, Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, núm. 7). Cfr. Puebla, núm. 214.
La doctrina sobre la divinidad de Cristo es de capital importancia. En efecto, si Jesucristo es verdadero Dios, se sigue que son divinas su doctrina, la Iglesia que fundó y las verdades que ésta nos enseña. Por el contrario si no fue Dios, ni su doctrina, ni su Iglesia son divinas, ni El nos merece crédito, porque nos habría engañado al presentarse como Dios.
«La Iglesia cree que Cristo, que murió y resucitó por todos, ofrece al hombre luz y fuerza, por medio del Espíritu Santo, para que pueda responder a su vocación; y que no se les ha dado a los hombres otro nombre bajo el cielo por el que puedan salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Además, la Iglesia afirma que en el fondo de todos los cambios hay muchas cosas que no cambian, que tienen su último fundamento en Cristo, que es el mismo ayer y hoy y por todos los siglos» (Con. Vaticano 11, Const. Past. Gaudium et Spes, núm. 10) (cfr. Puebla, núm. 194).
Veamos, pues, las principales pruebas de su divinidad. Ellas son:
a) y b) las profecías realizadas en Él, que lo señalaban como Dios;
c) los milagros obrados en confirmación de su divinidad;
d) la afirmación del mismo Jesucristo;
e) la afirmación de su Padre celestial;
f) la santidad de su vida y doctrina;
g) la afirmación de los apóstoles y de la Iglesia.
9.6.2 Pruebas de la divinidad de Cristo
a) Las profecías
Las profecías, que como hemos visto se cumplieron en Cristo, lo designaban no sólo como Mesías, sino también como verdadero Dios.
Así los profetas:
lo. Le daban nombres que sólo a Dios pueden aplicarse, por ejemplo, el admirable, el justo, el santo de los santos.
2o. Le dieron el nombre de Dios. Isaías dice: «El mismo Dios vendrá en persona y os salvará» (35, 4). Y en otro lugar: «He aquí que una virgen dará a luz un hijo, y su nombre será Ernmanuel, esto es, Dios con nosotros» (7, 14).
En otro lugar dice también: «Ahora nos ha nacido un niño. Se llamará el admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el príncipe de la paz» (9, 6).
Conclusión. Como estas profecías tuvieron realización en Cristo, debemos concluir que Cristo es Dios; pues si no lo fuera, el mismo Dios nos hubiera inducido al engaño.
b) Profecías hechas por el mismo Cristo
El mismo Jesucristo hizo numerosas profecías acerca de su persona, de los Apóstoles, de su Iglesia, y de otros varios acontecimientos, que dan mayor peso a este argumento.
la. Respecto a su persona, en tres ocasiones predijo su pasión, y muerte de cruz y resurrección. «Mirad que vamos a Jerusalén , y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes, y lo condenarán a muerte, y lo entregarán los gentiles, para que lo escarnezcan, azoten y crucifiquen; más al tercer día resucitará» (Mt. 20, 18).
2a. Respecto a sus Apóstoles, predijo la triple negación de Pedro, la venida del Espíritu Santo sobre ellos, y las persecuciones que les tocaría afrontar.
3a. Respecto a la Iglesia, predijo su perpetuidad. «Y yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos» (Mt. 28, 20).
Estas diversas profecías sobre sucesos libres, prueban el carácter divino del que las hizo.
c) Los milagros
Los milagros de Cristo prueban no solamente su carácter de Mesías, sino también su divinidad. En efecto:
a) Cristo los hizo en su propio nombre, en tanto que los demás siempre los hicieron en nombre de Dios. Por ejemplo dijo al leproso, «Yo lo quiero, se limpió 33 (Mt. 8, 3); y al hijo de la viuda de Naím: «Muchacho, a ti te digo, levántate» (Lc. 7, 14).
b) Comunicó a sus discípulos el poder de hacer milagros en su nombre (Alc. 16, 17).
c) Hizo milagros en confirmación de su divinidad. Así dijo a los judíos, que querían apedrearlo como blasfemo, por haberse declarado Dios: «Sí no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago y no queréis dar crédito a mi palabra, dádselo a mis obras» (Jn. 10, 37).
Y antes de la resurrección de Lázaro dio gracias a su Padre Celestial por razón del pueblo que le rodea, «con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado» (Jn. 11, 42.)
Cristo hizo milagros en confirmación de su divinidad; y como el milagro es prueba de la intervención divina, es evidente que los milagros de Cristo prueban su divinidad. De otra suerte Dios mismo hubiera confirmado con milagros una mentira, lo que es inconcebible.
d) Testimonio del mismo Cristo
Cristo se proclama Dios de muchos modos:
a) Se atribuye perfecciones y poderes que sólo Dios tiene, como la eternidad, la creación, el poder de perdonar los pecados; y dice claramente: «Todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo» (Jn. 5, 19).
b) Aprueba explícitamente la confesión de Pedro: «Tú eres el Hijo de Dios vivo», y la de Tomás: «Señor mío, y Dios mío» (Mt. 16, 16; Jn. 20, 28).
c) Manifiesta que es Dios e Hijo de Dios: «El padre y yo somos una misma cosa»; y declara solemnemente ante Caifás que es Hijo de Dios y que vendrá a juzgar a los hombres (Jn. 10,3; Mt 26, 64).
Esta afirmación hecha por Cristo prueba su divinidad. En efecto, ningún hombre fuera de Cristo, ningún profeta, ningún fundador de religión se ha atrevido a proclamarse Dios. Si Cristo se hubiera proclamado Dios sin serlo, sería o un loco o un mentiroso; y ambas cosas repugnan, pues nadie ha existido tan sabio ni tan santo.
e) Testimonio de Dios Padre
En el bautismo de Cristo en el Jordán y más tarde en el Tabor se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo amado en quien tengo todas mis complacencias; escuchadle» (Mt. 3, 17 – 17, 5).
Este testimonio tiene especial valor, por ser la afirmación clara y explícita de Dios, verdad infalible.
f) Su vida y doctrina
lo. Cristo fue en su vida ejemplo perfecto de toda santidad, a tal punto que pudo decir a sus discípulos: «Ejemplo os he dado para que como obré, obréis también vosotros» (Jn. 13, 15). Y a sus enemigos: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn. 8, 46).
2o. Por otra parte, su doctrina está llena de sabiduría y santidad. Ella transformó la faz de la tierra y ha producido en todas partes frutos de la más excelente perfección.
Esta santidad de Cristo, y la sabiduría y santidad de su doctrina prueban su divinidad, sobre todo si las juntamos con la afirmación que El mismo hizo de ser Hijo de Dios. Pues no se concibe que un loco o un impostor haya sido el más sabio y el más santo de los hombres, y el Fundador de la más excelente doctrina que han contemplado los siglos.
g) Testimonio de los Apóstoles y de la Iglesia
Los Apóstoles dieron fe de la divinidad de Jesucristo; y son especialmente elocuentes los testimonios explícitos y numerosos de San Juan y San Pablo. «Sabemos, dice San Juan, que vino el Hijo de Dios… Este es el verdadero Dios, y la verdad eterna» (1 Jn. 5,20).
Y San Pablo afirma: «Jesucristo teniendo naturaleza de Dios, no por usurpación, se hizo igual a Dios» (Fil. 2, 6).
Este testimonio tiene especial valor, pues los Apóstoles no sólo conocieron de cerca a Cristo, sino que confirmaron sus enseñanzas con numerosos milagros y con el martirio.
La Iglesia Católica por su parte, siempre ha enseñado que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y verdadero Dios; y sobre esta creencia ha descansado inconmovíblemente su doctrina.
Hay otras tres pruebas de la divinidad de Jesucristo:
– su resurrección, verificada por virtud propia y anunciada por él con anterioridad;
– la fundación y desarrollo de su Iglesia;
– y el testimonio de sus mártires.