Fides et Ratio

51. Este discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como si la intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de la autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de superar los límites demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y debilitada por el pecado. De esto resulta que ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios.

Hoy además, ante la pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y argumentos filosóficos, con frecuencia extremamente particularizados, se impone con mayor urgencia un discernimiento crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque si ya es difícil reconocer las capacidades propias e inalienables de la razón con sus límites constitutivos e históricos, más problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas filosóficas concretas, lo que desde el punto de vista de la fe ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo que, en cambio, presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe que « los tesoros de la sabiduría y de la ciencia » están ocultos en Cristo (Col 2, 3); por esto interviene animando la reflexión filosófica, para que no se cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio.

52. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia para expresar su pensamiento en relación con determinadas doctrinas filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo largo de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que sostenían la preexistencia de las almas,56 como también sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo supersticioso contenidas en tesis astrológicas; 57 sin olvidar los textos más sistemáticos contra algunas tesis del averroísmo latino, incompatibles con la fe cristiana.58

Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del siglo pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de contraponer una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte, el fideísmo 59 y el tradicionalismo radical,60 por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por otra, el racionalismo 61 y el ontologismo,62 porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la Constitución dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el Vaticano I, intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la investigación filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.

53. Las intervenciones del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la inteligencia de la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma solemne las enseñanzas que de forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles, puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y la fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas,63 y concluía con la afirmación solemne ya citada: « Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto ».64 Era pues necesario afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento racional puede y debe dar al conocimiento de la fe: « Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad ».65

54. También en nuestro siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo se hallan aserciones filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista.66 Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía marxista y del comunismo ateo.67

Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis, llamó la atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino que tenían su origen « fuera del redil de Cristo »; 68 así mismo, añadía que estas desviaciones debían ser no sólo rechazadas, sino además examinadas críticamente: « Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas ».69

Por último, también la Congregación para la Doctrina de la Fe, en cumplimiento de su específica tarea al servicio del magisterio universal del Romano Pontífice,70 ha debido intervenir para señalar el peligro que comporta asumir acríticamente, por parte de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías derivadas del marxismo.71

Así pues, en el pasado el Magisterio ha ejercido repetidamente y bajo diversas modalidades el discernimiento en materia filosófica. Todo lo que mis Venerados Predecesores han enseñado es una preciosa contribución que no se puede olvidar.

55. Si consideramos nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha hablado del « final de la metafísica »: se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus estructuras.

En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en algunas teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.72

Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad misma de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta difundida hoy es el « biblicismo », que tiende a hacer de la lectura de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente con la Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano II. La Constitución Dei Verbum, después de recordar que la palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la Tradición,73 afirma claramente: « La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica ».74 La Sagrada Escritura, por tanto, no es solamente punto de referencia para la Iglesia. En efecto, la « suprema norma de su fe » 75 proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente.76

No hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la Sagrada Escritura, olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que permita comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos. Cuantos se dedican al estudio de las Sagradas Escrituras deben tener siempre presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados.

Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la teología especulativa, como también en el desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de las terminologías tradicionales.77

56. En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón.

El interés de la Iglesia por la filosofía

57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar los errores y las desviaciones de las doctrinas filosóficas. Con la misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales para una genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando también las vías concretas a seguir. En este sentido, el Papa León XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy el único documento pontificio de esa categoría dedicado íntegramente a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación fundamental para la fe y la ciencia teológica.78 Más de un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido nada de su interés tanto desde el punto de vista práctico como pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del Doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe. Afirmaba que santo Tomás, « distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad ».79

58. Son conocidas las numerosas y oportunas consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los estudios sobre el pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos recibieron nuevo impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios históricos, con el consiguiente descubrimiento de las riquezas del pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel momento, y se formaron nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la metodología histórica, el conocimiento de la obra de santo Tomás experimentó grandes avances y fueron numerosos los estudiosos que con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los problemas filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos católicos más influyentes de este siglo, a cuya reflexión e investigación debe mucho el Concilio Vaticano II, son hijos de esta renovación de la filosofía tomista. La Iglesia ha podido así disponer, a lo largo del siglo XX, de un número notable de pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.

59. La renovación tomista y neotomista no ha sido el único signo de restablecimiento del pensamiento filosófico en la cultura de inspiración cristiana. Ya antes, y paralelamente a la propuesta de León XIII, habían surgido no pocos filósofos católicos que elaboraron obras filosóficas de gran influjo y de valor perdurable, enlazando con corrientes de pensamiento más recientes, de acuerdo con una metodología propia. Hubo quienes lograron síntesis de tan alto nivel que no tienen nada que envidiar a los grandes sistemas del idealismo; quienes, además, pusieron las bases epistemológicas para una nueva reflexión sobre la fe a la luz de una renovada comprensión de la conciencia moral; quienes, además, crearon una filosofía que, partiendo del análisis de la inmanencia, abría el camino hacia la trascendencia; y quienes, por último, intentaron conjugar las exigencias de la fe en el horizonte de la metodología fenomenológica. En definitiva, desde diversas perspectivas se han seguido elaborando formas de especulación filosófica que han buscado mantener viva la gran tradición del pensamiento cristiano en la unidad de la fe y la razón.

60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda en relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de antropología bíblica, fuente de inspiración también para la filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón.80 También el problema del ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de esta visión filosófica, sobre todo en relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad.81 Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los puntos de referencia constante de mi enseñanza: « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación ».82

El Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: « Las asignaturas filosóficas deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas de cada tiempo ».83

Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros documentos magisteriales con el fin de garantizar una sólida formación filosófica, sobre todo para quienes se preparan a los estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he señalado la importancia de esta formación filosófica para los que deberán un día, en la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias del mundo contemporáneo y examinar las causas de ciertos comportamientos para darles una respuesta adecuada.84

61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas siempre con la deseable disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al Concilio Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia debido a una menor estima, no sólo de la filosofía escolástica, sino más en general del mismo estudio de la filosofía. Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía.

Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea, abandonando ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las « ciencias humanas ». El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo de la investigación científica para un conocimiento más profundo del misterio del hombre.85 La invitación a los teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la formación pastoral y en la praeparatio fidei. No se puede olvidar, por último, el renovado interés por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida de las Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de pensamiento, la presencia de múltiples expresiones de sabiduría popular. Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones. Sin embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo con la investigación filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos de la sabiduría popular, creando su necesaria relación con el anuncio del Evangelio.86

62. Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculum de los estudios teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía. Esta opción, confirmada por el Concilio Laterano V,87 tiene sus raíces en la experiencia madurada durante la Edad Media, cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta ordenación de los estudios ha influido, facilitado y promovido, incluso de forma indirecta, una buena parte del desarrollo de la filosofía moderna. Un ejemplo significativo es la influencia ejercida por las Disputationes metaphysicae de Francisco Suárez, que tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el contrario, la desaparición de esta metodología causó graves carencias tanto en la formación sacerdotal como en la investigación teológica. Téngase en cuenta, por ejemplo, en la falta de interés por el pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo de cualquier forma de diálogo o a la acogida indiscriminada de cualquier filosofía.

Espero firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación filosófica y teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.

63. Apoyado en las razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta Encíclica el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el deber que tiene el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no sea discordante con la fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de referencia que considero necesarios para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será posible discernir con mayor claridad la relación que la teología debe establecer con los diversos sistemas y afirmaciones filosóficas, que presenta el mundo actual.

CAPÍTULO VI – INTERACCIÓN ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA

La ciencia de la fe y las exigencias de la razón filosófica

64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas específicas. Sin querer indicar a los teólogos metodologías particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que el recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la Palabra revelada.

65. La teología se organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de la Revelación tal y como han sido explicitados progresivamente en la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio vivo de la Iglesia.88 Con el segundo, la teología quiere responder a las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión especulativa.

En cuanto a la preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía ofrece a la teología su peculiar aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento y de la comunicación personal y, en particular, sobre las diversas formas y funciones del lenguaje. Igualmente es importante la aportación de la filosofía para una comprensión más coherente de la Tradición eclesial, de los pronunciamientos del Magisterio y de las sentencias de los grandes maestros de la teología. En efecto, estos se expresan con frecuencia usando conceptos y formas de pensamiento tomados de una determinada tradición filosófica. En este caso, el teólogo debe no sólo exponer los conceptos y términos con los que la Iglesia reflexiona y elabora su enseñanza, sino también conocer a fondo los sistemas filosóficos que han influido eventualmente tanto en las nociones como en la terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y coherentes.

66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina, « como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia »,89 goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas proposiciones contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio participa con su asentimiento de fe.

Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se podrían ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen para diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica.

Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva.

67. La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía.90

Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar « plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma ».91

68. La teología moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una decisión ética.

69. Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.

Estas observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares,92 tienen una parte de verdad. La referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe. Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico permite discernir, tanto en las diversas concepciones de la vida como en las culturas, « no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva ».93 Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, puede servir de ayuda a la teología.

70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas partes « hasta los confines de la tierra » (Hch, 1, 8) para transmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este problema. Escribe el Apóstol: « Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba » (2, 13-14).

A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser « uno ». Aquellos que eran « los alejados » se hicieron « los cercanos » gracias a la novedad realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios » (Ef 2, 19).

En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia.94 Como además las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.

71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.

La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se preguntaban: « ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios » (Hch 2, 7-11). El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad.

De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.

72. El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.

Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento espiritual lleva el pensamiento indio a la búsqueda de una experiencia que, liberando el espíritu de los condicionamientos del tiempo y del espacio, tenga valor absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de liberación se sitúan grandes sistemas metafísicos.

Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.

Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes culturas de la China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía oral.

73. A la luz de estas consideraciones, la relación que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta, profundizada progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya que la palabra de Dios es Verdad (cf. Jn 17, 17), favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la verdad, o sea el filosofar, desarrollado en el respeto de sus propias leyes. No se trata simplemente de utilizar, en la reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente emplee sus capacidades de reflexión en la búsqueda de la verdad dentro de un proceso en el que, partiendo de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su mejor comprensión. Es claro además que, moviéndose entre estos dos polos —la palabra de Dios y su mejor conocimiento—, la razón está como alertada, y en cierto modo guiada, para evitar caminos que la podrían conducir fuera de la Verdad revelada y, en definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más aún, es animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer. De esta relación de circularidad con la palabra de Dios la filosofía sale enriquecida, porque la razón descubre nuevos e inesperados horizontes.

74. La fecundidad de semejante relación se confirma con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía antigua. Esto vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los nombres de san Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al referirnos a estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no trato de avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará, sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.

Diferentes estados de la filosofía

75. Como se desprende de la historia de las relaciones entre fe y filosofía, señalada antes brevemente, se pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana. Una primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica. Es la posición de la filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas precedentes al nacimiento del Redentor y, después en las regiones donde aún no se conoce el Evangelio. En esta situación, la filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser un proyecto autónomo, que procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola fuerza de la razón. Siendo consciente de los graves límites debidos a la debilidad congénita de la razón humana, esta aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En efecto, el empeño filosófico, como búsqueda de la verdad en el ámbito natural, permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural.

Más aún, incluso cuando la misma reflexión teológica se sirve de conceptos y argumentos filosóficos, debe respetarse la exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la argumentación elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según el cual la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el asentimiento de fe, que compromete el intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre arbitrio de cada creyente que acoge el dato revelado.

La teoría de la llamada filosofía « separada », seguida por numerosos filósofos modernos, está muy lejos de esta correcta exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha filosofía reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima. En efecto, rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina significa cerrar el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.

76. Una segunda posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han querido contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana.

Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste en la purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos. Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar algunas cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación. Piénsese, por ejemplo, en los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta metafísica radical: « ¿Por qué existe algo? »

Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad que el hecho histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la historia, que se presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda humana de la verdad.

Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también la necesidad de explorar el carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original. Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional.

Al especular sobre estos contenidos, los filósofos no se ha convertido en teólogos, ya que no han buscado comprender e ilustrar la verdad de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su propio campo y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su investigación a nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que, sin este influjo estimulante de la Palabra de Dios, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este dato conserva toda su importancia, incluso ante la constatación decepcionante del abandono de la ortodoxia cristiana por parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.

77. Otra posición significativa de la filosofía se da cuando la teología misma recurre a la filosofía. En realidad, la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones. No es casual que los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales adoptaron filosofías no cristianas para dicha función. Este hecho histórico indica el valor de la autonomía que la filosofía conserva también en este tercer estado, pero al mismo tiempo muestra las transformaciones necesarias y profundas que debe afrontar.

Precisamente por ser una aportación indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad patrística, fue llamada ancilla theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión servil o un papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se utilizó más bien en el sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales como « siervas » de la « filosofía primera ». La expresión, hoy difícilmente utilizable debido a los principios de autonomía mencionados, ha servido a lo largo de la historia para indicar la necesidad de la relación entre las dos ciencias y la imposibilidad de su separación.

Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos. Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados.

La posición de la filosofía aquí considerada, por las implicaciones que comporta para la comprensión de la Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad del Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar desde el momento en que entra en relación con la teología.

78. A la luz de estas reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón.

79. Al explicitar ahora los contenidos del Magisterio precedente, quiero señalar en esta última parte algunas condiciones que la teología —y aún antes la palabra de Dios— pone hoy al pensamiento filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe proceder según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la verdad, sin embargo, no es más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del mismo Ser subsistente, iluminará el camino de la reflexión filosófica. En definitiva, la Revelación cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de confrontación entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios. Esta filosofía ha de ser el punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana, el lugar de entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir de ayuda para que los creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción: « El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad […] Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando […] Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula ».95 Además: « Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se puede creer nada ».96

CAPÍTULO VII – EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES

Exigencias irrenunciables de la palabra de Dios

80. La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas. De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura —incluido el hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana.

Incluso el problema del mal moral —la forma más trágica de mal— es afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin, la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su respuesta orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia humana. De la lectura del texto sagrado se podrían explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo.

La convicción fundamental de esta « filosofía » contenida en la Biblia es que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo. El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo. En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada. Sin embargo, sólo aquí alcanza su culmen el sentido de la existencia. En efecto, se hace inteligible la esencia íntima de Dios y del hombre. En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan la naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin confusión.97

81. Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la « crisis del sentido ». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo.

La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad.

Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano.98

La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea.

82. Por otro lado, esta función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos de lo real —sean éstos funcionales, formales o útiles—, sino a su verdad total y definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et intellectus a la que se refieren los Doctores de la Escolástica.99 Esta exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: « La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada ». 100

Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir que la tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no renuncie a la posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos. 101

83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica.

Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya. Por lo cual, un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación.

La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este « misterio » no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno, 102 si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada.

Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.

84. La importancia de la instancia metafísica se hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy tienen las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los resultados a los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles para la comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay estudiosos de estas ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en el modo cómo se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia. ¿Cómo no descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además, cuando en algunas afirmaciones apriorísticas estas tesis tienden a ofuscar los contenidos de la fe o negar su validez universal, no sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí mismas. En efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos— la realidad divina y trascendente. 103 Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros.

85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.

Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las exigencias que la palabra de Dios plantea al pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en estos postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los descubrimientos fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de autonomía del pensamiento filosófico.

En este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual, algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del papel determinante de la tradición para una forma correcta de conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria, 104 sino también porque, gracias a esto, debe ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.

86. La insistencia en la necesidad de una estrecha relación de continuidad de la reflexión filosófica contemporánea con la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro que se esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan difundidas. Considero oportuno detenerme en ellas, aunque brevemente, para poner de relieve sus errores y los consiguientes riesgos para la actividad filosófica.

La primera es el eclecticismo, término que designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. Una forma extrema de eclecticismo se percibe también en el abuso retórico de los términos filosóficos al que se abandona a veces algún teólogo. Esta instrumentalización no ayuda a la búsqueda de la verdad y no educa la razón —tanto teológica como filosófica— para argumentar de manera seria y científica. El estudio riguroso y profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje peculiar y del contexto en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del eclecticismo y permite su adecuada integración en la argumentación teológica.

87. El eclecticismo es un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el contrario, se debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la distancia espacio-temporal.

En la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de « modernismo ». Con la justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla asequible a los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.

88. Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales.

Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible.

89. No menores peligros conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. 105 Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte.

90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. 106

91. Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.

Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.

Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.

Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.

Cometidos actuales de la teología

92. Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. En esta perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras pronunciadas por el Sumo Pontífice Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía entonces: « Es necesario, además, como lo desean ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo ». 107

Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su trabajo corresponde « al dinamismo presente en la fe misma » y que el objeto propio de su investigación es « la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo ». 108 Este cometido, que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía. En efecto, los numerosos problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con metodologías diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hacer crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía.

Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado. 109 Deseo indicar ahora cómo la exigencia de unidad se presenta concretamente hoy ante las tareas actuales de la teología.

93. El objetivo fundamental al que tiende la teología consiste en presentar la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión será la contemplación del misterio mismo de Dios Trino. A Él se llega reflexionando sobre el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: sobre su hacerse hombre y el consiguiente caminar hacia la pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa resurrección y ascensión a la derecha del Padre, de donde enviará el Espíritu de la verdad para constituir y animar a su Iglesia. En este horizonte, un objetivo primario de la teología es la comprensión de la kenosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente humana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio. En esta perspectiva se impone como exigencia básica y urgente un análisis atento de los textos. En primer lugar, los textos escriturísticos; después, los de la Tradición viva de la Iglesia. A este respecto, se plantean hoy algunos problemas, sólo nuevos en parte, cuya solución coherente no se podrá encontrar prescindiendo de la aportación de la filosofía.

94. Un primer aspecto problemático es la relación entre el significado y la verdad. Como cualquier otro texto, también las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un significado, que se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este significado se presenta como la verdad sobre Dios, que es comunicada por Él mismo a través del texto sagrado. En el lenguaje humano, pues, toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad con la admirable « condescendencia » que refleja la lógica de la Encarnación. 110 Al interpretar las fuentes de la Revelación es necesario, por tanto, que el teólogo se pregunte cuál es la verdad profunda y genuina que los textos quieren comunicar, a pesar de los límites del lenguaje.

En cuanto a los textos bíblicos, y a los Evangelios en particular, su verdad no se reduce ciertamente a la narración de meros acontecimientos históricos o a la revelación de hechos neutrales, como postula el positivismo historicista. 111 Al contrario, estos textos presentan acontecimientos cuya verdad va más allá de las vicisitudes históricas: su significado está en y para la historia de la salvación. Esta verdad tiene su plena explicitación en la lectura constante que la Iglesia hace de dichos textos a lo largo de los siglos, manteniendo inmutable su significado originario. Es urgente, pues, interrogarse incluso filosóficamente sobre la relación que hay entre el hecho y su significado; relación que constituye el sentido específico de la historia.

95. La palabra de Dios no se dirige a un solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los enunciados dogmáticos, aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan, presentan una verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las tesis del historicismo no son defendibles. En cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a la instancia metafísica permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos, que va más allá de dichos condicionamientos.

Con su lenguaje histórico y circunscrito el hombre puede expresar unas verdades que transcienden el fenómeno lingüístico. En efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el tiempo y la cultura; se conoce en la historia, pero supera la historia misma.

96. Esta consideración permite entrever la solución de otro problema: el de la perenne validez del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó esta cuestión en la Encíclica Humani generis. 112

Reflexionar sobre este tema no es fácil, porque se debe tener en cuenta seriamente el significado que adquieren las palabras en las diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la variedad de las culturas ciertos conceptos básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las proposiciones que los expresan. 113 Si no fuera así, la filosofía y las ciencias no podrían comunicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto, existe, pero tiene solución. Por otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no excluye que a menudo su significado sea imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho en este campo. Por tanto, es de desear un esfuerzo particular para profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas para su correcta comprensión.

97. Si un cometido importante de la teología es la interpretación de las fuentes, un paso ulterior e incluso más delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea, la elaboración del intellectus fidei. Como ya he dicho, el intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser, que permita ante todo a la teología dogmática desarrollar de manera adecuada sus funciones. El pragmatismo dogmático de principios de este siglo, según el cual las verdades de fe no serían más que reglas de comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado; 114 a pesar de esto, queda siempre la tentación de comprender estas verdades de manera puramente funcional. En este caso, se caería en un esquema inadecuado, reductivo y desprovisto de la necesaria incisividad especulativa. Por ejemplo, una cristología que se estructurara unilateralmente « desde abajo », como hoy suele decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el modelo de la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal reduccionismo.

Si el intellectus fidei quiere incorporar toda la riqueza de la tradición teológica, debe recurrir a la filosofía del ser. Ésta debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados. En el marco de la tradición metafísica cristiana, la filosofía del ser es una filosofía dinámica que ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas. Ella tiene fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo del ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo. 115 En la teología, que recibe sus principios de la Revelación como nueva fuente de conocimiento, se confirma esta perspectiva según la íntima relación entre fe y racionalidad metafísica.

98. Consideraciones análogas se pueden hacer también por lo que se refiere a la teología moral. La recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa a la actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social, económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada. En la Encíclica Veritatis splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas que tiene el mundo actual derivan de una « crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás ». 116

En toda la Encíclica he subrayado claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral. Esta verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a una ética filosófica orientada a la verdad del bien; a una ética, pues, que no sea subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una antropología filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia —como la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente natural— del modo más adecuado y eficaz.

99. La labor teológica en la Iglesia está ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la catequesis. 117 El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6).

En este contexto se comprende bien por qué, además de la teología, tiene también un notable interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la Iglesia en su integridad, 118 mostrando su relación con la vida de los creyentes. 119 Se da así una unión especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios vivo. 120

La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible. 121 La reciprocidad que hay entre las materias teológicas y los objetivos alcanzados por las diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues, una fecundidad concreta de cara a la comunicación de la fe y de su comprensión más profunda.

Conclusión

100. Pasados más cien años de la publicación de la Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la que me he referido varias veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de nuevo y de modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y filosofía. Es evidente la importancia que el pensamiento filosófico tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación de los comportamientos personales y sociales. Dicho pensamiento ejerce una gran influencia, incluso sobre la teología y sobre sus diversas ramas, que no siempre se percibe de manera explícita. Por esto, he considerado justo y necesario subrayar el valor que la filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación. En efecto, la Iglesia está profundamente convencida de que fe y razón « se ayudan mutuamente », 122 ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la profundización.

101. Cuando nuestra consideración se centra en la historia del pensamiento, sobre todo en Occidente, es fácil ver la riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus respectivos resultados. La teología, que ha recibido como don una apertura y una originalidad que le permiten existir como ciencia de la fe, ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la novedad radical que comporta la revelación de Dios. Esto ha sido una ventaja indudable para la filosofía, que así ha visto abrirse nuevos horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a estudiar.

Precisamente a la luz de esta constatación, de la misma manera que he reafirmado la necesidad de que la teología recupere su legítima relación con la filosofía, también me siento en el deber de subrayar la oportunidad de que la filosofía, por el bien y el progreso del pensamiento, recupere su relación con la teología. En ésta la filosofía no encontrará la reflexión de un único individuo que, aunque profunda y rica, lleva siempre consigo los límites propios de la capacidad de pensamiento de uno solo, sino la riqueza de una reflexión común. En efecto, en la reflexión sobre la verdad la teología está apoyada, por su misma naturaleza, en la nota de la eclesialidad 123 y en la tradición del Pueblo de Dios con su pluralidad de saberes y culturas en la unidad de la fe.

102. La Iglesia, al insistir sobre la importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad 124 y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias, inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más clara el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo.

103. La filosofía, además, es como el espejo en el que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que, impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe, forma parte de la « evangelización de la cultura » que Pablo VI propuso como uno de los objetivos fundamentales de la evangelización. 125 A la vez que no me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original en el camino de la nueva evangelización.

104. El pensamiento filosófico es a menudo el único ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten nuestra fe. El movimiento filosófico contemporáneo exige el esfuerzo atento y competente de filósofos creyentes capaces de asumir las esperanzas, nuevas perspectivas y problemáticas de este momento histórico. El filósofo cristiano, al argumentar a la luz de la razón y según sus reglas, aunque guiado siempre por la inteligencia que le viene de la palabra de Dios, puede desarrollar una reflexión que será comprensible y sensata incluso para quien no percibe aún la verdad plena que manifiesta la divina Revelación. Este ámbito de entendimiento y de diálogo es hoy muy importante ya que los problemas que se presentan con más urgencia a la humanidad —como el problema ecológico, el de la paz o el de la convivencia de las razas y de las culturas— encuentran una posible solución a la luz de una clara y honesta colaboración de los cristianos con los fieles de otras religiones y con quienes, aún no compartiendo una creencia religiosa, buscan la renovación de la humanidad. Lo afirma el Concilio Vaticano II: « El deseo de que este diálogo sea conducido sólo por el amor a la verdad, guardando siempre la debida prudencia, no excluye por nuestra parte a nadie, ni a aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, pero no reconocen todavía a su Autor, ni a aquéllos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de diferentes maneras ». 126 Una filosofía en la que resplandezca algo de la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del hombre, 127 será una ayuda eficaz para la ética verdadera y a la vez planetaria que necesita hoy la humanidad.

105. Al concluir esta Encíclica quiero dirigir una ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin de que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica. Deseo agradecerles su servicio eclesial. La relación íntima entre la sabiduría teológica y el saber filosófico es una de las riquezas más originales de la tradición cristiana en la profundización de la verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente tanto el con pensamiento filosófico contemporáneo como con toda la tradición filosófica, ya esté en sintonía o en contraposición con la palabra de Dios. Que tengan siempre presente la indicación de san Buenaventura, gran maestro del pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su Itinerarium mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que « no es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios ». 128

Me dirijo también a quienes tienen la responsabilidad de la formación sacerdotal, tanto académica como pastoral, para que cuiden con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se dedicarán al estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen en realizar su labor a la luz de las prescripciones del Concilio Vaticano II 129 y de las disposiciones posteriores, las cuales presentan el inderogable y urgente cometido, al que todos estamos llamados, de contribuir a una auténtica y profunda comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los profesores destinados a la enseñanza de la filosofía en los Seminarios y en las Facultades eclesiásticas. 130 Es necesario que esta enseñanza esté acompañada de la conveniente preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se realice con el debido discernimiento ante las exigencias actuales de la Iglesia y del mundo.

106. Mi llamada se dirige, además, a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía de su ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe.

Finalmente, dirijo también unas palabras a los científicos, que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que « la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio ». 131

107. Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio destino y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo.

108. Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que la oración de la Iglesia invoca como Trono de la Sabiduría. Su misma vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre la vocación de la Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía. Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y hacerse uno de nosotros, así la filosofía está llamada a prestar su aportación, racional y crítica, para que la teología, como comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana, cuando llamaban a María « la mesa intelectual de la fe ». 132 En ella veían la imagen coherente de la verdadera filosofía y estaban convencidos de que debían philosophari in Maria.

Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.


1 Ya lo escribí en mi primera Encíclica Redemptor hominis: « hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la misión divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente », 19: AAS 71 (1979), 306.

2 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

3 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.

4 N. 4: AAS 85 (1993), 1136.

5 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

6 Cf. Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008.

7 Ibíd., cap. IV: DS 3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.

8 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

9 Cart. ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.

10 N. 4.

11 N. 8.

12 N. 22.

13 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.

14 Ibíd., 5.

15 El Concilio Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la fe exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad: « Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad » (Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III; DS 3008).

16 Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

17 Pensées, 789 (ed. L. Brunschvicg).

18 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

19 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.

20 Proemio y nn 1. 15: PL 158, 223-224.226; 235.

21 De vera religione, XXXIX, 72: CCL 32, 234.

22 « Ut te semper desiderando quaererent et inveniendo quiescerent »: Missale Romanum.

24 Confesiones, X, 23, 33: CCL 27, 173.

25 N. 34: AAS 85 (1993), 1161.

26 Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), 9: AAS 76 (1984), 209-210.

27 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.

28 Este es un argumento que sigo desde hace mucho tiempo y que he expuesto en diversas ocasiones: « ¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿qué tiene de bueno y qué de malo? (Si 18, 8) […]. Estos interrogantes están en el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la humanidad propone continuamente la “pregunta seria” que hace al hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes. En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionalidad profunda del existir humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia. Especialmente, cuando se indaga el “por qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino »: Audiencia General, 19 de octubre de 1983, 1-2: Insegnamenti VI, 2 (1983), 814-815.

29 « [Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu ». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112.

30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.

31 Orígenes, Contra Celso, 3, 55: SC 136, 130.

32 Diálogo con Trifón, 8, 1: PG 6, 492.

33 Stromata I, 18, 90,1: SC 30, 115.

34 Cf. ibíd., I, 16, 80, 5: SC 30, 108.

35 Ibíd., I, 5, 28, 1: SC 30, 65.

36 Ibíd., VI, 7, 55, 1-2: PG 9, 277.

37 Ibíd., I, 20, 100, 1: SC 30, 124.

38 S. Agustín, Confesiones VI, 5, 7: CCL 27, 77-78.

39 Cf. ibíd., VII, 9, 13-14: CCL 27, 101-102.

40 De praescriptione haereticorum, VII, 9: SC 46, 98. « Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid academiae et ecclesiae? ».

41 Cf. Congregación para la Educación Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25: AAS 82 (1990), 617-618.

42 S. Anselmo, Prosologio, 1: PL 158, 226.

43 Id., Monologio, 64: PL 158, 210.

44 Cf. Summa contra Gentiles, I, VII.

45 Cf. Summa Theologiae, I, 1, 8 ad 2: « Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat ».

46 Cf. Discurso a los participantes en el IX Congreso Tomista Internacional (29 de septiembre de 1990): Insegnamenti, XIII, 2 (1990), 770-771.

47 Carta ap. Lumen Ecclesiae (20 noviembre 1974), 8: AAS 66 (1974), 680.

48 Cf. I, 1, 6: « Praeterea, haec doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per infusionem habetur, unde inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur ».

49 Ibíd., II, II, 45, 1 ad 2; cf. también II, II, 45, 2.

50 Ibíd., I, II, 109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,3 : PL 17, 258.

51 León XIII, Enc. Æterni Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 109.

52 Pablo VI, Carta ap. Lumen Ecclesiae (20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.

53 Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286.

54 Cf. Pío XII, Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566.

55 Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. dogm. Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS 3070; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25 c.

56 Cf. Sínodo de Constantinopla, DS 403.

57 Cf. Concilio de Toledo I, DS 205; Concilio de Braga I, DS 459-460; Sixto V, Bula Coeli et terrae Creator (5 de enero de 1586): Bullarium Romanum 4/4, Romae 1747, 176-179; Urbano VIII, Inscrutabilis iudiciorum (1 de abril de 1631): Bullarium Romanum 6/1, Romae 1758, 268-270.

58 Cf. Conc. Ecum. Vienense, Decr. Fidei catholicae, DS 902; Conc. Ecum. Laterano V, Bula Apostolici regiminis, DS 1440.

59 Cf. Theses a Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptae (8 de septiembre de 1840), DS 2751-2756; Theses a Ludovico Eugenio Bautain ex mandato S. Cong. Episcoporum et Religiosorum subscriptae (26 de abril de 1844), DS 2765-2769.

60 Cf. S. Congr. Indicis, Decr. Theses contra traditionalismum Augustini Bonnetty (11 de junio de 1855), DS 2811-2814.

61 Cf. Pío IX, Breve Eximiam tuam (15 de junio de 1857), DS 2828-2831; Breve Gravissimas inter (11 de diciembre de 1862), DS 2850-2861.

62 Cf. S. Congr. del Santo Oficio, Decr. Errores ontologistarum (18 de septiembre de 1861), DS 2841-2847.

63 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004; y can. 2.1: DS 3026.

64 Ibíd., IV: DS 3015; citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.

65 Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3017.

66 Cf. Enc. Pascendi dominici gregis (8 de septiembre de 1907): AAS 40 (1907), 596-597.

67 Cf. Pío XI, Enc. Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937): AAS 29 (1937), 65-106.

68 Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 562-563.

69 Ibíd., l.c., 563-564.

70 Cf. Const. ap. Pastor Bonus, (28 de junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 18: AAS 82 (1990), 1558.

71 Cf. Instr. Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la « teología de la liberación » (6 de agosto de 1984), VII-X: AAS 76 (1984), 890-903.

72 El Concilio Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos errores, afirmando de una parte que « esta fe […] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos »: Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008, y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el Concilio declaraba que la razón nunca « se vuelve idónea para entender (los misterios) totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto »: ibíd., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión práctica: « No sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad »: ibíd., IV: DS 3018.

73 Cf. nn. 9-10.

74 Ibíd., 10.

75 Ibíd., 21.

76 Cf. ibíd., 10.

77 Cf. Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.

78 Cf. Enc. Æterni Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 97-115.

79 Ibíd., l.c., 109.

80 Cf. nn. 14-15.

81 Cf. ibíd., 20-21.

82 Ibíd., 22; cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979), 271-272.

83 Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 15.

84 Cf. Const. ap. Sapientia christiana (15 de abril de 1979), arts. 79-80: AAS 71 (1979), 495-496; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 52: AAS 84 (1992), 750-751. Véanse también algunos comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás: Discurso al Pontificio Ateneo Internacional Angelicum (17 de noviembre de 1979): Insegnamenti II, 2 (1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en el VIII Congreso Tomista Internacional (13 de septiembre de 1980): Insegnamenti III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de la Sociedad « Santo Tomás » sobre la doctrina del alma en S. Tomás (4 de enero de 1986): Insegnamenti IX, 1 (1986), 18-24. Además, S. Congr. para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 de enero de 1970), 70-75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia (20 de enero de 1972): AAS 64 (1972), 583-586.

85 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.

86 Cf. ibíd., 44.

87 Cf. Conc. Ecum. Lateranense V, Bula Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII, Conc. Oecum. Decreta, 1991, 605-606.

88 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.

89 S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 5, 3 ad 2.

90 « La búsqueda de las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros interrogantes fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y sobre lo que le espera después de la muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad ». Juan Pablo II, Carta a los participantes en el Congreso internacional de Teología Fundamental a 125 años de la « Dei Filius » (30 de septiembre de 1995), 4: L\\’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 2.

91 Ibíd.

92 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.

93 S. Tomás de Aquino, De Caelo, 1, 22.

94 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 53-59.

95 S. Agustín, De praedestinatione sanctorum, 2, 5: PL 44, 963.

96 Id., De fide, spe et caritate, 7: CCL 64, 61.

97 Cf. Conc. Ecum. Calcedonense, Symbolum, Definitio: DS 302.

98 Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.

99 Cf. por ejemplo S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura, Coll. in Hex., 3, 8, 1.

100 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15.

101 Enc. Veritatis splendor (6 de agosto de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.

102 Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.

103 Cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.

104 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24; Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 16.

105 Cf. Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.

106 En este mismo sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san Juan: « « Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres » (8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia »: Redemptor hominis, (4 de marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.

107 Discurso en la inauguración del Concilio (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962), 792.

108 Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.

109 He escrito en la Encíclica Dominum et vivificantem, comentando Jn 16, 12-13: «Jesús presenta el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que “enseñará” y “recordará”, como el que “dará testimonio” de él; luego dice: “Os guiará hasta la verdad completa”. Este “guiar hasta la verdad completa”, con referencia a lo que dice a los apóstoles “pero ahora no podéis con ello”, está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente. Después, sin embargo, resulta claro que aquel “guiar hasta la verdad completa” se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo “hizo y enseñó” (Hch 1, 1). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe, ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El “guiar hasta la verdad completa” se realiza, pues, en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano », 6: AAS 78 (1986), 815-816.

110 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.

111 Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios (21 de abril de 1964): AAS 56 (1964), 713.

112 « Es evidente que la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las nociones y los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Pero no hay que extrañarse que algunas de estas nociones hayan sido no sólo empleadas, sino también aprobadas por los concilios ecuménicos, de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas »: Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566-567; cf. Comisión Teológica Internacional, Doc. Interpretationis problema (octubre 1989): Ench. Vat. 11, nn. 2717-2811.

113 « En cuanto al significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y coherente en la Iglesia, incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por tanto, los fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o cualquier tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada, sino sólo sus aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones y alteraciones de la misma »: S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, acerca de la defensa de la doctrina sobre la Iglesia, (24 de junio de 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.

114 Cf. Congr. S. Officii, Decr. Lamentabili (3 de julio de 1907), 26: ASS 40 (1907), 473.

115 Cf. Discurso al Pontificio Ateneo « Angelicum » (17 de noviembre de 1979), 6: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1183-1185.

116 N. 32: AAS 85 (1993), 1159-1160.

117 Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 7: AAS 82 (1990), 1552-1553.

118 Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303.

119 Cf. ibíd., 22, l.c., 1295-1296.

120 Cf. ibíd., 7, l.c., 1282

121 Cf. ibíd., 59, l.c., 1325.

122 Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3019.

123 « Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia ». Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 19: AAS 71 (1979), 308.

124 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-3.

125 Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 18-19.

126 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 92.

127 Cf. ibíd., 10.

128 Prologus, 4: Opera omnia, Florencia 1981, t. V, 296.

129 Cf. Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 15.

130 Cf. Const. ap. Sapientia christiana (15 de abril de 1979), art. 67-68: ASS 71 (1979), 491-492.

131 Discurso con ocasión del VI centenario de fundación de la Universidad Jaguellónica (8 de junio de 1997), 4: L\\’Osservatore Romano, Ed. semanal en lengua española, 27 de junio de 1997, 10-11.

132 « \\’e noerà tes pìsteos tràpeza »: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del pseudo Epifanio: PG 43, 493.

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