Expansión del Cristianismo

Los Orígenes del Cristianismo y su primera expansión. Las primeras persecuciones y el desarrollo del cristianismo en el Imperio Romano. El edicto de Constantino y la reorganización de la Iglesia.

Los grandes propulsores de la expansión del Cristianismo fueron los Apóstoles, obedientes al mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todas las naciones. Su obra no agota, con todo, el cuadro de la expansión cristiana en el mundo antiguo. Es indudable que las más de las veces serían hombres humildes y desconocidos —funcionarios, comerciantes, marinos, soldados, esclavos— los portadores de las primicias del Evangelio.

Al sonar la hora de la libertad de la Iglesia, en el siglo IV, el Cristianismo había arraigado con fuerza en diversas regiones del Oriente Próximo, como Siria, Asia Menor y Armenia; y en Occidente, en Roma y su comarca y en el África latina. La presencia del Evangelio fue también considerable en el valle del Nilo y varias regiones de Italia, España y las Galias.

I. LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

   1. ¿Qué entendemos por Cristianismo?

   2. Conocer a Jesucristo

   3. El nacimiento de la Iglesia

El Cristianismo es la religión fundada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Los cristianos —discípulos de Cristo— se incorporan por el bautismo a la comunidad visible de salvación, que recibe el nombre de Iglesia.

1. ¿Qué entendemos por Cristianismo?

Entendemos por Cristianismo la religión fundada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. La persona y las enseñanzas de Jesús son las bases sobre las que se asienta la religión cristiana. Los cristianos consideran a Jesucristo su Redentor y su Maestro: le reconocen como su Dios y Señor y se adhieren a su doctrina.

En una hora precisa del tiempo y en lugar determinado de la tierra, el Hijo de Dios se hizo hombre e irrumpió en la historia humana. El lugar de nacimiento de Jesús fue Belén de Judá; la hora, cuando reinaba en Judea Herodes el Grande y Quirino era gobernador de Siria, bajo la autoridad suprema del emperador de Roma, César Augusto (cfr. Mt II, 1; Le II, 1-2). La vida de Cristo entre los hombres se prolongó hasta otro momento de la historia, bien preciso también: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo tuvieron lugar en Jerusalén, a partir del día 14 del mes de Nisán del año 30 de la Era cristiana. Caifás desempeñaba el cargo de Sumo Sacerdote, gobernaba Judea el «procurador» Poncio Pilato y reinaba en Roma el emperador Tiberio.

2. Conocer a Jesucristo

Jesucristo se presentó a sí mismo como el Cristo, el Mesías anunciado por los Profetas y esperado ansiosamente por el Pueblo de Israel. En Cesárea de Filipo, ante la diversidad de opiniones que corrían sobre su persona, el Señor preguntó a los Apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» La respuesta de Pedro fue rotunda: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Jesús no sólo no enmendó en un ápice estas palabras, sino que las confirmó de modo inequívoco: «No te han revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (cfr. Mt XVI, 13-17). En la noche de la Pasión, ante los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín, Jesús declararía abiertamente que era el Hijo de Dios, el Mesías. A la solemne pregunta del Sumo Sacerdote, la suprema autoridad religiosa de Israel: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?», Jesús respondió: «Yo soy» (Me XIV, 61-62).

«Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (lo I, 10). Estas palabras del capítulo primero del Evangelio de San Juan anuncian el drama del rechazo del Salvador por parte del Pueblo elegido. Dominaba en éste por aquel tiempo una concepción político-nacional acerca del esperado Mesías, al que se consideraba como un caudillo terrenal que habría de libertar la nación del yugo de los opresores romanos y restaurar en todo su esplendor el Reino de Israel. Jesús no respondía a esta imagen, porque su Reino no era de este mundo (cfr. lo XVIII, 36). Por eso no fue reconocido, sino rechazado por los jefes del pueblo y condenado a morir en la Cruz.

Los milagros obrados por Jesús durante los años de su vida pública constituyen el refrendo de su Mesianidad y confirmaron la doctrina que anunciaba. Esas razones, unidas a la personalidad incomparable del Señor, motivaron decisivamente la adhesión de sus discípulos, y en primer término de los doce Apóstoles. Una adhesión todavía defectuosa al principio, por parte de hombres que compartían muchos de los prejuicios de sus contemporáneos; unos hombres cuya mentalidad les hacía difícil comprender la verdadera naturaleza de la misión redentora de Jesús, lo que explica el tremendo desconcierto que les causó la Pasión y Muerte de su Maestro.

La Resurrección de Jesucristo es el dogma central del Cristianismo y constituye la prueba decisiva de la verdad de su doctrina. «Si Cristo no resucitó —escribió San Pablo—, vana es nuestra predicación y vana es vuestra fe» (I Cor XV, 14). La realidad de la Resurrección —tan lejos de las expectativas de los Apóstoles y los discípulos— se les impuso a éstos con el argumento irrebatible de la evidencia: «pero Cristo ha resucitado y ha venido a ser como las primicias de los difuntos» (I Cor XV, 20; cfr. Le XXIV, 27-44; lo XX, 24-28).

Desde entonces los Apóstoles se presentarían a sí mismos como «testigos» de Jesucristo resucitado (cfr. Act II, 22; III, 15), lo anunciarían por el mundo entero y resellarían su testimonio con la propia sangre. Los discípulos de Jesucristo reconocieron su divinidad, creyeron en la eficacia redentora de su Muerte y recibieron la plenitud de la Revelación, transmitida por el Maestro y recogida por la Escritura y la Tradición.

3. El nacimiento de la Iglesia

Pero Jesucristo no sólo fundó una religión —el Cristianismo—, sino también una Iglesia. La Iglesia —el nuevo Pueblo de Dios— fue constituida bajo la forma de una comunidad visible de salvación, a la que se incorporan los hombres por el bautismo. La Iglesia está cimentada sobre el Apóstol Pedro, a quien Cristo prometió el Primado —«y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18)— y se lo confirmó y confirió después de la Resurrección: «apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas» (cfr. lo XXI, 15-17). La Iglesia de Jesucristo existirá hasta el fin de los tiempos, mientras perdure el mundo y haya hombres sobre la tierra: «y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt XVI, 18). La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, y a partir de entonces comienza propiamente su historia.

II. PRIMERA EXPANSIÓN

   1. Primera expansión

   2. Universalidad del Cristianismo

   3. El concilio de Jerusalén

   4. Los propulsores de la expansión

   5. Fuentes para la expansión

Los cristianos, perseguidos por el Sanedrín, se desvincularon muy pronto de la Sinagoga. El Cristianismo, desde sus orígenes, fue universal, abierto a los gentiles, y éstos fueron declarados libres de las prescripciones de la Ley mosaica.

 

1. Primera expansión

«No es el discípulo más que el Maestro» (Mt X, 24), había advertido Jesús a los suyos, cuando aún permanecía con ellos en la tierra. El Sanedrín declaró a Jesús reo de muerte por proclamar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios. La hostilidad de las autori­dades de Israel, que habían condenado a Cristo, debía dirigirse luego contra los Apóstoles, que anunciaban a Jesucristo Resucitado y confirmaban su predicación con milagros obrados ante todo el pueblo.

El Sanedrín intentó silenciar a los Apóstoles, pero Pedro respondería al Sumo Sacerdote que «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act V, 29). Los Apóstoles fueron azotados, pero ni las amenazas ni la violencia lograron acallarlos, y salieron gozosos «por haber sido hallados dignos de sufrir oprobio» por el nombre de Jesús. La muerte del diácono San Esteban, lapidado por los judíos, señaló el principio de una gran persecución contra los discípulos de Jesús. La separación entre Cristianismo y Judaismo se hizo cada vez más profunda y patente.

El universalismo cristiano se puso pronto de manifiesto, en contraste con el carácter nacional de la religión judía. A Antioquia de Siria, una de las grandes metrópolis de Oriente, llegaron discípulos de Jesús fugitivos de Jerusalén. Algunos de ellos eran helenistas, con mentalidad más abierta que la de los judíos palestinos, y comenzaron a anunciar el Evangelio a los gentiles. En la cosmopolita Antioquía, el universalismo de la Iglesia se hizo realidad y allí fue, precisamente, donde los seguidores de Cristo comenzaron a llamarse cristianos.

2. Universalidad del Cristianismo

La universalidad de la Redención y de la Iglesia de Jesucristo fue confirmada de modo solemne por una milagrosa acción divina, que tuvo al Apóstol Pedro por protagonista y testigo. A Pedro —como una prueba más de su Primado— le fue reservada la suerte de abrir a los gentiles las puertas de la Iglesia. Los signos extraordinarios que acompañaron a la conversión en Cesárea del centurión Cornelio y su familia tuvieron para Pedro valor decisivo. «Ahora reconozco —fueron sus palabras— que no hay para Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia es acepto a Él» (Act X, 34-35).

En Jerusalén, la noticia de que Pedro había otorgado el bautismo a gentiles incircuncisos produjo estupor. Fue preciso que el Apóstol relatara puntualmente lo ocurrido para que los judeo-cristianos de la Ciudad Santa mudaran de mente y superasen inveterados prejuicios. Comenzaban a comprender que la Redención de Cristo era universal y que la Iglesia estaba abierta a todos: «Al oír estas cosas callaron y glorificaron a Dios diciendo: luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida» (Act XI, 18).

Pero la definitiva victoria del universalismo cristiano necesitaba todavía superar un último obstáculo. La admisión de los gentiles en la Iglesia había sido una novedad difícil de com­prender para muchos judeo-cristianos, aferrados a sus viejas tradiciones. Estos cristianos de origen judío consideraban que los conversos gentiles, para poder ser salvos, necesitaban cuando menos circuncidarse y observar las prescripciones de la Ley de Moisés. Estas pretensiones, que conturbaron vivamente a los cristianos procedentes de la gentilidad, tuvieron sin embargo la virtud de obligar a plantear abiertamente la cuestión de las relaciones entre la Vieja y la Nueva Ley, y sentar de modo inequívoco la independencia de la Iglesia con respecto a la Sinagoga.

3. El concilio de Jerusalén

Para tratar de problemas tan fundamentales se reunió en el año 49 el denominado «concilio» de Jerusalén. En la asam­blea, Pablo y Bernabé llevaron la voz de las iglesias de la gentilidad y dieron testimonio de las maravillas que Dios había obrado en ellas. El Apóstol Pedro, una vez más, habló con autoridad en defensa de la libertad de los cristianos, en relación con las observancias legales de los judíos.

El «concilio», a propuesta de Santiago, obispo de Jerusalén, acordó no imponer cargas superfluas a los conversos gentiles; bastaría que éstos se atuvieran a unos sencillos preceptos: guardarse de la fornicación y, por respeto a la Vieja Ley, abstenerse de comer carnes no sangradas o sacrificadas a los ídolos (Act XV, 1-33). De este modo quedó resuelto de forma definitiva el problema de las relaciones entre Cristianismo y Ley mosaica. Los judeo-cristianos siguieron existiendo todavía durante cierto tiempo en Palestina, pero como un fenómeno minoritario y residual, dentro de una Iglesia cristiana, cada vez más extendida por el mundo gentil.

4. Los propulsores de la expansión

Los grandes propulsores de la expansión del Cristianismo fueron los Apóstoles, obedientes al mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todas las naciones. No es fácil —por falta de fuentes históricas— conocer la actividad misional de la mayoría de los Apóstoles. Nos consta que el Apóstol Pedro, al marchar de Palestina, se estableció en Antioquía, donde existía una importante comunidad cristiana. Es posible que luego residiera algún tiempo en Corinto, pero su destino definitivo sería Roma, capital del Imperio, de cuya Iglesia fue primer obispo. En Roma, Pedro sufrió martirio en la persecución desencadenada por el emperador Nerón (a. 64).

El Apóstol Juan, tras una larga permanencia en Palestina, se trasladó a Éfeso, donde vivió muchos años más, circunstancia ésta por la cual las iglesias de Asia le consideraron como su propio Apóstol. Viejas tradiciones hablan de las actividades apostólicas de Santiago el Mayor en España, del Apóstol Tomás en la India, del Evangelista Marcos en Alejandría, etc.

5. Fuentes para la expansión

Las noticias sobre la acción apostólica de San Pablo son sin duda las más abundantes, gracias a las informaciones contenidas en los Hechos de los Apóstoles y en el importante corpus de las Epístolas paulinas. San Pablo fue, por excelencia, el Apóstol de las Gentes, y sus viajes misionales llevaron el Evangelio por Asia Menor y Grecia, donde fundó y dirigió numerosas iglesias. Preso en Jerusalén, su largo cautiverio le dio ocasión de dar testimonio de Cristo ante el Sanedrín, los gobernadores romanos y el rey Agripa II. Conducido a Roma, fue puesto en libertad por el tribunal del César, y es probable que entonces realizara un viaje misional a España, proyectado desde hacía tiempo. Preso por segunda vez, Pablo sufrió otro juicio, fue condenado y murió mártir en la Urbe imperial.

La obra de los Apóstoles no agota, con todo, el cuadro de la expansión cristiana en el mundo antiguo. Es indudable que las más de las veces serían hombres humildes y desconocidos —funcionarios, comerciantes, soldados, esclavos— los portadores de las primicias del Evangelio. Con algunas salvedades, es lícito afirmar que la penetración cristiana fue durante estos siglos un fenómeno que afectó a las poblaciones urbanas mucho más que a las rurales. Al sonar la hora de la libertad de la Iglesia, en el siglo IV, el Cristianismo había arraigado con fuerza en diversas regiones del Oriente Próximo, como Siria, Asia Menor y Armenia; y en Occidente, en Roma y su comarca y en el África latina. La presencia del Evangelio fue también considerable en el valle del Nilo y varias regiones de Italia, España y las Galias.

III. EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO: LAS PERSECUCIONES

   1. Introducción: Imperio Romano y Cristianismo

   2. Los primeros conversos

   3. La persecución de Nerón

   4. Desarrollo del Cristianismo en los primeros cuatro siglos

   5. La persecución de Decio

   6. La persecución de Diocleciano

El Cristianismo nació y se desarrolló dentro del marco político-cultural del Imperio romano. Durante tres siglos, el Imperio pagano persiguió a los cristianos, porque su religión representaba otro universalismo y prohibía a los fieles rendir culto religioso al soberano.

1. Introducción: Imperio Romano y Cristianismo

El nacimiento y primer desarrollo del Cristianismo tuvo lugar dentro del marco cultural y político del Imperio romano. Es cierto que durante tres siglos la Roma pagana persiguió a los cristianos; pero sería equivocado pensar que el Imperio constituyó tan sólo un factor negativo para la difusión del Evangelio. La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaban la paz y el orden. La tranquilidad existente hasta bien entrado el siglo III y la facilidad de comunicaciones entre las diversas tierras del Imperio favorecían la circulación de las ideas. Cabe afirmar que las calzadas romanas y las rutas del mar latino fueron cauces para la Buena Nueva evangélica, a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo.

2. Los primeros conversos

La afinidad lingüística —sobre la base del griego, primero, y del griego y el latín, después— facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual dominado por la crisis del paganismo ancestral y la extensión de un anhelo de genuina religiosidad entre las gentes espiritualmente selectas, predisponía también a dar acogida al Evan­gelio. Todos estos factores favorecían, sin duda, la extensión del Cristianismo.

Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades que, sin exageración, cabe calificar de formidables. Los cristianos procedentes del Judaismo debían romper con la comunidad de origen, que en adelante los miraría como tránsfugas y traidores. No eran menores los obstáculos que necesitaban superar los conversos venidos de la gentilidad, sobre todo los pertenecientes a las clases sociales elevadas.

La fe cristiana les obligaba a apartarse de una serie de prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador, que tenían un sentido religioso-pagano, pero que eran a la vez consideradas como exponente de la inserción del ciudadano en la vida pública y testimonio de fidelidad hacia el Imperio. De ahí la acusación de «ateísmo» lanzada tantas veces contra los cristianos; de ahí la amenaza de persecución y martirio que se cernió sobre ellos durante siglos y que hacía de la conversión cristiana una decisión arriesgada y valerosa, incluso desde un punto de vista meramente humano.

¿Cuáles fueron las razones que determinaron el gran enfrentamiento entre Imperio pagano y Cristianismo? La religión cristiana fomentaba entre las gentes el respeto y la obediencia hacia la legítima autoridad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt XX, 15-21), fue el principio formulado por el propio Cristo. Los Apóstoles desarrollaron esta doctrina: «toda persona esté sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios» (Rom XIII, 1), escribió San Pablo a los fieles de Roma; «temed a Dios, honrad al rey» (I Pet II, 17), exhortaba San Pedro a los discípulos. El Imperio, por su parte, era religiosamente liberal y toleraba con facilidad nuevos cultos y divinidades extranjeras. El choque y la ruptura llegaron porque Roma pretendió exigir de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dar: el homenaje religioso de la adoración, que sólo a Dios les era lícito rendir.

3. La persecución de Nerón

Las circunstancias que rodearon a la primera persecu­ción —la neroniana— fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana. La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo —el incendio de Roma— contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos.

El Cristianismo era considerado por el historia­dor Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», se­gún Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven. El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de ne­fandas maldades. «\\’¡Los cristianos a las fieras!\\’ —dirá Tertuliano— se convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares».

4. Desarrollo del Cristianismo en los primeros siglos

El Cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana —el «nombre cristiano»— constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares. Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua, y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento.

 La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos. Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirlos por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehu­saran sacrificar a los dioses. Tertuliano —apologista cristiano y buen jurista— pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales —dice, refirién­dose a los cristianos—, ¿por qué no los persigues?; y si son ino­centes, ¿por qué los castigas?»

En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz. En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» —un período de peligrosa desintegración política—, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Ésta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.

5. La persecución de Decio

La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios. El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia.

La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles —los lapsi—, muy pocos.

6. La persecución de Diocleciano

 La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano. El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos. El régi­men tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores —entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio— fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución.

Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia. La perse­cución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan sólo las Galias y Britania —gobernadas por el cesar Constancio Cloro, simpatizante con el Cristianismo y padre del futuro emperador Constantino— quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios. El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.

IV. LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO-CRISTIANO

   1. Introducción

   2. El edicto de Galerio

   3. El edicto de Constantino

   4. Una nueva expansión

   5. La reorganización de la Iglesia

   6. Cristianización de los Imperios

En el transcurso del siglo IV, el Cristianismo comenzó a ser tolerado por el Imperio, para alcanzar luego un estatuto de libertad y convertirse finalmente —en tiempo de Teodosio— en religión oficial. El emperador romano-cristiano convocó las grandes asambleas de obispos —los concilios—y la Iglesia pudo organizar sus estructuras territoriales de gobierno pastoral.

1. Introducción

La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de la última gran persecución. Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella embestida persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso. Llegado como sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al Cristianismo. El edicto otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «existan de nuevo los cristianos —decía— y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».

2. El edicto de Galerio

 El edicto de Galerio, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino tan sólo una cautelosa tolerancia. Mas, a pesar de ello, su importancia era grande. Por vez primera, el Cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía. Esto representaba una conquista trascendental, no conseguida hasta entonces. La Iglesia había conocido durante el siglo III épocas de tranquilidad, y hubo incluso emperadores romanos, como Filipo el Árabe (244-249), de evidentes simpatías filocristianas. Mas estos intervalos de bonanza no aportaban seguridad jurídica a la Iglesia, siempre expuesta a nuevas oleadas persecutorias. El estatuto de tolerancia de Galerio encerraba por tanto singular valor.

3. El edicto de Constantino

El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez, y su autor principal fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado «Edicto de Milán», que, más que una norma legal concreta, parece haber sido una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos del Imperio, incluidos los cristianos. La legislación discriminatoria en contra de éstos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.

Dentro de este estatuto legal de libertad religiosa, la actitud de Constantino fue decantándose gradualmente en favor del Cristianismo. Resulta significativo que, antes incluso del llamado Edicto de Milán, cuando la suerte de la Urbe romana y del Imperio se dilucidaban por las armas entre aquel príncipe y su rival Majencio, el ejército constantiniano llevara en la batalla del Puente Milvio, como emblema propio, el lábaro con el monograma de Cristo.

Constantino consideró siempre su victoria como una señal celestial, aunque su «conversión» defnitiva —es decir, la recepción del bautismo— la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337). A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto.

 El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos, concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romano-cristiano.

4. Una nueva expansión

El avance del Cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores —incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana— fueron resueltamente contrarios al paganismo. Graciano, al asumir en 375 el poder imperial, rechazó el tradicional título de «Pontífice Máximo», que sus predecesores cristianos habían consentido conservar. Un enfrentamiento particularmente significativo entre Cristianismo ascendente y paganismo en decadencia se produjo en el escenario más venerable de la Roma antigua: el Senado.

 El altar de la Victoria que presidía el aula, como símbolo de la tradición gentil, fue removido por voluntad de los senadores cristianos, que eran ya mayoría, frente al grupo de los «viejos romanos», encabezados por el senador Símaco. La evolución religiosa se cerró antes de que terminara el siglo IV, por obra del emperador Teodosio. La constitución Cunaos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero del año 380, ordenó a todos los pueblos la adhesión al Cristianismo católico, a partir de ahora única religión del Imperio.

5. La reorganización de la Iglesia

Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. En virtud de lo que se ha llamado «principio de acomodación», la Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización. La circunscripción civil más clásica —la provincia— sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.

El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales: fue el «metropolitano», obispo de la «metrópoli», y los demás, sus sufragáneos. En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia. Él debía, además, presidir el concilio provincial —asamblea de los obispos de esa demarcación— que, según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.

6. La cristianización de los Imperios

La división del Imperio en dos «partes» —Oriente y Occidente—, consumada a finales del siglo IV y que terminaría pon provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental —que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas— tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados, amplísimas circunscripciones eclesiásticas.

El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma, «en razón —dijo— de que la ciudad es la nueva Roma». Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política —la capitalidad imperial—, se instituyó un nuevo Patriarcado —el de Constantinopla—, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.

La libertad de la Iglesia permitió una más ciara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio— se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio del Primado romano sobre las iglesias occidentales fue muy intenso: los papas intervinieron en multitud de ocasiones mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios.

En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.

Bajo el Imperio romanocristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales. Ocho sínodos ecuménicos tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes.

Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue promovida por una iniciativa pontificia, y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal, expresada sobre todo a través de la confirmación papal de sus cánones y decretos.

La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje —un simple laico en el orden de la jerarquía— tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de «obispo exterior».

Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos, cuya máxima expresión fue el llamado «Cesaropapismo». Estos abusos fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente. En Occidente, la autoridad del papado, la debilidad de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la independencia eclesiástica. Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una carta al emperador Anastasio.

Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental.

Fuente: www.primeroscristianos.com con textos de José Orlandis, Historia de la Iglesia, 2001.

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13 comentarios

  1. Estoy en busca de información sobre el crecimiento de la iglesia a nivel mundial , o sea de algo que me informe sobre el numero de conversiones a diario… Por favor ayudarme y de antemano, gracias. Saludos…

  2. sencillamente extraordinario por la veracidad, precisión histórica y el pensamiento correcto del verdadero católico. No hay nada que agregar, felicito con todo mi icorazón y la lucidez que me da la razón, Y también a los sostenedores de tan importantes páginas que son tan democráticos que dan cavida incluso a los bárbaros y calumniadores. gracias profundas por ser una faro inagotable deluz que ilumina mi tortuoso camino , a veces-

  3. Me parece una manera muy clara de exponer nuestra fe y el desarrollo de esta al inicio de los siglos, comprendiendo siempre que el Espíritu Santo es quien guía el camino.

    Gracias

  4. Emms esta muy buena la pagina, pero creo que falto algo sobre el desarrollo del Cristianismo :S pero nimporta me sirvio de mucho Gracias C:

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