Piedad sacerdotal

1. Introducción

Me es muy grato estar aquí entre sacerdotes, hablando reduplicativamente del sacerdocio. Voy en efecto a reflexionar sobre la condición sacerdotal teniendo muy presente la doctrina y el testimonio de un gran sacerdote, que hizo mucho por los sacerdotes y tuvo estrecha relación con esta Diócesis: San Josemaría Escrivá de Balaguer.

Comencemos evocando un episodio de su vida. Tuvo lugar cuando contaba 27 años de edad y estaba a punto de cumplir su cuarto año de sacerdote. Estaba asistiendo a una moribunda, Mercedes Reyna, Dama Apostólica cuya santidad le constaba. En ese momento, sintió el impulso de suplicarle que intercediera por él desde la otra vida. Así lo relataba en sus apuntes íntimos:

«Recuerdo, a veces con cierto temor, por si fue tentar a Dios u orgullo, que, estando moribunda Mercedes Reyna (…), sin haberlo pensado de antemano, me ocurrió pedirle, como lo hice, lo siguiente: «Mercedes, pida al Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, se me lleve joven, cuanto antes»». A continuación, añade: «después, la misma petición he hecho a dos personas seglares -una señorita y un muchacho-, quienes todos los días en la Comunión renuevan ante el buen Jesús esa aspiración» [1].

Entre los diversos aspectos de la doctrina sobre el sacerdocio me centraré en uno, que puede expresarse con sólo dos palabras: «piedad sacerdotal».

2. Valor fundante de la vida de oración

El hecho que acabo de relatar pone de manifiesto lo hondamente que estaba radicada en el alma de San  Josemaría una convicción cristiana fundamental: el papel decisivo que en la vida del cristiano, y más concretamente en la del sacerdote, desempeña la oración.

Aunque se trate de una verdad innumerables veces proclamada, merece la pensa que la glosemos, partiendo para ello de la consideración de dos aspectos clave en la condición sacerdotal.

a) Sacerdocio y representatividad sacramental

¿Qué significa ser sacerdote? Ser mediador entre Dios y los hombres. Más concretamente, y situándonos ya de lleno en una órbita cristiana: participar del sacerdocio de Cristo, contribuir con la propia vida a actualizar en los diversos momentos de la historia el sacerdocio de Cristo y, de esa forma, reconciliar todas las cosas con Dios y conducir el universo entero hacia la plenitud que la Escritura atribuye a los nuevos cielos y la nueva tierra.

Las palabras que acabo de pronunciar hacen referencia, como resulta obvio, a lo que la teología suele designar como sacerdocio real o común, en cuanto que implica señorío sobre la propia existencia y sobre el conjunto de la creación, y que es propio de todo cristiano. También por tanto del presbítero y del obispo, que pueden y deben contribuir con su existencia a la divinización del mundo. Pero quienes hemos recibido el sacramento del Orden tenemos, en virtud de ese don, una participación nueva y diversa en el sacerdocio de Cristo. Más concretamente en el sacerdocio de Cristo como cabeza y pastor de la Iglesia.

Presbíteros y obispos «son -lo diré con palabras de la Pastores dabo vobis-:

«En la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre.

Éste es -concluye la Exhortación apostólica- el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores autorizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados» [2].

En virtud del sacramento del Orden obispos y presbíteros somos constituidos en ministros de Cristo Cabeza. A través de nosotros, mejor, sirviéndose de nosotros -eso indica precisamente la calificación de «ministro»-, Jesucristo se hace presente en la Iglesia para santificarla. Es Cristo quien santifica a través del sacerdote ministerial. Él es el autor de los sacramentos y es Él quien dota de eficacia interior a la palabra de la predicación. Y eso hasta el extremo de que la indignidad del ministro no priva de virtualidad al sacramento.

Es obvio a la vez que una discordancia entre la objetividad del sacramento y la subjetividad de quien lo administra constituye un contrasentido. Por eso, la tradición cristiana, a la vez que mantenía el dato dogmático al que acabo de referirme -la autoría de Cristo en el sacramento- ha subrayado la exigencia de santidad que el sacerdocio ministerial implica. «Dios -afirma el Decreto Presbyterorum ordinis- prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20)» [3].

No hace falta insistir más: las declaraciones a ese respecto son prácticamente infinitas. Sí en cambio resulta oportuno volver, teniendo en cuenta lo dicho, al episodio de la vida de San Josemaría que antes citaba. En él se refleja en efecto una aguda conciencia de la santidad reclamada por el sacerdocio y como consecuencia la búsqueda de un punto de apoyo en Dios y, por tanto, en la oración.

Y esto en un doble sentido: la oración del pueblo cristiano y su propia oración. El sacerdote, que cuenta con la fuerza que deriva de la oración de la Iglesia, debe a la vez ser hombre de oración. Sólo un hombre de Dios puede situarse dignamente ante el Pueblo de Dios. Los hombres de hoy, y los de todos los tiempos, esperan que el presbítero sea un hombre de Dios, y para ello que sea un hombre que habla con Dios.

b) Sacerdocio y función pastoral

El sacerdote, que representa a Cristo, participa de su condición de pastor. La actividad sacerdotal, que tiene su centro en las acciones sacramentales, se extiende a toda una amplia gama de tareas al servicio de la comunidad cristiana. Los fieles cristianos esperan que el sacerdote les acoja con afabilidad y cariño, que sea un experto en la escucha, que se haga cargo de sus problemas. Un hombre con el que puedan mantener una amistad sincera y cordial; que esté siempre disponible; que sea capaz de atender los problemas que experimentan las personas singulares y las colectividades.

Y atender no de cualquier manera, sino en Dios y desde Dios, de manera que ayude a encontrar a Dios y a reconocer su Voluntad en el quehacer de cada día y en sus dificultades. Redescubrimos así de nuevo la necesidad de la oración. Sólo quien habla con Dios, es capaz de enseñar a mirarlo y a dialogar con Él. Al principio de su pontificado hacía notar Juan Pablo II que «la oración es en cierta manera la primera y la última condición de la conversión, del progreso espiritual»; principio que aplicaba enseguida al sacerdocio ministerial, concluyendo: «Es la oración la que señala el estilo esencial del sacerdocio: sin ella, el estilo se desfigura» [4].

La historia lo confirma, poniendo de manifiesto la eficacia pastoral de quienes, como  San Josemaría, fueron hombres de oración . «Como historiador de la Iglesia puedo afirmar -declaraba Hubert Jedin- que una influencia tan profunda y universal en la Iglesia de Dios (como la ejercida por Josemaría Escrivá) sólo puede generarla un hombre cuando éste se ha puesto por completo a disposición de Dios, convirtiéndose en un instrumento para la santificación de los demás y para la realización del Reino de Dios sobre la tierra. La fecundidad del Fundador del Opus Dei no habría sido posible si no hubiese sido santo» [5]. A su ejemplo podemos añadir el de muchos de los grandes pastores que veneramos en Valencia: San Juan de Ribera, Santo Tomás de Villanueva, San Vicente Ferrer, etc. Todos ellos destacan por su vida de oración. Edificaron de un modo muy particular la comunidad del pueblo de Dios, porque eran pastores poseídos por el misterio de Cristo. Lo que la Iglesia necesita en estos momentos, y necesitará siempre, son sacerdotes que ejerzan su ministerio desde la contemplación del misterio divino, ya que el amor que se pide a los sacerdotes hacia sus hermanos y hermanas debe ser un amor teológico. Sacerdotes que vivan en un dinamismo orante, de modo que descubran a diario luces nuevas en el por qué y el para qué de su consagración y misión, de su vocación, y de esa forma se sepan y vivan como otros Cristos, y se alleguen a los hombres con el amor de Cristo.

3. Características de la vida de oración

Al hablar de oración, de vida, y de vida oración, hemos de evitar crear como compartimentos estancos. En ocasiones se ha presentado la dimensión cultual del ministerio en contraposición a la oración personal, es decir, al coloquio personal con Dios. En otras se ha contrapuesto la vida interior al ejercicio activo del ministerio. Todas esas contraposiciones, y otras análogas, son falaces y manifiestan que no se ha entendido bien la naturaleza teologal de la liturgia, el carácter comprometido de la oración o la virtualidad santificadora del ministerio.

Dando todo esto por bien conocido, permitidme que me detenga a considerar, aunque sea brevemente, algunos rasgos fundamentales de la oración cristiana, haciendo a la vez referencia a los matices que esa oración implica en la condición sacerdotal.

a) Carácter dialógico de la oración

Santa Teresa afirmaba: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» [6]. Y San Josemaría en un texto muy conocido de Camino: «Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?» -¿De qué? De El, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias… ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: «¡tratarse!»» [7].

La oración que debe arraigar en la Palabra de Dios, debe nacer también de la vida y revertir sobre la vida. Lo que, en referencia al sacerdote, puede expresarse diciendo que ha de brotar de su ministerio y concluir reforzándolo. Sin olvidar ciertamente que la amistad, toda amistad, hay que cultivarla. En otras palabras, el presbítero debe dedicar tiempo a la oración, ya que sin un plan diario de oración, vivido con constancia, no puede llegar a ser hombre de Dios. El tiempo dedicado a la oración no será algo ocasional, sino punto de referencia central en la jornada de un sacerdote. Pero sin olvidar, a la vez, que esos momentos de oración se insertan en dicha jornada y remiten a ella, a ese encuentro con Cristo presente en la comunidad cristiana que implica el ejercicio diario y esforzado del ministerio sacerdotal.

b) Oración y humildad

Toda oración, en cuanto que implica la apertura del propio corazón al don divino, presupone humildad: el reconocimiento sencillo de la propia condición creatural y la admiración ante la grandeza del don infinito de Dios. En el caso del sacerdote este rasgo adquiere acentos propios. Para ser un buen ministro del Señor -un instrumento suyo- hemos de adquirir la actitud humilde que Jesús nos reclama en el Evangelio: «Sin mí no podéis hacer nada» [8]. Es en la oración donde el sacerdote se apropia de la omnipotencia de Dios. San Josemaría siempre tuvo la seguridad de que la fuerza de la Obra que Dios le pedía residía en la oración. Así lo testimonia el texto antes mencionado y, junto a él, otros muchos otros momentos de su vida. Algunos acaecidos aquí en Valencia, sea durante sus primeras visitas a nuestra ciudad, sea en los últimos años de su vida, durante su viaje de catequesis en 1972 y aún más tarde, cuando acudió a La Lloma, ya probado por su largo recorrido por tierras de América.

Me limito a recordar un hecho. Mejor, el reiterarse de un hecho. Las repetidas veces en las que, durante esos viajes de catequesis, cuando el público le manifestaba con aplausos o de otra manera su adhesión y su alegría, comentaba: «No es mérito mío. Si mis palabras llegan a vuestro corazón es porque en muchos sitios están encomendando este viaje». La fuerza, el poder del cristiano, es el poder de Dios y, por tanto, el de la oración. Tan importante es la oración para el estilo esencial del sacerdote que Juan Pablo II llega a afirmar que «la oración es un elemento insustituible de nuestra vocación. Es tan esencial que, por su parte, muchas otras cosas que parecen más urgentes deben y tienen que ser pospuestas» [9].

c) «Soledad» acompañada del sacerdote

Se habla a veces de la soledad del sacerdote. Quien vive hondamente el ministerio, sabe que es, en todo caso, una «soledad acompañada». Mejor dicho, que no hay tal soledad, sino más bien una búsqueda de la intimidad con Dios, que permite vivir en comunión con El y en actitud cotidiana de servicio. Nos narra el Evangelio cómo Jesús en los momentos de más intensa predicación a las muchedumbres se concede largos ratos a la oración [10], y en que en todo momento mantiene un coloquio ininterrumpido con el Padre [11]. El presbítero, por tanto,«debe ser el hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios, por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo»» [12].

«Jesús -comenta el actual sucesor de San Josemaría- cultivó la soledad. Su soledad, sin embargo, no era un mero encapsulamiento en sí, sino una distendida apertura del alma; no era señal de vacío, sino de sosiego, de esa quietud en la que el espíritu remansa las propias experiencias, trasciende la superficialidad y aspira a dejarse llenar por la verdad y por el bien. (…). El ejemplo de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, invita a cultivar el recogimiento para afrontar las cuestiones últimas y para descubrir el sentido divino de la vida ordinaria; a apreciar el dulce sabor de vagar a solas con Dios, para enamorarse de Él y recibir de Él la fuerza para servir gustosamente a los demás;…» [13].

d) Oración y Liturgia de las Horas

En la vida de oración del sacerdote tiene un valor particular la Liturgia de las Horas. Cuando rezamos la Liturgia de las Horas actuamos como «ministros de Cristo», y a la vez en representación de la Iglesia, in persona Ecclesiae. Cristo es el Esposo de la Iglesia por la que ha dado su vida. Por medio de esta oración sacerdotal la Iglesia entera reza, ofreciendo al Padre, por medio de Cristo, por el Espíritu, la perfecta oración de alabanza, de acción de gracias, de petición de perdón y de súplica. Mediante la plegaria sacerdotal la Iglesia eleva el mundo hacia ese Dios del que el mundo ha salido y hacia el que se encamina.

Por ello, la Liturgia de las Horas debe ser rezada, «digne, attente ac devote», según declara el texto canónico [14]. Se trata de una actitud propia de toda oración -¿puede haber acaso diálogo sin atención?-, pero muy especialmente de la que ahora comentamos. No sólo porque, como acabo de recordar, en ella el sacerdote actúa en representación de toda la Iglesia, sino también porque la Liturgia de la Horas constituye como una prolongación de ese momento culminante del ejercicio del ministerio y del encuentro personal con Cristo, que es la celebración de la Eucaristía [15].

e) El cuidado del culto

Recuerdan los que acompañaron al San Josemaría en 1960, cuando camino hacia Pamplona, se detuvo en Zaragoza, un detalle muy significativo. Acompañado de un pequeño grupo de hijos suyos, quiso rezar en la iglesia del Seminario de San Carlos. Nada más entrar, señalando una pequeña tribuna situada en lo alto, junto al altar, comentó muy conmovido a los que le acompañaban que allí había pasado muchos ratos de oración -noches enteras- durante sus años de seminarista, acompañando al Señor.

Este episodio me permite introducir un último apartado en la consideración de algunos rasgos de la piedad y la vida de oración sacerdotales: el cuidado del culto, que ha sido siempre piedra de toque de la autenticidad sacerdotal. Del modo de celebrar un sacerdote los actos de culto cabe deducir cómo es su vida de oración, y su empeño en santificarse en el ejercicio del ministerio. La vida de las destacadas figuras sacerdotales muestran la importancia, no sólo de los grandes gestos, sino también de esos detalles que podríamos llamar pequeños, pero que en realidad son significativos porque proceden del amor y conducen al amor. La fidelidad en lo poco es un signo del reconocimiento de esa «plena dimensión del misterio» [16], que dota de sentido a la existencia sacerdotal.

4. El sacerdote, maestro del Espíritu

El sacerdote es, como antes señalaba, hombre de Dios, hombre que habla con Dios. Y, añado ahora: hombre que lleva a Dios. Ciertamente debe llevar a Dios con toda su vida, pero también -y es esto lo que ahora quiero subrayar- siendo un auténtico maestro del Espíritu. Un hombre que, precisamente porque trata a Dios, enseña a tratar a Dios. De la intimidad con Dios, de la íntima unión con Cristo, de esa peculiar configuración y pertenencia a Cristo, brota de modo natural el afán de acercar a los demás al Maestro. En Cristo – San Josemaría lo recordaba con frecuencia- no podemos separar su Encarnación de su misión redentora [17]. Y en el sacerdote de Cristo no cabe separar su condición sacerdotal de la preocupación por mostrar a los demás los caminos del Espíritu.

Muy cerca de este lugar, en la calle de Samaniego tuvo su sede el primer Centro del Opus Dei en Valencia. Después de Madrid, donde se fundó, Valencia fue la primera ciudad en que comenzó la expansión del Opus Dei. Con sano orgullo los fieles de la Prelatura valencianos comentan cómo, en estos momentos, quienes llevan más tiempo en la Obra son valencianos. Muchos valencianos han extendido el espíritu del Opus Dei por el mundo. ¿Qué hizo aquí San Josemaría? Procurar que los que se acercaban a él llegaran a ser almas de oración. ¿Cómo? A través de su testimonio de oración y de su empeño por identificarse con Dios y con su Voluntad en todo momento. También cuando esa voluntad contiene exigencias de entrega y, en ese sentido, adquiere forma de cruz.

Me resulta particularmente sentido evocar en este momento el testimonio de uno de mis predecesores en la sede valentina, José María García Lahiguera. «No quiero cerrar estos recuerdos sin hacer siquiera una alusión a una faceta fundamental en la vida espiritual de don Josemaría: su amor a la Cruz. Sé que enseñaba a sus hijos, con una de sus frases atinadas, que «las raíces de nuestra alegría están en forma de cruz». Todavía conservo, y de forma habitual preside mi mesa de trabajo un Lignum Crucis que me regaló con motivo de mi Consagración episcopal. Fue una prueba más de su agradecimiento y cariño hacia mi persona ya que sabía que yo apreciaba este obsequio, y demostraba con ello su amor y veneración por la Santa Cruz. Y me parece que no podía haber encontrado mejores palabras para describir su propia vida. Todo lo que he dicho en este testimonio, acerca de su optimismo, de su alegría permanente, hay que entenderlo bajo este prisma, ya que en la vida de don Josemaría hubo siempre penitencia abundantísima -en demasiadas ocasiones excesiva, pero siempre sometida al confesor- y mortificación continua; de ahí, y no de otra fuente meramente natural, arrancaba su sonrisa tan atrayente.» [18].

Un conocido dominico de aquellos primeros años de la labor del Opus Dei en Valencia, el Padre Garganta, comentaba a su vez:. «Aquellos estudiantes (se refiere a los de la Residencia Samaniego de Valencia), sin dejar de ser lo que eran, adquirían una forma sobrenatural distinta, con el empeño de encontrar a Jesucristo y de tener una vida mejor, sobre la base -y eso es en lo que más se apreciaba la labor del Padre en aquellos chicos jóvenes- de una vida interior sincera y fundamentalmente clásica: oración, mortificación y estudio». Después de comentar algunos detalles que documentaban esa vida cristiana a la vez profunda y sencilla, en un contexto laical y secular, añade: «todo esto yo lo palpaba como una realidad viva» [19]. En suma, en Samaniego, como antes en Madrid y después en otros muchos sitios, San Josemaría no hacía sino poner en practica, con unas u otras palabras, esa espontaneidad apostólica que se recoge en uno de los puntos de Camino:

«Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo». -Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?» [20].

Podría prolongar mis consideraciones, sea analizando diversos aspectos de la vida y la piedad sacerdotales, sea evocando otros sucesos de la vida de San Josemaría, en coherencia con lo que reclama la celebración del centenario de su nacimiento. Pero voy a terminar aquí, concluyendo con unas palabras suyas que resumen muy bien sus sentimientos hacia el sacerdocio, y también los que yo mismo, como obispo, tengo en el corazón:

«La Iglesia necesita -y necesitará siempre- sacerdotes. Pídeselos a diario a la Trinidad Santísima, a través de Santa María. -Y pide que sean alegres, operativos, eficaces; que estén bien preparados; y que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas» [21].


Notas

[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 70, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, t. I, (Madrid, 1997), p. 313 y s.

[2] PDV, 15

[3] PO, 12.

[4] Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, n. 10.

[5] Cit en D. Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei (realizada por C. Cavalleri; Rialp, Madrid 1993), p. 214

[6] Santa Teresa, Vida, 8, 2

[7] San Josemaría, Camino, n. 98. Es muy ilustrativo todo el capítulo dedicado a la oración.

[8] Jn 15, 5.

[9] Juan Pablo II, Homilía en Mariezell, Austria, 13-9-1983.

[10] Cfr. Mc, 1,35; Lc 5, 16, etc.

[11] Cfr. Mt 14, 23; Mc 6, 46.

[12] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 42. La cita de S. Ambrosio es de Epist. 33 (Maur. 49), 1 (CSEL, 82, 229: «Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor».

[13] Cfr. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, p. 134.

[14] Oración «ad libitum» que se propone para antes de rezar el oficio, cuando se éste se reza individualmente.

[15] Cfr. SC, 90, 99 y 100.

[16] RH, 20.

[17] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n 106.

[18] Mons. García Lahiguera, Testimonio, p. 173.

[19] Testimonio de P. José María de Garganta de Fábrega, en «Beato Josemaría: Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei», (Palabra, Madrid 2001, 2ª edición), p. 329. De cómo el Beato enseñaba esta piedad que él practicaba a los jóvenes que se le acercaban tenemos también el entrañable testimonio de Fray Joaquín Sanchis Alventosa, que corrobora el del P. Garganta. Residía en el cercano Convento de San Lorenzo y contribuyó a facilitar la casa de la calle Samaniego n. 16, donde se instaló la primera residencia del Opus Dei en Valencia. Por este hecho y por la proximidad del Convento de los Franciscanos, éstos recibieron el encargo de celebrar a diario la Santa Misa en dicha residencia y oficiar los sábados la Bendición con el Santísimo, seguida del canto de la Salve. Escribe: «Lo que vi en aquel ambiente -y he seguido viendo durante todos estos años en los miembros de la Obra- era una piedad intensa, que tenía como centro la Santa Misa y la devoción al culto eucarístico. En las ocasiones que iba a celebrar la Misa en la Residencia de Samaniego, me edificaba al comprobar que muchos estudiantes estaban finalizando el rato de meditación con que solían preparar el Santo Sacrificio. Seguían la acción litúrgica con recogimiento y cuidaban con esmero la pulcritud de los vasos sagrados, ornamento, y demás objetos de culto. Vivían una vida de piedad sincera y profunda» Testimonio de Fray. J. Sanchís Alventosa, en Beato Josemaría: Un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, (Palabra, Madrid 2001, 2ª edición), p. 382 y s.

[20] Camino, 382.

[21] San Josemaría, Forja, 910.

Mons. Agustín García-Gasco Vicente
Arzobispo de Valencia

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