La formación de los futuros sacerdotes

Miércoles, 27 de abril de 2005

 

Tomás Gutiérrez

 

Agradezco a la Junta de Patronos y a la Dirección del Centro Académico Romano Fundación, la invitación a participar en este acto, organizado con motivo del decimosexto aniversario del inicio de su actividad. Un acto dirigido fundamentalmente a los actuales y futuros Delegados y Delegadas del CARF, que realizan su activa colaboración en los más variados lugares de España.

 

En razón de que el principal objetivo de esta Fundación es ayudar a la formación de sacerdotes y seminaristas, tanto de España como de otros países, mi intervención se centrará en la importancia y trascendencia de la formación de los futuros sacerdotes.

 

La formación sacerdotal, especialmente aquella que tiene lugar durante los años del Seminario, ha sido desde hace siglos motivo de una particular solicitud de los Pastores, muy especialmente de los Romanos Pontífices, y de todas las almas santas de la Iglesia. El Concilio Vaticano II dedicó a la formación de los seminaristas un penetrante documento, el Decreto Optatam totius, y volvió a ocuparse nuevamente de la formación sacerdotal en el Decreto Presbyterorum ordinis.

 

Estos documentos enlazan con una serie ininterrumpida de enseñanzas magisteriales anteriores. Son numerosas las ocasiones en que el Papa y los correspondientes Dicasterios de la Sede Apostólica han dirigido su atención con esperanza y también, por qué no decirlo, en ocasiones con preocupación, sobre este tema. Hay que destacar la importancia de los discursos del Santo Padre Juan Pablo II dirigidos a seminaristas y sacerdotes, especialmente en audiencias especiales y en sus viajes pastorales, Las cartas con ocasión del Jueves Santo dirigidas a los sacerdotes son de sumo interés para captar la solicitud de Juan Pablo II por la formación que se imparte a los candidatos al sacerdocio.

 

Todos los hombres esperan encontrar en los sacerdotes personas bien capacitadas para ser iconos de Cristo, el Buen Pastor, en la situación eclesial y sociocultural que a cada uno de ellos le toque vivir al terminar su etapa en el seminario. Para ello, han de ser larga y hondamente preparados en los años previos a la ordenación, con los mejores medios disponibles. Toda la solicitud de la Iglesia por la formación en los Seminarios podría resumirse en esta afirmación de Juan Pablo II, dirigida a los alumnos del Seminario Mayor de Roma, hace pocos días, desde su habitación del Policlínico Gemelli: "Vosotros sois motivo de consuelo para mí, porque representáis un signo privilegiado del amor del Señor por su Iglesia" [1]. Comprenderéis bien, queridos amigos, mi alegría y satisfacción al dirigirme brevemente a vosotros, que participáis de esos mismos afanes, deseoso de alentar la generosa disponibilidad vuestra y de vuestros amigos para seguir cuidando esos semilleros del "amor del Señor por su Iglesia".

 

Los documentos del Vaticano II que hemos citado buscan mejorar la preparación de los sacerdotes para que puedan cumplir la misión de llevar el Evangelio a todos los hombres. Tal misión habrán de realizarla muchas veces inmersos en una sociedad que se aleja del mensaje y de la vida cristiana, hasta el punto de que algunos la califican como sociedad post-cristiana.

 

Ese apelativo refleja "una situación de hecho y unas tomas de posición que pueden explicarse a partir de una deformación intelectual y práctica de la conciencia creyente" [2]. En modo alguno la noción de sociedad post-cristiana puede entenderse como si la doctrina de Cristo hubiese perdido la capacidad de informar el mundo contemporáneo: nada más lejano a la realidad. Tan lamentable situación, por el contrario, pone de manifiesto que resulta imprescindible la nueva Evangelización, y la urgencia de preparar bien a los futuros sacerdotes, poniéndoles en condiciones adecuadas para afrontar con alegría y eficacia esos retos.

 

Sí, la sociedad actual y la nueva evangelización a la que estamos llamados exigen plantearse a fondo una personal mejora cualitativa de los sacerdotes. Impresiona oír estas palabras del Papa en una de sus Cartas a los sacerdotes: "Hoy quizás experimentamos de manera más profunda la magnitud y las dificultades de la mies: La mies es mucha; pero vemos también la escasez de obreros: Los obreros son pocos (Mt 9, 37). Pocos: y esto atañe no sólo a la cantidad, sino también a la calidad. De ahí pues la necesidad de la formación" [3].

 

Pensemos en que la Trinidad Beatísima, fuente de todos los bienes creados, salvíficos y santificadores, y destino supremo de todas las actividades de la Iglesia, nos está guiando en esta etapa histórica por derroteros muy determinados que nos señala el Sucesor de Pedro: "Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el programa que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización" [4]. Esta misión evangelizadora universal exige una Iglesia revitalizada con el perenne mensaje de Jesucristo, rebosante de actualidad: requiere, en definitiva, "un nuevo despertar de las conciencias cristianas que atraiga el mundo hacia la luz de Cristo" [5]. Como veis, en la realización de esa tarea tienen un papel insustituible y propio los sacerdotes, pues ellos son los "ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (I Cor. 4, 1).

 

La evangelización será nueva "no por el contenido esencial de la doctrina que se anuncie, ni por el modelo de vida que se proponga a nuestros contemporáneos. La novedad habrá de residir en las nuevas energías espirituales y apostólicas puestas en juego" [6]; en hacer presente en cada momento histórico con originalidad siempre nueva el triple oficio salvífico de nuestro Señor: santificar mediante los sacramentos, regir sirviendo y enseñar mediante la Palabra, tareas que competen singularmente al sacerdocio.

 

La misión confiada es evidentemente difícil, y para las fuerzas humanas, imposible. Se requiere la colaboración de muchas personas: unas con sus limosnas, bienes y oraciones, otras ?los seminaristas- con su personal esfuerzo para sacar el máximo provecho de los dones que el Señor les concede en esos años de formación donde siempre reciben más de lo que dan. Pensemos en las instalaciones materiales del seminario, estudiadas con esmero para facilitar la formación.

 

Sabéis bien con cuánto cariño se ha cuidado todo lo relacionado con Jesús sacramentado en el Seminario, en la Universidad y en las Facultades eclesiásticas, para que el centro de atención espiritual de los alumnos esté puesto en la Eucaristía, de la que ellos luego serán encendidos y amantes servidores. Pensad también en el cuidadoso plantel de formadores y profesores, escogidos entre los que destacan por aunar, a los conocimientos rigurosos de la respectiva ciencia eclesiástica, una vida de piedad sacerdotal largamente probada, una adhesión honda, interior y exterior, al magisterio de la Iglesia, y un celo por las almas que les hace estar disponibles sin querer decir nunca "basta".

 

El Papa Juan Pablo II, en su Ex. Ap. Pastores dabo vobis, muestra unas metas irrenunciables en las diversas dimensiones de la formación, que concreta en estos cuatro aspectos: formación humana, espiritual, intelectual y pastoral [7].

 

a) La formación humana es el fundamento de toda la formación sacerdotal. El presbítero, imagen viva de Cristo, debe reflejar en sí mismo la perfección humana que brilla en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Por tanto, los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades humanas al ir forjando su personalidad: la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.

 

b) La formación espiritual se orienta a la comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo. Esta formación espiritual, en parte común a todos los fieles cristianos, adquiere en los candidatos al sacerdocio unos significados y características peculiares, que derivan de la identidad del presbítero y su ministerio. Esto requiere configurarse con Cristo sacerdote, unirse a Él, como amigos, tratarle en el Pan y en la Palabra; ser hombre de Eucaristía, que pasa muchas horas en oración ante el Sagrario; hombre dado a la lectura meditada y orante de la Sagrada Escritura, para recibir con amor las luces divinas, a fin de vivir con plena disponibilidad a las mociones del Espíritu Santo; hombre devoto de la Virgen María y amante de la confesión sacramental, para experimentar con humildad el amor misericordioso de Dios. En este clima de caridad, encuentra su lugar adecuado la educación de la obediencia, del celibato y de la pureza del futuro sacerdote.

 

c) La formación intelectual busca la inteligencia de la fe. Se relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, y responde a una exigencia ineludible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría, que a su vez se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión. Requiere muchas horas de estudio esforzado y sereno de las ciencias humanas, especialmente de la Filosofía, y de modo central de la Teología. Como nadie tiene acceso a la verdad sino es por medio de la caridad, según el decir de san Agustín, este estudio requiere del candidato al sacerdocio una reverencia amorosa a la verdad y plena docilidad al Espíritu Santo, cuya voz resuena en el Magisterio de la Iglesia.

 

d) En cuarto lugar, la formación pastoral, orientada a preparar de una manera específica a los candidatos al sacerdocio. Es destinada a comunicar la caridad de Cristo, no sólo a asegurar una competencia científica y una preparación práctica. Busca garantizar el crecimiento en la comunión con los sentimientos de Cristo.

 

Deseamos colaborar en que se preparen, por lo tanto, "Sacerdotes para una nueva evangelización". Por muchos motivos me complace particularmente recordar en este momento al Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, quien enunció así como acabamos de decir (Sacerdotes para una nueva evangelización), una memorable conferencia pronunciada en la Universidad de Navarra poco tiempo después de hacerse público el Decreto de virtudes heroicas de quien ahora veneramos con el título de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Es imposible resumir en unas líneas lo que significa don Álvaro para los Seminarios Internacionales Sedes Sapientiae y Colegio Romano de la Santa Cruz, para los Convictorios sacerdotales en Roma, para la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, para la existencia misma, en fin, del Centro Académico Romano Fundación.

 

Don Álvaro, como sucesor fidelísimo del Fundador del Opus Dei, implantó y desarrolló lo que san Josemaría había impulsado con tanta ilusión durante tantos años, movido por su inmenso amor al sacerdocio y a los seminaristas, y que sólo pudo llegar a atisbar al final de su vida. En la conferencia a la que me acabo de referir, hacía don Álvaro una reflexión al hilo de uno de sus recuerdos de la vida santa de Josemaría Escrivá, que os leo. Dejadme que os sugiera escucharlo en un clima espiritual de quienes os sabéis ya colaboradores activos en esta gran misión que el Señor ha confiado a la Iglesia, y para la que necesita sacerdotes bien preparados.

 

"Recuerdo un episodio ?leo ya las palabras de don Álvaro- sucedido en agosto de 1958. El Fundador del Opus Dei caminaba un día por la City de Londres y, al pasar ante las sedes centrales de famosos bancos y grandes empresas comerciales e industriales, ante el panorama de un mundo humanamente poderoso pero indiferente e incluso hostil hacia las cosas de Dios, sintió con especial viveza toda su debilidad, su incapacidad para realizar aquella misión que había recibido. (…) Pero, inmediatamente, sintió claramente en su interior una locución divina: "Tú no puedes, pero Yo sí". (…) Si la nueva evangelización (…) es imposible para nuestras fuerzas humanas, es sin embargo posible para Dios, es posible para Cristo. (…) Todo cristiano, y de modo particular el sacerdote, es ipse Christus inmediatamente, de forma sacramental. No podemos -¡no debemos!, acentuaba don Álvaro- olvidar que esa identificación constituye también la meta definitiva, el objeto de una tarea, una responsabilidad personal (…). En consecuencia, la pregunta ¿qué clase de sacerdotes necesitan hoy la Iglesia y el mundo?, tiene una respuesta que comienza necesariamente así: la Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes santos, es decir, sacerdotes que, conocedores de su propia limitación y miseria, se esfuerzan decididamente por recorrer los caminos de la santidad, de la perfección de la caridad" [8]. Vosotros sabéis bien que a ese fin miran todas las actividades que promueve y patrocina la Fundación en la que, con tanta sensibilidad y compromiso personal, colaboráis.

 

Mencioné al principio la preocupación y el amor que las almas santas de todas las épocas han tenido por el sacerdocio. Me es grato evocar ahora, como un breve recuerdo, el amor de San Josemaría, el Fundador del Opus Dei, por los sacerdotes; amor de cuya herencia participamos, por la bondad de Dios, muchos de los aquí presentes. Cuando don Casimiro Morcillo era Vicario General de la diócesis de Madrid ?corría el año 1943-, hubo de enviar una información a la Santa Sede en la que, refiriéndose al joven sacerdote Josemaría Escrivá, anotó: "Ha dirigido muchas tandas de ejercicios espirituales tanto a sacerdotes como a religiosos, y también lo hizo con alumnos de varios seminarios; en el año de 1940 hicieron con él estos ejercicios más de mil sacerdotes de las diversas diócesis, y con ellos participaron a veces los Ordinarios del lugar" [9]. San Josemaría trabajó incansablemente por los Seminarios, que constituyen el futuro y la esperanza de la diócesis, buscando candidatos que pudiesen llegar a ser sacerdotes. Cuando ya no pudo hacerlo directamente, sus hijos sacerdotes continuaron esta labor apostólica, como uno de los aspectos más amados de su ministerio sacerdotal. En muchas ocasiones les decía, invitándoles a la generosidad y a soñar con metas amplias: "llenad los Seminarios".

 

Completo estos recuerdos con unas palabras del Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo, quien durante toda su vida no regateó ni tiempo ni esfuerzo en servir a la Iglesia y a los sacerdotes siguiendo fielmente el ejemplo de San Josemaría: "Se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara conciencia de la identidad que existe entre la realización de su vocación personal ?ser sacerdote en la Iglesia-, y el ejercicio del ministerio in persona Christi capitis (…) Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque, en sus diversos aspectos, tiende ?debe tender- a formar a Cristo en él, realizando esa identificación como tarea" [10].

 

Os aseguro, por la experiencia, ya larga, que tengo de los sacerdotes que han pasado por los Centros romanos y Facultades eclesiásticas, sostenidos por el Centro Académico Romano Fundación, que esos objetivos que acabamos de leer son los fines de los profesores y formadores de aquellas instituciones, y quedan grabados en el alma de los que después llegan al sacerdocio como un ideario que es tarea para toda su vida.

 

Permitidme, porque sé que os dará alegría, que os lea unos párrafos de dos cartas: empezaré con la de un sacerdote que perteneció a la primera promoción de un Seminario Internacional confiado a la Prelatura del Opus Dei. La segunda es de otro sacerdote formado en ese mismo Seminario, pero que ha salido en una de las últimas promociones.

 

La primera dice así: Llevo ya once años de sacerdocio y soy completamente feliz. Uno de mis sueños, que espero que me conceda el Señor, es el poder celebrar la Santa Misa en ese querido Seminario que me amamantó, me hizo amar a Jesús y a María, me hizo amar locamente a la Iglesia y me dió todos los instrumentos teológicos y humanos para poder ejercer mi sacerdocio. Ahora ninguno de ustedes (la carta iba dirigida al Rector del Seminario) me conoce, pero cuando estaba ahí me sentía importante y querido. Era esa una experiencia fuerte: un espíritu de familia muy arraigado, en el que todos nos sabíamos importantes y queridos. Queridos no por ser brillantes o talentosos, sino queridos tal cual éramos. Y aún me sigo sintiendo así, como puede notarse en esta carta que escribo como quien lo hace a miembros de su propia familia.

 

En aquellos cinco años (continúa el testimonio) uno adquiere un fuerte hábito de estudio y oración, una disciplina de vida que te ayudará el día de mañana a soportar una impresionante actividad que, si te descuidas, podría absorberte en el más feroz activismo, vacío de Cristo y de doctrina. Eso de que al principio se vive de las reservas y luego del cuento es totalmente cierto. Esa fue la primera gran riqueza que me dio ese Seminario. La vida sacerdotal no es una broma, y si tus fundamentos no son fuertes, te desplomas si no es en la primera, sí en la segunda ola.

 

Recuerdo una gran lección que aprendí en las primeras vacaciones de verano ?continúa esa carta-. Yo estaba en el Seminario gracias a una Beca, como prácticamente todos. Un día recibí una carta de mi padre en la que me decía: "Esteban, hijo, te voy a enviar algo de dinero para que te des una vueltita por Europa". Se lo dije al Rector del Seminario que, tras pensarlo un poco, me respondió: "Mmm, becado durante el año y ahora sí tienes dinero para conocer Europa… Pero, ¿no sabes cuánta gente que mantiene tu beca hace verdaderos sacrificios en su casa, se privan de muchas cosas?… ¿y ahora tú tienes dinero para ser turista?; no me parece que esté bien". A mí no me costó mucho entender la lección, aunque a mi padre sí. Recuerdo que todos los años que pasé en vuestra ciudad estuve trabajando para conseguir fondos con los que pagar mis gastos personales durante el curso. Me hizo mucho bien ese esfuerzo por poner mi granito de arena en la medida de mis posibilidades.

 

El amor a la Liturgia es otro gran tesoro que adquirí en mi Seminario. La pulcritud y los detalles de cariño, que nunca son suficientes para nuestro Señor, el cuidado con los vasos sagrados, los purificadores, etc. El canto litúrgico, el respeto a las rúbricas, el cuidado de los ornamentos y sobre todo el respeto y cuidado con el Sagrario. Todo esto sirve para que luego en la parroquia quieras hacer lo mismo. Cristo lo agradece mucho y la gente también. ¡Se dan cuenta que detrás de cada uno de esos detalles hay amor a nuestro Señor! Es impresionante cómo el pueblo fiel lo aprecia y lo busca con gran deseo.

 

En la dirección espiritual me enseñaron a ser "salvajemente sincero": ¡Cómo costaba al inicio pero cuántas alas te daba después! Recuerdo que me decía el director espiritual: "cualquier problema que tengas, por grande que sea y por irremediable que parezca, si eres sincero en la dirección espiritual se solucionará". Cuánta razón tuvo. Sólo así te conoces realmente, sólo así puedes crecer, sólo así puedes caminar por la Voluntad de Dios. Además, según recibas tú hoy la dirección espiritual, la darás a los fieles el día de mañana cuando seas sacerdote Si hoy no te confiesas, mañana no te confesarás; si hoy no llevas dirección espiritual, mañana no la facilitarás a tus fieles.

 

El amor al magisterio de la Iglesia y a la Santa Tradición es también otro tesoro que me ha servido tanto, sobre todo en estos tiempos en donde dentro de la misma Iglesia existe tanto relativismo moral y teológico. Los pobres fieles no saben qué hacer, porque un cura dice una cosa y otro, otra: ¿cuál es la postura verdadera? Entonces les presentas lo que dice el Magisterio y se quedan tranquilos, porque entienden que no les enseñas "tu opinión", sino la verdad de Dios predicada por la Iglesia.

 

Bueno, me despido. Que Dios les bendiga cada día y que la Virgencita preciosa les acompañe siempre.

 

El alma sacerdotal, ese vivir completamente entregado a servir a la Iglesia y a las almas en estrechísima unión con el propio Obispo se pone bien de manifiesto en esta segunda carta que os leo: Se me han pasado volando estos cinco años desde que salí del Seminario. El Obispo me ha mandado a Salta (Argentina). Rece por mi trabajo ?le ruega al Rector del Seminario-, que paso a contarle ahora a grandes rasgos. Soy capellán de un colegio de la diócesis muy famoso aquí. Tiene 550 alumnos, y yo los confieso, les atiendo en la dirección espiritual, les dirijo una plática al comienzo de cada jornada, y les preparo para la primera Comunión y para la Confirmación.

 

Además soy vicario de una parroquia cuyo párroco es el Vicario General de la diócesis: así que soy vicario del Vicario… A eso le dedico los fines de semana, con horas de confesiones y misas. Los lunes voy a atender un hospital de enfermedades endocrinológicas. Y como "me aburría", el Obispo, con quien vivo, y mi párroco se las arreglaron para confiarme un hogar de "niños de la calle", con 25 chavales de edades desiguales y problemones que dan miedo sólo oírlos, pero son buenísimos y cariñosos, y encima me aguantan.

 

También me ocupo de la Comisión judicial, ya que aún no tenemos Tribunal diocesano: eso me lleva los martes y jueves por la mañana. Y como están sin gente y "en el país de los ciegos el tuerto es el rey", a mis 32 añitos soy Juez del mismo y ocupo mis ratos libres en redactar las sentencias. No obstante, la providencia debió pensar que aún me sobraba tiempo, y los sábados por la mañana atiendo espiritualmente a una asociación piadosa recientemente fundada, a la que pertenecen señoras que rezan por los sacerdotes. Con todo, para que la tarde de los domingos no fuera tan aburrida, se le ocurrió a mi querido obispo que fuera un par de horas a la Catedral para confesar, tarea que atiendo con tanta alegría.

 

Creo que no me olvido de nada, aunque no he contado que también me pusieron en el Consejo Presbiteral. ¡Ah!, pero se me olvidaba lo más importante: ¡rezo!, ¿o qué pensaban?

 

Termino haciendo nuestras las palabras que el Santo Padre dirigía hace unos días a los seminaristas del Seminario Romano. Tras recordar el momento en que Jesús, desde la Cruz, confía a San Juan el cuidado de Su Madre, el Papa decía: "Yo también os repito hoy: aquí está vuestra Madre, que tenéis que amar e imitar con total confianza, para llegar a ser sacerdotes capaces de pronunciar no una sola vez, sino siempre, la palabra decisiva de la fe: Aquí estoy, fiat!, Mater mea et fiducia mea! Que esta jaculatoria sea la síntesis profunda y sencilla de vuestras jornadas en el seminario, vividas contemplando a Cristo con María" [11].

 

Notas

 

[1] Juan Pablo II, Discurso a los seminaristas del Pontificio Seminario Romano Mayor, 5-febr-2005.

 

[2] Mons. Álvaro del Portillo, Sacerdotes para una nueva evangelización, en AA.VV., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Actas del IX Simposio internacional de teología, Pamplona 1990, p. 981.

 

[3] Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo, 12-IV-1990, n. 4

 

[4] Juan Pablo II, Discurso a los seminaristas del Pontificio Seminario Romano Mayor, 5-feb-2005

 

[5] Álvaro del Portillo, op. cit.

 

[6] Idem, p. 983.

 

[7] Juan Pablo II, Ex. Ap. Pastores dabo vobis, 25-III-1992, n. 42.

 

[8] Álvaro del Portillo, op. cit, pp. 986-987.

 

[9] Recogida en Mons. Tomás Gutiérrez Calzada, Josemaría Escrivá, sacerdote en la diócesis de Madrid, en AA.VV., San Josemaría Escrivá y el sacerdocio, Palabra, Madrid, 2004, p. 27.

 

[10] Álvaro del Portillo, op. cit. , p. 1000.

 

[11] Juan Pablo II, Discurso a los seminaristas del Pontificio Seminario Romano Mayor, 5-feb-
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