Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros

DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

Capítulo II

ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

34.Interpretar los signos de los tiempos

La vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre en el contexto histórico, a veces lleno de nuevos problemas y de ventajas inéditas, en el que le toca vivir a la Iglesia peregrina en el mundo.

El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del Señor. Sin embargo, se enfrenta con las circunstancias históricas y, aunque sigue fiel a sí mismo, se configura en cuanto a sus rasgos concretos mediante una relación crítica y una búsqueda de sintonía evangélica con los « signos de los tiempos ». Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber de interpretar estos « signos » a la luz de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier caso, no podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de manera que su servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el reino de Dios.

En la fase actual de la vida de la Iglesia y de la sociedad, los presbíteros son llamados a vivir con profundidad su ministerio, teniendo en consideración las exigencias más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden pastoral, sino también las realidades sociales y culturales a las que tienen que hacer frente.(102)

Hoy, por lo tanto, ellos están empeñados en diversos campos de apostolado, que requieren dedicación completa, generosidad, preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual madura y profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico de santidad para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a los fieles en el ministerio pastoral.

35. La exigencia de la nueva evangelización

De esto deriva que el sacerdote está comprometido, de modo particularísimo, en el empeño de toda la Iglesia para la nueva evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre, tiene la certeza de que en Él hay una « inescrutable riqueza » (Ef 3, 8), que no puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a la que los hombres siempre pueden acercarse para enriquecerse.(103)

Por tanto, ésta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo « ayer, hoy y siempre » (Hebr 13, 8). Por eso, « la llamada a la nueva evangelización es sobre todo una llamada a la conversión ».(104) Al mismo tiempo, es una llamada a aquella esperanza « que se apoya en las promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura cristiana »(105)

En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y su amor sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación de los fieles y de todos los hombres como realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que nadie porque ha dado su vida por nosotros; « no hay amor más grande que dar la vida por los amigos » (Jn 15, 13).

Al mismo tiempo, el sacerdote, consciente de que toda persona está—de modos diversos—a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los estrechos límites dela propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a todas estas inquietudes.

En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de la esperanza.(106)

36. El desafío de las sectas y de los nuevos cultos

La proliferación de sectas y nuevos cultos, así como su difusión, también entre fieles católicos, constituye un particular desafío al ministerio pastoral. Hay motivaciones diversas y complejas en el origen de este fenómeno. De todos modos, el ministerio de los presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda — que hoy emerge con particular fuerza — de lo sagrado y de la verdadera espiritualidad.

En estos últimos años se advierte con evidencia que son eminentemente pastorales las motivaciones que reclaman al sacerdote como hombre de Dios y maestro de oración.

Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la comunidad, confiada a sus cuidados pastorales sea realmente acogedora, de modo que se evite el anonimato y que nadie sea tratado con indiferencia.

Se trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los fieles y, en modo totalmente particular , sobre el presbítero, que es el hombre de la comunión.

Si él sabe acoger con estima y respeto a todos los que se le acerquen, sabiendo valorar la personalidad de todos, entonces creará un estilo de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá gradualmente a toda la comunidad.

Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es particularmente importante una catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo especial por parte del sacerdote, a fin de que todos sus fieles conozcan realmente el significado de la vocación cristiana y de la fe católica. De modo particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento profundo de la relación, que existe entre su específica vocación en Cristo y la pertenencia a Su Iglesia, a la que deben aprender a amar filial y tenazmente.

Todo esto se realizará si el sacerdote evita, tanto en su vida como en su ministerio, todo lo que pueda provocar indiferencia, frialdad o identificación selectiva en relación con la Iglesia.

37. Luces y sombras de la labor ministerial

Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades desarrollan su ministerio con un esfuerzo gozoso, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los frutos de su labor.

En virtud de este esfuerzo, ellos constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo al ejercicio del sagrado ministerio.

Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos creíble al mundo.

El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación; sobre todo hoy día, el sacerdote sufre con frecuencia la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y la soledad.

Para vencer este desafío, que la mentalidad secularista plantea al presbítero, éste hará todos los esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con todos y, en primer lugar, con los otros sacerdotes.

Estar con Cristo en la oración

38. La primacía de la vida espiritual.

Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc ó, 12; Jn 17, 15-20). La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta de modo paradigmático « hasta qué punto nuestro sacerdocio debe esta profundamente vinculado a la oración, radicado en la oración ».(107)

Nacidos como fruto de esta oración, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las diversas actividades. Para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción pastoral.

39. Medios para la vida espiritual

Tal vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo exige respirar un clima de amistad y de encuentro personal con el Señor Jesús y de servicio a la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero amará, dándose a ella mediante el servicio ministerial a cada uno de los fieles.(108)

Por lo tanto, es necesario que el sacerdote organice su vida de oración de modo que incluya: la celebración diaria de la eucaristía (109) con una adecuada preparación y acción de gracias; la confesión frecuente(110) y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario; "\\’ la celebración íntegra y fervorosa de la liturgia de las horas,(ll2) obligación cotidiana; (113) el examen de conciencia; (114) la oración mental propiamente dicha; (115) la lectio divina;(116) Los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y retiros espirituales periódicos; (117) las preciosas expresiones de devoción mariana como el Rosario; (118) el Via Crucis y otros ejercicios piadosos; (119) la provechosa lectura hagiográfica. (120)

Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la S. Misa de Jueves Santo, delante del Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación.(l2l)

El cuidado de la vida espiritual se debe sentir como una exigencia gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que buscan en él — consciente o inconscientemente — al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza.(l22)

40. Imitar a Cristo que ora

A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un creciente activismo exterior, sometiéndolo a un ritmo a veces frenético y desolador.

Contra tal tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que « estuviesen con él » (Mc 3, 14).

El mismo Hijo de Dios ha querido dejarnos el testimonio de su oración.

De hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3,21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6,12), en la acción de gracias durante la multiplicación de los panes (Mt14,19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16;Jn 6,11), en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11,25 ss; Lc 10,21), al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22,32).

Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al monte a orar (Mc l, 35; 6,46;Lc 5, 16; Mt 4,1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14,23.25; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).

Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26,36-44), en la Cruz (Lc 23,34.46; Mt 27,46; Mc 15,34) el divino Maestro demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para siempre e intercede por nosotros (Hebr 7,25).(l23)

Siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote debe saber mantener — vivos y frecuentes — los ratos de silencio y de oración, en los que cultiva y profundiza en el trato existencial con la Persona viva de Nuestro Señor Jesús.

41. Imitar a la Iglesia que ora

Para permanecer fiel al empeño de « estar con Jesús », hace falta que el presbítero sepa imitar a la Iglesia que ora.

Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la exhortación del evangelio hecha por el obispo el día de su ordenación: « Por esto, haciendo de la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, será constructor del templo de Dios, que es la Iglesia ». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los sacramentos, y en particular de la Eucaristía: « Sé por lo tanto consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva ». Finalmente, con respecto a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre: « Por esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido, sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido ».(124)

42. La Oración como comunión

Fortalecido por el especial vinculo con el Señor, el presbítero sabrá afrontar los momentos en que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su trato con Jesús, que en la Eucaristía es su refugio y su mejor descanso.

Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. lc 3,21; Mc l, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios,(125) por lo que podrá decir con San Ambrosio: « Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo » (126)

Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar esfuerzo y coparticipación .

La caridad pastoral

43. Manifestación de la caridad de Cristo

La caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote y — dado el contexto socio-cultural en el que vive — es instrumento indispensable para llevar a los hombres a la vida de la gracia.

Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial será una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo a la grey, que le ha sido confiada.(127)

La asimilación de la caridad pastoral de Cristo — de manera que dé forma a la propia vida — es una meta, que exige del sacerdote continuos esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le quite el peso de encargos pastorales concretos.

44. Activismo

Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por un cierto « funcionalismo ». De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de una mentalidad, que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos funcionales. Esta concepción reduccionista del ministerio sacerdotal lleva el peligro de vaciar la vida de los presbíteros y, con frecuencia, llenarla de formas no conformes al propio ministerio.

El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de su Esposa, encontrará en la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este peligro.(128)

La predicación de la Palabra

45. Fidelidad a la Palabra

Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los hombres.

Transmitir la fe es revelar, anunciar y profundizar en la vocación cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle el misterio de la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo misterio, como hijo adoptivo en el Hijo.(129)

Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la Fe, que es la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios.(130)

En el ministerio del presbítero hay dos exigencias, que son como las dos caras de una moneda. En primer lugar, está el carácter misionero de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que están delante de la conciencia humana.

Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto se debe hacer con un gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido de su existencia.

Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador; la predicación explícita del misterio de Cristo a los creyentes, a los no creyentes y a los no cristianos; la catequesis, que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia y palabra, que aplica la verdad revelada a la solución de casos concretos.(131)

La conciencia de la absoluta necesidad de « permanecer » fiel y anclado en la Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32), siempre ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II.(l32)

Para la sociedad contemporánea, signada por el materialismo práctico y teórico, por el subjetivismo y el problematicismo, es necesario que se presente al Evangelio como « poder de Dios para salvar a aquellos que creen » (Rom 1, 16). Los presbíteros, recodando que « la fe viene de la predicación, y la predicación de la palabra de Cristo » (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe.(133)

Este ministerio — realizado en la comunión jerárquica — los habilita a enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial de la fe de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, « es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes ».(134)

Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir « sin doblez y sin ninguna falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios » (2 Cor 4, 2). Con madurez responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje divino. Su tarea consiste en « no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la conversión y la santidad ».(135)

Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de pensamientos propios, experiencias personales, simples explicaciones de carácter psicológico,(136) sociológico o filantrópico y tampoco puede usar excesivamente el encanto de la retórica empleada tanto en los medios de comunicación social. Se trata de anunciar una Palabra de l que no se puede disponer porque ha sido dada a la Iglesia a fin de que la custodie, examine y transmita fielmente(137)

46. Palabra y vida

La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio se debe concretar siempre más en la pastoral, de manera que, a la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que el sacerdote desempeña su ministerio.

Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero — en la perspectiva de la fe y de su ministerio — conozca, con constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje, los entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de comunicación y que, en gran parte, condicionan las mentalidades.

Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: « Ay de mi si no evangelizara! » (1 Cor 9, 16), él sabrá utilizar todos los medios de transmisión, que le ofrecen la ciencia y la tecnología modernas.

Sin lugar a duda, no depende todo solamente de estos medios o de la capacidad humana, ya que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del trabajo de los hombres. Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de evangelización.

La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío para el sacerdote. Para los que hoy están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el presbítero sentirá particularmente urgente y actual la angustiosa pregunta: « Cómo creerán sin haber oído de Él? Y cómo oirán si nadie les predica? » (Rom 10, 14).

Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente comprometido a conocer particularmente la Sagrada Escritura por medio del estudio de una sana exégesis, sobre todo patrística; la Palabra de Dios será materia de su meditación — que practicará de acuerdo con los diversos métodos probados por la tradición espiritual de la Iglesia —; así logrará tener una comprensión de las Sagradas Escrituras animada por el amor.(138) Con este fin, el presbítero sentirá el deber de preparar — tanto remota como próximamente la homilía litúrgica con gran atención a sus contenidos y al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la buena dicción por respeto a la dignidad del acto y de los destinatarios.(139)

47. Palabra y catequesis

La catequesis es una parte destacada de esta misión de evangelización porque es un instrumento privilegiado de enseñanza y maduración de la fe.(140)

El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene la responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de la comunidad, que le ha sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto orgánico de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la catequesis en la propia comunidad con la persona del Obispo, con la Iglesia particular y con la Iglesia universal.(141)

De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración y responsabilidad con lo referente a la catequesis — de los miembros de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, respetando el carácter del instituto a que pertenecen; y también de los fieles laicos,(142) preparados adecuadamente y demostrándoles agradecimiento y estima por su labor catequética.

Pondrá especial afán en el cuidado de la formación inicial y permanente de los catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de los catequistas, formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como punto de referencia para los catequizados.

Maestro,(143) y educador en la fe,(144) el sacerdote hará que la catequesis, especialmente la de los sacramentos, sea una parte privilegiada en la educación cristiana de la familia, en la enseñanza religiosa, en la formación de movimientos apostólicos, etc.; y que se dirija a todas las categorías de fieles: niños, jóvenes, adolescentes, adultos y ancianos. Sabrá transmitir la enseñanza catequética haciendo uso de todas las ayudas, medios didácticos e instrumentos de comunicación, que puedan ser eficaces a fin de que los fieles — de un modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y condición de vida — estén en condiciones de aprender más plenamente la doctrina cristiana y de ponerla en práctica de la manera más conveniente.(145)

Con esta finalidad, el presbítero no dejará de tener como principal punto de referencia el Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho, este texto constituye una norma segura y auténtica de la enseñanza de la Iglesia.(146)

El sacramento de la Eucaristía

48. El misterio eucarístico

Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en la labor sacerdotal, el núcleo y centro vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y eterno sacrificio de Cristo.(147)

La Eucaristía — memorial sacramental de la muerte y resurrección de Cristo, representación real y eficaz del único Sacrificio redentor, fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la evangelización (148) — es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que « todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan ».(149) El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta así, del modo más evidente, su identidad.

De hecho, existe una intima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la unidad de vida del presbítero: (150) en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario de santidad al que está específicamente llamado.

Si el presbítero presta a Cristo — Sumo y Eterno Sacerdote — la inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su propio ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la redención, él deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él, vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo claro del amor gratuito y providente de Dios.

49. Celebración de la Eucaristía

Es necesario recordar el valor incalculable, que la celebración diaria de la Santa Misa tiene para el sacerdote, aún cuando no estuviere presente ningún fiel.(151) Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. Pondrá cuidadosa atención para celebrarla con devoción, y participará íntimamente con la mente y el corazón.

En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la limpieza del lugar, del diseño del altar y del sagrario,(152) de la nobleza de los vasos sagrados, de los ornamentos,(153) del canto,(154) de la música,(155) del silencio sagrado,(156) etc. Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, la prisa a, la superficialidad y el desorden , vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe.(157) El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.

El sacerdote, entonces, al poner todas sus capacidades para ayudar a que todos los fieles participen vivamente en la celebración eucarística, debe atenerse al rito establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar o cambiar nada.(158)

Todos los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que se cumplan fielmente las normas litúrgicas referentes a la celebración eucarística en todos los lugares.

Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los ornamentos sagrados prespcritos por las rúbricas.(159)

50. La adoración eucarística

La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración del Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del Sacramento. El presbítero debe mostrarse modelo de la grey también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la meditación asidua que hace — siempre que sea posible — ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la adoración en comunidad, y tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa. « La fe y el amor por la Eucaristía hacen imposible que la presencia de Cristo en el sagrario permanezca solitaria ». (160)

La liturgia de las horas puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la jornada, del sacrificio de alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental. En ella, el sacerdote unido a Cristo es la voz de la Iglesia para el mundo entero. La liturgia de las horas también se celebrará comunitariamente cuando sea posible, y de una manera oportuna, para que sea « intérprete y vehículo de la voz universal, que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre ».(161)

Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.

Siempre se deberá evitar, tanto en la celebración comunitaria como en la individual, reducirla al mero « deber » mecánico de una simple y rápida lectura sin la necesaria atención al sentido del texto.

Sacramento de la penitencia

51. Ministro de la reconciliación.

El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da a los Apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos » (Jn 20, 22-23). Cristo confió la obra de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión. Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del sacramento de la reconciliación.(162) Como Cristo, son enviados a convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre.

La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, ésta se rejuvenece y se construye en todas sus dimensiones: universal, diocesana y parroquial.

A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado muy extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio de la formación de la conciencia, del perdón y de la paz.

Conviene que él, en cierto sentido, sepa identificarse con este sacramento y — asumiendo la actitud de Cristo — se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar.(164)

52. Dedicación al ministerio de la Reconciliación

El presbítero deberá dedicar tiempo y energía para escuchar las confesiones de los fieles, tanto por su oficio (165) como por la ordenación sacramental, pues los cristianos — como demuestra la experiencia — acuden con gusto a recibir este Sacramento, allí donde saben que hay sacerdotes disponibles. Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes religiosos y los ancianos.

Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve el valor de la confesión individual y la absolución personal e íntegra de los pecados en el coloquio directo con el confesor.(166) La confesión y la absolución colectiva se reserva sólo para casos extraordinarios contemplados en las disposiciones vigentes y con las condiciones requeridas.(167) El confesor tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su situación concreta. Éstas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e influirán profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción oportuna.(168)

En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a nivel sacramental, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente psicológica o de simple formalidad.

Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina vigente acerca del lugar y la sede para las confesiones.(169)

53. La necesidad de confesarse

Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades. É1 es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.

Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación. En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad: (170) a Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si viene a faltarle por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado por auténtica fe y devoción, al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesara más o se confesara mal, su ser sacerdotal y su hacer sacerdotal se resentirán muy rápidamente, y también la comunidad, de la cual es pastor, se daría cuenta ».

54. La dirección espiritual para sí mismo y para los otros

De manera paralela al Sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual. El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande para la Iglesia en el tiempo presente.(172) La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla constituye también una ocasión importante para individualizar y sostener la vocación al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.

Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es necesario que los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección espiritual. Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio, madurarán — desde los primeros pasos de su ministerio — la conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la elección de la persona a la que confiarán la dirección de la propia vida espiritual.

Guía de la comunidad

55. Sacerdote para la comunidad

El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquéllos ya analizados. Se trata del desvelo por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y que se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.

Pastor de la comunidad, el sacerdote existe y vive para ella; por ella reza, estudia, trabaja y se sacrifica. Estará dispuesto a dar la vida por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo su amor y su afecto,(173) dedicándose — con todas sus fuerzas y sin limite de tiempo — a configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y digna de la complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.

Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará de manera que guíe su comunidad sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad.(174)

Este conjunto de atenciones, delicadas y complejas, además de garantizar un testimonio de caridad siempre más transparente y eficaz, manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la actualización de la comunión con Dios, con Cristo y con la Iglesia.(175)

56 Sentir con la Iglesia

Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los signos de los tiempos: desde aquellos amplios y profundos que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la historia de los hombres, hasta aquellos otros más próximos a la situación concreta de cada comunidad.

Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada puesta al día en el estudio de los problemas teológicos y pastorales, en el ejercicio de una sabia reflexión sobre los datos sociales, culturales y científicos, que caracterizan nuestro tiempo.

En el desarrollo de su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante y sincera actitud para sentir con la Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo de la comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así como con los fieles consagrados por medio de la profesión de los votos evangélicos y con los fieles laicos.

Éstos mismos, por otro lado, podrán requerir — en la forma adecuada y teniendo en cuenta la capacidad de cada uno — la cooperación de los fieles consagrados y de los fieles laicos, en el ejercicio de su actividad.

Celibato sacerdotal

57. Firme voluntad de la Iglesia

La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma también hoy — a pesar de los dolorosos casos negativos — la validez espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales , ha confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio, la « firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino ».(176)

El celibato, en efecto, es un don, que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar, convencida de que éste es un bien para si misma y para el mundo.

58. Motivo teológico- espiritual del celibato

Como todo valor evangélico, también el celibato debe ser vivido como una novedad liberadora, como testimonio de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica. « No todos pueden entenderlo, sino sólo aquellos a los que les ha sido concedido. Existen, en efecto, eunucos que han nacido así del vientre de su madre; otros han sido hechos eunucos por los hombres y hay también algunos, que se han hecho eunucos por el Reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda » (Mt 19, 10-12).(177).

Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es particularmente importante que el sacerdote entienda desde la formación del seminario la motivación teológica y espiritual de la disciplina sobre el celibato. (178) Éste, como don y carisma particular de Dios, requiere la observancia de la castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los hombres. (179).

La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual encuentra su razón última en el estrecho vínculo, que el celibato tiene con la sagrada ordenación, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia.(180)

La carta a los Efesios (cf 5, 25-27) pone en estrecha relación la oblación sacerdotal de Cristo (cf 5, 25) con la santificación de la Iglesia (cf 5, 26), amada con amor esponsal. Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de Cristo por la Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con su compromiso de celibato dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente de eficacia pastoral.

El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad (181) después de una preparación que dura varios años, de una profunda reflexión y oración asidua. Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le concede este don por el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la vida, reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hecho durante el rito de la ordenación diaconal. (182)

Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del celibato, mostrando cómo éste está en íntima conexión con el ministerio sagrado — en su doble dimensión de relación con Cristo y con la Iglesia — y, por otro, la libertad de aquél, que lo asume.(183) El presbítero, entonces, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título,(184) debe ser bien consciente de que ha recibido un don, sancionado por un preciso vínculo jurídico, del que deriva la obligación moral de la observancia. Este vínculo, asumido libremente, tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de aquella realidad esponsal, que se realiza en la ordenación sacramental. Con ésta, el sacerdote adquiere también esta paternidad espiritual — pero real — que tiene dimensión universal y que, de modo particular, se concreta con respecto a la comunidad, que le ha sido confiada. (185)

59. Ejemplo de Jesús

El celibato, así entendido, es entrega de sí mismo « en » y « con » Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia « en » y « con » el Señor.(186) Se permanecería en una continua inmadurez si el celibato fuese vivido como « un tributo, que se paga al Señor » para acceder a las sagradas Ordenes, y no más bien como « un don, que se recibe de su misericordia »,(187) como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres.

El ejemplo es el Señor mismo quien, yendo en contra de la que se puede considerar la cultura dominante de su tiempo, ha elegido libremente vivir célibe. En su seguimiento, sus discípulos han dejado « todo » para cumplir la misión, que les había sido confiada (Lc 18, 28-30).

Por tal motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado entre los célibes (cf 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 1 Tim 3, 2-12; 5,9; Tit 1, 6-8).(l88)

60. Dificultades y objeciones.

En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión del hombre carente de valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la sexualidad humana, aparece con frecuencia el interrogante sobre el valor del celibato sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su profunda sintonía con el sacerdocio ministerial

Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los siglos, la decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de conferir el sacerdocio ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la castidad en el celibato. La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio a hombres casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de hecho, las mismas Iglesias Orientales exigen el celibato de los Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no permiten sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente, de la ordenación de hombres, que ya estaban casados.

Las dificultades, que algunos presentan hoy,(189) se fundan a menudo en argumentos pretenciosos, como, por ejemplo, la acusación de espiritualismo desencarnado, o que la continencia comporte desconfianza o desprecio hacia la sexualidad, o también buscan motivo al considerar los casos difíciles y dolorosos, o del mismo modo generalizan casos particulares. Se olvida, por el contrario, el testimonio ofrecido por la inmensa mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato con libertad interior, con ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida y alegre fidelidad a la propia vocación y misión.

Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio y de progreso espiritual, deben ser puestas en práctica todas aquellas medidas que alejan al sacerdote de toda posible dificultad.(190)

Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las relaciones con las personas cuya proximidad puede poner en peligro la fidelidad a este don, e incluso suscitar el escándalo de los fieles. (191) En los casos particulares se debe someter al juicio del Obispo, que tiene la obligación de impartir normas precisas sobre esta materia.(192)

Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas, que han sido garantizadas por la experiencia de la Iglesia, y que son ahora más necesarias debido a las circunstancias actuales, por las cuales prudentemente evitarán frecuentar lugares y asistir a espectáculos, o realizar lecturas, que pueden poner en peligro la observancia de la castidad en el celibato. (193) En el hacer uso de los medios de comunicación social, como agentes o como usufructuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar la vocación.

Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, éstos deberán encontrar en la comunión con Cristo y con la Iglesia, y en la devoción a Santa María Virgen, así como en la consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos, la fuerza necesaria para superar las dificultades, que encuentran en su camino y para actuar con aquella madurez, que los hace creíbles ante el mundo.(194)

La obediencia

61. Fundamento de la obediencia

La obediencia es un valor sacerdotal de primordial importancia. El mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del Padre. Él fue « obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz » (Fil 2, 8). La carta a los Hebreos subraya también que Jesús « con lo que padeció experimentó la obediencia » (Hebr 5, 8). Se puede decir, por tanto, que la obediencia al Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.

Al igual que para Cristo, también para el presbítero la obediencia expresa la voluntad de Dios, que le es manifestada por medio de los Superiores. Esta disponibilidad debe ser entendida como una verdadera actuación de la libertad personal, consecuencia de una elección madurada constantemente en la presencia de Dios en la oración. La virtud de la obediencia, intrínsecamente requerida por el sacramento y por la estructura jerárquica de la Iglesia, es claramente prometida por el clérigo, primeramente en el rito de la ordenación diaconal y, después, en el de la ordenación presbiteral. Con ésta el presbítero refuerza su voluntad de sumisión, entrando de este modo en la dinámica de la obediencia de Cristo, que se ha hecho Siervo obediente hasta la muerte de Cruz (cf Fil 2, 7-8).(195)

En la cultura contemporánea se subraya el valor de la subjetividad y de la autonomía de cada persona, como algo intrínseco a la propia dignidad. Este valor, en sí mismo positivo, cuando es absolutizado y exigido fuera de su justo contexto, adquiere un valor negativo.(196) Esto puede manifestarse también en el ámbito eclesial y en la misma vida del sacerdote, si la fe, la vida cristiana y la actividad desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas a un hecho puramente subjetivo.

El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al servicio de Cristo y de la Iglesia. Éste, por tanto, se pondrá en disposición de acoger cuanto le es indicado justamente por los Superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir fielmente el encargo, que le ha sido confiado por su Ordinario.(197)

62. Obediencia Jerárquica

El presbítero tiene una « obligación especial de respeto y obediencia » al Sumo Pontífice y al propio Ordinario.(198) En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el Obispo;(199) éste último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata, necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral.(200) La subordinación jerárquica requerida por el sacramento del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en referencia al propio Obispo y al Romano Pontífice; éste último tiene el primado (principatus) de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares.(201)

La obligación de adherir al Magisterio en materia de fe y de moral está intrínsecamente ligada a todas las funciones, que el sacerdote debe desarrollar en la Iglesia. El disentir en este campo debe considerarse algo grave, en cuanto que produce escándalo y desorientación entre los fieles.

Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia tiene necesidad de normas: ya que su estructura jerárquica y orgánica es visible, el ejercicio de las funciones divinamente confiadas a Ella — especialmente la de guía y la de celebración de los sacramentos —, debe ser organizado adecuadamente.(202)

En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume generosamente el compromiso de observar fielmente todas y cada una de las normas, evitando toda forma de adhesión parcial según criterios subjetivos, que crean división y repercuten—con notable daño pastoral — sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto, « las leyes canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia » y requieren que « todo lo que sea mandado por la cabeza, sea observado por los miembros ».(203)

Con la obediencia a la Autoridad constituida, el sacerdote — entre otras cosas — favorecerá la mutua caridad dentro del presbiterio, y fomentará la unidad, que tiene su fundamento en la verdad.

63. Autoridad ejercitada con caridad

Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial, todos los que han sido constituidos en autoridad — los Ordinarios, los Superiores religiosos, los Moderadores de Sociedades de vida apostólica —, además de ofrecer el necesario y constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo con el modo y en el momento oportuno — la adhesión a todas las disposiciones en el ámbito magisterial y disciplinar. (204)

Tal adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula la madura espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral serena y equilibrada, creando una armonía en la que la capacidad personal se funde en una superior unidad.

64. Respeto de las normas litúrgicas

Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se ponga en evidencia el del respeto convencido de las normas litúrgicas.

La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo,(205) « la cumbre hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza ».(206) Ella constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular conciencia de ser ministro y de obedecer fielmente a la Iglesia. « Regular la sagrada liturgia compete únicamente a la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según norma de derecho, en el Obispo ».(207) El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá, quitará o cambiará nada por propia iniciativa.(208)

Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por excelencia actos de Cristo y de la Iglesia, y que el sacerdote administra en la persona de Cristo y en nombre de la Iglesia, para el bien de los fieles.(209) Éstos tienen verdadero derecho a participar en las celebraciones litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de cada ministro, ni tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de grupos, que tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.

65. Unidad en los planes pastorales

Es necesario que los sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no sólo participen responsablemente en la definición de los planes pastorales, que el Obispo — con la colaboración del Consejo Presbiteral (210) — determina, sino que además armonicen con éstos las realizaciones prácticas en la propia comunidad.

La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez de los presbíteros, no sólo no serán suprimidos, sino que podrán ser adecuadamente valorados en beneficio de la fecundidad pastoral. Tomar caminos diversos en este campo puede significar, de hecho, el debilitamiento de la misma obra de evangelización.

66. Obligación del traje eclesiástico

En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero — hombre de Dios, dispensador de Sus misterios — sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público.(211) El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel—más aún, por todo hombre (212) — su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia.

Por esta razón, el clérigo debe llevar « un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legitimas costumbres locales ».(213) El traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio. La forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal.

Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legitimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente .(214)

Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia.(215)

Espíritu sacerdotal de pobreza

67. Pobreza como disponibilidad.

La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cf 2 Cor 8, 9).

La carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de si mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no consideró « un bien codiciable el ser igual a Dios, sino que se humilló a Sí mismo tomando forma de Siervo » (Fil 2, 6-7). En verdad, difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar excesivo.

A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del Padre desde la eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de su vida.

El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la libertad interior ante todos los bienes y riquezas del mundo.(216) El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera riqueza es conseguir la vida eterna: « De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde la propia alma? Y qué podría dar el hombre a cambio de su alma? » (Mc 8, 36-37).

El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cf Núm 18, 20), sabe que su misión — como la de la Iglesia — se desarrolla en medio del mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, recta intención, moderación y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en fin, de que todo debe ser usado para la edificación del Reino de Dios,(217) y por ello se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1 Cor 9, 14; 1 Gal 6, 6).(218)

Recordando que el don, que ha recibido, es gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25); (219) Y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes del propio estado.(220)

El presbítero — si bien no asume la pobreza con una promesa pública — está obligado a llevar una vida sencilla; por tanto, se abstendrá de todo lo que huela a vanidad; (221) abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca.(222) En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo.(223)

Amigo de los más pobres, él reservará a ellos las más delicadas atenciones de su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas de pobreza — viejas y nuevas —, que están trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.

Devoción a María

68. Las virtudes de la madre

Existe una « relación esencial ( … ) entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del Hijo », que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio de Cristo.(224)

En dicha relación está radica da la espiritualidad mariana de todo presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención.

Como a Juan al pie de la Cruz, así es confiada María a cada presbítero, como Madre de modo especial (cf Jn 19, 26-27).

Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos.

Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio: ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal; la Virgen, pues, sabe y quiere proteger a los sacerdotes de los peligros, cansancios y desánimos: Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cf Lc 2, 40).

No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia.(225)

Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la Virgen representa a la Iglesia del modo más puro, « sin mancha ni arruga », totalmente « santa e inmaculada » (Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para que también ésta última sea « Iglesia totalmente gloriosa » (ibid.) mediante el don sacerdotal de la propia vida.


(102) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 5: o.c., 663-665.

(103) Cfr. JUAN PABLO II, Discurso inaugural a la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Santo Domingo, 12-28 de octubre de 1992), n. 24: AAS 85 (1993), 826

(104) Ibid, 1: o.c., 808-809.

(105) Ibid., 25: o.c., 827.

(106) Cfr. ibid

(107) JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo ( 13 de abril de 1987), 10: AAS 79 (1987), 1292.

(108) Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 1·.

(109) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 23; 26; 38; 46; 48: o.c., 691-694; 697-700; 720-723; 738-740; 742-745; C.l.C, can. 246 5 1; 276 5 2, 2·.

(110) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; C.I.C, can. 246 5 4; 276 5 2, 5; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26; 48: o.c., 697-700; 742-745.

(111) Cfr. CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 239; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 40, 50, 81: o.c. 724-726; 746-748; 799-800.

(112) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr.Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C, can. 246 § 2; 276 § 2, 3; JUAN PABLO II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26, 72: o.c. 697-700; 783-797.

(113) Cfr C.I.C, 1174 § 1.

(114) CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72: o.c., 697-700; 718-723; 740-742; 748-750; 751-753;783 -787.

(115) Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°.

(116) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; 13; 18; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26; 47; 53; 70; 72: o.c., 697-700; 740-742; 751-753; 778-782; 783-787.

(117) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 276 § 2, 4; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodalPastores dabo vobis, 80: o.c., 798-800.

(118) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 246 § 3; 276 § 2, 5; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post sinodal Pastores dabo vobis, 36; 38; 45; 82: o.c., 715-718; 720-723; 736-738; 800-804.

(119) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18 JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26, 37-38; 47; 51; 53; 72: o.c., 697-700; 718-723; 740-742; 748-750; 751-753; 783-787.

(120) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. PresbyterorumOrdinis, 18c.

(121) JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes Novo incipiente con motivo del Jueves Santo 1979, 8 abril 1979, 1: AAS 71 (1979), 394; Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 80: o.c., 798-799.

(122) Cfr.POSIDONIO, Vita Sancti Aurelii Augustini, 31: PL 32, 63-66.

(123) Cfr. Liturgia Horarum Institutio Generalis nn. 3-4.

(124) Cfr. Pontificale Romanum – De ordinatione Episcopi Presbyterorum et Diaconorum cap. 11, n. 151, Ed. typica altera 1990, pp. 87-88.

(125) Cfr. CONC. ECUM . VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18; SINODO DE LOS OBISPOS, Documento sobre el sacerdocio ministerial; Ultimis temporibus (30 noviembre 1971), II, I, 3: AAS 63 (1971), 913-915; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 46-47: o.c., 738-742; Catequesis en la Audiencia General; del 2 junio 1993, n. 3: « L\\’Osservatore Romano », 3 junio 1993.

(126) « Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor »: Epist. 33 (Maur. 49), 1: CSEL 82, 229.

(127) Cfr. CONC. ECUM . VATICANO I I, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 23: O.C., 691-694.

(128) Cfr. C.I.C., can. 279 § 1.

(129) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO I I, Const. Dei Verbum, 5; Catecismo de la Iglesia Católica, 1-2, 142.

(130) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 150-152, 185-187.

(131) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la audiencia general, 21 abril 1993, ó: « L\\’Osservatore Romano » 22 abril 1993.

(132) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, 25.

(133) Cfr. C.I.C cc. 757, 762, 776.

(134) Cfr. CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.

(135) Ibid; Cfr. JUAN PABLO II, EX. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis26: o.c., 697-700.

(136) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la audiencia general, 21 abril 1993: « L\\’Osservatore Romano », 22 abril 1993.

(137) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Dogm. Dei Verbum 10; JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 21 abril de 1993: « L\\’Osservatore Romano », 22 abril de 1993.

(138) Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43, a. 5.

(139) Cfr.C.I.C, Can. 769.

(140) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. Catechesi Tradendae, ( 16 octubre 1979), 18: AAS 71 (1979), 1291-1292.

(141) Cfr. C.I.C., Can. 768.

(142) Cfr. C.I.C., c. 776.

(143) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9.

(144) Cfr. ibid.,6.

(145) Cfr. C.I.C., c. 779.

(146) Cfr. JUAN PABLO 11, Const. apost. Fidei Depositum ( 11 octubre 1992), 4.

(147) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la audiencia general, 12 mayo 1993, n. 3: « L\\’Osservatore Romano » 14 mayo 1993.

(148) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5.

(149) Ibid

(150) Cfr. ibid 5, 13; SAN JUSTINO, Apología I, 67: PG ó, 429-432; SAN ACUSTIN, In lohannis Evangelium Tractatus, 26, 13-15: CCL 36, 266-268.

(151) Cfr. C.I.C., can. 904.

(152) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128.

(153) Cfr. ibid. 122-124.

(154) Cfr. ibid. 112, 114, 116.

(155) Cfr. ibid. 120.

(156) Cfr. ibid. 30.

(157) Cfr. C.I.C, c. 899 § 3.

(158) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Const. Sacrosanstum Concilium, 22; C.I.C., c. 846 § 1.

(159) Cfr. C.I.C., can. 929; Missale Romanum Institutio Generalis nn. 81 y 298; S. CONGRECACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Instrucción Liturgicae Instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8 c: AAS 62 (1970), 701.

(160) JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 9 junio 1993, n 6, « L\\’Osservatore Romano », 10 de junio de 1993; Cfr. Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 48: o.c., 744; S. CONCRECACIÓN DE LOS RITOS, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967), 50: AAS 59 (1967), 539-573; Catecismo de la Iglesia Católica 1418.

(161) JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 2 junio 1993, n. 5; « L\\’Ossetvatore Romano », 3 junio 1993; Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium 99-100.

(162) Cfr. CONC.ECUM. TRIDENT., ses. VI, de iustificatione, c. 14; se. XIV, de poenitentia, c. 1, 2, 5-7, can. 10; ses. XXIII, de ordine, c. 1: DS 1542-1543; 1668-1672; 1679-1688; CONC.ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2, 5; C.I.C., can. 965.

(163) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1443-1445.

(164) Cfr. C.I.C., can. 966 § 1; 978 § 1; 981; JUAN PABLO II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica (27 de marzo de 1993): L\\’Osservatore Romano, 28 marzo 1993.

(165) Cfr. C.I.C., can. 986.

(166) Cfr. ibid, can. 960; JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptor hominis, 20: AAS 71 (1979) 309-316.

(167) Cfr. C.I.C., can. 961-963; PABLO VI, Alocución (20 marzo 1978), AAS 70 (1978), 328-332; JUAN PABLO II, Alocución (30 enero 1981): AAS 73 (1981), 201-204; Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et Poenitentia (2 diciembre 1984), 33: AAS 77 (1985), 269-271.

(168) Cfr. C.I.C., can. 978 § 1; 981.

(169) Cfr. ibid., can. 964

(170) Cfr. ibid., can. 276 5 2, 5; CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18b

(171) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Reconciliato et Poenitentia, (2 diciembre 1984), 31: AAS 77 (1985), 266, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 26: o.c., 699.

(172) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et Poenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77 (1985), 267-269.

(173) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 22-23: O.C., 690-694; Cfr. Carta ap. Mulieris dignitatem ( 15 agosto 1988) 26: AAS 80(1988), 1715-1716.

(174) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6; C.I.C., can. 529 § 1.

(175) S. JUAN CRISÓSTOMO, De sacerdote, III, ó: PG, 48,643-644:« El nacimiento espiritual de las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer a la vida de la gracia por medio del bautismo por medio de ellos, nos revestimos de Cristo, somos sepultados con el Hijo de Dios y llegamos a ser miembros de aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gal 3,27). Por lo tanto, nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y venerarlos más que a nuestros padres. Éstos últimos nos han engendrado por medio de la sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13);los sacerdotes en cambio, nos hacen nacer como hijos de Dios, pues son los instrumentos de nuestra bienaventurada regeneración, de nuestra libertad y de nuestra adopción en el orden de la gracia ».

(176) JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 29: O.C.,704. Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II,Decr. Presbyterorum Ordinis, 16;PABLO VI, Carta Enc. Sacerdotalis coelibatus (24 de junio de 1967),14: AAS 59 (1967),662; C.I.C, can. 277 §

(177) Cfr. JUAN PABLO II Carta Enc. Veritatis splendor ( 6 agosto 1993) 22b-c: AAS 85 (1993), 1151.

(178) Cfr CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Optatam totius 10; C.I.C., can. 247 §1; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 marzo 1985), 48; Orientaciones educativas para la formación en el celibato sacerdotal (11 de abril de 1974), n. 16.

(179) Cfr. CONC.ECUM.VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 16; JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo Novo incipiente (8 de abril de 1979), 8: AAS 71 (1979) 405-409, Ex. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 29: o.c., 703-705; C.I C., can. 277 § 1.

(180) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr Presbyterorum Ordinis16a; PABLO VI, Carta Enc. Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967), 14: AAS 59 (1967), 662

(181) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 16c, C.I.C., can. 1036, 1037.

(182) Cfr. Pontificale Romanum – De ordinatione Episcopi Presbyterorum et Diaconorum cap. III, n. 228, Ed. tvpica altera, 1990, p. 134 JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo 1979 novo incipiente(8 abril 1979), 9: AAS 71 (1979), 409-411.

(183) Cfr. SINODO DE LOS OBISPOS, Documento Ultimus temporibus (30 noviembre 1971),11, I, 4c: AAS 63 (1971), 916-917

(184) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16b.

(185) Cfr. ibid.

(186) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 29: o.c., 703-705.

(187) S. CONGRECACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones educativas para la formación en el celibato sacerdotal ( 11 abril 1974), n. 16.

(188) Para la interpretación de estos textos, Cfr. CONC.DE ELVIRA, (a. 300-305) can. 27; 33: BRUNS HERM. Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II, 5-6; CONC. DE NEOCESAREA (a. 314), can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX, 1/2, 74-82; CONC. ECUM. NICENO l(a. 325), can. 3: Conc. Oecum. Decr., ó; SINODO ROMANO (a. 386):Concilia Africae a. 345-325, CCL 149, (in Conc. de Telepte), 58-63; CONC. DE CARTAGO (a. 390): ibid., 13; 133 ss.; CONC. TRULLANO (a. 691), can. 3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont. Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX, I/1, 125-186; SIRICIO, decretal Directa (a. 386): PL 13, 1131-1147; INOCENCIO I, carta Dominus inter (a. 405): BRUNS Cit. 274-277. S. LEÓN MANO, carta a Rusticus (a. 456): PL 54, 1191; EUSEBIO DA CESAREA, Demonstratio Evangelica, 1, 9: PG 22, 82 (78-83); EPIFANIO DE SALAMINA, Panarion, PG 41, 868, 1024; Expositio Fidei, PG 42, 822-826.

(189) Cfr. JUAN PABLO II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo 1993 (8 abril 1993): AAS 85 (1993) 880-883; para posteriores profundizaciones, Cfr. Solo per amore riflessioniSul celibato sacerdotale a cargo de la Congregación para el Clero, Ed. Paoline, 1993; Identita e missione del Sacerdote, a cargo di G. PITTAU-C.SEPE, Ed. Città Nuova 1994

(190) S. JUAN CRISOSTOMO, De Sacerdotio VI 2: PG 48, 679: « El alma del sacerdote debe ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo no lo abandone y para que pueda decir: Ya no soy yo el que vive sino que es Cristo quien vive enmí (Gal 2, 20). Si los anacoretas del desierto, alejados de la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido propio de esos lugares, gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se confían en la seguridad propia de la vida, sino que agregan multitud de otros cuidados, creciendo en virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas con diligencia, para poder presentarse en la presencia de Dios con confianza e intacta pureza, en todo lo que resulta a las facultades humanas; ¿qué fuerza y violencia te parece que serán necesarias al sacerdote, para sustraer su alma de toda mancha y conservar intacta la belleza espiritual? Él ciertamente necesita una mayor pureza que los monjes. Y, sin embargo, justamente él, que necesita más, está expuesto a mayores ocasiones inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con asidua sobriedad y vigilancia , no hace que su alma sea inaccesible a esas insidias »

(191) Cfr. C.I C., can 277 § 2

(192) Cfr. Ibid. can. 277 § 3.

(193) Cfr. CONC. ECUM.VATICANO II, DECR. Presbyterorum Ordinis 16c.

(194) PABLO VI , Carta Enc . Sacerdotalis coelibatus ( 24 junio 1967 ) , 79-8 1: AAS 59 (1967) 688-689; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis 29: o.c., 703-705.

(195) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 15c; JUAN PABLO II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis ,27: o.c., 700-701.

(196) Cfr. JUAN PABLO II, Carta Enc. Veritatis splendor ( 6 agosto 1993 ), 31; 32; 106: AAS. 85 (1993), 1159-1160; 1216.

(197) Cfr. C.I.C., can. 274 §2.

(198) Cfr C.I.C., can. 273.

(199) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium 23a.

(200) Cfr. ibid., 27a, C.I.C, can. 381§ 1.

(201) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Christus Dominus 2a; Const. dogm. Lumen gentium 22b; C.I.C., can. 333 §1.

(202) Cfr. JUAN PABLO II, Const. ap. Sacrae disciplanae leges (25 enero 1983): AAS 75 (1983) Pars II, XIII; Discurso a los participantes del Symposium Internationale « IUS in vita et in missione Ecclesiae » (23 abril 1993), en « L\\’Osservatore Romano », 25 abril 1993.

(203) Cfr. JUAN PABLOII, Const. Ap. Sacrae disciplinae leges (25 enero 1983): AAS 75 (1983) Pars II, XIII.

(204) Cfr. C.I.C., can. 392.

(205) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum ConciIium, 7.

(206) Cfr. ibid. 10.

(207) C.I.C., can. 838.

(208) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum ConciIium, 22.

(209) Cfr. C.I.C., can. 846 § 1.

(210) Cfr. S. CONCREGACIÓN PARA EL CLERO, Carta circular Omnis Christifideles (25 enero 1973), 9.

(211) Cfr. JUAN PABLO II, Carta al Card. Vicario deRoma (8 septiembre 1982): « L\\’Osservatore Romano », 18-19 octubre 1982.

(212) Cfr. PABLO VI, Alocuciones al clero ( 17 febrero 1969; 17 febrero 1972; 10 febrero 1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; JUAN PABLO II, Carta a todos los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo de 1979 novo incipiente (7 abril 1979), 7: AAS 71, 403-405; Alocuciones al clero (9 noviembre 1978; 19 abril 1979): Insegnamenti, I (1978), 116, II (1979), 929.

(213) C.I.C., can. 284.

(214) Cfr. PABLO VI , Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I 25 §2d: AAS 58 (1966), 770; S. CONCRECACIÓN PARA LOS OBISPOS, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro (27 enero 1976); S. CONCRECACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta circular The document (6 enero 1980): « L\\’Osservatore Romano » supl., 12 de abril de 1980.

(215) Cfr. PABLO VI, Catequesis en la Audiencia general del 17 de septiembre de 1969; Alocución al clero (1 marzo 1973): Insegnamenti VII (1969), 1065; XI (1973),176.

(216) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II , Decr. Presbyterorum Ordinis 17 a.d; 20-21.

(217) Cfr.ibid., 17 a.c.; JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia general del 21 de julio de 1993, n. 3: « L\\’Osservatore Romano », 22 julio 1993.

(218) Cfr. C.I.C., can. 286 Y 1392.

(219) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis 17 d.

(220) Cfr. ibid. 17c; C.I.C., can. 282, 222 § 2, 529 § 1.

(221) Cfr. C.I.C., can. 282 § 1.

(222) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr.Presbyterorum Ordinis17 d.

(223) Cfr.ibid. 17 e.

(224) Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis en la Audiencia General del 30 junio 1993: « L\\’Osservatore Romano », 30 junio – 1 julio 1993.

(225) Cfr. CONC. ECUM. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis; 18b.

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