Matrimonio

El sacramento que es la unión marital de un hombre y una mujer, entre personas legítimas, para formar una comunidad indivisa de vida. 

8.1 NATURALEZA Y FINES DEL MATRIMONIO

 

Al contemplar a la mujer que Dios le había dado por compañera, Adán comprende que han sido llamados a formar una unidad, exclusiva y duradera: "Dejar el hombre a su padre y a su madre, y se adherir a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gen. 2, 24). Esta inseparable comunidad de vida a la que Dios les destina, se basa en la entrega personal del uno al otro, y encuentra su consumación sensible en la unión de los cuerpos.

Desde el inicio de los tiempos, cuando Dios creó a la primera pareja, les dio un ordenamiento que hizo de su unión una institución natural dotada de vínculo permanente y exclusivo, de modo que ya no son dos sino una sola carne, sin que nadie en la tierra pueda separar lo que el mismo Dios ha unido (cfr. Mt. 19, 6).

En el matrimonio, además, recibieron Adán y Eva el encargo de multiplicarse y llenar la tierra, siendo colaboradores de Dios en la tarea de transmitir la vida y propagar la especie humana. De esta manera, Dios proveía también el crecimiento de la sociedad.

Para los bautizados el matrimonio es, al mismo tiempo, un gran sacramento que significa la unión de Cristo con la Iglesia (cfr. Ef. 5, 32), ya que la ley que lo modela es el amor de Cristo a su Iglesia, que le hizo entregarse para santificarla y tenerla para Sí gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada (cfr. Ef. 5, 25-27).

Resumiendo lo anterior podemos afirmar que el matrimonio es, desde el principio de la humanidad, una institución natural establecida por el mismo Creador y que, desde Nuestro Señor Jesucristo es además, para los bautizados, un sacramento. En el presente inciso (8.1) lo estudiaremos en su primera consideración, y en el inciso siguiente (8.2) en cuanto sacramento.

 

8.1.1 Definición

 

La palabra ‘matrimonio’ procede etimológicamente de matris munium (oficio de madre), pues tiene relación con la tarea de concebir y educar a los hijos que, por su propia naturaleza, compete a la mujer (cfr. S. Th. Supl., q. 44, a. 2)

El matrimonio en su definición real, es la unión marital de un hombre y una mujer, entre personas legítimas, para formar una comunidad indivisa de vida (cfr. Catecismo Romano. P. II, cap. 8, n. 3):

Unión: significa tanto el consentimiento interior y exterior por el que se contrae matrimonio, como el vínculo permanente que nace de ese consentimiento;

Marital: la finalidad de esa unión es una legítima vida marital, entregando y recibiendo el derecho mutuo a la unión física de por sí apta para engendrar hijos; de un hombre y de una mujer: se excluye así la poligamia (unión de un hombre con varias mujeres) y la poliandria (la unión de una mujer con varios hombres); entre personas legítimas: por ley natural, o por ley positiva, no todas las personas pueden contraer matrimonio, o bien no lo pueden contraer con determinada persona; para formar una comunidad indivisa de vida: el matrimonio es indisoluble, y exige que así lo sea también la unión de vida que origina.

 

8.1.2 Esencia

 

Al tratar del matrimonio, los teólogos suelen distinguir entre el casarse -a lo que se llama matrimonio in fieri-, que es fundamentalmente el acuerdo mutuo entre el hombre y la mujer de casarse aquí y ahora, y el estar casado, o estado matrimonial permanente que se origina entre quienes lo han contraído, y que es llamado también matrimonio in facto esse.

 

a) La esencia del matrimonio in fieri -que en el caso de los cristianos constituye el sacramento del matrimonio- es el mutuo consentimiento manifestado legítimamente: es decir, el contrato matrimonial (cfr. CIC, c. 1057).

 

El matrimonio in fieri es, esencialmente, un contrato: o sea, el consentimiento del hombre y la mujer al derecho mutuo, exclusivo y perpetuo sobre el cuerpo del otro, en orden a la generación.

 

El consentimiento es, por tanto, lo esencial del matrimonio, de tal modo que sin él no lo puede haber, y cuando reúne las condiciones debidas (cfr. 8.12.2) lo constituye.

Si se excluye del consentimiento el derecho sobre el cuerpo en orden a la generación, el matrimonio sería nulo; en cambio para la validez del contrato no importa el que después no se ejercite de hecho ese mutuo derecho.

 

"En el matrimonio dice Santo Tomás se establece un contrato entre hombre y mujer" (S. Th. Supl., q. 45, a. 2), por el que cada uno de los cónyuges adquiere derecho sobre el cuerpo del otro, como advierte San Pablo (cfr. I Cor. 7, 4), siendo que antes cada uno disponía libremente de su cuerpo.

 

Así pues, en el matrimonio se encuentran los elementos que requiere un contrato:

– partes contratantes, que son el hombre y la mujer;

– objeto del contrato, en este caso los cuerpos que se entregan como derecho recíproco para una comunidad de vida marital;

 

– consentimiento legítimo, expresado por ambas partes;

 

– con unos fines, como la ayuda mutua, la generación, etc.

 

b) La esencia del matrimonio in facto esse es el vínculo, permanente por su misma naturaleza, que se origina del legítimo contrato matrimonial. El acto por el que se establece el contrato es transitorio, pero el vínculo que origina en el hombre y en la mujer que lo contraen es permanente.

El contrato, efectivamente, se realiza en el momento en que se otorga el consentimiento de los esposos, y de él resulta una sociedad o comunidad conyugal que los une con un vínculo indisoluble, ya que no depende de la voluntad de los contrayentes su disolución.

Es decir: una cosa es la causa del matrimonio el consentimiento, que ha de ser siempre libre, y otra el matrimonio. Por eso se trata de un contrato especial, en el que los derechos a que da origen son inmutables, sin que dependan de la voluntad de las partes como ocurre en otros contratos que pueden disolverse o modificarse por mutuo consentimiento.

 

La definición que señalamos ya del Catecismo Romano pone de relieve todos estos elementos.

8.1.3 Institución

 

El libro del Génesis enseña que Dios creó a la persona humana varón y mujer, con el encargo de procrear y de multiplicarse: Hombre y mujer los creó, y los bendijo Dios, diciéndoles: procread y multiplicaos, y llenad la tierra (1, 28). Es entonces cuando instituye Dios el matrimonio y lo hace de modo principal para poblar la tierra y para que hombre y mujer se ayuden y sostengan mutuamente: No es bueno que el hombre esté solo; voy a darle una ayuda semejante a él (2, 18).

 

El matrimonio no es, por tanto, un invento del hombre: la institución matrimonial forma parte, desde el momento mismo de la creación del hombre, de los planes divinos. No es, pues, como dicen los marxistas, una invención burguesa o el último reducto de la sociedad capitalista.

De esa institución del matrimonio por parte de Dios tenemos también testimonios directos en el Nuevo Testamento. Uno de ellos tiene especial interés, pues Jesucristo atribuye al mismo Dios las palabras que figuran en el Génesis: ¿No habéis oído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Dijo: por eso dejará el hombre al padre y a la madre, y se unirá a la mujer, y ser n los dos una sola carne (Mt. 19, 45).

Por tener su origen en Dios, sólo a El corresponde legislar sobre la institución matrimonial: lo recuerda Jesucristo en el Sermón de la Montaña, cfr. Mt. 5, 31-32.

Resumiendo con palabras del Magisterio, podemos afirmar que el matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del Autor mismo de la naturaleza, Dios, y del Restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges (Pío XI, Enc. Casti connubii, 31-XII-1930: Dz. 2225).

8.1.4 Fines

 

En primer término, el fin del matrimonio es la procreación y educación de los hijos (cfr. CIC, c. 1055, & 1), y en segundo lugar, la ayuda mutua entre los eposos y su propio perfeccionamiento.

 

La revelación de Dios es clara respecto a este principio de orden natural, y nos permite delimitar los fines del matrimonio. En el Génesis después de narrarse la creación del hombre y de la mujer, se manifiesta la finalidad de la diversidad de sexos: Creced y multiplicaos, y llenad la tierra y el perfeccionamiento (1, 28). A este fin se añadir n otros, también de importancia, como por ejemplo la ayuda mutua entre los esposos: No está bien que el hombre esté solo: hagámosle una compañera semejante a él (2, 18).

El amor matrimonial, reflejo del amor creador de Dios, es fecundo, ya que por medio de los esposos cristianos se enriquece y aumenta la Iglesia: El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio, y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres (Const. Gaudium et spes, n. 50).

Del amor maravilloso entre los esposos surge, según la voluntad divina, esa otra maravilla que es un hijo. Un nuevo ser humano, que antes no existía, que no hubiera existido jamás sin la contribución de los padres, y que a partir de ese momento existir eternamente.

A. Los hijos: fin principal

La frase ya citada del Génesis, "creced y multiplicaos", expresa el fin que de modo directo y principal ha buscado Dios al instituir el matrimonio. Pensar en una finalidad contraria a ésta, equivaldría a contradecir la Revelación.

 

Siendo, pues, la generación de los hijos y con ella, necesariamente, su educación, el fin principal del matrimonio, es lógico que sea lo que d‚ coherencia y unidad a toda la vida conyugal, de modo que no sólo el amor y el derecho al cuerpo están ordenados a este fin, sino también la misma vida en común y la ayuda y el cariño de los esposos.

El Concilio Vaticano II y, posteriormente, el Código de Derecho Canónico, no usan ya la clásica terminología de fines primario y secundario, ya que al tratar de este sacramento en la Const. Gaudium et spes destinada a establecer un diálogo con toda la humanidad no se quisieron emplear términos más técnicos propios de los moralistas.

Con este motivo algunos quisieron asignar al matrimonio una diversa prioridad de fines: la ‘realización’ de los cónyuges, la complementación mutua, la sola satisfacción sexual, etc.

Sin embargo y lo mismo sucede con el Código (cfr. c. 1055 & 1) la prioridad que se da a la generación de los hijos, dentro del matrimonio, queda claramente afirmada en las palabras, en el contexto y en la declarada intención de sus redactores, tal como se manifiesta en los documentos existentes del proceso del texto conciliar en los dos momentos en que explícitamente se trata esta cuestión (cfr. los nn. 48 y 50 de la Const. Gaudium et spes).

Y, para aclarar cualquier equívoco, el Papa Juan Pablo II ha dicho: Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica (Humanae vitae), al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a que se refieren las expresiones tradicionales ( . . . ). Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio y sobre su jerarquía queda confirmada (Discurso, 10-X-1984, n. 3).

Este fin del matrimonio, incluye también la educación de los hijos, pues la fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación (Catecismo, n. 1653).

B. Otros fines subordinados

 

La Iglesia, obviamente, nunca ha menospreciado la importancia de estos fines secundarios del matrimonio, sino que, por el contrario, les ha dado toda la relevancia que les corresponde, como se deduce precisamente de su ordenación al fin primario.

 

Conviene, por eso, aclarar, que el hecho de que el matrimonio se dirija principalmente a los hijos, no significa que quienes lo contraen lo tengan que hacer siempre movidos por este fin. Si lo hacen porque se quieren, o por simple conveniencia, el fin del matrimonio no se disuelve o desaparece cuando se apague si se apaga aquel amor, o cuando ya no exista esa conveniencia, que no constituye la esencia del matrimonio. Como tampoco se disuelve si de hecho no vienen los hijos, puesto que permanece la ordenación a ellos del matrimonio en cuanto tal.

Sería erróneo considerar como fin primordial del matrimonio la realización o perfección de los esposos que por otra parte no conseguirían si voluntariamente ciegan las fuentes de la vida: este fin, como los demás, está comprendido en la naturaleza del matrimonio, pero no en el mismo grado que el primero, al que está esencialmente subordinado (cfr. Pío XII, Alocución, 29-X-1951).

 

8.2 EL MATRIMONIO COMO SACRAMENTO Y CAMINO DE SANTIDAD

8.2.1 Sacramento de la Nueva Ley

 

El matrimonio es verdadero sacramento pues en él se dan:

 

a) el signo sensible, que es el contrato (ver 8.3);

b) la producción de la gracia, tanto santificante como sacramental (ver 8.4);

c) la institución del sacramento por Cristo, que estudiamos en este inciso.

 

Es tanta la importancia del matrimonio en la vida de la sociedad, que Jesucristo quiso elevar la realidad natural del matrimonio a la dignidad de sacramento para quienes han recibido el bautismo. Por tanto, el contrato matrimonial válido entre bautizados es por eso mismo sacramento (cfr. CIC, c. 1055 & 2).

 

Conviene aclarar que el sacramento no es algo añadido al matrimonio, sino que, entre bautizados, el matrimonio es sacramento en y por sí mismo, y no como algo superpuesto. Por eso precisamente todo matrimonio válido entre bautizados es sacramento.

 

El sacramento, pues, deja intactos los elementos y propiedades de la institución matrimonial, confiriéndole, eso sí, una especial firmeza y elevándolos al plano sobrenatural. Como señala Santo Tomás (cfr. S. Th, Supl., q. 42, a. 1, ad. 2), el sacramento es el mismo contrato asumido como signo sensible y eficaz de la gracia.

En este sentido sí podemos decir que el sacramento añade una cosa a la institución natural: el aumento de la gracia santificante es un sacramento de vivos, y la gracia sacramental, que facilita a los esposos el cumplimiento de todos los deberes concernientes al estado conyugal.

Como el matrimonio es un sacramento, necesariamente tiene que haber sido instituido como tal por Cristo. Es dogma de fe, definido en el Magisterio y apoyado por la Tradición un nime de la Iglesia, aunque sin indicarse el momento exacto de su institución como sacramento: algunos teólogos se inclinan por las bodas en Caná de Galilea (cfr. Jn. 2, 1-11 ), y otros por el momento en que fue abolida la ley del repudio (cfr. Mt. 19, 6); incluso algunos piensan en otro momento entre la Resurrección y la Ascensión del Señor.

 

Que el matrimonio entre bautizados es un sacramento lo señala un texto del Apóstol San Pablo: Las casadas están sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia. . . Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia. . . Por esto dejar el hombre a su padre y a su madre, y se unir a su mujer, y ser n dos en una carne; sacramento grande éste, pero entendido en Cristo y en la Iglesia (Ef. 5, 22-32).

Es, además, una verdad enseñada muchas veces por el Magisterio de la Iglesia: por ejemplo, el Concilio II de Lyon (cfr. Dz. 465), el Concilio de Florencia (cfr. Dz. 702), el Concilio de Trento (cfr. Dz. 1971), en el Catecismo (cfr. nn. 1601 y siguientes, etc.).

8.2.2 Competencia de la Iglesia en el matrimonio

 

Por tratarse de un sacramento, sólo a la Iglesia corresponde juzgar y determinar todo aquello que se refiere a la esencia del matrimonio cristiano. La razón es que, como ya dijimos, el contrato matrimonial entre los cristianos es inseparable del sacramento, y sólo la Iglesia tiene poder sobre los sacramentos (cfr. Dz. 892).

 

Por eso, establece el Código de Derecho Canónico que "las causas matrimoniales de los bautizados corresponden al juez eclesiástico" (c. 1671). Y lo mismo se puede decir del establecimiento y dispensa de impedimentos, como veremos posteriormente.

El poder civil tiene competencia sólo sobre los efectos meramente civiles del matrimonio canónico de los cristianos, entre los que se encuentran la unión o separación de bienes, su administración y su sucesión, la herencia que corresponde al cónyuge y a los hijos, etc. (cfr. CIC, cc. 1059 y 1672).

Habrá que decir también que el matrimonio entre no bautizados no está sujeto a las leyes eclesiásticas, aunque sí lo está a las leyes e impedimentos justos establecidos por la ley civil.

 

Esto, por supuesto, no significa que las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio no sean aplicables a los no cristianos, ya que todo lo que declara como perteneciente a la ley natural, se aplica a todos los hombres.

8.2.3 El matrimonio, camino de santidad

Si Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, podemos afirmar que es también una vocación cristiana y, para los esposos, camino de santidad. Por la fe conocen el sentido sobrenatural de su unión, viendo en ella la voluntad de Dios y, por tanto, aceptan los hijos que el Señor les envíe, procuran educarlos humana y cristianamente, y se ayudan entre sí para formar una familia cristiana que contribuya positivamente al bien de la Iglesia y de la sociedad.

 

"Los casados escribe Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo para sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar" (Es Cristo que pasa, Ed. MiNos, M‚xico, 1994, n. 23).

8.2.4 La familia, Iglesia doméstica

En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, ‘Ecclesia domestica’ (LG 11; cfr. FC 21).

 

En el seno de la familia, los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno (Catecismo, n. 1656).

El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y ‘escuela del más rico humanismo’ (GS 52, 1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida (Catecismo, n. 1657).

 

8.3 EL SIGNO EXTERNO DEL SACRAMENTO

 

El legítimo contrato matrimonial es, a la vez, la materia y la forma del sacramento del matrimonio, puesto que, en el momento mismo en que se establece este contrato entre dos bautizados, se produce el sacramento sin que sea necesaria ninguna otra condición.

 

Es decir, cuando este contrato natural se establece entre bautizados, se produce la gracia santificante y la gracia sacramental: se confecciona un sacramento (cfr. Dz. 1854).

Si nos fijamos en el contrato en sí mismo, puede decirse:

a) que la materia remota son las personas mismas de los contrayentes; o bien, del ius ad vitae communionem (derecho a la comunidad de vida).

 

El nuevo Código de Derecho Canónico (cfr. c. 1055 & 1) amplía el objeto esencial del contrato matrimonial, pasando de la simplicidad del ius in corpus (derecho sobre los cuerpos, en orden a la generación), a la complejidad del ius ad vitae communionem, disponiendo que en virtud de ese contrato el varón y la mujer constituyen entre sí un consortium omnis vitae (consorcio de toda la vida) y, por tanto, al dar su consentimiento se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio (cfr. CIC, c. 1057, c. 2);

 

b) que la materia próxima son los signos o palabras con que manifiestan esa entrega;

 

c) que la forma es la aceptación mutua de la entrega, manifestada externamente.

 

8.4 EFECTOS DEL SACRAMENTO

 

El efecto propio del matrimonio, en cuanto institución natural, es el vínculo entre los cónyuges, con sus propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad, como estudiaremos m s adelante (cfr. 8.8 y 8.9). Para los cristianos, además, el sacramento del matrimonio produce efectos sobrenaturales:

 

a) aumento de gracia santificante,

b) la gracia sacramental específica, que consiste en el derecho a recibir en el futuro las gracias actuales necesarias para cumplir debidamente los fines del matrimonio. "Esta gracia propia del sacramento del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos" (Catecismo, n. 1641).

 

Por eso si al paso de los años la comunión de vida se hiciera m s difícil, o pareciera agotarse la capacidad para recibir y educar a los hijos, los esposos cristianos han de recordar que tienen las gracias suficientes para realizar su tarea:

 

"Los matrimonios tienen gracia de estado la gracia del sacramento para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura por un motivo humano y sobrenatural a la vez las virtudes del hogar cristiano" (Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. MiNos, México, 1992, n. 108).

8.5 AMOR Y CELIBATO

Podría parecer, en principio, que el deseo natural y legítimo del hombre de amar a una mujer y de formar una familia, es el único camino o el más adecuado para la madurez de la persona humana. Sin embargo, una más profunda reflexión nos ayuda a comprender que no es así.

 

La sexualidad, en efecto, está insertada en una vocación a la santidad, y cuando se vive ordenadamente en el matrimonio, viene a ser signo del amor con que Cristo se une a la Iglesia. Pero el celibato por amor a Dios une más estrechamente a Cristo.

Como don de Dios, voluntariamente aceptado, por el cual se renuncia conscientemente al ejercicio de la sexualidad, el celibato no implica ningún desprecio al afecto humano. Al contrario, supone una elevación del amor a un plano superior, en un ensanchamiento del corazón que lo enriquece sobreabundantemente (cfr. Enc. Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI, nn. 50-56).

En ocasiones se ha afirmado que la verdadera perfección humana está vinculada al ejercicio de la facultad generativa. Si esto fuera cierto, sólo en el matrimonio sería posible alcanzar la plenitud personal, lo que esta en abierta contradicción con toda la doctrina revelada, con la misma vida de Jesucristo Nuestro Señor que es verdadero Dios y verdadero Hombre, y con la constante enseñanza del Magisterio eclesiástico:

 

Si alguno dijera que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o celibato, y que no es mejor y más dichoso permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio (cfr. Mt. 19, 1lss., I Cor. 7, 25ss.), sea anatema (Dz. 980).

 

Aunque esto no significa que los casados no puedan ser personalmente más santos que quienes permanecen célibes por amor a Dios ya que lo importante para la santidad es la correspondencia de cada uno a la propia llamada divina, los célibes que se unen a Cristo con corazón indiviso, pueden entregarse más libremente a su servicio y al servicio de las almas (cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 16).

 

Estas razones, que el Concilio expone al hablar de los sacerdotes, pueden tener un alcance más amplio a todos aquellos que viven de esta manera (cfr. también la Enc. Sacra virginitas de Pío XIII, del 25-III-1954, y la ya citada Enc. Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI y los números 1618 a 1620 del Catecismo de la Iglesia Católica).

 

8.6 MINISTRO Y SUJETO DEL MATRIMONIO

 

8.6.1 Ministro

 

Los mismos contrayentes son los ministros del sacramento del matrimonio (cfr. S. Th., Supl., q. 42, a. 1, ad. 1; q. 45, a. 5): Son los esposo quienes, como ministros de la gracia de Cristo, se confieren mutuamente el sacramento del Matrimonio, expresando ante la Iglesia su consentimiento (Catecismo, n. 1623).

 

La presencia del sacerdote es necesaria sólo a partir del Concilio de Trento, en que se estableció como norma para evitar los desórdenes que suponían los matrimonios ocultos que, sin embargo, eran matrimonios válidos (cfr. Dz. 990).

La asistencia del sacerdote tiene la categoría de un testigo calificado, y es imprescindible por exigirlo así el Derecho de la Iglesia (cfr. CIC, c. 1108 & 1).

 

8.6.2 Sujeto

Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. ‘Ser libre’ quiere decir:

 

– no obrar por coacción;

– no estar impedido por una ley natural o eclesiástica (Catecismo, n. 1625).

 

Como se trata de un sacramento de vivos, para recibirlo sin cometer un pecado grave aunque válidamente, hace falta estar en gracia.

 

No es necesario explicar que sólo quienes han recibido el bautismo pueden recibir otro sacramento y, por tanto, el matrimonio. De los impedimentos trataremos después (cfr. 8.9.4).

Cuando el matrimonio se recibe en pecado mortal, además de cometerse otro pecado, los efectos sobrenaturales del sacramento quedan impedidos; efectos que ‘reviven’ cuando se recupera la gracia de Dios.

 

 

8.7 PROPIEDADES DEL MATRIMONIO: UNIDAD E INDISOLUBILIDAD

 

8.7.1 La unidad

 

El amor conyugal es, por su misma naturaleza, un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el compromiso del vínculo matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil, pero que siempre es posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo. El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos muestra que la fidelidad no es sólo connatural al matrimonio, sino también manantial de felicidad profunda y duradera (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 9).

 

Desde el principio sancionó Dios la unidad de la institución matrimonial: …dejar el hombre a su padre y a su madre, y se unir a su mujer, y vendrán los dos a ser una sola carne (Gen. 2, 24). El hecho de formar una sola carne hace de este vínculo una realidad exclusiva: de uno, con una.

 

En efecto, Dios prescribió la unidad matrimonial desde que instituyó el matrimonio al crear al hombre, para asegurar mejor la paz de la familia, y la educación y bienestar de los hijos.

Atenta contra esta propiedad esencial tanto la poligamia como la poliandria.

 

Sí está permitido, en cambio, contraer sucesivamente un nuevo matrimonio, una vez disuelto el vínculo anterior por la muerte de uno de los cónyuges.

Esto se deduce de las Epístolas de San Pablo: cuando afirma que la viuda que lo desee puede casarse de nuevo (cfr. I Cor. 7, 39); que es mejor que el célibe y el viudo no se casen, pero que pueden hacerlo (cfr. I Cor. 7, 8ss.); que la mujer no es adúltera si se casa de nuevo después de morir su marido (cfr. Rom. 7, 3); que las viudas jóvenes en algunos casos es conveniente que se vuelvan a casar (cfr. I Tim. 5. 14).

El Magisterio de la Iglesia lo enseña igualmente: cfr. Dz. 424, 455, 465.

8.7.2 La indisolubilidad

 

Entra en los designios divinos que el matrimonio tenga como nota esencial la indisolubilidad, de modo que el hombre no separe lo que ha unido Dios (Mt. 19, 6). Así fue desde el principio aunque después, a consecuencia de las pasiones humanas, se introdujo el divorcio y Moisés lo permitió por la dureza de vuestro corazón, aunque no fue así desde el inicio (Mt. 19, 9). Cristo, supremo legislador, terminó con aquella situación y restableció la primigenia indisolubilidad.

Esta doctrina ha sido siempre enseñada por la Iglesia, urgiendo en la práctica el cumplimiento moral y jurídico de la verdad expuesta con plena claridad por el Maestro (cfr. Mt. 19, 3-9: Mc. 10, 1-2; Lc. 16-18) y por los Apóstoles (cfr. I Cor. 6, 16; 7, 10-11; Rom. 7, 2-3; Ef. 5, 31 ss.).

 

Por eso, la Iglesia declara que el matrimonio no es obra de los hombres, sino de Dios, y por tanto sus leyes no están sujetas al arbitrio humano (cfr. Pío XI, Enc. Casti Connubii, n. 3: Dz. 2225).

 

El vínculo matrimonial es, pues, por institución divina, perpetuo e indisoluble: una vez contraído no puede romperse sino con la muerte de uno de los cónyuges.

El que los esposos tengan clara conciencia de la indisolubilidad de su unión, les ayudar a poner todo su empeño en evitar las causas o motivos de desunión, fomentando el amor y la tolerancia mutua.

Cualquier tipo de unión que excluya la indisolubilidad del vínculo, no puede ser considerada como matrimonio: casarse reservándose la posibilidad de divorcio, unión explícitamente temporal, unión a prueba, etc.

Enseña el Santo Padre Juan Pablo II que es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de indisolubilidad del matrimonio a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.

Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges, y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia (Const. Apost. Familiaris consorcio, n. 20).

 

A. Algunos casos de disolución del vínculo matrimonial

a) El matrimonio rato (es decir, el matrimonio sacramental) no consumado (es decir, no habiendo los esposos realizado el acto conyugal) "puede ser disuelto por el Romano Pontífice cuando hay causa justa, a petición de ambas partes o de una de ellas, aunque la otra se oponga" (CIC, c. 1142).

 

El Sumo Pontífice ejerce aquí una potestad vicaria recibida de Cristo, que ejerce por tanto en nombre de Dios y que estaría comprendida en el poder de las llaves concedido por Cristo a San Pedro (cfr. Mt. 16, 16-19).

b) El matrimonio contraído por dos personas no bautizadas se puede disolver, para favorecer la fe de uno de los cónyuges, si éste se bautiza y el otro no quiere cohabitar pacíficamente, sin ofensa del Creador (cfr. CIC, c. 1143).

Se trata del llamado privilegio paulino, por expresarlo San Pablo en una de sus Epístolas: A los demás les digo yo, no el Señor, que si algún hermano tiene mujer infiel y está consiente en cohabitar con él, no la despida. Y si una mujer tiene marido infiel y éste consiente en cohabitar con ella, no lo abandone. Pues se santifica el marido infiel por la mujer, y se santifica la mujer infiel por el hermano. . . Pero si la parte infiel se separa, que se separe. En tales casos no está ligado el hermano o la hermana, pues Dios nos ha llamado a la paz (I Cor. 7, 12-15).

Este texto, entendido antes de diversas maneras, fue auténticamente interpretado por el Papa Inocencio III (cfr. Dz. 405) en el sentido que a partir de entonces ha tenido siempre. Su aplicación está regulada en el Código de Derecho Canónico (cfr. CIC, cc. 1143-1147).

 

Se aplica este privilegio paulino de disolución del matrimonio, cuando se reúnen las siguientes condiciones:

que se trate de un matrimonio contraído por dos no bautizados, de los que sólo uno se bautiza posteriormente, permaneciendo el otro sin bautizarse; que la parte no bautizada se niegue a cohabitar o, queriendo hacerlo, no está dispuesta a hacerlo sin ofender a Dios.

 

Se entiende por ofensa a Dios el peligro de pecado para el cónyuge que se bautizó o para los hijos, o las situaciones o actos contrarios a la honestidad del matrimonio: p. ej., no dejar en libertad a quien se bautizó de practicar la religión, una vida conyugal deshonesta, impedir la educación cristiana de los hijos, la poligamia, etc.

 

La aplicación del privilegio concede la facultad al cónyuge fiel de contraer nuevo matrimonio, quedando ipso facto disuelto el primer matrimonio al contraer nuevo vínculo.

 

B. La separación de los cónyuges

Es obligación de quienes contraen matrimonio hacer juntos vida conyugal (cfr. CIC, c. 1151), lo que implica comunidad de lecho y de casa, pues es necesaria para alcanzar los fines del matrimonio.

 

"Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación" (Catecismo, n. 1649).

Esas causas justas de separación son todas las actitudes que lesionan gravemente los principios que deben caracterizar la vida conyugal:

a) El adulterio, que atenta contra el deber que tienen los esposos de guardarse fidelidad (cfr. CIC, c. 1152).

 

Ya que el acto conyugal es el modo de expresarse los esposos como una sola carne, el adulterio es un atentado contra el cónyuge inocente, y puede ser causa de separación perpetua.

b) El grave daño, corporal o espiritual, del otro cónyuge o de los hijos, porque impide el mutuo perfeccionamiento a que deben tender los esposos (cfr. CIC, c. 1153).

Esta es una causa de separación temporal, que dura sólo mientras permanece la causa, pues al cesar ésta se debe restablecer la convivencia conyugal.

Para que pueda darse la separación es necesario que la situación que provoca ese daño grave a la vida familiar, sea culpable, porque si se trata de situaciones desgraciadas sin culpa, no sólo no son motivos de separación, sino que son ocasión para que la ayuda mutua se manifieste con más extensión y profundidad.

 

c) Puede también darse el caso de que, por mutuo consentimiento de los esposos se dé la separación del lecho, ya sea temporal o perpetua, porque haya razones que lo aconsejen (p. ej., una enfermedad grave contagiosa, demencia agresiva, etc.).

En este caso no puede hablarse propiamente de separación que supone la suspensión de los derechos y deberes conyugales, sino simplemente de un no cohabitar.

Basta el peligro, sin culpa para uno de los cónyuges, para que desaparezca el deber de vivir juntos. A veces, incluso, no vivir juntos puede llegar a ser un deber. De cualquier forma ha de haber razones proporcionadas de gravedad, porque si su duración es larga, no es aconsejable este tipo de separación.

 

Para la separación, se requiere previamente el permiso del Ordinario (cfr. CIC, c. 1153 & 1).

C. El recurso a los tribunales civiles

 

Cuando la legislación civil de una nación -como es nuestro caso- no reconoce la subordinación de sus tribunales a los eclesiásticos, en materia de separación conyugal, se puede acudir a los tribunales civiles para conseguir los efectos meramente civiles de la sentencia anterior de un juez eclesiástico.

 

Teniendo en cuenta las reglas del voluntario indirecto (ver Curso de Teología Moral, n. 2.4.1) se pueden establecer los siguientes criterios:

 

a) El cónyuge inocente puede acudir al juez civil:

 

– si ya tiene sentencia o decreto de separación de la autoridad eclesiástica;

– si tiene voluntad expresa de no intentar un nuevo matrimonio (que, lógicamente, sería inválido);

 

– si le es necesario para obtener los efectos civiles de la separación, y si hay debida proporción con los efectos negativos que se pueden producir, como el escándalo.

 

b) Si existe la institución de la separación civil, nunca es lícito pedir el divorcio, aunque la sentencia del juez eclesiástico fuera de separación perpetua:

de otra manera, se haría prácticamente imposible la reconciliación, a la que quizá más adelante se estaría obligado, y se causaría grave escándalo.

c) Si en la legislación civil no se contempla la separación temporal, sino sólo el divorcio, se podría recurrir a él en casos de extrema necesidad:

– si la sentencia eclesiástica es de separación perpetua, o si se trata de hecho de una separación definitiva;

– si no hay otro medio para obtener los efectos civiles a que se tiene derecho;

 

– si hay debida proporción con los males gravísimos que supone el divorcio civil;

 

– además, habrá que poner los medios para evitar el escándalo: no divulgando el hecho, explicando a quienes lo conocen las razones que se tienen, haciendo constar la firme oposición al divorcio, etc.

 

Como es lógico, el vínculo permanece y no se puede contraer nuevo matrimonio, porque sería inválido.

La estabilidad de la vida familiar es un bien muy importante para la sociedad. Por esto, aunque a veces puedan existir situaciones en las que la separación canónica e incluso el divorcio civil sean lícitAs para el cónyuge inocente, éste debe poner antes todos los medios a su alcance, sobrenaturales y humanos para que cambien las circunstancias y no sea necesario llegar a tales extremos, que siempre originan otros males.

 

8.8 OBLIGACIONES DEL MATRIMONIO EN RELACION AL DEBITO CONYUGAL

 

8.8.1 Licitud del acto conyugal

 

El acto conyugal es lícito, e incluso meritorio, siempre que se realice en conformidad con los fines del matrimonio (cfr. Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, n. 49).

 

Es lógico que sea así, ya que forma parte de los planes de Dios, por ser la única manera de que el hombre cumpla con el mandato divino de creced y multiplicaos (Gen. 1, 28).

No han faltado quienes juzgan ilícito el acto conyugal por considerar mala la materia: entre dos están algunas sectas gnósticas y maniqueas de los primeros siglos, los cátaros de tiempos medievales, etc.

 

Para que sea meritorio, hace falta realizarlo en estado de gracia.

 

El acto conyugal debe quedar siempre abierto a la generación de una nueva vida aunque en muchas ocasiones, por causas involuntarias, la concepción no se produzca: eso significa que no debe excluirse voluntariamente la concepción, aunque tampoco se busque de modo directamente inmediato la generación en la realización de cada acto; las causas involuntarias podrán ser la edad avanzada, la esterilidad congénita, estado de gestación, etc.

 

De acuerdo con esto puede afirmarse que el acto conyugal es lícito cuando sirve al bien espiritual de los esposos siempre que permanezca abierto a la nueva vida:

– es lícito, por tanto, el acto conyugal entre esposos estériles, puesto que en este caso la generación no es impedida voluntariamente por ellos;

– es lícito el acto conyugal durante el embarazo;

 

– sería ilícito no hacerlo privadamente y de modo honesto;

 

– son lícitos los actos complementarios, necesarios o convenientes para realizarlo o complementarlo.

 

8.8.2 Las prácticas anticonceptivas

 

Para un estudio más detallado de este tema remitimos al inciso 11. 2.1 del ‘Curso de Teología Moral’.

Es necesario que cada uno de los actos conyugales, y no sólo su conjunto permanezca destinado a la procreación, en la medida en que depende de la voluntad humana (cfr. Paulo VI, Enc. Humanae vitae, n. 11).

Este principio, tradicional en la Iglesia y consecuencia del fin primordial del matrimonio, se fundamenta en la ordenación que Dios ha dado al acto conyugal; los fines que de modo personal se propongan los esposos no puede oponerse a este fin primordial de la generación, como siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia.

 

La ilicitud de un acto conyugal voluntariamente infecundo, no puede justificarse aunque la vida matrimonial en su conjunto permanezca abierta a la procreación (cfr. Paulo VI, Enc. Humanae vitae, n. 14).

 

Es pues ilícita toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (Enc. Humanae vitae, n. 14).

Están, por tanto, reprobados todos los medios anticonceptivos que interfieran en el natural desarrollo del acto conyugal: sean físicos o químicos, tanto si impiden que el semen llegue a su sitio natural, como si evitan su acción fecundante o el primer desarrollo del nuevo ser; tanto si son onanísticos en sentido propio coitus interruptus (cfr. Gen. 38, 8-10) como si se dirigen, de cualquier modo y en cualquier momento, a impedir la procreación.

Cada uno de los actos así realizados es gravemente pecaminoso.

 

Desde siempre ha sido enseñada esta doctrina por el Magisterio de la Iglesia; la Encíclica Humanae vitae cita el Catecismo Romano (siglo XVI), donde se declara que es gravísimo delito impedir con medicamentos la concepción (cfr. p. II, cap. 8); cita también la Encíclica Casti connubii de Pío XI (siglo XIX): Ningún motivo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va contra la naturaleza sea honesto y conforme a ella; y estando ordenado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo sustituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta.

 

En fecha m s reciente S. S. Juan Pablo II volvió a recordar que el Papa Paulo VI en su Encíclica Humanae vitae dice no a lo que es contra el proyecto de Dios sobre el amor conyugal (…) en particular dice no a todo lo que es contracepción artificial. Y dice no en sentido decisivo y claro (Discurso al Clero Romano, 22-III-84).

 

Por tanto, la doctrina sobre la intrínseca malicia de los medios anticonceptivos es irreformable, por tratarse no de una enseñanza aislada o particular, sino de una doctrina constante del Magisterio ordinario de la Iglesia, fundamentada en la ley natural.

Conviene aclarar que la Iglesia no considera de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido (Enc. Humanae vitae, n. 15).

Este caso es una aplicación del voluntario indirecto, ya estudiado en el cap. 2.4 del Curso de Teología Moral.

 

8.8.3 La continencia periódica

 

La continencia periódica es la limitación del uso del matrimonio a los días de esterilidad natural en la mujer. Cuando hay razones que lo justifiquen de salud física o mental, de índole económica, etc. puede ser una manera legítima de regular la natalidad.

 

En este caso el acto conyugal no queda pervertido en sí mismo, aunque es necesario que existan razones graves, ya que la moralidad de los actos humanos no dependen sólo de que los medios sean honestos, sino también de que lo sea el fin. Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable (Catecismo, n. 2368).

Hay que considerar también que la gravedad requerida para la práctica lícita de la continencia periódica es menor si se trata de recurrir a esos periodos infecundos durante unos meses, p. ej., para que la madre descanse después de un parto o de un periodo de debilidad, que si se trata de recurrir a ellos por tiempo largo o indefinido.

La pareja ha de analizar en cada caso si se dan esas circunstancias que permitan seguir tal práctica.

Conviene mencionar aquí que Paulo VI explicó con claridad cómo debe entenderse la paternidad responsable a la que ya se había referido el Concilio Vaticano II (cfr. Const. Gaudium et spes, nn. 50 y 51):

"En relación a las condiciones físicas, económicas, psicológicas, sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de recibir un número mayor de hijos, ya sea con la decisión, tomada por serias causas y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido" (Enc. Humanae vitae, n. 10).

 

De este texto se desprende claramente que la actitud ordinaria ser la de apertura a la vida; sólo extraordinariamente por graves motivos es lícita la limitación de la prole a través de la práctica de la continencia periódica.

Podrá darse el caso, por tanto, en que la continencia periódica se practicara con una mentalidad y actitud anticonceptiva, de rechazo a la vida, que viciaría en su raíz el comportamiento de los esposos; en este caso no sería un medio para vivir la paternidad responsable, sino para llevar a cabo una reprobable actitud anticonceptiva (sobre esta posibilidad de practicar la continencia periódica con mentalidad anticonceptiva, cfr. el Discurso de Juan Pablo II al Centre de Liaison des Equipes de Recherche (CLER) y a la Federación Internacional de Acción Familiar (FIDAP), el 3-XI-1979; y la Alocución en la audiencia general del 8-X-1980).

 

Por último, no conviene olvidar que, aun en los casos en que es lícita, la continencia periódica lleva consigo algunos inconvenientes, por ejemplo, el peligro de incontinencia para alguno de los cónyuges, o bien el de hacer pesadas las relaciones conyugales, al restarles espontaneidad y naturalidad.

8.8.4 La obligación de dar el débito conyugal

 

Cada uno de los esposos tiene el deber de justicia de conceder el debito conyugal al otro, cuando lo pide seria y razonablemente.

 

Pedir el débito (‘deuda’, aquello que es debido) no es sino pedir aquello que los esposos se comprometieron a dar al contraer matrimonio, y que constituye la materia próxima del contrato, el ius ad Corpus; así lo enseña San Pablo: El marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio cuerpo: es el marido; e igualmente, el marido no es dueño de su propio cuerpo: es la mujer. No os defraudáis uno al otro, a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para daros a la oración, y de nuevo volved a lo mismo, a fin de que no os tiente Satanás de incontinencia (I Cor. 7, 3-5).

Esta obligación de dar el debito conyugal es grave, aunque admite gravedad de materia (p. ej., si se deja para otro momento, siempre que no dé lugar a peligro de incontinencia o a un gran enojo).

Si la petición no es seria (una mera insinuación sujeta al deseo del otro, p. ej.) o no es razonable (p. ej. por el momento escogido, enfermedad, etc.), no hay obligación.

 

8.9 LA CELEBRACION DEL MATRIMONIO

 

8.9.1 La preparación previa

 

Antes de la celebración del matrimonio la Iglesia prescribe una serie de medidas preparatorias fundamentalmente la investigación sobre la existencia de impedimentos, y sobre la libertad con que se va a contraer el matrimonio, que la legislación actual ha simplificado notablemente, en comparación al Código anterior.

 

a) Examen sobre la existencia de algún impedimento

 

"Antes de que se celebre el matrimonio, debe constar que nada se opone a su celebración válida y lícita" (CIC, c. 1066).

 

Este examen incluye la investigación sobre la libertad con que los interesados se acercan al matrimonio y se hace de acuerdo a las costumbres propias de cada lugar; entre ellas está siempre la obligación de presentar el acta de bautismo.

b) Instrucción sobre las obligaciones de los esposos, y sobre las cosas que son lícitas y las que no lo son.

Suele ir acompañada de un breve examen para asegurarse que los contrayentes conocen al menos los rudimentos de la fe católica, y las nociones básicas del sacramento del matrimonio para asegurar su validez:

en algunos lugares, como es el caso de nuestro país, toda esta instrucción se hace a través de unos cursos prematrimoniales (cfr. Documento de Puebla, nn. 601-616).

 

c) Las proclamas matrimoniales (cfr. CIC, cc. 1067-1079), cuyo objeto es asegurar mejor la ausencia de impedimentos para contraer matrimonio.

Estas proclamas que ordinariamente se hacen en la celebración de la Misa en la parroquia correspondiente fueron prescritas en 1215 por el Concilio IV de Letrán y exigidas de nuevo por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 990).

 

8.9.2 El consentimiento matrimonial

 

Como ya quedó dicho, la causa del matrimonio es el consentimiento que los contrayentes, hábiles jurídicamente, se manifiestan de modo legítimo. Por lo tanto, ninguna autoridad humana puede suplirlo (cfr. CIC, c. 1057, c. 1).

 

El matrimonio in fieri, por el que los contrayentes entran en el estado matrimonial matrimonio in facto esse es, por su misma naturaleza, un contrato, y nada puede reemplazar ese contrato o, lo que es igual, el libre consentimiento por el que se realiza.

El consentimiento debe reunir algunas características:

a) Verdadero: no puede tratarse de un consentimiento fingido, o simulado, hecho a modo de juego.

 

Si se diera el caso de manifestar exteriormente el consentimiento, pero con el propósito interno de no contraer matrimonio, o de contraerlo pero sin obligarse, el matrimonio sería nulo.

Para probar la invalidez del matrimonio en ese caso, habría que probar el engaño, lo cual no es fácil, ya que el consentimiento interno se presume en conformidad a las palabras o signos manifestados al celebrarse el matrimonio (cfr. CIC, c. 1101).

 

b) Libre y deliberado: por tanto, no puede ser producto de la fuerza, el miedo o el error, como detallaremos más adelante.

c) De presente: por pertenecer a la esencia del matrimonio, no basta el consentimiento de futuro, que en realidad no viene a ser sino una promesa de matrimonio.

 

d) Mutuo y simultáneo: los esposos se han de entregar mutuamente su aceptación, y esa entrega y aceptación han de realizarla al mismo tiempo.

 

e) Con una manifestación externa y legítima:

 

Externa: en caso contrario no es posible conocer la entrega que el matrimonio supone, ni su aceptación; de ordinario, salvo imposibilidad física, se exigen las palabras, que son los signos más inequívocos (cfr. CIC, c. 1104);

Legítima: ha de realizarse en conformidad con los requisitos exigidos por el derecho eclesiástico. En caso de ausencia, esta manifestación se puede hacer también a través de un procurador: por poderes, como se dice a veces (cfr. CIC, c. 1105).

 

f) Absoluto: significa que, en principio, no debe ponerse ninguna condición.

Sin embargo, por ser el matrimonio un contrato, es lógico que en algunas circunstancias sea lícito poner condiciones; por esto trataremos más específicamente del consentimiento condicionado.

A. El consentimiento condicionado

El matrimonio que se contrae bajo condición es aquel en que la voluntad de una o de las dos partes es no contraer el vínculo sin que se cumpla o verifique un acontecimiento determinado que recibe el nombre de condición.

 

No está permitido poner ninguna condición de futuro (p. ej., si consigues graduarte, si recibes esa herencia, etc.). En estos casos, la eficacia del consentimiento permanecería en suspenso y el vínculo adquiriría validez sólo al momento en que la condición se cumpliera; como se entiende con facilidad, daría origen a situaciones anómalas y extrañas.

Se admite la validez de las condiciones de presente (p. ej., si tienes dinero, si eres virgen), y de pasado (p. ej., si no has tenido tal o cual enfermedad). En este caso es necesario contar antes con el permiso escrito del obispo del lugar, y el matrimonio es válido o no, según se cumpla o no la condición puesta (cfr. CIC, c. 1102).

 

El matrimonio contraído con una condición que va contra la esencia del matrimonio es nulo; una condición de este tipo supone una contradicción.

Sería inválido, p. ej., el matrimonio contraído con la condición de evitar totalmente los hijos; o de tener un hijo y después abusar del matrimonio; o de poder divorciarse más adelante si las cosas no funcionan; o de vivir de modo promiscuo con otra pareja, etc.; estas condiciones hacen nulo el matrimonio si se ponen expresamente, no si permanecen en el fuero interno.

B. Defectos del consentimiento

a) El error

 

Por el mismo derecho natural, y como suele suceder con cualquier contrato, sólo un error substancial hace nulo el matrimonio (cfr. S. Th., Suppl. q. 51, a. 1).

 

Se entiende por error tomar como verdadero lo que es falso.

En el caso del matrimonio, el error substancial puede ser de tres tipos:

1. Sobre la esencia del matrimonio:

para no caer en este error basta que los contrayentes sepan que el matrimonio es: un consorcio, es decir, que implica aquel sentido de unión de tener un destino, proyecto o suerte común; permanente o estable, sin ser necesario el estricto conocimiento de la indisolubilidad; entre el varón y la mujer; ordenada a la procreación de los hijos; mediante ‘cierta cooperación sexual’, sin ser preciso un conocimiento completo de los pormenores de la cópula.

 

Todos los conocimientos anteriores se presumen a partir de la pubertad (cfr. CIC, cc. 1096 y 1099).

 

2. Sobre la persona del otro cónyuge: éste es un caso que en la práctica sólo puede ocurrir cuando el matrimonio se realiza a través de un procurador, pues en los otros casos los contrayentes se conocen personalmente (cfr. CIC, c. 1097).

 

3. Sobre alguna cualidad de la persona (p. ej., su estado económico, edad, salud, etc.).

 

Este error siempre es considerado accidental y por eso no inválida el matrimonio sino cuando esa cualidad hubiera sido expresamente estipulada como condición sine qua non, entonces se trataría m s bien de un consentimiento condicionado (cfr. CIC, c. 1097 c. 2).

 

b) El miedo

 

Es el miedo un sentimiento interno producido por un peligro inminente o futuro:

 

puede ser grave o leve, según la importancia de los peligros que amenazan; y relativa o absolutamente grave, según que los peligros sean graves en sí mismos, o que sin serlo supongan en la persona que los sufre una fuerte agitación interior.

 

En el caso del matrimonio, puede establecerse el siguiente principio: es inválido el matrimonio contraído bajo una fuerza o miedo grave, causado de modo extrínseco e injusto, con el objeto de obligar a contraer matrimonio (cfr. CIC, c. 1103).

Había que recalcar que:

 

el miedo o la fuerza han de ser graves, ya sea en sí mismos, o ya en relación a la persona que los sufre; deben ser causados exteriormente (no lo sería, p. ej., el miedo a quedarse soltera); han de ser causados de modo injusto (p. ej., un padre puede amenazar con llevar a los tribunales a quien ha violado a su hija, o amenazar con matarlo; el miedo causado por la amenaza de lo primero sería justo, pero no así el originado por la amenaza de muerte);

 

Han de ser causados con el fin de obligar a contraer matrimonio.

 

El matrimonio contraído con miedo y en esas condiciones sería inválido; al menos hasta que desaparecido el miedo, el cónyuge preste su consentimiento de la manera prevista por el derecho.

8.9.3 La forma de celebrarse el matrimonio

 

Entre los católicos, para la validez del matrimonio es necesario contraerlo ante el párroco o el ordinario del lugar donde se celebra el matrimonio, o ante un sacerdote delegado por uno o por otro, y ante dos testigos (cfr. ClC, c. 1108).

 

Esta norma, con algunas modificaciones insignificantes, procede del Concilio de Trento, que la impuso para asegurar la validez natural del contrato, y para que hubiera una constancia jurídica de su realización (cfr. Dz. 990 y 992).

Cuando no se tiene a mano, ni se puede acudir sin incomodidad seria a ningún párroco, ordinario o sacerdote delegado, es válido y lícito celebrar el matrimonio de modo extraordinario ante dos testigos, en caso de peligro de muerte y también fuera del peligro de muerte si se prevé que esa situación va a prolongarse al menos durante un mes (cfr. CIC, c. 116).

Esta incomodidad seria puede consistir en quebrantos notables en la salud, en la fama, en los bienes de fortuna, etc. (cfr. Comisión Pontificia de Intérpretes, 3-V-1945, AAS (37) 1945, p. 149); la incomodidad podía también referirse al sacerdote que asista al matrimonio, p. ej., en caso de una persecución (cfr. Comisión Pontificia de Intérpretes, 25-VII-1931, AAS (23) 1931, p. 388).

 

8.9.4 Los impedimentos matrimoniales

 

Se designa con el nombre de impedimentos, al conjunto de figuras que constituyen obstáculos por parte de la persona para la validez del matrimonio (cfr. CIC, c. 1073).

 

Se trata, pues, de limitaciones al ius connubi (derecho al matrimonio) que todo hombre tiene, tipificadas por la legislación eclesiástica y que, por tanto, tiene carácter excepcional, han de constar expresamente y deben ser interpretadas en sentido estricto.

Los impedimentos hacen inhábil a la persona; es decir, incapaz para contraer válidamente matrimonio.

 

Su finalidad es proteger los bienes del matrimonio:

entre bautizados, sólo la Iglesia tiene derecho a establecer impedimentos; como ya se explicó hay una identidad real entre el contrato y el sacramento, y sólo una protestad puede tener poder sobre ella. Y el poder civil ciertamente no puede tenerlo sobre realidades sobrenaturales (cfr. CIC. c. 1075).

Los impedimentos para el matrimonio son los siguientes:

 

– Por razón de incapacidad física: Edad

Impotencia

– Por incompatibilidad jurídica: Ligamen o vínculo

Disparidad de cultos

Ordenación sacerdotal

Profesión religiosa

– Por razón de delito: Rapto

Crimen

– Por razón de parentesco: Consanguinidad

Afinidad

Pública honestidad

Parentesco legal

 

A. Edad (cfr. CIC, c. 1083)

 

La edad mínima que se requiere para contraer matrimonio es de 16 años cumplidos para los varones, y de 14, también cumplidos, para las mujeres.

 

Este impedimento es de derecho humano y, por tanto, cabe su dispensa, que corresponde al obispo del lugar; la base del impedimento es asegurar, en la medida de lo posible, la necesaria madurez biológica de quienes van a contraer matrimonio.

 

B. Impotencia (cfr. CIC, c. 1084)

Se llama impotencia a la imposibilidad de realizar naturalmente el acto conyugal.

 

Jurídicamente se distingue de la esterilidad: con este nombre se designan los defectos que hacen imposible la generación, pero sin afectar al acto conyugal;

 

La esterilidad no constituye ningún impedimento.

La impotencia puede ser originada por causas psíquicas (así sucede en la inmensa mayoría de casos), y entonces raramente es perpetua, o por causas corporales; entre las segundas se encuentran determinadas enfermedades funcionales, carencias o atrofias de los órganos genitales, en el hombre o en la mujer.

Puede darse la impotencia de modo absoluto o relativo, según impida la realización del acto conyugal con cualquier persona del otro sexo, o solamente con algunas;

 

Es posible también que se origine de modo antecedente al matrimonio, o consecuentemente a él, es decir, adquirida después.

 

Los tres requisitos que el derecho canónico exige para que la impotencia constituya un impedimento para el matrimonio son:

que sea antecedente al matrimonio; que sea perpetua, lo que en sentido jurídico quiere decir incurable por medios ordinarios, lícitos y no peligrosos para la vida o gravemente perjudiciales para la salud; cierta, bastando un grado de certeza que es el de certeza moral.

 

C. Ligamen o vínculo (cfr. CIC, c. 1085)

Recibe este nombre la inhabilidad para contraer un nuevo matrimonio mientras permanece el vínculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado.

 

Es un impedimento de derecho natural, al ser consecuencia de las propiedades esenciales del matrimonio especialmente de la unidad; además de que han sido expresamente confirmadas por la Revelación: cfr. Gen., 2, 24; Mt. 19, 4-9: Mc. 10, 2-12; Lc. 16, 18; I Cor. 7, 4; 10, 39; Ef. 5, 32; Rom. 7, 3; este impedimento no puede cesar por dispensa, sino únicamente por la muerte de uno de los cónyuges.

 

Antes de contraer un nuevo matrimonio es necesaria la declaración de la muerte del cónyuge anterior.

La declaración ha de hacerla la autoridad eclesiástica, ya que con frecuencia la autoridad civil es excesivamente benigna en esta materia.

D. Disparidad de culto (cfr. CIC, c. 1086; Catecismo, nn. 1633 a 1637)

Es el nombre que se da al impedimento existente para contraer matrimonio entre una persona bautizada y otra no bautizada.

 

Si una de las partes pertenece a una confesión cristiana no católica y ha recibido válidamente el bautismo, el matrimonio es ilícito aunque válido. Para la licitud se requiere la dispensa del obispo, que pedir condiciones similares a las que mencionaremos abajo. Este tipo de matrimonios se llaman mixtos, y el Código los legisla en los cc. 1124 a 1129.

Desde el punto de vista canónico, el no bautizado se encuentra en la condición de infiel y esa condición, en principio, resulta incompatible con el sacramento del matrimonio por el peligro que supone para la fe del cónyuge católico y de los hijos.

La fe, en efecto, es un don tan grande que origina en quienes lo poseen el deber de tutelarla y conservarla, de ahí que la Iglesia establezca este impedimento matrimonial.

Al mismo tiempo, es evidente que también el no bautizado tiene el ius connubi, derecho a contraer matrimonio y ésta es la razón por la que se prevé la posibilidad de dispensar este impedimento, si se reúnen determinadas condiciones.

Los requisitos para que el obispo del lugar pueda conceder la dispensa son (cfr. CIC, c. 1125):

 

que el cónyuge católico se declare dispuesto a evitar cualquier peligro para la fe, y prometa sinceramente poner todos los medios para bautizar y educar en la fe católica a los hijos; que el otro cónyuge no bautizado está informado de las promesas que debe hacer el bautizado, y de las obligaciones que tiene; que los dos contrayentes sean instruidos sobre los fines y propiedades del matrimonio, que no pueden ser excluidos por ninguno de los dos.

 

E. Ordenación sacerdotal (cfr. CIC, c. 1087)

Es una inhabilidad por la que no pueden contraer matrimonio quienes han recibido la ordenación sacerdotal.

 

Tiene su fundamento en el celibato eclesiástico que, sin pertenecer a la estructura constitucional del sacerdocio, se apoya en la Sagrada Escritura (cfr. Mt. 19, 12: Lc. 18, 28-30; I Cor. 7, 32-34; etc.); goza de una tradición que se remota por lo menos al siglo IV, y ha sido confirmado repetidas veces por el Magisterio oficial de la Iglesia (cfr. p. ej  Const. Lumen gentium, n. 29; Decr. Presbyterorum ordinis, n. 16; Enc. Sacerdotalis coelibatus de Paulo VI; etc.); el canon 277 lo prescribe expresamente para los clérigos a partir de diaconado.

El sacerdote que atenta matrimonio (es decir, intenta casarse), aunque sea sólo civilmente, queda suspendido (prohibición parcial o total de ejercer la potestad de orden, la de r‚gimen o el oficio: cfr. CIC, c. 1333); y si persiste en su intento, se le pueden ir añadiendo penas (cfr. CIC, c. 1394).

Podría en algunos casos darse la pérdida del estado clerical, o de la condición jurídica de clérigo (cfr. CIC, c. 290). En esos casos, sin embargo, la pérdida del estado clerical no lleva consigo la dispensa de la obligación de vivir el celibato, por lo que una persona en esas condiciones no puede contraer matrimonio.

 

La dispensa del celibato sólo puede concederla el Romano Pontífice (cfr. CIC, c. 291).

F. Voto o profesión religiosa (cfr. CIC, c. 1088)

Este impedimento afecta a quienes han contraído un voto público perpetuo de castidad en un instituto religioso.

 

Para que se dé el impedimento es necesario:

 

– que se trate de un voto perpetuo de castidad, por lo que no se incluye aquí ningún otro tipo de promesas o juramentos;

– que sea un voto público, es decir, recibido en nombre de la Iglesia por el superior legítimo (cfr. CIC, c. 1192 &1);

 

– que sea emitido en un instituto religioso.

 

Cabe su dispensa, aunque está reservada al Romano Pontífice (cfr. CIC, c. 1078 & 2).

Si un religioso atenta matrimonio incurre en entredicho (censura por la que, sin perder la comunión con la Iglesia, se ve privado de algunos bienes sagrados) y queda dimitido ipso facto de su instituto (cfr. CIC, cc. 1394 y 694).

G. Rapto (cfr. CIC, c. 1089)

Se entiende por rapto el traslado o la retención violenta de una mujer, con la intención de contraer matrimonio con ella.

 

Es un impedimento establecido en el Concilio de Trento y que se mantiene en la actual legislación canónica, a pesar de que hubo algunas sugerencias acerca de su supresión en los trabajos preparatorios, porque "no es tan infrecuente como podría parecer a simple vista".

Los elementos que configuran el impedimento son los siguientes: debe tratarse de un varón raptor y de una mujer raptada, y no al revés;

el acto puede consistir tanto en el traslado de la mujer, contra su voluntad, a otro lugar, como la retención violenta en el lugar en que ya se encontraba; la intención de contraer matrimonio puede preceder al traslado o retención, o aparecer después en el raptor.

 

Para que cese el impedimento basta que coincidan de modo objetivo y real, dos elementos:

separación de la mujer de su raptor; colocación de la mujer en un lugar seguro y libre.

 

Los calificativos seguro y libre hacen relación al lugar y no al estado de ánimo de la mujer raptada.

 

H. Crimen (cfr. CIC, c. 1090)

Se trata de un impedimento en el que quedan comprendidos tres casos:

 

– conyugicidio propiamente dicho: es decir, dar muerte al propio cónyuge;

– conyugicidio impropio, es decir, dar muerte al cónyuge de aquel con quien se desea contraer matrimonio;

 

– conyugicidio con cooperación mutua.

 

Para que quienes se encuentran en alguno de estos tres casos contraigan el impedimento es necesario:

– que los interesados uno o los dos, según los casos causen la muerte del cónyuge directamente o por medio de terceras personas;

– que realmente muera el cónyuge;

 

– que el acto se haya realizado con el fin de contraer matrimonio.

 

 

I. Impedimentos de parentesco

 

Los cuatro impedimentos siguientes -llamados de parentesco- son un modo que el derecho aporta para vigilar y proteger a la familia. Su objetivo es precisamente ‚se: tutelar la dignidad familiar de manera que las relaciones que naturalmente surgen en el seno de la familia no traspasen sus límites propios, y, por tanto, no se desnaturalicen.

 

Al mismo tiempo tienen también como -finalidad contribuir a que la familia cristiana- y por tanto la comunidad eclesial- se amplíe cada vez más a través de vínculos matrimoniales en que personas que no pertenecen al reducido ámbito de una familia concreta.

El actual Código de Derecho Canónico ha introducido una novedad importante, al abandonar el tradicional modo de computar el parentesco. Ahora los grados son tantos cuantas son las personas en ambas líneas, descontando el tronco: p. ej., tío y sobrino son parientes consanguíneos en grado tercero. Ejemplificando este caso, tenemos:

Línea es la serie de personas que proceden unas de otras en forma sucesiva.

Tronco es la persona o personas de las cuales proceden los consanguíneos; se le llama también tronco común por confluir en él los precedentes generacionales de los parientes.

 

En algunos casos estos impedimentos son de derecho natural (ciertamente entre padres e hijos, y muy probablemente entre demás ascendientes y descendientes, y entre hermanos), mientras que en otros casos son de derecho eclesiástico, que tienen en cuenta los factores históricos y culturales a cuya influencia se ve sometida la familia.

a) Consanguinidad (cfr. CIC, c. 1091)

 

Los rasgos fundamentales de este impedimento son los siguientes:

es siempre impedimento en línea recta (padres, hijos, etc.);

es línea colateral hasta el cuarto grado inclusive (primos hermanos).

 

b) Afinidad (cfr. CIC, c. 1092)

Se entiende por afinidad el parentesco o vínculo legal que existe entre un cónyuge y los consanguíneos del otro (no entre los consanguíneos del uno y los consanguíneos del otro).

 

Los principios generales que han de tenerse en cuenta son:

 

Sólo es impedimento en línea recta; no lo es en línea colateral (p. ej., supondría impedimento pretender matrimonio con la madre de la difunta esposa, pero no con su hermana); su dispensa corresponde al obispo.

c) Pública honestidad (cfr. CIC, c. 1093)

Este impedimento surge de la casi afinidad que existe entre:

 

Quien ha contraído un matrimonio inválido y los consanguíneos del otro contrayente; quienes viven en concubinato público y notorio y los consanguíneos de la otra parte.

Sobre este impedimento hay que hacer notar:

No es necesario que el matrimonio inválido o el concubinato haya sido consumado, basta que se haya instaurado la vida en común.

Su aplicación se reduce al primer grado en línea recta; puede dispensarlo el obispo del lugar.

 

d) Parentesco legal (cfr. CIC, c. 1094)

Es el parentesco que nace de la adopción legal, y supone un impedimento para quienes están unidos por él en línea recta (padrastro-hijastra; madrastra-hijastro), o en segundo grado de línea colateral (hermanastros);

 

es un impedimento dispensable por el obispo del lugar.

 

8.10 EL MATRIMONIO Y EL DIVORCIO CIVILES

 

8.10.1 El matrimonio civil

 

El matrimonio civil es el contrato marital realizado ante el juez civil.

 

Se dice contrato marital porque debe hacer referencia a todos los derechos maritales y no sólo a aquellos pactos con efectos civiles o sobre la administración de los bienes.

El matrimonio civil entre cristianos no es reconocido por la Iglesia como verdadero matrimonio:

– por tanto, no produce ningún efecto canónico ni es un sacramento, puesto que no es matrimonio;

– entre cristianos se tiene por un mero concubinato público y lleva consigo todas las penas propias del concubinato.

 

Sin embargo, es lícito e incluso obligatorio que los contrayentes cristianos observen todo lo establecido por las leyes civiles en relación a la celebración del matrimonio, aunque excluyendo la intención de realizar entonces el contrato y, por tanto, de recibir el sacramento.

 

8.10.2 El divorcio civil

 

Se entiende por divorcio civil la disolución del vínculo matrimonial pronunciada por la autoridad civil. Lo patente de los argumentos sobre la indisolubilidad matrimonial hace ver que toda ley civil que permite el divorcio es gravemente reprobable porque va contra la ley natural.

 

No faltan hoy en día quienes, tomando como pretexto el principio de la libertad religiosa, afirman que las leyes civiles deben permitir el divorcio civil porque no pueden obligar a los ciudadanos no Católicos a someterse a las leyes que responden a los principios de una determinada creencia religiosa. Señalan que la legislación civil no juzga sobre el sacramento del matrimonio, sino sólo sobre un acuerdo civil entre dos ciudadanos, reconociendo su derecho a rescindirlo libremente por causas justas.

No debe olvidarse que al Magisterio de la Iglesia corresponde interpretar auténticamente la ley natural, para conservar así la ordenación querida por Dios, ya que el entendimiento humano encuentra dificultades para llegar por sí solo a conocerla e interpretarla, a consecuencia sobre todo del pecado original y de los pecados personales. El principio general, como ya quedó explicado antes, es que el matrimonio, por voluntad divina, es para todos los hombres de uno con una y para siempre.

 

El divorcio, pues, atenta no sólo contra el matrimonio considerado como sacramento, sino también contra el mismo matrimonio tal como fue querido por Dios como institución natural, antes de su elevación a la dignidad de sacramento.

Cuando el divorcio es admitido en una sociedad, lo que queda de manifiesto es que, desgraciadamente, en aquella sociedad no sólo se ha perdido el sentido cristiano de la vida, sino que ha habido un deterioro en los más profundos y substanciales valores humanos, con todas las graves consecuencias que esto supone para la familia y para la sociedad entera.

 

8.11 LA ADMISION A LOS SACRAMENTOS DE PERSONAS EN SITUACION MATRIMONIAL IRREGULAR

 

Son cada vez más numerosos los casos de personas católicas que viven en una situación matrimonial irregular. En especial, va siendo más frecuente el caso de los que, habiéndose divorciado, contraen civilmente un nuevo matrimonio.

 

Algunos de estos católicos, al paso del tiempo, y permaneciendo en su irregular situación, se replantean su vida cristiana, con el deseo de recibir los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía.

 

Ante estas lamentables situaciones no han faltado quienes proponen y ponen en práctica soluciones incompatibles con la doctrina cristiana.

 

En estos casos, afirman erróneamente que es posible aplicar soluciones pastorales de emergencia, pues aunque realmente estas personas no tienen derecho a recibir los sacramentos, se les podría admitir si se dan algunas condiciones: p. ej., que el primer matrimonio haya sido quebrantado hace ya mucho tiempo, de modo que no cabe la reconciliación; que se hayan arrepentido de su culpa y, en la medida de lo posible, hayan reparado; que la segunda unión sea estable y en ella hayan dado señales de una vida basada en la fe, etc.

La doctrina de la Iglesia es clara al respecto: nos enseña que para recibir válidamente el sacramento de la penitencia es necesario, además de la confesión de los pecados y de la satisfacción, la contrición, que incluye el propósito de enmienda (cfr. 5.3.1.A).

Por tanto, quien no tiene propósito de enmienda, no tiene verdadera contrición y, consecuentemente, no puede recibir válidamente la absolución sacramental (cfr. Conc. de Trento: Dz. 897).

Para recibir la Eucaristía es necesario el estado de gracia, pues quien come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente come y bebe su propia condenación (I Cor. 11, 27-29; Conc. de Trento: Dz. 893; Juan Pablo II, Ep. Dominicae Coenae, n. 11).

 

Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden participar en cuanto bautizados:

Se les exhorta a escuchar la palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios (Catecismo, n. 1651).

 

8.11.1 Divorciados que se han vuelto a casar

 

Si el primer matrimonio ha sido válido y viven los cónyuges no es posible legitimar la segunda unión civil de uno de los esposos, celebrando el matrimonio canónico; por tanto, no es legítima la unión marital pues constituye un adulterio, y en consecuencia, para que un católico en esas circunstancias reciba la absolución sacramental, es condición indispensable el propósito de no volver a cometer ese adulterio; esto supone, normalmente, el abandono de la vida en común, es decir, bajo el mismo techo, o bien ya sea por la edad avanzada de los interesados o por la presencia de hijos necesitados el seguir viviendo en la misma casa como hermanos.

 

Estas son las dos posibilidades a que se refiere la Carta Haec Sacra Congregatio de la S. C. para la Doctrina de la Fe del 11-IV-1973 sobre la indisolubilidad del matrimonio. Y es también la doctrina recordada por el Papa Juan Pablo II:

La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.

La reconciliación en el sacramento de la penitencia que les abriría el camino al sacramento eucarístico puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios como, p. ej., la educación de los hijos no pueden cumplir la obligación de la separación; ‘asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea, de abstenerse de los actos propios de los esposos’ (Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 84).

 

Al mismo tiempo, no debe olvidarse que hay obligación de ayudar a los divorciados con gran caridad, para que no se consideren separados de la Iglesia y participen de su vida. Pueden, p. ej., escuchar la palabra de Dios, ir a Misa, rezar, hacer obras de caridad y de penitencia, etc.

8.11.2 Uniones libres

 

Se trata de personas que llevan vida matrimonial sin que exista entre ellos ningún vínculo, ni civil ni religioso:

 

Mientras permanezcan en esta situación no pueden recibir los sacramentos, por estar en estado habitual de pecado grave; habría que ayudarles a madurar espiritualmente, haciéndoles comprender la riqueza humana y sobrenatural del sacramento del matrimonio (cfr. Ib. n. 81).

 

8.11.3 Católicos casados sólo civilmente

 

También se da el caso de católicos que por diversos motivos prefieren contraer sólo el matrimonio civil, rechazando o difiriendo el religioso.

 

Se trata de una situación que no es exactamente igual a la anterior, ya que aquí hay al menos un cierto compromiso de llevar una vida estable.

Sin embargo, no es una situación aceptable para la Iglesia y por eso tampoco pueden recibir los sacramentos.

Habrá que hacerles ver la necesidad de una coherencia entre su fe y su estado de vida, intentando convencerlos de regular su situación a la luz de los principios cristianos (cfr. Ib. n. 82).

8.11.4 Separados y divorciados no casados de nuevo

Es el caso de los cónyuges que, estando divorciados, saben bien que no pueden volver a contraer matrimonio porque el vínculo matrimonial es indisoluble.

 

Salvo el caso de quien solicitó y obtuvo el divorcio civil injustamente y que, por tanto, debe arrepentirse con sinceridad, en estas circunstancias no hay inconveniente en que reciban los sacramentos; el Papa señala que muchos de estos casos pueden ser ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana (cfr. Ib. n. 83).

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