El Concilio de Éfeso

Era importante condenar la herejía que veía en Jesucristo dos personas distintas: una como Hijo de Dios, y otra, como hijo de María.

San Bonifacio I

 

Zósimo había muerto el 26 de diciembre del 418. Al día siguiente, 27, el grupo de los diáconos eligió para sucederle al arcediano o archidiácono Eulalio, mientras que los presbíteros escogieron el día 28 a uno de los suyos: Bonifacio. El día 29 fueron consagrados Bonifacio y Eulalio, cada cual por su lado. ¿Quién de los dos era el verdadero papa? Se apeló al emperador. Y Honorio convocó un sínodo en Rávena para el 8 de febrero del 419. En espera de su decisión, ambos obispos debían guardarse de poner los pies en Roma.

 

Pero he aquí que el sínodo no término de ver claro y no dio la razón a ninguno de los dos competidores. Tendría que ser el emperador el que zanjara la cuestión. Empezó a pasar tiempo, y, en abril, Eulalio dio muestras de impaciencia. Se acercaba la Pascua. Haciendo caso omiso de la prohibición en tal sentido, se desplazó a Roma para presidir las ceremonias. El emperador aprovechó entonces la ocasión: envió tropas para que expulsaran a Eulalio de Letrán, y reconoció oficialmente a Bonifacio. A aquél se le otorgaría, como consolación, un obispado en la región de Campania, donde mantuvo la sabia actitud de no crearle problemas a nadie y donde murió en el año 423. Por su parte, el emperador, para prevenir que no surgiera de nuevo en la Iglesia una situación tan espinosa y delicada, promulgó una ordenanza estipulando que, en caso de que se diera una doble elección, ninguno de los dos elegidos se sentaría en la silla de Pedro, sino que se designaría a un tercero.

 

Decidirse por Bonifacio fue un gran acierto. Aunque cargado de años y de enfermedades, atesoraba una gran experiencia y se dio prisa en reparar los errores de Zósimo. Se atrajo de nuevo al clero de las Galias anulando el nombramiento al eclesiástico detestado y se ganó también la confianza de África restableciendo allí la paz perdida.

 

De él han quedado algunos decretos menores: la prohibición a las mujeres, aunque fueran religiosas, de tocar -incluso para limpiarlos- los ornamentos sagrados, y de subir al altar, ni siquiera para quemar incienso. Prohibió también que los esclavos pudieran llegar al sacerdocio. Y consiguió inducir a Teodosio II, el emperador romano de Oriente, a que reintegrara a la jurisdicción de Roma la provincia de Iliria, antes entregada al patriarca de Constantinopla.

 

Al morir Bonifacio el 4 de septiembre del 422, el papado, un tanto debilitado durante el reinado de Zósimo, había recobrado de nuevo su firmeza.

 

San Celestino I

 

Elegido el 10 de septiembre del 422, Celestino, en la línea de Bonifacio, proseguirá el objetivo de reforzar la disciplina. Tal es el contenido de sus primeras cartas a los obispos de Italia y de las Galias. Y, escarmentado por la crisis que se había provocado al principio del pontificado precedente por la elección simultánea de dos obispos, concretó las normas que habían de cumplirse en lo sucesivo al elegir nuevos pastores.

 

El reforzamiento de la autoridad romana necesariamente tenía que suscitar reacciones. Los obispos de África en particular protestaron con firmeza el derecho de apelación al papa por considerarlo contrario a sus privilegios y por entender que amenazaba el buen funcionamiento de las Iglesias locales al frenar la pronta resolución de los problemas.

 

Su preocupación por la disciplina no le hizo descuidar, sin embargo, la doctrina. Estuvo presente en todas las grandes polémicas acerca del dogma. Nestorio suponía entonces el peligro más grave; el hereje veía en Jesucristo dos personas distintas: una, el Verbo, qué es Hijo de Dios, y otra, Cristo, hijo de María. Aquellas teorías del arzobispo de Constantinopla alarmaron a Cirilo, el patriarca de Alejandría, quien alertó a Roma. Celestino excomulgó a Nestorio y envió tres legados para que le representaran en el concilio de Éfeso (431, tercero de los ecuménicos) que acababa de convocar el emperador Teodosio II para precisar la doctrina. Dichos legados se aplicarían en Éfeso a restablecer la paz entre Alejandría y Constantinopla.

 

Paralelamente, en África, Celestino apoyó con todas sus fuerzas al obispo de Hipona, san Agustín, siempre en primera línea de combate contra los errores de su tiempo y, en particular, contra los pelagianos.

 

Inglaterra parecía seducida por esta doctrina originaria de Escocia. Y Celestino envió allí un hombre seguro: Germano, el obispo de Auxerre. También parecía que en las Galias le hacían el juego a una corriente de semi-pelagianismo, y el papa reaccionó de manera fulminante. Pero no se limitó a proteger la fe en una actitud defensiva, antes al contrario favoreció y empujó su expansión y, en concreto, confió a Paladio la conversión de Irlanda.

 

Su solicitud por todas las Iglesias llenó cumplidamente sus diez años de pontificado. Cuando Celestino murió el 27 de julio del 432 dejó fortalecida la institución del papado. Y su sucesor se encargaría de consolidarla.

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