Un regalo eterno

Hace tanto tiempo que ya casi nadie recuerda donde ni cuando, existió un pequeño reino regentado por un anciano soberano admirado y respetado por su sabiduría y estricto sentido de la justicia, así como por su generosidad, proverbiales, incluso, entre los reinos vecinos. Pero mayor era, aún si cabe, la admiración que despertaba su única hija, la joven princesa, pues, a su gran hermosura, unía una profunda inteligencia así como una exquisita sensibilidad que cultivaba con el estudio y la lectura de bellas poesías.

El anciano rey, viendo que la princesa no parecía mostrar interés por ninguno de los numerosos pretendientes que aspiraban a ganar su corazón, temía, dada su avanzada edad, no alcanzar a ver realizado su más ferviente deseo: ver asegurada la continuidad de su dinastía en un vástago. Por eso, un día, decidió confiar a su hija sus temores. La princesa que amaba y respetaba muy profundamente a su padre, tras unos momentos de reflexión, respondió: "Bien, padre. Acepto casarme y así satisfacer tu mayor deseo. Pero con una condición. Me casaré con aquél que, noble o vasallo, príncipe o plebeyo, rico o pobre sea capaz de hacerme un regalo muy especial. Un regalo que sea eterno."

El anciano monarca, que sintió renacer en él la esperanza, rápidamente mandó llenar las calles y plazas de su reino con pasquines y proclamas y emisarios a todos los reinos vecinos anunciando que todo aquél que lo desease, fuera cual fuera su condición, podía aspirar a la mano de la princesa y al trono, si su regalo era eterno. Pronto pudieron verse en aquel castillo, codeándose, unidos todos por un mismo anhelo, a príncipes, nobles, vasallos y plebeyos. Fuéronle ofrecidos los presentes más diversos y a cual más valioso. Pero, todos, uno a uno, fueron rechazados, ya que, de ninguno podía asegurarse fuera capaz de resistir el paso de la eternidad, pues, hasta las más duras tallas de cristal de roca eran vulnerables a un simple golpe o caída fortuita, así como a la acción del fuego. Poco a poco, el desánimo fue extendiéndose y a medida que transcurrían los días y disminuía el número de pretendientes, crecía el desasosiego del venerable anciano que, cada vez más, temía ver acabados sus días sin poder abrazar al sucesor de su linaje. Hacía ya largo tiempo que nadie se presentaba con presente alguno y ya nadie confiaba en ver desposada a la princesa, cuando se presentó un hombre, de humilde condición y sencilla apariencia, pidiendo ser conducido ante la princesa para hacerle entrega de su presente. Su aspecto provocó sonrisas y comentarios no exentos de cáustica ironía. Más, las ordenes eran concretas y precisas: todo aquél que solicitase licencia para entregar un regalo debía ser conducido ante la princesa sin dilación ni excusa alguna.

Ya ante la princesa, para el asombro e incluso recelo de todos, pidió quedar a solas con ella. La princesa, tras mirar larga y profundamente a los ojos de aquel hombre, ordenó que así fuera. Una vez solos, aquel hombre, de humilde condición y sencilla apariencia, extrajo de debajo de su raído sayo un libro primorosamente encuadernado. Y sus manos, rudas y firmes, que hablaban de azadas y surcos, de duras labores del campo, parecían tornarse delicadas, hasta etéreas, mientras seguían una cuidada caligrafía, a la vez que, su voz, profunda y cálida iba recitando las más hermosa poesías que jamás escuchara la princesa que, sin poder contener la profunda emoción que emanaba de su corazón, sintió el fluir de una infinita ternura líquida y salada empañar sus bellos y profundos ojos. Pero, cuando aquel hombre, terminó la lectura, ante el asombro y perplejidad de la princesa arrojó el libro a las llamas de la chimenea. La princesa exclamó: "¿Por qué lo quemas si son las más bellas poesías que jamás escuché? Nunca otras despertaron en mí tan intensos sentimientos ni calaron tan profundamente en mi corazón. ¿Por qué lo has quemado? ¿Por qué?". "Princesa, lo he quemado, porque no quiero que jamás nadie pueda cambiar ni alterar ni una sola de las palabras que sirvieron para expresar lo que vos me inspirasteis, ni los sentimientos que ellas reflejan y que, son los mismos que vos ahora habéis sentido, pues, vuestras lágrimas han sido la respuesta a las que antes yo derramé al escribirlas. Por eso, princesa, si vos fuerais eterna, ellos, y vuestro emocionado llanto, me harían eterno a mi en vuestro corazón." La princesa llamó a su padre y a toda la corte. Y ante ellos, tomando de la mano a aquél hombre y vivamente emocionada, anunció: "Este, este hombre de humilde condición y sencilla apariencia, pero, de tan exquisita sensibilidad, será mi marido… y vuestro rey."

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