La Redención: La suave mirada de Jesús crucificado

En el año 1884 el Gobierno francés dio orden de que las imágenes de Cristo Crucificado fueran quitadas de las escuelas. Eran días de persecución religiosa. Un joven fanático e impío iba él mismo de escuela en escuela arrancando violentamente las imágenes, las tiraba al suelo con verdadera furia, y las pisoteaba. Allí quedaban rotas y aplastadas las figuras de nuestro Redentor.

Este joven tenía una madre piadosa y buena, que no cesaba de rezar por la conversión de su hijo.

Un día llegó el joven impío a una escuela, donde encontró un crucifijo empotrado en la pared. Como no podía arrancarlo, cogió un pesado tronco y con violentos golpes empezó a destruir la sagrada imagen. En esta labor estaba cuando, de repente, el joven sufrió un ataque de corazón, cayendo al suelo sin sentido. Lo cogieron y lo llevaron a su casa. El dolor de la pobre madre fue inmenso al ver el estado lamentable de su hijo. La gente murmuraba que había sido un castigo de Dios.

Llegó el médico y diagnosticó que recobraría el sentido, pero que un segundo ataque le quitaría la vida.

La madre, ante la gravedad de su hijo, pedía a Dios la salvación eterna de su alma. Y mandó llamar a un sacerdote.

El joven despertó del ataque. Al ver al sacerdote dijo que quería hablar con él y también con su madre. Se acercaron en silencio y el joven les dijo: «Madre, dé gracias a Dios por su misericordia para conmigo». Y les contó cómo estando furioso dando golpes al rostro del Señor, le pareció que la cara de Cristo se movía. Esto le encendió más en ira y siguió con más saña destrozando la imagen. De pronto, los ojos de Cristo le miraron con tal expresión de ternura y amor que el joven quedó perplejo, con el tronco levantado. Sintió una pena tan grande por lo que había hecho que, arrepentido de su bárbara impiedad, se le cayó el tronco de las manos. Dio un grito pidiendo perdón a Cristo, y en aquel instante fue cuando le sobrevino el ataque al corazón.

No había sido castigo de Dios. Habla sido misericordia de Dios. Suplicó al sacerdote que le perdonara sus pecados. El sacerdote, en nombre de Dios, le absolvió de todos ellos. El joven cerró los ojos y con la paz y la gracia en su alma quedó muerto.

Explicación Doctrinal:

Por el primer pecado de Adán perdió éste para si y todos sus descendientes la amistad con Dios y se nos cerraron las puertas del Cielo. Eramos una familia desheredada, al igual que un padre de familia comete una falta gravísima y en castigo le despojan de todos sus bienes y lo mandan al destierro. Las consecuencias de ese pecado la sufren también sus hijos, que se ven privados de gozar de los bienes que poseía su padre. Lo mismo nos ocurrió con nuestros primeros padres. Es el misterio del pecado original. Pero Dios, que es infinitamente misericordioso, tuvo compasión del hombre caído. Y quiso que volviéramos a su amistad, a ser sus hijos y a que se abrieran las puertas del Cielo para gozar con El eternamente.

El hombre había ofendido a la Majestad Infinita de Dios, pero el hombre, finito, no podía reparar una ofensa inferida a un Dios Infinito. La gravedad del pecado era en cierto modo infinita. Un hombre, el más ignorante, destruye la más bella estatua, pero no puede repararla y hacerla de nuevo. Lo mismo ocurrió con el pecado del hombre. Sólo Jesucristo podía reparar a la Justicia Infinita de Dios con reparación de valor infinito digna de Dios. «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna.» (John. 3.)

Si un hombre comete un horrendo crimen y es condenado a muerte, ¿le perdonarán porque él pida perdón? ¡No! ¡Sólo cabe el perdón si lo pide una persona dignísima, de mucho prestigio ante el Jefe del Estado. Así pasó con el pecado de Adán y pasa con todos nuestros pecados; éramos polvo, nada, y Dios es Infinito. Pero la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo que era Dios, se hizo Hombre. Y Cristo, desde la Cruz, sufriendo dolores cruentísimos, pide al Padre eterno perdón y misericordia para todos los pecadores. Y en aquel instante de la Redención, Dios nos vuelve a hacer hijos suyos y las puertas del Cielo se abren para que entraran por ellas todos los hombres una vez arrepentidos de sus pecados.

Norma de Conducta:

Cuando vea un crucifijo, pensaré con amor: ¡Cristo me ha salvado del pecado y del mal!

 

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