Un Dios Pequeño

Un Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos

Tres fragmentos de Bariona o il figlio del tuono. Racconto di Natale per cristiani e non credenti, publicado por primera vez en italiano por las Christian Mariotti Edizioni. Un fragmento del prólogo y dos del quinto cuadro, tercera escena

Por Jean-Paul Sartre (*)

[Prólogo, pp. 3-4] […]Ahí va el prólogo. Estoy ciego, por casualidad, pero antes de perder la vista he mirado más de mil veces las imágenes que vais a contemplar. Me las conozco de memoria, pues mi padre era presentador de imágenes como yo y me las dejó en herencia. La que veis detrás de mí, y que os indico con el bastón, sé que representa a María de Nazaret.

El ángel viene a anunciarle que tendrá un hijo y que este hijo será Jesús, nuestro Señor. El ángel es inmenso con alas como arco iris. Podéis verlo; yo ya no lo veo, pero lo sigo mirando en mi mente. Ha bajado como una inundación a la humilde casa de María y la llena ahora con su cuerpo fluido y sagrado, con su gran vestido que revolotea.

Si miráis atentamente el cuadro, notaréis que se ven los muebles de la habitación a través del cuerpo del ángel. Se ha querido destacar así su transparencia angélica. Está delante de María y María apenas lo mira. Ella reflexiona. Él no ha tenido necesidad de desencadenar su voz como el huracán. Él no ha hablado; ella lo presentía ya en su carne. Ahora el ángel está delante de María y María es impenetrable y tupida como un bosque de noche y la buena nueva se ha perdido en ella como un viajero se pierde en los bosques. Y María está llena de pájaros y del largo vaivén de las ramas. Y mil pensamientos sin palabra se despiertan en ella, pensamientos duros de madres que aceptan el dolor. Y veis, el ángel parece suspenso frente a estos pensamientos demasiado humanos: siente ser ángel porque los ángeles no pueden nacer ni sufrir. Y aquella mañana de Anunciación, ante los ojos sorprendidos de un ángel, es la fiesta de los hombres, puesto que es el tiempo del hombre ser sagrado. Mirad bien la imagen, queridos señores, y en primer lugar la música, el prólogo ha terminado; la historia comenzará nueve meses más tarde, el 24 de diciembre, en las altas montañas de Judea.

[Habla el presentador de imágenes, pp. 90-92] […] La montaña es un hormiguero de hombres en fiesta y el viento trae el eco de su gozo hasta las cumbres. Aprovecharé esta tregua para enseñaros al Cristo en el pesebre, pues de otro modo no lo veis: no aparece en este cuarto José, ni la Virgen María. Pero como hoy es Navidad, tenéis el derecho de exigir que se os enseñe el pesebre. Aquí está. Aquí está la Virgen y José, y el niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero vosotros lo encontraréis quizá algo naïf. Mirad, los personajes llevan adornos hermosos, pero son rígidos: se diría que son marionetas. No eran así, desde luego. Si fuerais como yo, que tengo los ojos cerrados… Pero escuchad: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y os diré cómo los veo dentro de mí. La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su rostro es un estupor ansioso que no sólo apareció una vez en un rostro humano. Puesto que el Cristo es su niño, la carne de su carne, y el fruto de su vientre. Lo llevó nueve meses y le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. Y en ciertos momentos la tentación es tan fuerte que se olvida de que es Dios. Lo envuelve en sus brazos y dice: ¡pequeño mío! Pero en otros momentos se queda suspensa y piensa: Dios está ahí y se siente presa de un horror religioso por este Dios mudo, por este niño aterrador. Puesto que todas las madres se sienten tan atraídas a veces frente a este fragmento rebelde de su carne que es su hijo y se sienten en exilio frente a esta nueva vida que se hizo con su vida y que está poblada de pensamientos ajenos. Pero ningún niño fue arrebatado tan cruel y rápidamente de su madre, puesto que él es Dios y es sobre todo lo que ella puede imaginar. Y es una dura prueba para una madre sentir vergüenza de sí misma y de su condición humana frente a su hijo. Pero pienso que hay también otros momentos, rápidos y difíciles, en los que siente al mismo tiempo que el Cristo es su hijo, su pequeño, y que es Dios. Lo mira y piensa: «Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí, tiene mis ojos y esta forma de su boca es la forma de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí». Y ninguna mujer ha recibido de la suerte a su Dios para ella sola. Un Dios pequeño que se puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios cálido que sonríe y respira, un Dios que se puede tocar y que vive. En esos momentos pintaría yo a María, si fuera pintor, y trataría de dibujar la expresión de tierna audacia y de timidez con que acerca el dedo para tocar la dulce y pequeña piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe. Esto es todo sobre Jesús y sobre la Virgen María.

¿Y José? A José no le dibujaría. No mostraría más que una sombra en el fondo del pajar y dos ojos brillantes. Pues no sé qué decir de José, y José no sabe qué decir de sí mismo. Adora y es feliz de adorar y se siente un poco exiliado. Creo que sufre, sin confesárselo. Sufre porque ve lo mucho que la mujer a la que ama se parece a Dios, lo cerca que está de Dios. Pues Dios ha estallado como una bomba en la intimidad de esta familia. José y María están separados para siempre por este incendio de luz. Y toda la vida de José, imagino, será para aprender y aceptar. Mis queridos señores, esta es la Sagrada Familia. Ahora conoceremos la historia de Bariona, pues sabéis que quiere estrangular a ese niño.

[Habla Bariona, pp. 100-101]

¿Qué hacen? Ya no se siente ningún ruido, pero este silencio no es parecido al de nuestras montañas, al silencio glacial del aire rarefacto que reina en los corredores de granito. Es un silencio más denso que el del bosque. Un silencio que se eleva hacia el cielo y se balancea contra las estrellas como un enorme árbol viejo sacudido por el viento. ¿Se han puesto de rodillas? ¡Ah! Si pudiera estar con ellos, invisible: pues, en verdad, el espectáculo no ha de ser habitual; todos esos hombres duros y serios, ávidos de lujos y de ganancias, arrodillados ante un niño que gimotea. El hijo de Chalem, que lo abandonó a los quince años por haber recibido demasiados sopapos, se reiría viendo a su padre adorando a un pequeñajo. ¿Será el reino de los niños sobre los padres? (Un silencio). Están ahí, ingenuos y felices, en el cuarto cálido, después de su gran carrera por el frío.

Han unido las manos y piensan: algo ha empezado. Pero se equivocan, es evidente, y han caído en una trampa y lo pagarán muy caro más tarde; pero, a pesar de ello, habrán vivido este minuto; tienen la suerte de poder creer en un comienzo. ¿Hay algo más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo, y la juventud de rasgos ambiguos y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol está presente en el aire y en los rostros, como un polvo fino, sin que se haya mostrado todavía, y que hace presagiar, en la agria frescura de la mañana, las pesadas promesas del día? En este establo comienza una mañana. En este establo es de día. Y aquí fuera es de noche. Noche en el camino y en nuestro corazón. Una noche sin estrellas, profunda y tumultuosa como el alto mar. Sí, he saltado de la noche como un tonel devuelto por las olas y el establo está dentro de mí, luminoso y hondo, como el Arca de Noé navega en la noche, encerrando en sí la mañana del mundo. Su primera mañana. Pues nunca antes había tenido una mañana. Había caído de las manos de su creador indignado en un horno ardiente, en lo oscuro, y las grandes lenguas ardientes de esta noche sin esperanza pasaban por él, llenándolo de ampollas y haciendo aumentar la fuerte afluencia de cochinillas y chinches. Y yo estoy en la gran noche terrestre, en la noche tropical del odio y de la desgracia. Pero –potencia engañadora de la fe– para mis hombres, miles de años después de la creación, nace en este cuarto, a la luz de una vela, la primera mañana del mundo.

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