¿Qué significa Pascua? I

por Anton Vögtle

Introducción

Cuando al creador de un nuevo género de historia sagrada se le ocurrió, allá por el año 70 d.C., disponer en forma cuasibiográfica los contenidos de la vida y obra de Jesús, le resultaba obvio que la historia de Jesús no podía concluir con el entierro del crucificado (Mc 15, 42-47). El final cruento que Jesús asumió conscientemente sobre sí no se hubiera convertido en objeto de proclamación expresa si la ejecución en la cruz a manos de seres humanos, y tan infamante a los ojos de aquella época, hubiese quedado como la última palabra sobre el caso Jesús. Al final del libro, nuestro evangelio de Marcos, el autor hace que un ángel proclame, a las mujeres que han llegado hasta la tumba de Jesús, el mensaje pascual: «¡No temáis! Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron. Ahora id y decid a sus discípulos y a Pedro: se os adelanta a Galilea; allí lo veréis tal como os lo dijo» (16, 6s.).

«Relatos de apariciones»

APARICIONES/RELATOS: Ese «ver» se sitúa más allá de la actividad terrena de Jesús. Por eso al primer evangelio le podía bastar con esa alusión a la aparición que había de tener lugar ante los discípulos. De otra manera lo plantearon los autores de los evangelios redactados dos o tres decenios más tarde. La antigua tradición confesional, recibida ya en legado por el apóstol Pablo, presentaba como fundamento de la resurrección de Jesús un escueto: «se dejó ver por Cefas…» (1 Cor 15, 5). Los autores de los evangelios más recientes y de los Hechos de los Apóstoles experimentaron la necesidad de desarrollar ese «se dejó ver» mediante extensos relatos de apariciones (Lc 24, 13-35.36-53; Hech 1, 4-11; Mt 28, 16-20; Jn 20, 19-23.24-29; 21, 1-23). Para ello aprovecharon, sin duda, tradiciones preexistentes, pero desde el primer momento lo que no pretenden es ofrecer relatos existentes y transmitidos por los receptores de las apariciones.

Uno de los frutos paralelos de la meditación que vamos a hacer sobre esta muestra ejemplar de «relato de aparición» puede, sin duda, consistir en suscitar una comprensión más plena de este dato inconcuso de la investigación. Ya que con los relatos de las apariciones nos situamos ante unos pasajes de la Sagrada Escritura que, tanto por sus afirmaciones más inmediatas como por la suma diversidad de ellas, suponen para nuestra fe una piedra de toque que apenas tiene parangón con otras perícopas de la Biblia. ¡Y no se trata de una cuestión marginal, sino de un enunciado fundamental del credo cristiano!

Actualidad permanente

Estos relatos de las apariciones, tan provocadores, no deben ser motivo, precisamente, de dificultades para nuestra fe, sino que, por el contrario, deben contribuir a que nos sintamos felices de poseerla. Por ello hemos de intentar descifrar qué es lo que estas perícopas nos quieren comunicar. Al fin y al cabo adquirieron la configuración que ahora tienen del empeño por servir a una proclamación actual y actualizante y lo que pretenden es subrayar, de modo más o menos visual, la verdad de la fe pascual recibida y desarrollar su sentido y su significado dentro de la economía salvífica. ¿Qué significado tiene el obrar de Dios en el Jesús crucificado? ¿Qué significa para su persona, para su causa, para la Iglesia y para los creyentes concretos? ¿Qué significado cobra la Pascua aquí y ahora? Estas son las preguntas a las que intentan responder los relatos pascuales. De pasada, será bueno tener en la memoria el carácter netamente peculiar de cada uno de estos escritos. Pues cada uno de los evangelistas, a los que en este caso se añade también el autor de los Hechos de los Apóstoles, se dirige con unas particulares intenciones teológicas a un determinado círculo de lectores. Por eso los relatos de apariciones que ellos habían recibido, no los transmitían al pie de la letra y tal como los conocían\\’por tradición. Precisamente el relato que nos ocupa de la aparición a los doce discípulos es uno de los que cada uno redactó, y en parte configuró, de distinta manera de acuerdo con sus peculiares intereses teológicos y pastorales. Y sin embargo esa orientación actualizante no priva a los relatos de apariciones de su valor particular. Siguen testimoniando y desarrollando la única fe pascual del kerigma apostólico sobre Cristo. También la situación hacia la que dirigen su mensaje es, en sus aspectos esenciales, la misma que nosotros vivimos y en la que somos llamados a la fe. Es la situación de la época postapostólica. En ello reside su permanente actualidad.

El acorde final del evangelio eclesial

La escena final del evangelio de Mateo (/Mt/28/16-20) es el ejemplo destacado de entre todos los relatos de apariciones existentes en los evangelios. El autor de nuestro evangelio es un maestro reconocido de la técnica de composición. Ya A. von Harnack afirmaba que la formulación del «Manifiesto» del Cristo exaltado (28,18b-20) era toda una obra maestra. Difícilmente se podrán decir más cosas y de mayor entidad en 40 palabras. La perícopa final que nos ocupa es a la vez la recapitulación del mensaje pascual y una especie de sumario de todo el evangelio de Mateo que, como evangelio de la Iglesia y de su ley vital, gozó durante los primeros siglos, no sin motivo, de la más alta valoración entre todos los escritos evangélicos.

Obra maestra de composición

Echemos un vistazo a la organización transparente de nuestra perícopa. Una breve introducción narrativa (vv. 16-18a) prepara su auténtico núcleo, el Manifiesto del Resucitado (vv. 18b-20). Desde el punto de vista formal es probable que este manifiesto con sus tres motivos (presentación del que habla y de su poder, misión, promesa) emplee elementos de un «formulario del pacto» veterotestamentario con la intención de definir, ya por el mismo procedimiento, a la Iglesia del Cristo exaltado como la comunidad salvífica de los últimos tiempos y como pueblo de la nueva alianza. Un rasgo característico del plenipotenciario de Dios que aquí nos habla lo constituye, en concreto, ese cuádruple «todo» y «todos» que, como expresión de totalidad y definitividad, recorre todo el manifiesto de Cristo. Para facilitar la interpretación del contenido de este fragmento extraordinariamente denso, vamos a transcribir la organización del texto y una traducción lo más fiel posible del mismo.

MATEO 28, 16-20

I. INTRODUCCIÓN NARRATIVA (vv. 16-18a)

16 Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

17 Y al verlo se postraron ante él, aunque dudaban.

18a Y acercándose Jesús les habló y dijo:

II. MANIFIESTO DEL RESUCITADO (vv. 18b-20)

(1) La palabra plenipotenciaria:

18b Se me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra.

(2) El mandato misionero:

19a Así que, id, haced discípulos a todos los pueblos,

19b bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

20a y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

(3) La promesa de asistencia:

20b Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

1. La introducción narrativa

(vv. 16-18a)

«Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado» (v. 16) La frase introductoria hace mención de personas y del lugar del acontecimiento subsiguiente. Por muy simples y obvios que puedan parecer estos datos en un primer momento, nos comienzan a hablar con plenitud si atendemos a los matices subyacentes que ya comienzan a resonar.

Los once «discípulos»

Mateo habla de «los once discípulos». No nos dejemos impresionar por la diferencia que supone respecto a la tradición confesional de 1 Cor 15, 3b-5 en que se cita a «los doce» como receptores de la aparición. Lo hace así porque sólo el número pleno «doce» transmite la imagen de los representantes deI pueblo de Dios escatológico. Después de la traición de Judas, sin embargo, lo consecuente, y a la vez lo justo desde el punto de vista histórico, es que Mateo haga partícipes a los «once» de la aparición que en su escrito corresponde a la de 1 Cor 15, 5 (cfr. Lc 24, 33: «los once y sus acompañantes»). A esos once los presenta, expresamente, como «discípulos». La palabra griega correspondiente habría que traducirla en realidad como «aprendices», «alumnos», y así debemos dejar que nos suene. La razón de ello es que, en la intención del evangelista, esa designación no alude únicamente a los discípulos de Jesús de entonces, sino también a nosotros y a todos los cristianos. «Discípulos», «alumnos» es uno de los conceptos eclesiológicos más importantes del evangelio de Mateo. Los «doce discípulos» han sido propuestos, una y otra vez con anterioridad, como los representantes del auténtico seguimiento de Jesús, es decir, del verdadero ser cristiano. Por ello el encargo misional podrá formularse en forma condensada con un «haced discípulos (a todos los pueblos)». Es más, puede que ese interés en el significado ejemplar que tiene para todos los cristianos el seguimiento de Jesús por los once sea también el motivo por el que este evangelio eclesial no aluda ni narre la primera aparición a Cefas.

Vuelta a Galilea

FE/PASCUAL: Un sentido más profundo religa igualmente nuestra perícopa con el dato de lugar «Galilea». De inmediato y fundamentalmente esa localización se nos propone sin duda porque Galilea era el lugar que la tradición asignaba a la aparición ante el grupo de los discípulos. En la medida en que todavía es perceptible para nosotros, todo habla a favor de que las apariciones primeras y decisivas, las dirigidas «a Cefas, después a los doce» (1 Cor 15, 5) tuvieron lugar en Galilea. Después del final catastrófico de Jesús en el patíbulo, los discípulos volvieron a sus localidades de procedencia en Galilea. Este hecho es bastante significativo, puesto que si luego son los mismos discípulos los que emprenden el retorno a Jerusalén para proclamar en la capital al ejecutado como resucitado y como Mesías confirmado por Dios, algo tuvo que haber sucedido en Galilea que les forzaba a presentar una fe tan inaudita e imposible para cualquiera de las diversas modalidades judías de expectativa de un salvador. La fe pascual de los primeros discípulos de Jesús tiene que descansar sobre un acontecimiento que no es explicable únicamente a partir de los discípulos, sino que debe ser tal que por sí mismo tuvo capacidad de hacer surgir en ellos la fe por vez primera.

Galilea: Punto de partida y culminación de la revelación de Cristo

GALILEA/SIGNIFICADO: Pero «Galilea» implicaba para nuestro evangelista mucho más que el nombre del lugar de la aparición a los discípulos que le atribuía la tradición. En el más antiguo evangelio de Marcos se leía escuetamente que Jesús, tras la prisión de Juan el Bautista, se había dirigido a Galilea y que allí había proclamado la Buena Nueva de la proximidad del Reino de Dios (1,14). Mateo amplió este dato, que tomaba de las fuentes, con la adición, plenamente acertada desde el punto de vista histórico, de que Jesús, en vez de Nazaret, había hecho de Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret, su lugar de residencia. Pero para designar la situación añadía, de manera tan sorpresiva como geográficamente irrelevante, dos referencias de lugar totalmente anacrónicas y que ya hacía tiempo habían dejado de utilizarse, a saber: «en el territorio (de las tribus) de Zabulón y Neftalí». Como lo confirma la cita reflexiva que sigue a continuación, lo hizo para poder presentar la actividad reveladora de Jesús en una Galilea muy infiltrada de paganismo; se realizaba así la predicción profética (4, 12-16). Con esa finalidad fundió en uno, con libre elección y traducción, los textos griego y hebreo de Is 8, 23 y 9, 1s para formar la siguiente cita bíblica: «Tierra de Zabulón y Tierra de Neftalí, tierra junto al mar y más allá del Jordán, Galilea pagana; el pueblo que estaba sentado en la oscuridad ha visto una gran luz; a los que estaban en el reino de sombras de la muerte les apareció una luz» (v 15s).

Naturalmente que acudiendo a una frase profética de la Escritura, el evangelista pretendía simultáneamente salir al paso de la objeción judía, por la que le echaban en cara al supuesto Mesías Jesús el que hiciese centro de su actividad la despreciada y semipagana Galilea en lugar de Jerusalén y Judea: con la aparición del Mesías Jesús se habría cumplido lo anunciado por el profeta Isaías. Sin embargo, nuestro evangelista quiere decir algo más. Por el hecho de que Jesús haya elegido a Galilea como la tierra de la promesa y cumplimiento escatológico, queda ya de manifiesto, desde el comienzo de la actividad terrena de Jesús, el destino universal del mensaje salvífico.

Sin duda que, precisamente en nuestro evangelio, se pueden leer frases de Jesús que confirman cómo respetó el privilegio de Israel como pueblo de elección divina, y hasta qué punto, mediante su propio esfuerzo misionero y el de sus discípulos, pretendió preparar particularmente a Israel para que se convirtiese en el heredero salvífico (10, 5s; 15, 24; 10, 23). Pero a la vez existe otro aspecto que suscitaba en no menor grado el interés del evangelista: el del sorprendente obrar de Dios. Éste se orientaba también, desde el comienzo, a través del obrar de Jesús, hacia personas de las que no hubieran podido suponer tal cosa todas las tendencias teológicas del Israel de la época. Por eso «Galilea» le dice a nuestro evangelista mucho más que el nombre de un lugar históricamente «accidental» de la aparición a los discípulos. Más allá de su sentido geográfico, el nombre de esa región cobraba un peso específico teológico particular. Allí donde había dado comienzo la actividad reveladora de Jesús, tenía también lugar su conclusión. Galilea como lugar de la aparición que va a realizarse prefigura ya el nuevo arranque de la proclamación salvífica basada en el Viernes Santo y la Pascua: el mandato de misionar «a todos los pueblos» (v. 19).

No difuminar la persona del Cristo exaltado

Otro de los grandes centros de interés de la predicación pascual protocristiana se nos pone de manifiesto mediante esta equiparación consciente de la región donde comienza y aquella donde concluye la actividad reveladora de Jesús. El Jesús resucitado y ensalzado hasta Dios y hasta una existencia igual a Dios no es un mero símbolo, ni una figura mítica similar a la de una divinidad cúltica como las de las religiones mistéricas contemporáneas. Es el mismo en persona que el Jesús de Nazaret terreno e histórico.

EVS/ORIGE/CAUSAS: ¿Por qué se llegó a la confección del primer escrito evangélico precisamente al final de la generación de los testigos presenciales del obrar de Jesús? Una de las razones, fundamental sin duda, fue, con toda certeza, el peligro creciente que experimentaba la substancia de la fe pascual. A medida que iban desapareciendo los primeros testigos, sobre todo en las comunidades de fuera de Palestina, se iba haciendo más amenazante el peligro de perder de vista la religación existente entre el Evangelio de Jesucristo y la concreta e inconfundible figura de Jesús de Nazaret en su actividad e historicidad. A ese peligro hizo frente el creador del género literario «evangelio» mediante la pregunta sistemática acerca de la relación existente entre el Evangelio del Cristo exaltado y llegado a su plenitud salvífica y el Evangelio del Jesús terreno. La concepción de esta nueva forma de proclamación de Cristo se vio también co-inspirada por la motivación pastoral de salvaguardar de manera eficaz al Señor celeste invisible contra la volatilización y disolución de su figura, que estaba amenazada especialmente por la Gnosis «cristiana». Esa misma intencionalidad es la que persigue también, a su manera, nuestra perícopa de aparición. Galilea, en cuanto lugar de la revelación del resucitado, implica, a su vez, la religación del Evangelio de Jesucristo a la palabra y al obrar histórico de Jesús, que había comenzado en Galilea. El Jesús que se va a manifestar a sus discípulos como Kyrios celeste, no es otro que Jesús de Nazaret, el que había hecho su aparición en Galilea con su proclamación autorizada del mensaje de Dios y de su Reino. ¡Entonces, precisamente entonces, había que subrayar este aspecto! ¿Y hoy? ¡Qué bueno sería que los teólogos actuales no se dejasen llevar por la tentación de minusvalorar (en favor del Jesús plenamente humano), las proposiciones de fe acerca del Cristo resucitado, activo, al que hay que esperar en cuanto representante del obrar judicial y salvífico de Dios, llegando casi a tratarlas como claves de las que de hecho se puede prescindir!

«El Monte»: lugar de la Revelación divina

Con esto no hemos agotado aún toda la fuerza expresiva, de fondo, que posee el versículo inicial. Nuestra perícopa es la única que sitúa la aparición a los once sobre un monte de Galilea, superando así la tradición más conocida. Pero no habla de «una montaña», lo que sugeriría la idea de un monte determinado y concreto de Galilea que habría que buscar en un mapa. Ni siquiera se habla de «un monte alto», como en la perícopa de las tentaciones o en la de la transfiguración (4, 8; 17 1). «El monte» del que aquí se habla no es otro que el «monte» del llamado Sermón de la montaña, ese compendio en tres grandes capítulos que recoge frases de Jesús conservadas por tradición acerca del tema de la verdadera justicia exigida para entrar en el Reino de Dios (Cap. 5-7). Cuando allí se nos dice a manera de introducción: «Al ver aquel gentío, subió al monte», la cuestión a debatir no es a cuál de los numerosos montes de Galilea se refiere. Montes como el Sinaí y el Horeb constituyen, desde el Antiguo Testamento, lugares de grandes revelaciones de Dios. Esa función teológica en cuanto lugar de revelación divina es la que compete precisamente también al «monte» de Mt 5,1 sobre el que se sienta Jesús a la manera del antiguo poseedor de la autoridad y del maestro judaico en particular. La razón por la que el evangelio sitúa su escena conclusiva, la aparición decisoria ante los once discípulos, «sobre el monte de Galilea», no ofrece la menor duda. La posición sobre «el monte» pretende aclarar y remachar lo que ya quedaba expresado con la tradicional localización de tipo más general «Galilea»: El Resucitado que se revela sobre «el monte» no es otro que el que fue el Revelador durante su actividad terrena. Lo que haya de decir el Resucitado constituye su última palabra reveladora, su manifiesto para la Iglesia que ahora comienza a existir.

La desazón del lector de la Biblia

Con toda verosimilitud el evangelista ha elegido «el monte» como lugar teológico de la aparición a los discípulos, en razón de su significado simbólico. ¿No es esto un hueso duro de roer que ha de llenar de una justificada desconfianza al lector de la Biblia que se aproxima a ella de buena fe? En realidad el motivo propiamente dicho de esa desazón es bien laudable. Al fin y al cabo, en la fe pascual nos estamos jugando nuestra fe en Cristo, tal como ya lo formuló sin rodeos uno de los primeros testigos apostólicos. Por ello desearíamos conocer con la mayor seguridad y exactitud qué, cómo, cuándo y dónde aconteció todo aquello. Ese deseo es de suyo totalmente razonable. Y sin embargo tal desazón puede resultar que no sea más que un falso escándalo. Y ello porque se parte, ya de salida, de un falso supuesto que no tiene en cuenta las posibilidades del género Evangelio y en particular lo específico de las narraciones de apariciones. Una vez más hay que dejar hablar primero a los hechos, en nuestro caso el dato global inmediato de los relatos de apariciones. Y como nos queremos dedicar a la meditación de nuestro texto con buena conciencia, será oportuno echar un vistazo a otras escenificaciones de la misma aparición a los discípulos.

Otras escenificaciones de la aparición a los discípulos

La aparición a los once y sus acompañantes que refiere Lc 24, 33, o bien 36-49, viene caracterizada, como la de Mt 28, 16-20, como primera y última aparición a los once. El evangelio de Lucas hace que esta aparición concluya expresamente con la despedida definitiva del Resucitado a sus discípulos (24, 50-53). No supone cambio fundamental alguno el que los Hechos que continúan su Evangelio vuelvan, por sus buenas razones, a situar como introducción la escena final del evangelio y hagan que el Resucitado se aparezca a los once y conviva con ellos, cuarenta días por cierto, antes de ser elevado ante sus ojos y desaparecer (Hech 1, 1-11). Prescindiendo del hecho de que, según Lucas 24, además de los once están también presentes «sus acompañantes», a los que se suman los dos discípulos de Emaús, esta aparición tiene lugar en Jerusalén. Lo mismo sucede con la primera aparición del evangelio de Juan a «los discípulos» (20, 19-23), entre los que se cuentan en todo caso, como lo muestra el contexto, «los doce» (ausente Tomás). La localización de la aparición a los discípulos en Jerusalén hace posible que ésta ocurra ya en la tarde del domingo de pascua, presupuesto expreso de Lucas y Juan. Para una aparición a los discípulos que tuviese lugar en Galilea esa fecha sería demasiado temprana; en todo caso así lo consideran Marcos y Mateo, puesto que ambos presuponen que la mañana del domingo de pascua es el momento en el que los discípulos pudieron tener noticia de la aparición del Resucitado que había de tener lugar en Galilea (Mc 16, 7s), o de hecho la tuvieron (Mt 28, 9s.). Esos dos datos, de lugar y de tiempo, referentes a la primera aparición a los discípulos, no pueden en modo alguno ser simultáneamente ciertos desde el punto de vista histórico. Lo mismo se diga respecto de la diversa localización de la aparición, una vez sobre «el monte» de Galilea (Mt 28) y otra en una casa de Jerusalén como presuponen Lc 24 y Jn 20. Pero lo que resulta más extraño es el conjunto que detectamos al contemplar la diversidad en las descripciones del mismo acontecer de la aparición: su comienzo y final, la conducta, modo de obrar y de hablar del Resucitado y la reacción de los discípulos.

Un buen modelo bíblico de exposición

¿Habrá que tomar en serio algo semejante? Por supuesto; siempre y cuando estemos dispuestos a abrirnos a la especificidad e intencionalidad de estos fragmentos de «proclamación evangélica». Las diferentes exposiciones de la única y misma aparición a los discípulos no podrían confirmarnos de un modo más patente que a la fe pascual le interesaban esas escenificaciones desde unos puntos de vista radicalmente distintos de los relativos a la cuestión acerca del dónde, cuándo y cómo de la aparición. Como lectores actuales de la Biblia que somos, pasamos por alto con excesiva facilidad el papel enorme y obvio que la forma narrativa ha jugado desde siempre en la tradición bíblica y en la proclamación. En particular habrá que tener en cuenta el punto de arranque del que con toda probabilidad surgió el «relato» de apariciones, por lo menos los del tipo del que estamos tratando.

El punto de partida se lo suministró la descripción arcaica del impulso revelador que hizo surgir la fe pascual, presentado mediante un «se hizo visible», «se dio a ver», «se dejó ver». Aunque este dato no nos permite por sí solo captar en su concreción el suceso en el que se basa la fe pascual, tenemos en el apóstol Pablo un testigo expresivo apoyado en fuentes auténticas, que calificaba la aparición que le aconteció ante Damasco, claramente de suceso revelador (Gal 1, 15s) y que del mismo modo patente confirmaba el «se dejó ver» (a Cefas, etc.) como caracterización adecuada de su propia experiencia pascual (1 Cor 15, 3-8). Ese «se dejó ver», por otra parte, no es más que la fórmula corriente con la que los relatos veterotestamentarios de apariciones de Dios introducen al Yahvé que se deja ver y habla de manera antropomorfa. Y como Jesús, conforme al sentido de la fe pascual, había sido ensalzado por la resurrección a un modo de existencia y a una capacidad de acción igual a la divina, era obvio que la expresión narrativa «se dejó ver» acudiese sin gran esfuerzo, partiendo del modelo veterotestamentario de revelación. ¿En base a qué habríamos de prohibirles a los predicadores protocristianos, incluidos nuestros evangelistas, el empleo de esa forma de exposición?

Libertad narrativa de la predicación pascual protocristiana

También los detalles, tales como la diversidad en el comienzo de la primera aparición a los discípulos, están al servicio de la realización de los intereses de la predicación protocristiana. Si los once experimentan en Jerusalén, y por cierto ya «al tercer día» tras la ejecución de Jesús, una Cristofanía, el lugar adecuado no era el de un lugar público, la calle, la plaza del templo, ni siquiera el interior del templo, sino más bien una casa en la que los discípulos estuvieran reunidos y apartados. Es natural que hasta se presenten las puertas de la casa cerradas (Jn 20, 19), dato con el que en la fuente escrita empleada por el relato joaneo de la aparición (20, 19-23) podría haber quedado ilustrada la fuerza del Resucitado que salta todas las barreras. Por lo demás, resulta ya significativo que ni en Lc 24, ni en Jn 20 se nos diga de qué casa se trataba. Lo único que se presupone es la existencia de una casa, de un alojamiento. Tomemos como ejemplo la descripción lucana de la aparición. Esta hace que el Resucitado se presente de repente en medio de los discípulos reunidos en una estancia, lo que daba pie, de la mejor manera posible, al peculiar comienzo de la escena de Lucas: llenos de pavor los discípulos creen «ver un fantasma».

Con ello se estaba suministrando la posibilidad de que el Resucitado en persona demostrase la realidad de su resurrección mediante el gesto de ofrecer sus manos y pies para que los tocaran y mediante la acción de comer un trozo de pescado asado. Es posible, si no probable, que esta forma de presentación pretendiera salir al paso de un slogan con el que se ridiculizaba la fe pascual: ¡Todo aquello eran paparruchas! ¡Los crédulos seguidores de Jesús se habían ofuscado con un fantasma! Para los fines perseguidos por la presentación lucana de la aparición a los discípulos que, como la joanea (que ya posee otros matices), sitúa el acontecimiento en Jerusalén, una casa era en definitivas cuentas el espacio más indicado.

Tampoco hubieran faltado casas y lugares de reunión en Galilea. Pero esa casa, o sea, «la casa», no existía en cuanto lugar teológico y cristológico. Sólo «el monte» le permitía al autor del evangelio de Mateo aludir, mediante una indicación previa más precisa de tipo local, a la identidad del Jesús terreno con el Resucitado y proclamar su aparición como conclusión de su actividad reveladora. Si nos seguimos empeñando en mantener el presupuesto inexacto de que todas y cada una de las narraciones de apariciones pretenden transmitir relatos vivenciales originarios, llevaremos a los predicadores neotestamentarios y a nosotros mismos hacia un callejón sin salida, callejón del que no podríamos dar marcha atrás de forma responsable. ¡La verdadera responsabilidad frente al texto sagrado exige que estemos honradamente dispuestos a ceder la palabra, en primer lugar, al texto en sí y no a nosotros mismos!

Esto vaIe también para una última peculiaridad de nuestro versículo introductorio. La conclusión del relato del sepulcro de Marcos hacía un énfasis especial en el hecho de que las mujeres, por el miedo y pavor que sentían, no contaran nada a nadie. En Mateo, por el contrario, las mujeres se apresuran a abandonar el sepulcro y se dirigen a donde están los discípulos para proclamarles el mensaje pascual del ángel. De camino les sale al paso el Resucitado. Esta «aparición de camino», que con toda probabilidad hay que adjudicar al evangelista, le permite hacer que sea el Resucitado en persona quien pronuncie la predicción del ángel, pero ya como instrucción y promesa a los discípulos: «deben ir a Galilea; allí me verán» (28, 9s). Mediante este eslabón redaccional, nuestro evangelista, que tras el relato de la tumba vacía tenía aún que complementar su narración apologética sobre los guardianes del sepulcro (28, 11-15), puede con toda claridad preanunciar la escena final de Galilea que tanto le importaba. En primer lugar, como es obvio, hace referencia a nuestro versículo introductorio (v. 16), que habla de cómo los once llevan a cabo la instrucción recibida del Resucitado. Pero también, mediante la promesa «allí me verán», que va ligada a la instrucción, se va preparando el escenario de la aparición que comienza en el v. 17.

«Y al verlo se postraron ante él, aunque dudaban» (v. 17)

¿Llevaban mucho o poco tiempo los once discípulos reunidos en «el monte»? ¿Vieron a Jesús descender desde arriba? ¿O lo vieron surgir en el horizonte o aparecer repentinamente sobre la tierra? Todas estas son preguntas ociosas. Ni una palabra se nos dice acerca del modo concreto en que se produjo esa visión. Y tampoco se hace la más mínima alusión a la forma en que acabó la aparición. Ni se nos dice, por ejemplo, que Jesús desapareciera de pronto de su vista, ni que los discípulos abandonaran «el monte». El evangelista que presenta a Jesús enviando a los discípulos a misionar a las naciones, presupone que a nadie se le va a ocurrir que los once se quedaran en «el monte». Una vez más podemos constatar que no estamos ante una descripción documental del acontecimiento ocurrido a los discípulos que dio pie al nacimiento de la fe pascual. Por consiguiente, no se trata de responder a la pregunta de en qué consistió en concreto esa experiencia.

«Y al verlo»

El mismo texto nos incita a preguntar qué es lo que pretende el evangelista al mencionar, en una frase subordinada, casi de pasada, la visión que tienen los discípulos. La respuesta hay que buscarla en la inclusión redaccional, ya citada, de nuestra perícopa en la que se aparece de camino a las mujeres. Gracias a ésta los once ya se han enterado de la resurrección de Jesús y, conforme al encargo del Resucitado, se han dirigido a Galilea a fin de «ver» a Jesús. Que el Resucitado cumpliría su palabra era algo tan natural que el evangelista no necesita más que constatar su cumplimiento en una frase secundaria a manera de primer acorde, para poder dedicar los verbos principales a describir la reacción de los discípulos.

Reacción de los discípulos

Sobre esta reacción carga sin lugar a dudas el acento del versículo 17. Y por ello esa reacción es la que nos suscita un particular interés, toda vez que se plantea un problema característico de la época postapostólica en la que también nosotros vivimos. ¿Cómo reaccionaron los discípulos? La postración respetuosa con la que ya había hecho Mateo que las mujeres respondieran a la aparición del Resucitado, expresa la disponibilidad al reconocimiento de la dimensión divina de Jesús. El mismo Mateo, en su conclusión adicional a la perícopa del caminar sobre las olas, hace que los discípulos presentes en la barca se postren ante Jesús y confiesen: «Verdaderamente eres el Hijo de Dios» (14, 33); ¡eres Señor de los elementos a la manera del mismo Dios!

¿Por qué el evangelista no se detiene en ese postrarse de los discípulos ante el Resucitado? La palabra griega que sólo él utiliza para expresar su «dudar» designa una inseguridad interna, un titubeo dubitativo, una fe insuficiente (cfr. 14, 31). Y. por cierto, los que dudaron no fueron sólo «algunos» de los doce, tal como a veces se traduce dando a la frase un sentido restrictivo. No; todos vieron a Jesús; todos se postraron; todos dudaron. Sólo así se debe interpretar el versículo 17.

¡Al menos «dudaron»!

¡Los discípulos dudaron! Al menos ésta es una afirmación que el lector y el oyente actuales pueden entender bien: si algún relato que conozcamos o imaginemos puede suscitar dudas justificadas será, sin duda, el que nos quiera comunicar la impresión o la afirmación de que alguien realmente muerto haya vuelto a la vida. ¡Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas glorioso! ». Quienquiera que haya pronunciado esta confesión sin pasar sobre ella superficialmente, habrá percibido dentro de sí el rondar de la tentación. ¿Puede ser verdad, realmente, que Jesús no haya quedado muerto para siempre, sino que continúe existiendo como un Yo eficaz e interpelable? ¿No pudieron esos supuestos testigos primeros de la fe pascual haber sufrido un engaño? ¿No pudo haber sido la fe pascual mero producto de su propio anhelo y deseo?

¿Invento de una concepción moderna de la realidad?

No pensemos que reflexiones de este tipo sean hallazgo del pensamiento moderno, tan centrado en una concepción crítica del mundo y de la realidad. Por decirlo de manera global, sólo son una generación más jóvenes que la misma fe pascual. A medida que los primeros testigos iban muriendo o habían desaparecido del horizonte de las dispersas comunidades cristianas del mediterráneo, se hizo oír, como era de esperar, la pregunta dubitativa que reflejan de modo incontrovertible los relatos de apariciones de los escritos neotestamentarios tardíos. La duda, a veces hasta la incredulidad racionalista de los discípulos, junto con su superación, constituyen, después del motivo central de la misión, la constante principal de las escenas de aparición. En la misma línea se sitúa el motivo de la identificación del Resucitado con el Jesús crucificado. La catequesis no podía rechazar de forma más taxativa la sospecha de credulidad o alucinación de los discípulos que mediante este tema de la duda. Y ese modo de proceder no carecía de base en la realidad, ya que los discípulos, con toda seguridad, esperarían cualquier cosa menos lo que en adelante habían de proclamar como acontecimiento pascual. Por supuesto que los relatos de apariciones no refieren la duda e incredulidad de los discípulos por razones históricas, sino por interés pragmático.

«¡Bienaventurados los que, sin ver, creen!»

El más claro en este sentido es el autor del evangelio de Juan, que tematizó el motivo de la duda en una aparición adicional, formulada sólo por él, a los once o, mejor dicho, a los doce (20, 24-29). El doceavo discípulo de esta perícopa, Tomás, no sólo pone en duda el «hemos visto al Señor» de sus condiscípulos; se niega a creer con toda decisión y determinación, mientras no le sea probada de manera literalmente tangible la realidad e identidad del Resucitado. «Si no veo en sus manos las heridas de los clavos y no pongo mi dedo en las heridas de los clavos y no pongo mi mano en su costado, no creeré». Conocemos la moraleja de toda la narración, puesta por el evangelista en boca del Resucitado en persona: «Porque me has visto has creído. ¡Bienaventurados los que, sin ver, creen» (20, 29). ¡Creer sin haber visto! Ese es, sin duda, el único camino que la segunda generación cristiana tiene para acceder a la salvación. Tal es también la situación de cada generación postapostólica y, por consiguiente, también la nuestra. Nuestra fe pascual no puede ser más que la repristinación de la fe de los primeros testigos. No puede apelar a una «visión» propia, ni a un acontecimiento revelador que nos hubiera sido concedido. No contentarse con ello implicaría, ni más ni menos, que poner en cuestión la auténtica dimensión histórica de la revelación de Cristo. ¡Bienaventurados los que, sin ver, creen!

El mismo y, sin embargo, … el totalmente Otro

La perícopa de Mateo que estamos tratando da un paso más en esta enseñanza acerca de la fe pascual. ¿Cómo se explica esa simultánea duda de los once si son los mismos que los que, en su elaboración de la perícopa del caminar sobre las aguas, se postran y reconocen expresamente la plenitud divina de poder de ese Jesús que camina sobre las olas del mar como lo haría el mismo Yahvé? Aquella adoración se dirigía al Jesús terreno y no al resucitado del que ahora tratamos. El que los discípulos se postren y simultáneamente duden, tiene por objeto hacernos presente un momento esencial de la fe pascual que resultaba evidente desde el primer momento. El Jesús exaltado hasta Dios que, como en otros tiempos Yahvé, se hace visible en una aparición, es idéntico a nivel personal con el Jesús que vivió y actuó sobre la tierra y sin embargo es también alguien diferente, un Yo totalmente supramundano que supera el espacio y el tiempo. Desde el comienzo, la resurrección no se concibió como mera revivificación, como retorno de Jesús a su existencia terrena precedente. La duda de los discípulos se orienta, en nuestra perícopa, hacia la dimensión plenamente divina del resucitado.

Esto queda confirmado con la peculiar continuación de la escena. En ella la duda no se supera mediante la comprobación de la corporalidad del aparecido (Lc 24, 36-42), ni mediante la referencia a las heridas corroboradoras de la identidad personal (Jn 20, 20.24-28). La cuestión acerca del fundamento de la certeza de la fe pascual no tiene su respuesta en una confirmación sensible, sino únicamente en la subsiguiente palabra del mismo resucitado que formula el sentido y significado del acontecimiento pascual. Esta palabra preñada de historia y generadora de futuro es lo permanente, eso que impide que nuestra escena pueda tener una conclusión narrativa. Y como respuesta de los discípulos y de todos los cristianos, no permite más que la fe inconmovible y la obediencia total, con la firme certeza de la constante presencia graciosa del Señor de la Iglesia.

«Y acercándose, Jesús les habló y dijo» (v. 18a)

En una situación semejante no cuadra una intervención oral de los discípulos titubeantes entre la fe y la incredulidad. La palabra capaz de solucionar y superar la situación sólo puede provenir de la boca del que ahora comienza a actuar. Y este personaje no puede ser introducido en escena (el género de relato de aparición no nos permite esperar otra cosa) más que mediante un modo de expresión objetivante, «mitológico». «Y acercándose, Jesús les habló y dijo». Tenemos ante nosotros un giro que sólo aparece en Mateo, quien, en su libro sobre Jesús lo intercala muy a menudo en fragmentos que ha recibido de la tradición, y lo hace para enfatizar el comienzo de una alocución o de una actuación. También en este caso sirve, primariamente, para introducir al Resucitado que comienza a hablar. Pero a la vez pretende dar a entender al lector que quien ahora habla a los discípulos es el mismo en persona que les hablaba durante su actividad terrena, cosa que nos revela el empleo que hace del nombre propio, Jesús.

«Y Jesús les dijo»

«Y Jesús les dijo». ¿Cómo puede ser esto, si las formulaciones kerigmáticas nada saben de ninguna manifestación verbal del Resucitado y ni siquiera los relatos de apariciones permiten reconstruir las palabras originarias del Resucitado (en contraposición con los numerosos «logia» del Jesús terreno)? ¿Qué pretende el majestuoso manifiesto subsiguiente, si el Resucitado nunca se expresó en forma proposicional, sino que fueron los discípulos, Cefas y los once, los que, en base al impulso revelador del acontecimiento pascual que les fue comunicado y que no podemos captar en su concreción, formularon la obra de Dios que se había operado en el crucificado?

Nos equivocaríamos de medio a medio si por ello echásemos en saco roto la alegría que suscitan las palabras de Cristo en los relatos de apariciones y en concreto las de nuestra perícopa. La posterior reflexión sobre el mandato misionero nos ofrecerá la oportunidad de meditar sobre el punto crucial que plantea una alocución del Resucitado. De momento traigamos de nuevo a la memoria el planteamiento histórico objetivo en términos generales. Y éste no puede ser otro que la cuestión de si las palabras de nuestro manifiesto suponen una articulación y desarrollo exactos de la fe pascual originaria y de sus consecuencias teológicas, basados en los enunciados más antiguos. La respuesta a esta pregunta deberá conducirnos, como un hilo de Ariadna, a través de la meditación del manifiesto de Cristo. De aquel Evangelio se puede afirmar lo que el autor de la doble obra lucana proponía en su prólogo, dirigido al ilustre Teófilo, como meta de su tarea de escritor: «para que te convenzas de lo bien fundado de las enseñanzas en las que has sido instruido» (Lc 1, 4).

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5 comentarios

  1. que hermoso es conocer mas a fondo sobre evangelios capítulos y versículos en la palabra y ver como los evangelistas nos enseñan sobre la pascua y la perícopa es una manera de profundizar mas en la palabra d e Dios gracias por instruirnos amen

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