Cuando te miro, Niño…

¡Y me veo niño!…¡Y seré como Dios!… Pisando tus huellas, día a día, Señor

En Belén…

Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.

Cuando Dios te miro,
Niño te veo

La carne preciosa del Niño Dios yace en brazos de su Madre Virgen. Es la primera epifanía del misterio de la Encarnación. Dios-Hijo se ha hecho -«es» ya- hombre verdadero. Para redimir al mundo ha venido a correr nuestra misma suerte, que esto significa «con-sortes». «Consortes de la divina naturaleza», dice Pedro que somos los fieles cristianos. La palabra de Juan es inequívoca: «Et Verbum caro factum est», el Verbo se hizo carne y estableció su morada, su vida, su vivir, entre nosotros; vivió, creció, murió, resucitó y subió al Cielo con su carne. «La carne es el quicio de la salvación», dice Tertuliano (Verbi caro cardo salutis). «Carne», en la Escritura, equivale con frecuencia a «hombre», ser de nuestro linaje, con las naturales limitaciones y debilidades. Se nombra el todo por una de sus partes (sinécdoque) y aquí se subraya la esencialidad de la «carne» o cuerpo, en la naturaleza humana, que ha sido asumida entera por la Segunda Persona de la Trinidad. Tan real es la «encarnación» que la fe en ella es el signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 2). «Él ha sido manifestado en la carne» (1 Tm 3, 16). Que el maniqueísmo, pues, haga mutis por el foro.

Yace el Niño en brazos de su Madre, rostro con rostro, cara a cara, a imagen y semejanza del encuentro eterno del Padre y el Hijo. Al principio – antes de los tiempos – el Verbo era «frente a frente» (apud), con el Padre, rostro con rostro, en eterna contemplación de Amor, en el Espíritu Santo. Llegada la plenitud de los tiempos, tras la Encarnación, la mirada eterna del Padre Dios en la mirada eterna de Dios-Hijo reverberan en el encuentro del mirarse la joven Madre y el Dios-Niño. La escena sucedida en el tiempo, trasciende el tiempo por todos lados. Y la Madre canta:

Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.

Cuando Dios te miro,
Niño te veo

El Hombre Nuevo nace en las entrañas hondas de la cueva de Belén, del seno inmaculado de María Virgen. Su nacimiento estremece todo el árbol de la humanidad, porque «mediante la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre», a cada hombre, no sólo al bautizado, sino a todos y a cada uno de los hombres que poblaron, pueblan y poblarán la tierra (Juan Pablo II). Muchos no lo sienten ni lo saben. El cristiano quizá no lo siente, pero lo sabe. Todo el árbol de la humanidad es un cuerpo y la cabeza es ahora este Niño, cuya sangre oxigena a la entera gran familia humana. Su nacimiento alumbra el misterio de la encarnación que «significa asumir la unidad con Dios, no sólo de la naturaleza humana, sino también en ella, en cierto modo, todo lo que es «carne»: toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también un significado cósmico y su dimensión cósmica. El ‘Primogénito de toda la creación’, al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «carne» y en ella a toda «carne» y a toda la creación» (Juan Pablo II).

Si esto es así – y así lo enseña la Iglesia – ya no cabe pensar que es imposible cumplir la Ley de Dios. Cada persona recibe un suplemento de fuerza moral, con la que es capaz de vivir, a pesar de su flaqueza, como verdadero ser humano, venciendo, con la fuerza procedente de la carne del Verbo, cualquier pasión que pretenda someterle a comportamientos indignos. Por más que contraste con el pensar de mucha gente, la verdad es que todo hombre recibe ya fortaleza más que suficiente para vivir la ley moral, al menos en su dimensión natural, cuyo autor es el mismo Dios. Desde que el Verbo se ha constituido en Cabeza de la humanidad, ninguna mujer ningún hombre, está determinado a una vida moralmente inhumana.

El Nacimiento de este Niño es trascendental, punto focal de la Historia. Es el Verbo «venido en carne»:

Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.

Cuando Dios te miro,
Niño te veo

Carne de Niño, para ser comida… a besos. Besos de María. Besos de José. Besos de pastores toscos. Besos de sabios poderosos. Besos de niños. Besos de ancianos. Besos de mujer. Besos de hombre. Besos barbilampiños. Besos con barbas que pinchan. Besos de Judas… ¡No! Besos de cariño, besos al Niño, besos a Dios-Hijo, besos a Dios-Padre, besos a Dios Espíritu Santo. Besos del Niño a María, a José, a los pastores, a los sabios poderosos, a los niños, a los ancianos, a cada mujer, a cada hombre. Besos de Persona a persona. Besos de carne pura. Carne para grandes alegrías, carne para sufrimientos pequeños y sufrimientos atroces. Carne para vivir, carne para morir, carne para resucitar, carne para pisar la tierra, carne para subir al Cielo. Carne para mirar, carne para besar, carne ¡para comer! ¡Carne para vivificar! «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». ¡Qué escándalo! Oh, sí, la encarnación de Dios es un escándalo, pero escándalo maravilloso, ¡vale la pena! ¡Vale la pena ser humano si Dios se ha hecho hombre!

Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.

Cuando Dios te miro,
Niño te veo

Y cuando no te veo pero te miro sacramentado, escondido bajo apariencias de pan y de vino, ¡te comería! ¡te como! y te encarnas de nuevo, porque la comunión sacramental es «cierta continuación y amplificación», en cada fiel cristiano, del misterio de la Encarnación (León XIII). La Iglesia sabe que este misterio realizado primero y de singular manera en María Santísima, también se realiza en cada fiel. Si el Bautismo es ya una in-corporación espiritual (real, verdadera) a Cristo, un venir a formar parte de su Cuerpo Místico, después, por la Comunión eucarística la carne del Verbo se interioriza en nuestra propia carne, de un modo más profundo que el de cualquier unión humana, aun la conyugal. Por medio de las especies del pan y del vino consagrados, el Verbo se encarna en el comulgante de un modo mucho más hondo pero tan real o más, si cabe, que el sensitivo o sensible. No hay por qué sentir nada, pero la encarnación de Cristo en el cristiano es una realidad para caer de rodillas.

El fiel cristiano viene a ser realmente «con-corpóreo» y «con-saguíneo» con Cristo, hermano de sangre (no en sentido material biológico, sino místico real). ¿No podrá decirse, pues, que el cristiano viene a ser una sola carne (una caro) con Cristo? Somos partícipes del misterio de la Encarnación. Cristo se nos da por entero, nosotros le recibimos, Él toma posesión de todo nuestro ser. «Tomando el cuerpo y la sangre de Cristo, te haces un solo cuerpo y una sangre con Él. Y así, al distribuirse su cuerpo y su sangre por nuestros miembros, somos hechos portadores de Cristo y según las palabras de Pedro, ‘partícipes [consortes] también de la divina naturaleza’» (San Cirilo de Jerusalén)

«¿Cómo dicen los gnósticos -se pregunta san Ireneo- que la carne no es capaz del don de Dios, que es la vida eterna, si ha sido alimentada con el cuerpo y la sangre del Señor y hecha miembro de Él?… Somos miembros de un cuerpo (Cfr. Ef 5, 30), de su carne y de sus huesos; y esto no lo dice [Pablo] de un hombre espiritual e invisible, porque el espíritu no tiene huesos ni carne (cfr. Lc 24, 39), sino del organismo verdaderamente humano, que consta de carne, nervios, huesos, y el cual se alimenta de su cáliz, que es su sangre, y aumenta con el pan, que es su cuerpo».

La comunión en la carne mira a la comunión en el Espíritu: Cristo nos hace una sola carne con Él para tener un solo espíritu, es decir, el Espíritu Santo. Algo análogo acontece en la comunión conyugal: hace «de dos una sola carne». De dos personas no resulta una, esto es imposible. Pero así como en la Trinidad hay tres Personas en una sola sustancia o naturaleza, así, análogamente, en virtud de la unión matrimonial, dos (creados a imagen de la Trinidad), sin dejar de ser dos, vienen a ser una sola vida, indisociable, indisoluble, en unidad de espíritu. Este es el misterio en el que San Pablo ve un reflejo de la unión de Cristo con su Iglesia y por tanto con cada uno de sus miembros.

Bajar y subir

Podemos imaginar y pensar que Dios ha «descendido» de su regio trono para asumir nuestra bajeza. Está bien y conforme a los términos de la revelación. Pero la encarnación del Verbo trasciende toda imaginación y humano pensamiento; es posible pensar a la vez que lo hecho por el Verbo no es tanto «descender» como tomar el pesebre de Belén, elevarlo y meterlo en el Cielo; y con Belén todo el mundo humano. Dios asume todo lo que es indigencia, indefensión, debilidad, esclavitud de la naturaleza irredenta. El fin es la liberación, la elevación y la divinización de la humanidad, de cada quien que libremente se incorpore a Cristo por el Bautismo y se deje encarnar en Cristo, por el Espíritu de Cristo.

¡Cómo habremos de amar pues esta carne, estos huesos, esta sangre nuestra que se une tan íntimamente con la de Cristo! ¡Cómo debemos protegerla de lo que pueda impedirle la divinización! «La carne es el quicio de la salvación; en cuyo proceso –sigue Tertuliano-, cada alma se reconcilia con Dios, pero es la carne la que hace que pueda reconciliarse el alma; la carne es alimentada con el cuerpo y con la sangre de Cristo, a fin de que también el alma se nutra de Dios. Así no se podrán separar en la recompensa los dos elementos [alma y cuerpo] que una misma obra unió».

Al recordar ahora lo dicho por Pablo: «en Cristo habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9), nos encontramos con una sugerencia bellísima sobre la dimensión inescrutable de la comunión sacramental con la corporeidad de Jesús, en la que por la unión inefable -llamada «hipostática»-, reside el poder de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. «En la carne de Cristo —dice San Máximo— se halla oculto el poder de la divinidad». La palabra humana ha de callar ante tan asombroso misterio. El cuerpo y la sangre de Cristo, en los que habita la plenitud de la Divinidad, nos diviniza, nos adentra en la realidad misteriosa de la Paternidad de Dios Padre, en la Filiación de Dios Hijo, en el Amor del Espíritu Santo.

Ser cristiano, ser Cristo

Bajo las increíbles luces precedentes, se ve con gran claridad, la original enseñanza de san Josemaría sobre la identidad del cristiano cabal, que ha de ser y llega a ser no sólo alter Christus —como se ha afirmado muchas veces—: por «el misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas, el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo». «Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención».

Cuando te miro Niño,
Dios te contemplo.

Cuando Dios te miro,
Niño te veo

¡Y me veo niño!…¡Y seré como Dios!…

Pisando tus huellas, día a día, Señor.

Por Pbro. Dr. Antonio Orozco Delclos

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